Los desterrados y otros cuentos (2 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico

BOOK: Los desterrados y otros cuentos
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A esta mágica voz: ¡Agua!, la selva entera clamó, como un eco de desolación:

—¡Agua! ¡Agua!

—¡Sí, e inmensa! Pero no nos precipitemos cuando brame. Contamos con aliados invalorables, y ellos nos enviarán mensajeros cuando llegue el instante. Escudriñen constantemente el cielo, hacia el noroeste. De allí deben llegar los tucanes. Cuando ellos lleguen, la victoria es nuestra. Hasta entonces, paciencia.

¿Pero cómo exigir paciencia a seres cuya piel se abría en grietas de sequedad, que tenían los ojos rojos por la conjuntivitis, y cuyo trote vital era ahora un arrastre de patas, sin brújula?

Día tras día, el sol se levantó sobre el barro de intolerable resplandor, y se hundió asfixiado en vapores de sangre, sin una sola esperanza. Cerrada la noche, Anaconda se deslizaba hasta el Paranahyba a sentir en la sombra el menor estremecimiento de lluvia que debía llegar sobre las aguas desde el implacable norte. Hasta la costa, por lo demás, se habían arrastrado los animales menos exhaustos. Y juntos todos, pasaban las noches sin sueño y sin hambre, aspirando en la brisa, como la vida misma, el más leve olor a tierra mojada.

Hasta que una noche, por fin, se realizó el milagro. Inconfundible con otro alguno, el viento precursor trajo a aquellos míseros un sutil vaho de hojas empapadas.

—¡Agua! ¡Agua! —oyose clamar de nuevo en el desolado ámbito. Y la dicha fue definitiva cuando cinco horas después, al romper el día, se oyó en el silencio, lejanísimo aún, el sordo tronar de la selva bajo el diluvio que se precipitaba por fin.

Esa mañana el sol brilló, pero no amarillo, sino anaranjado, y a mediodía no se le vio más. Y la lluvia llegó, espesísima y opaca y blanca como plata oxidada, a empapar la tierra sedienta.

Diez noches y diez días continuos el diluvio se cernió sobre la selva flotando en vapores; y lo que fuera páramo de insoportable luz, se tendía ahora hasta el horizonte en sedante napa líquida. La flora acuática rebrotaba en planísimas balsas verdes que a simple vista se veía dilatar sobre el agua hasta lograr contacto con sus hermanas. Y cuando nuevos días pasaron sin traer a los emisarios del noroeste, la inquietud tornó a inquietar a los futuros cruzados.

—¡No vendrán nunca! —clamaban—. ¡Lancémonos, Anaconda! Dentro de poco no será ya tiempo. Las lluvias cesan.

—Y recomenzarán. ¡Paciencia, hermanitos! ¡Es imposible que no llueva allá! Los tucanes vuelan mal; ellos mismos lo dicen. Acaso estén en camino. ¡Dos días más!

Pero Anaconda estaba muy lejos de la fe que aparentaba. ¿Y si los tucanes se habían extraviado en los vapores de la selva humeante? ¿Y si por una inconcebible desgracia, el noroeste no había acompañado al diluvio del norte? A media jornada de allí, el Paranahyba atronaba con las cataratas pluviales que le vertían sus afluentes.

Como ante la espera de una paloma de arca, los ojos de las ansiosas bestias estaban sin cesar vueltos al noroeste, hacia el cielo anunciador de su gran empresa. Nada. Hasta que en las brumas de un chubasco, mojados y ateridos, los tucanes llegaron graznando:

—¡Grandes lluvias! ¡Lluvia general en toda la cuenca! ¡Todo blanco de agua!

Y un alarido salvaje azotó la zona entera.

—¡Bajemos! ¡El triunfo es nuestro! ¡Lancémonos enseguida!

Y ya era tiempo, podría decirse, porque el Paranahyba desbordaba hasta allí mismo, fuera de cauce. Desde el río hasta la gran laguna, los bañados eran ahora un tranquilo mar, que se balanceaba de tiernos camalotes. Al norte, bajo la presión del desbordamiento, el mar verde cedía dulcemente, trazaba una gran curva lamiendo el bosque, y derivaba lentamente hacia el sur, succionado por la veloz corriente.

Había llegado la hora. Ante los ojos de Anaconda, la zona al asalto desfiló. Victorias nacidas ayer, y viejos cocodrilos rojizos; hormigas y tigres; camalotes y víboras; espumas, tortugas y liebres, y el mismo clima diluviano que descargaba otra vez —la selva pasó, aclamando a la boa, hacia el abismo de las grandes crecidas.

Y cuando Anaconda lo hubo visto así, se dejó a su vez arrastrar flotando hasta el Paranahyba, donde arrollada sobre un cedro arrancado de cuajo, que descendía girando sobre sí mismo en las corrientes encontradas suspiró por fin con una sonrisa, cerrando lentamente a la luz crepuscular sus ojos de vidrio.

Estaba satisfecha.

