Los desterrados y otros cuentos (11 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico

BOOK: Los desterrados y otros cuentos
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Else, con la boina sobre la nariz para contrarrestar la reverberación, respondía en breves observaciones, y como a disgusto. El manco dedujo de ellas que no debía perder el tiempo aclimatando levadura alguna de caña, porque no obtendría sino caña, ni al uno por cien mil. Que debía esterilizar su caldo, fosfatarlo bien, y ponerlo en movimiento con levadura de Borgoña, pedida a Buenos Aires. Podía aclimatarla, si quería perder el tiempo; pero no era indispensable…

El manco trotaba a su lado, ensanchándose el escote de la camiseta de entusiasmo y calor.

—¡Pero soy feliz! —decía—. ¡No me falta ya nada!

¡Pobre manco! Le faltaba precisamente lo indispensable para fermentar sus naranjas: ocho o diez bordalesas vacías, que en aquellos días de guerra valían más pesos que los que él podría ganar en seis meses de soldar día y noche.

Comenzó, sin embargo, a pasar días enteros de lluvia en los almacenes de los yerbales, transformando latas vacías de nafta en envases de grasa quemada o podrida para alimento de los peones; y a trotar por todos los boliches en procura de los barriles más viejos que para nada servían ya. Más tarde Rivet y Else —tratándose de alcohol de noventa grados— lo ayudarían, con toda seguridad…

Rivet lo ayudó, en efecto, en la medida de sus fuerzas, pues el químico nunca había sabido clavar un clavo. El manco solo abrió, desarmó, raspó y quemó una tras otra las viejas bordelesas con medio dedo de poso violeta en cada duela, tarea ligera, sin embargo, en comparación con la de armar de nuevo las bordalesas, y a la que el manco llegaba con su brazo y cuarto tras inacabables horas de sudor.

Else había ya contribuido a la industria con cuanto se sabe hoy mismo sobre fermentos; pero cuando el manco le pidió que dirigiera el proceso fermentativo, el ex sabio se echó a reír, levantándose.

—¡Yo no entiendo nada de esto! —dijo recogiendo su bastón bajo el brazo; y se fue a caminar por allí, más rubio, más satisfecho y más sucio que nunca.

Tales paseos constituían la vida del médico. En todas las picadas se lo hallaba con sus zapatillas sin medias y su continente eufórico. Fuera de beber en todos los boliches y todos los días, de 11:00 a 16:00, no hacía nada más. Tampoco frecuentaba el bar, diferenciándose en esto de su colega Rivet. Pero en cambio solía hallárselo a caballo a altas horas de la noche, cogido de las orejas del animal, al que llamaba su padre y su madre, con gruesas risas. Paseaban así horas enteras al tranco, hasta que el jinete caía por fin a reír del todo.

A pesar de esta vida ligera, algo había sin embargo capaz de arrancar al ex hombre de su limbo alcohólico; y esto lo supimos la vez que con gran sorpresa de todos, Else se mostró en el pueblo caminando rápidamente, sin mirar a nadie. Esa tarde llegaba su hija, maestra de escuela en Santo Pipó, y que visitaba a su padre dos o tres veces en el año.

Era una muchachita delgada y vestida de negro, de aspecto enfermizo y mirar hosco. Ésta fue por lo menos la impresión nuestra cuando pasó por el pueblo con su padre en dirección al Horqueta. Pero según lo que dedujimos de los informes del manco, aquella expresión de la maestrita era sólo para nosotros, motivada por la degradación en que había caído su padre y a la que asistíamos día a día.

Lo que después se supo confirma esta hipótesis. La chica era muy trigueña y en nada se parecía al médico escandinavo. Tal vez no fuera hija suya; él por lo menos nunca lo creyó. Su modo de proceder con la criatura lo confirma, y sólo Dios sabe cómo la maltratada y abandonada criatura pudo llegar a recibirse de maestra, y a continuar queriendo a su padre. No pudiendo tenerlo a su lado, ella se trasladaba a verlo dondequiera que él estuviese. Y el dinero que el doctor Else gastaba en beber, provenía del sueldo de la maestrita.

El ex hombre conservaba, sin embargo, un último pudor: no bebía en presencia de su hija. Y este sacrificio en aras de una chinita a quien no creía hija suya, acusa más ocultos fermentos que las reacciones ultracientíficas del pobre manco.

Durante cuatro días, en esta ocasión, no se vio al médico por ninguna parte. Pero aunque cuando apareció otra vez por los boliches estaba más borracho que nunca, se pudo apreciar en los remiendos de toda su ropa, la obra de su hija.

Desde entonces, cada vez que se veía a Else fresco y serio, cruzando rápido en busca de harina y grasa, todos decíamos:

—En estos días debe de llegar su hija.

Entretanto, el manco continuaba soldando a horcajadas techos de lujo, y en los días libres, raspando y quemando duelas de barril.

