Los desterrados y otros cuentos (3 page)

Read Los desterrados y otros cuentos Online

Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico

BOOK: Los desterrados y otros cuentos
8.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

«¿Y si los tucanes —pensaba Anaconda— habían errado, apresurándose a anunciar una mísera llovizna?»

—¡Anaconda! —se oía en las tinieblas desde distintos puntos—. ¿No reconoces las aguas todavía? ¿Nos habrán engañado, Anaconda?

—No lo creo —respondía la boa, sombría—. Un día más, y las encontraremos.

—¡Un día más! Vamos perdiendo las fuerzas en este ensanche del río. ¡Un nuevo día…! ¡Siempre dices lo mismo, Anaconda!

—¡Paciencia, hermanos! Yo sufro mucho más que ustedes.

Fue el día siguiente un duro día, al que se agregó la extrema sequedad del ambiente, y que la gran boa sobrellevó inmóvil de vigía en su isla flotante, encendida al caer la tarde por el reflejo del sol, tendido como una barra de metal fulgurante a través del río, y que la acompañaba.

En las tinieblas de esa misma noche, Anaconda, que desde horas atrás nadaba entre los embalsados sorbiendo ansiosamente sus aguas, lanzó de pronto un grito de triunfo: acababa de reconocer en una inmensa balsa a la deriva, el salado sabor de los camalotes del Olidén.

—¡Salvados, hermanos! —exclamó—. ¡El Paraguay baja ya con nosotros! ¡Grandes lluvias allá también!

Y la moral de la selva, remontada como por encanto, aclamó a la inundación limítrofe, cuyos camalotes, densos como tierra firme, entraban por fin en el Paraná.

El sol iluminó al día siguiente esta epopeya de las dos grandes cuencas aliadas que se vertían en las mismas aguas.

La gran flora acuática bajaba, soldada en islas extensísimas que cubrían el río. Una misma voz de entusiasmo flotaba sobre la selva cuando los camalotes próximos a la costa, absorbidos por un remanso, giraban indecisos sobre el rumbo a tomar.

—¡Paso! ¡Paso! —se oía pulsar a la crecida entera ante el obstáculo. Y los camalotes, los troncos con su carga de asaltantes, escapaban por fin a la succión, filando como un rayo por la tangente.

—¡Sigamos! ¡Paso! ¡Paso! —se oía desde una orilla a la otra—. ¡La victoria es nuestra!

Así lo creía también Anaconda. Su sueño estaba a punto de realizarse. Y envanecida de orgullo, echó hacia la sombra del cobertizo una mirada triunfal.

El hombre había muerto. No había el herido cambiado de posición ni encogido un solo dedo, ni su boca se había cerrado. Pero estaba bien muerto, y posiblemente desde horas atrás.

Ante esa circunstancia, más que natural y esperada, Anaconda quedó inmóvil de extrañeza, como si el oscuro mensú hubiera debido conservar para ella, a despecho de su raza y sus heridas, su miserable existencia.

¿Qué le importaba ese hombre? Ella lo había defendido, sin duda; lo había resguardado de las víboras, velando y sosteniendo a la sombra de la inundación un resto de vida hostil.

¿Por qué? Tampoco le importaba saberlo. Allí quedaría el muerto, bajo su cobertizo, sin que ella volviera a acordarse más de él. Otras cosas la inquietaban.

En efecto, sobre el destino de la gran crecida se cernía una amenaza que Anaconda no había previsto. Macerado por los largos días de flote en aguas calientes, el sargazo fermentaba. Gruesas burbujas subían a la superficie entre los intersticios de aquél, y las semillas reblandecidas se adherían aglutinadas todo al contorno del sargazo. Por un momento, las costas altas habían contenido el desbordamiento, y la selva acuática había cubierto entonces totalmente el río, al punto de no verse agua sino un mar verde en todo el cauce. Pero ahora, en las costas bajas, la crecida, cansada y falta del coraje de }os primeros días, defluía agonizante hacia el interior anegadizo que, como una trampa, le tendía la tierra a su paso.