Comenzó entonces el viaje milagroso hacia lo desconocido, pues de lo que pudiera haber detrás de los grandes cantiles de asperón rosa que mucho más allá del Guayra entrecierran el río, ella lo ignoraba todo. Por el Tacuarí había llegado una vez hasta la cuenca del Paraguay, según lo hemos visto. Del Paraná medio e inferior, nada conocía.

Serena, sin embargo, a la vista de la zona que bajaba triunfal y danzando sobre las aguas encajonadas, refrescada de mente y de lluvia, la gran serpiente se dejó llevar hamacada bajo el diluvio blanco que la adormecía.

Descendió en este estado el Paranahyba natal, entrevió el aplacamiento de los remolinos al salvar el río Muerto, y apenas tuvo conciencia de sí cuando la selva entera flotante, y el cedro, y ella misma, fueron precipitados a través de la bruma en la pendiente del Guayra, cuyos saltos en escalera se hundían por fin en un plano inclinado abismal. Por largo tiempo el río estrangulado revolvió profundamente sus aguas rojas. Pero dos jornadas más adelante los altos ribazos se separaban otra vez, y las aguas, en estiramiento de aceite, sin un remolino ni un rumor, filaban por la canal a nueve millas por hora.

A nuevo país, nuevo clima. Cielo despejado ahora y sol radiante, que apenas alcanzaban a velar un momento los vapores matinales. Como una serpiente muy joven, Anaconda abrió curiosamente los ojos al día de Misiones, en un confuso y casi desvanecido recuerdo de su primera juventud.

Tornó a ver la playa, al primer rayo de sol, elevarse y flotar sobre una lechosa niebla que poco a poco se disipaba, para persistir en las ensenadas umbrías, en largos chales prendidos a la popa mojada de las piraguas. Volvió aquí a sentir, al abordar los grandes remansos de las restingas, el vértigo del agua a flor de ojo, girando en curvas lisas y mareantes, que al hervir de nuevo al tropiezo de la corriente, borbotaban enrojecidas por la sangre de las palometas. Vio tarde a tarde al sol recomenzar su tarea de fundidor incendiando los crepúsculos en abanico, con el centro vibrando al rojo albeante, mientras allá arriba, en el alto cielo, blancos cúmulos bogaban solitarios, mordidos en todo el contorno por chispas de fuego.

Todo le era conocido, pero como en la niebla de un ensueño. Sintiendo, particularmente de noche, el pulso caliente de la inundación que descendía con ella, la boa se dejaba llevar a la deriva, cuando súbitamente se arrolló con una sacudida de inquietud.

El cedro acababa de tropezar con algo inesperado o, por lo menos, poco habitual en el río.

Nadie ignora todo lo que arrastra, a flor de agua o semisumergido, una gran crecida. Ya varias veces habían pasado a la vista de Anaconda, ahogados allá en el extremo norte, animales desconocidos de ella misma, y que se hundían poco a poco bajo un aleteante picoteo de cuervos. Había visto a los caracoles trepando a centenares a las altas ramas columpiadas por la corriente, y a los annós rompiéndolos a picotazos. Y al esplendor de la luna, había asistido al desfile de los carambatás remontando el río con la aleta dorsal a flor de agua, para hundirse todos de pronto con una sacudida de cañonazo.

Como en las grandes crecidas.

Pero lo que acababa de trabar contacto con ella era un cobertizo de dos aguas, como el techo de un rancho caído a tierra, y que la corriente arrastraba sobre un embalsado de camalotes.

¿Rancho construido a pique sobre un estero, y minado por las aguas? ¿Habitado tal vez por un náufrago que alcanzara hasta él?

Con infinitas precauciones, escama tras escama, Anaconda recorrió la isla flotante. Se hallaba habitada, en efecto, y bajo el cobertizo de paja estaba acostado un hombre. Pero enseñaba una larga herida en la garganta, y se estaba muriendo.

Durante largo tiempo, sin mover siquiera un milímetro la extremidad de la cola, Anaconda mantuvo la mirada fija en su enemigo.

En ese mismo gran golfo del río, obstruido por los cantiles de arenisca rosa, la boa había conocido al hombre. No guardaba de aquella historia recuerdo alguno preciso; sí una sensación de disgusto, una gran repulsión de sí misma, cada vez que la casualidad, y sólo ella, despertaba en su memoria algún vago detalle de su aventura.

Amigos de nuevo, jamás. Enemigos, desde luego, puesto que contra ellos estaba desencadenada la lucha.

Pero, a pesar de todo, Anaconda no se movía; y las horas pasaban. Reinaban todavía las tinieblas cuando la gran serpiente se desenrolló de pronto y fue hasta el borde del embalsado a tender la cabeza hacia las negras aguas.

Había sentido la proximidad de las víboras en su olor a pescado.

En efecto, las víboras llegaban a montones.

—¿Qué pasa? —preguntó Anaconda—. Saben ustedes bien que no deben abandonar sus camalotes en una inundación.

—Lo sabemos —respondieron las intrusas—. Pero aquí hay un hombre. Es un enemigo de la selva. Apártate, Anaconda.

—¿Para qué? No se pasa. Ese hombre está herido… Está muerto.