No fue sólo esto: habiendo ese año madurado muy pronto las naranjas por las fortísimas heladas, el manco debió también pensar en la temperatura de la bodega, a fin de que el frío nocturno, vivo aún en ese octubre, no trastornara la fermentación. Tuvo así que forrar por dentro su rancho con manojos de paja despeinada, de modo tal que aquello parecía un hirsuto y agresivo cepillo. Tuvo que instalar un aparato de calefacción, cuyo hogar constituíalo un tambor de acaroína, y cuyos tubos de tacuara daban vueltas por entre las pajas de las paredes, a modo de gruesa serpiente amarilla. Y tuvo que alquilar —con arpista y todo, a cuenta del alcohol venidero— el carrito de ruedas macizas del negro Malaquías, quien de este modo volvió a prestar servicios al manco, acarreándole naranjas desde el monte con su mutismo habitual y el recuerdo melancólico de sus dos mujeres.

Un hombre común se hubiera rendido a medio camino. El manco no perdía un instante su alegre y sudorosa fe.

—¡Pero no nos falta ya nada! —repetía haciendo bailar a la par del brazo entero su muñón optimista—: ¡Vamos a hacer una fortuna con esto!

Una vez aclimatada la levadura de Borgoña, el manco y Malaquías procedieron a llenar las cubas. El negro partía las naranjas de un tajo de machete, y el manco las estrujaba entre sus dedos de hierro; todo con la misma velocidad y el mismo ritmo, como si machete y mano estuvieran unidos por la misma biela.

Rivet los ayudaba a veces, bien que su trabajo consistiera en ir y venir febrilmente del colador de semillas a los barriles, a fuer de director. En cuanto al médico, había contemplado con gran atención estas diversas operaciones, con las manos hundidas en los bolsillos y el bastón bajo la axila. Y ante la invitación a que prestara su ayuda, se había echado a reír, repitiendo como siempre:

—¡Yo no entiendo nada de estas cosas!

Y fue a pasearse de un lado a otro frente al camino deteniéndose en cada extremo a ver si venía un transeúnte.

No hicieron los destiladores en esos duros días más que cortar y cortar, estrujar y estrujar naranjas bajo un sol de fuego y almibarados de zumo de la barba a los pies. Pero cuando los primeros barriles comenzaron a alcoholizarse en una fermentación tal que proyectaba a dos dedos sobre el nivel una llovizna de color topacio, el doctor Else evolucionó hacia la bodega caldeada, donde el manco se abría el escote de entusiasmo.

—¡Y ya está! —decía—. ¿Qué nos falta ahora? ¡Unos cuantos pesos más, y nos hacemos riquísimos!

Else quitó uno por uno los tapones de algodón de los barriles, y aspiró con la nariz en el agujero el delicioso perfume del vino de naranja en formación, perfume cuya penetrante frescura no se halla en caldo alguno de otra fruta. El médico levantó luego la vista a las paredes, al revestimiento amarillo de erizo, a la cañería de víbora que se desarrollaba oscureciéndose entre las pajas en un vaho de aire vibrante, y sonrió un momento con pesadez. Pero desde entonces no se apartó de alrededor de la fábrica.

Aún más, se quedó a dormir allí. Else vivía en una chacra del manco, a orillas del Horqueta. Hemos omitido esta opulencia del manco, por la razón de que el gobierno nacional llama chacras a las fracciones de 25 hectáreas de monte virgen o pajonal, que vende al precio de 75 pesos la fracción, pagaderos en seis años.

La chacra del manco consistía en un bañado solitario donde no había más que un ranchito aislado entre un círculo de cenizas, y zorros entre las pajas. Nada más. Ni siquiera hojas en la puerta del rancho.

El médico se instaló, pues, en la fábrica de las ruinas, retenido por el
bouquet
naciente del vino de naranja. Y aunque su ayuda fue la que conocemos, cada vez que en las noches subsiguientes el manco se despertó a vigilar la calefacción, halló siempre a Else sosteniendo el fuego. El médico dormía poco y mal; y pasaba la noche en cuclillas ante la lata de acaroína, tomando mate y naranjas caldeadas en las brasas del hogar.

La conversión alcohólica de las cien mil naranjas concluyó por fin, y los destiladores se hallaron ante ocho bordelesas de un vino muy débil, sin duda, pero cuya graduación les aseguraba asimismo cien litros de alcohol de 50 grados, fortaleza mínima que requería el paladar local.

Las aspiraciones del manco eran también locales; pero un especulativo como él, a quien preocupaba ya la ubicación de los transformadores de corriente en el futuro cable eléctrico desde el Iguazú hasta Buenos Aires, no podía olvidar el aspecto puramente ideal de su producto. Trotó en consecuencia unos días en procura de algunos frascos de cien gramos para enviar muestras a Buenos Aires, y aprontó unas muestras, que alineó en el banco para enviarlas esa tarde por correo. Pero cuando volvió a buscarlas no las halló, y sí al doctor Else, sentado en la escarpa del camino, satisfechísimo de sí y con el bastón entre las manos, incapaz de un solo movimiento.

La aventura se repitió una y otra vez, al punto de que el pobre manco desistió definitivamente de analizar su alcohol: el médico, rojo, lacrimoso y resplandeciente de euforia, era lo único que hallaba.