Más abajo todavía, los grandes embalsados se rompían aquí y allá, sin fuerzas para vencer los remansos, e iban a gestar en las profundas ensenadas su ensueño de fecundidad. Embriagados por el vaivén y la dulzura del ambiente, los camalotes cedían dóciles a las contracorrientes de la costa, remontaban suavemente el Paraná en dos grandes curvas, y se paralizaban por fin a lo largo de la playa a florecer.

Tampoco la gran boa escapaba a esta fecunda molicie que saturaba la inundación. Iba de un lado a otro en su isla flotante, sin hallar sosiego en parte alguna. Cerca de ella, a su lado casi, el hombre muerto se descomponía. Anaconda se aproximaba a cada instante, aspiraba, como en un rincón de la selva, el calor de la fermentación, e iba a deslizar por largo trecho el cálido vientre sobre el agua, como en los días de su primavera natal.

Pero no era esa agua ya demasiado fresca el sitio propicio. Bajo la sombra del techo, yacía el mensú muerto. ¿Podía no ser esa muerte más que la resolución final y estéril del ser que ella había velado? ¿Y nada, nada le quedaría de él?

Poco a poco, con la lentitud que ella habría puesto ante un santuario natural, Anaconda fue arrollándose. Y junto al hombre que ella había defendido como a su vida propia; al fecundo calor de su descomposición —póstumo tributo de agradecimiento, que quizá la selva hubiera comprendido—, Anaconda comenzó a poner sus huevos.

De hecho, la inundación estaba vencida. Por vastas que fueran las cuencas aliadas, y violentos hubieran sido los diluvios, la pasión de la flora había quemado el brío de la gran crecida. Pasaban aún los camalotes, sin duda; pero la voz de aliento: ¡Paso! ¡Paso!, se había extinguido totalmente.

Anaconda no soñaba más. Estaba convencida del desastre. Sentía, inmediata, la inmensidad en que la inundación iba a diluirse, sin haber cerrado el río. Fiel al calor del hombre, continuaba poniendo sus huevos vitales, propagadores de su especie, sin esperanza alguna para ella misma.

En un infinito de agua fría, ahora, los camalotes se disgregaban, desparramándose por la superficie sin fin. Largas y redondas olas balanceaban sin concierto la selva desgarrada, cuya fauna terrestre, muda y sin oriente, se iba hundiendo aterida en la frialdad del estuario.

Grandes buques —los vencedores— ahumaban a lo lejos el cielo límpido, y un vaporcito empenachado de blanco curioseaba entre las islas rotas. Más lejos todavía, en la infinitud celeste, Anaconda se destacaba erguida sobre su embalsado, y aunque disminuidos por la distancia, sus robustos diez metros llamaron la atención de los curiosos.

—¡Allá! —se alzó de pronto una voz en el vaporcito—. ¡En aquel embalsado! ¡Una enorme víbora!

—¡Qué monstruo! —gritó otra voz—. ¡Y fíjense! ¡Hay un rancho caído! Seguramente ha matado a su habitante.

—¡O lo ha devorado vivo! Estos monstruos no perdonan a nadie. Vamos a vengar al desgraciado con una buena bala.

—¡Por Dios, no nos acerquemos! —clamó el que primero había hablado—. El monstruo debe de estar furioso. Es capaz de lanzarse contra nosotros en cuanto nos vea. ¿Está seguro de su puntería desde aquí?

—Veremos… No cuesta nada probar un primer tiro…

Allá, al sol naciente que doraba el estuario puntillado de verde, Anaconda había visto la lancha con su penacho de vapor. Miraba indiferente hacia aquello, cuando distinguió un pequeño copo de humo en la proa del vaporcito, y su cabeza golpeó contra los palos del embalsado.

La boa se irguió de nuevo, extrañada. Había sentido un golpecito seco en alguna parte de su cuerpo, tal vez en la cabeza. No se explicaba cómo. Tenía, sin embargo, la impresión de que algo le había pasado. Sentía su cuerpo dormido, primero; y luego, una tendencia a balancear el cuello, como si las cosas, y no su cabeza, se pusieran a danzar, oscureciéndose.

Vio de pronto ante sus ojos la selva natal en un viviente panorama, pero invertida; y transparentándose sobre ella, la cara sonriente del mensú.

«Tengo mucho sueño…» —pensó Anaconda, tratando de abrir todavía los ojos. Inmensos y azulados ahora, sus huevos desbordaban del cobertizo y cubrían la balsa entera.

—Debe ser hora de dormir… —murmuró Anaconda.

Y pensando deponer suavemente la cabeza a lo largo de sus huevos, la aplastó contra el suelo en el sueño final.

Los desterrados

Misiones, como toda región de frontera, es rica en tipos pintorescos. Suelen serlo extraordinariamente aquellos que, a semejanza de las bolas de billar, han nacido con efecto. Tocan normalmente banda, y emprenden los rumbos más inesperados. Así Juan Brown, que habiendo ido por sólo unas horas a mirar las ruinas, se quedó 25 años allá; el doctor Else, a quien la destilación de naranjas llevó a confundir a su hija con una rata; el químico Rivet, que se extinguió como una lámpara, demasiado repleto de alcohol carburado; y tantos otros que, gracias al efecto, reaccionaron del modo más imprevisto. En los tiempos heroicos del obraje y la yerba mate, el Alto Paraná sirvió de campo de acción a algunos tipos riquísimos de color, dos o tres de los cuales alcanzamos a conocer nosotros, treinta años después.

Figura a la cabeza de aquéllos un bandolero de un desenfado tan grande en cuestión de vidas humanas, que probaba sus winchesters sobre el primer transeúnte. Era correntino, y las costumbres y habla de su patria formaban parte de su carne misma. Se llamaba Sidney Fitz-Patrick, y poseía una cultura superior a la de un egresado de Oxford.

A la misma época pertenece el cacique Pedrito, cuyas indiadas mansas compraron en los obrajes los primeros pantalones. Nadie le había oído a este cacique de faz poco india una palabra en lengua cristiana, hasta el día en que al lado de un hombre que silbaba un aria de
La Traviata
, el cacique prestó un momento atención, diciendo luego en perfecto castellano:


La Traviata
… Yo asistí a su estreno en Montevideo, el 59…

Naturalmente, ni aun en las regiones del oro o el caucho abundan tipos de este romántico color. Pero en las primeras avanzadas de la civilización al norte del Iguazú, actuaron algunas figuras nada despreciables, cuando los obrajes y campamentos de yerba del Guayra se abastecían por medio de grandes lanchones izados durante meses y meses a la sirga contra una corriente de infierno, y hundidos hasta la borda bajo el peso de mercancías averiadas, charques, mulas y hombres, que a su vez tiraban como forzados, y que alguna vez regresaron sólo sobre diez tacuaras a la deriva, dejando a la embarcación en el más grande silencio.

De estos primeros mensús formó parte el negro João Pedro, uno de los tipos de aquella época que alcanzaron hasta nosotros.

João Pedro había desembocado un mediodía del monte con el pantalón arremangado sobre la rodilla, y el grado de general, al frente de ocho o diez brasileños en el mismo estado que su jefe.

En aquel tiempo —como ahora—, el Brasil desbordaba sobre Misiones, a cada revolución, hordas fugitivas cuyos machetes no siempre concluían de enjugarse en tierra extranjera. João Pedro, mísero soldado, debía a su gran conocimiento del monte su ascenso a general. En tales condiciones, y después de semanas de bosque virgen que los fugitivos habían perforado como diminutos ratones, los brasileños guiñaron los ojos enceguecidos ante el Paraná, en cuyas aguas albeantes hasta hacer doler los ojos, el bosque se cortaba por fin.