No perdía por esto el manco su admiración por el ex sabio.

—¡Pero se lo toma todo! —nos confiaba de noche en el bar—. ¡Qué hombre! ¡No me deja una sola muestra!

Al manco le faltaba tiempo para destilar con la lentitud debida, e igualmente para desechar las flegmas de su producto. Su alcohol sufría así de las mismas enfermedades que su esencia, el mismo olor viroso, e igual dejo cáustico. Por consejo de Rivet transformó en
bitter
aquella imposible caña, con el solo recurso de apepú, y oruzú, a efectos de la espuma.

En este definitivo aspecto entró el alcohol de naranja en el mercado. Por lo que respecta al químico y su colega, lo bebían sin tasa tal como goteaba de los platos del alambique con sus venenos cerebrales.

Una de esas siestas de fuego, el médico fue hallado tendido de espaldas a través del desamparado camino al puerto viejo, riéndose con el sol a plomo.

—Si la maestrita no llega uno de estos días —dijimos nosotros—, le va a dar trabajo encontrar dónde ha muerto su padre.

Precisamente una semana después supimos por el manco que la hija de Else llegaba convaleciente de gripe.

—Con la lluvia que se apronta —pensamos otra vez—, la muchacha no va a mejorar gran cosa en el bañado del Horqueta.

Por primera vez, desde que estaba entre nosotros, no se vio al médico Else cruzar firme y apresurado ante la inminente llegada de su hija. Una hora antes de arribar la lancha fue al puerto por el camino de las ruinas, en el carrito del arpista Malaquías, cuya yegua, al paso y todo, jadeaba exhausta con las orejas mojadas de sudor.

El cielo denso y lívido, como paralizado de pesadez, no presagiaba nada bueno, tras mes y medio de sequía. Al llegar la lancha, en efecto, comenzó a llover. La maestrita achuchada pisó la orilla chorreante bajo agua; subió bajo agua, en el carrito, y bajo agua hicieron con su padre todo el trayecto, a punto de que cuando llegaron de noche al Horqueta no se oía en el solitario pajonal ni un aullido de zorro, y sí el sordo crepitar de la lluvia en el patio de tierra del rancho.

La maestrita no tuvo esta vez necesidad de ir hasta el bañado a lavar las ropas de su padre. Llovió toda la noche y todo el día siguiente, sin más descanso que la tregua acuosa del crepúsculo, a la hora en que el médico comenzaba a ver alimañas raras prendidas al dorso de sus manos.

Un hombre que ya ha dialogado con las cosas tendido de espaldas al sol, puede ver seres imprevistos al suprimir de golpe el sostén de su vida. Rivet, antes de morir un año más tarde con su litro de alcohol carburado de lámparas, tuvo con seguridad fantasías de ese orden clavadas ante la vista. Solamente que Rivet no tenía hijos; y el error de Else consistió precisamente en ver, en vez de su hija, una monstruosa rata.

Lo que primero vio fue un grande, muy grande ciempiés que daba vueltas por las paredes. Else quedó sentado con los ojos fijos en aquello, y el ciempiés se desvaneció. Pero al bajar el hombre la vista, lo vio ascender arqueado por entre sus rodillas, con el vientre y las patas hormigueantes vueltas a él, subiendo, subiendo interminablemente. El médico tendió las manos delante, y sus dedos apretaron el vacío.

Sonrió pesadamente: ilusión… nada más que ilusión…

Pero la fauna del delírium trémens es mucho más lógica que la sonrisa de un ex sabio, y tiene por hábito trepar obstinadamente por las bombachas, o surgir bruscamente de los rincones.

Durante muchas horas, ante el fuego y con el mate inerte en la mano, el médico tuvo conciencia de su estado. Vio, arrancó y desenredó tranquilo más víboras de las que pueden pisarse en sueños. Alcanzó a oír una dulce voz que decía:

—Papá, estoy un poco descompuesta… Voy un momento afuera.

Else intentó todavía sonreír a una bestia que había irrumpido de golpe en medio del rancho, lanzando horribles alaridos, y se incorporó por fin aterrorizado y jadeante: estaba en poder de la fauna alcohólica.

Desde las tinieblas comenzaban ya a asomar el hocico bestias innumerables. Del techo se desprendían también cosas que él no quería ver. Todo su terror sudoroso estaba ahora concentrado en la puerta, en aquellos hocicos puntiagudos que aparecían y se ocultaban con velocidad vertiginosa.

Algo como dientes y ojos asesinos de inmensa rata se detuvo un instante contra el marco, y el médico, sin apartar la vista de ella, cogió un pesado leño: la bestia, adivinando el peligro, se había ya ocultado.

Por los flancos del ex sabio, por atrás, se hincaba en sus bombachas cosas que trepaban. Pero el hombre, con los ojos fuera de las órbitas, no veía sino la puerta y los hocicos fatales.

Un instante, el hombre creyó distinguir entre el crepitar de la lluvia, un ruido más sordo y nítido. De golpe la monstruosa rata surgió en la puerta, se detuvo un momento a mirarlo, y avanzó hacia ella el leño con todas sus fuerzas.

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