Sin motivos de unión ya, los hombres se desbandaron. João Pedro remontó el Paraná hasta los obrajes, donde actuó breve tiempo, sin mayores peripecias para sí mismo. Y advertimos esto último, porque cuando un tiempo después João Pedro acompañó a un agrimensor hasta el interior de la selva, concluyó en esta forma y en esta lengua de frontera el relato del viaje:

—Después tivemos um disgusto… E dos dois, volvió um solo.

Durante algunos años, luego, cuidó del ganado de un extranjero, allá en los pastizales de la sierra, con el exclusivo objeto de obtener sal gratuita para cebar los barreros de caza, y atraer tigres. El propietario notó al fin que sus terneras morían como ex profeso enfermas en lugares estratégicos para cazar tigres, y tuvo palabras duras para su capataz. Éste no respondió en el momento; pero al día siguiente los pobladores hallaban en la picada al extranjero, terriblemente azotado a machetazos, como quien cancha yerba de plano.

También esta vez fue breve la confidencia de nuestro hombre:

—Olvidose de que eu era home como ele… É canchel o francéis.

El propietario era italiano; pero lo mismo daba, pues la nacionalidad atribuida por João Pedro era entonces genérica para todos los extranjeros.

Años después, y sin motivo alguno que explique el cambio de país, hallamos al ex general dirigiéndose a una estancia del Iberá cuyo dueño gozaba fama de pagar de extraño modo a los peones que reclamaban su sueldo.

João Pedro ofreció sus servicios, que el estanciero aceptó en estos términos:

—A vos, negro, por tus motas, te voy a pagar dos pesos y la rapadura. No te olvidés de venir a cobrar a fin de mes.

João Pedro salió mirándolo de reojo; y cuando a fin de mes fue a cobrar su sueldo, el dueño de la estancia le dijo:

—Tendé la mano, negro, y apretá fuerte.

Y abriendo el cajón de la mesa, le descargó encima el revólver.

João Pedro salió corriendo con su patrón detrás que lo tiroteaba, hasta lograr hundirse en una laguna de aguas podridas, donde arrastrándose bajo los camalotes y pajas, pudo alcanzar un tacurú que se alzaba en el centro como un cono.

Guareciéndose tras él, el brasileño esperó, atisbando a su patrón con un ojo.

—No te movás, moreno —le gritó el otro, que había concluido sus municiones.

João Pedro no se movió, pues tras él el Iberá borbotaba hasta el infinito. Y cuando asomó de nuevo la nariz, vio a su patrón que regresaba al galope con el winchester cogido por el medio.

Comenzó entonces para el brasileño una prolija tarea, pues el otro corría a caballo buscando hacer blanco en el negro, y éste giraba a la par alrededor del tacurú, esquivando el tiro.

—Ahí va tu sueldo, macaco —gritaba el estanciero al galope; y la cúspide del tacurú volaba en pedazos.

Llegó un momento en que João Pedro no pudo sostenerse más, y en un instante propicio se hundió de espaldas en el agua pestilente, con los labios estirados a flor de camalotes y mosquitos, para respirar. El otro, al paso ahora, giraba alrededor de la laguna buscando al negro. Al fin se retiró, silbando en voz baja y con las riendas sueltas sobre la cruz del caballo.

En la alta noche el brasileño abordó el ribazo de la laguna, hinchado y tiritando, y huyó de la estancia, poco satisfecho al parecer del pago de su patrón, pues se detuvo en el monte a conversar con otros peones prófugos, a quienes se debía también dos pesos y la rapadura. Dichos peones llevaban una vida casi independiente, de día en el monte, y de noche en los caminos.

Other books

Catching Waves by Stephanie Peters
Filfthy by Winter Renshaw
2 Death of a Supermodel by Christine DeMaio-Rice
Labyrinth Gate by Kate Elliott
Dead and Gone by Bill Kitson
A Reluctant Queen by Wolf, Joan
Cell by Robin Cook
Safe Harbor by Tymber Dalton