—¿Y a ti qué te importa? Si no está muerto, lo estará enseguida… ¡Danos paso, Anaconda!

La gran boa se irguió, arqueando hondamente el cuello.

—¡No se pasa, he dicho! ¡Atrás! He tomado a ese hombre enfermo bajo mi protección. ¡Cuidado con la que se acerque!

—¡Cuidado tú! —gritaron en un agudo silbido las víboras, hinchando las parótidas asesinas.

—¿Cuidado de qué?

—De lo que haces. ¡Te has vendido a los hombres!… ¡Iguana de cola larga!

Apenas acababa la serpiente de cascabel de silbar la última palabra, cuando la cabeza de la boa iba, como un terrible ariete, a destrozar las mandíbulas del crótalo, que flotó enseguida muerto, con el lacio vientre al aire.

—¡Cuidado! —Y la voz de la boa se hizo agudísima—. ¡No va a quedar víbora en todo Misiones, si se acerca una sola! ¡Vendida yo, miserables…! ¡Al agua! Y ténganlo bien presente: ni de día, ni de noche, ni a hora alguna, quiero víboras alrededor del hombre. ¿Entendido?

—¡Entendido! —repuso desde las tinieblas la voz sombría de una gran yararacusú—. Pero algún día te hemos de pedir cuenta de esto, Anaconda.

—En otra época —contestó Anaconda—, rendí cuenta a alguna de ustedes… Y no quedó contenta. ¡Cuidado tú misma, hermosa yarará! Y ahora, mucho ojo… ¡Y feliz viaje!

Tampoco esta vez Anaconda se sentía satisfecha. ¿Por qué había procedido así? ¿Qué la ligaba ni podía ligar jamás a ese hombre —un desgraciado mensú, a todas luces—, que agonizaba con la garganta abierta?

El día clareaba ya.

—¡Bah! —murmuró por fin la gran boa, contemplando por última vez al herido—. Ni vale la pena que me moleste por ese sujeto… Es un pobre individuo, como todos los otros, a quien queda apenas una hora de vida…

Y con una desdeñosa sacudida de cola, fue a arrollarse en el centro de su isla flotante.

Pero en todo el día sus ojos no dejaron un instante de vigilar los camalotes.

Apenas entrada la noche, altos conos de hormigas que derivaban sostenidas por los millares de hormigas ahogadas en la base, se aproximaron al embalsado.

—Somos las hormigas, Anaconda —dijeron—, y venimos a hacerte un reproche. Ese hombre que está sobre la paja es un enemigo nuestro. Nosotras no lo vemos, pero las víboras saben que está allí. Ellas lo han visto, y el hombre está durmiendo bajo el techo. Mátalo, Anaconda.

—No, hermanas. Vayan tranquilas.

—Haces mal, Anaconda. Deja entonces que las víboras lo maten.

—Tampoco. ¿Conocen ustedes las leyes de las crecidas? Este embalsado es mío, y yo estoy en él. Paz, hormigas.

—Pero es que las víboras lo han contado a todos… Dicen que te has vendido a los hombres… No te enojes, Anaconda.

—¿Y quiénes lo creen?

—Nadie, es cierto… Sólo los tigres no están contentos.

—¡Ah…! ¿Y por qué no vienen ellos a decírmelo?

—No lo sabemos, Anaconda.

—Yo sí lo sé. Bien, hermanitas: apártense tranquilamente, y cuiden de no ahogarse todas, porque harán pronto mucha falta. No teman nada de su Anaconda. Hoy y siempre, soy y seré la fiel hija de la selva. Díganselo a todos así. Buenas noches, compañeras.

—¡Buenas noches, Anaconda! —se apresuraron a responder las hormiguitas. Y la noche las absorbió.

Anaconda había dado sobradas pruebas de inteligencia y lealtad para que una calumnia viperina le enajenara el respeto y el amor de la selva. Aunque su escasa simpatía a cascabeles y yararás de toda especie no se ocultaba a nadie, las víboras desempeñaban en la inundación tal inestimable papel, que la misma boa se lanzó en largas nadadas a conciliar los ánimos.

—Yo no busco guerra —dijo a las víboras—. Como ayer, y mientras dure la campaña, pertenezco en alma y cuerpo a la crecida. Solamente que el embalsado es mío, y hago de él lo que quiero. Nada más.

Las víboras no respondieron una palabra, ni volvieron siquiera los fríos ojos a su interlocutora, como si nada hubieran oído.

—¡Mal síntoma! —croaron los flamencos juntos, que contemplaban desde lejos el encuentro.

—¡Bah! —lloraron trepando en un tronco los yacarés chorreantes—. Dejemos tranquila a Anaconda… Son cosas de ella. Y el hombre debe estar ya muerto.

Pero el hombre no moría. Con gran extrañeza de Anaconda, tres nuevos días habían pasado, sin llevar consigo el hipo final del agonizante. No dejaba ella un instante de montar guardia; pero aparte de que las víboras no se aproximaban más, otros pensamientos preocupaban a Anaconda.

Según sus cálculos —toda serpiente de agua sabe más de hidrografía que hombre alguno— debían hallarse ya próximos al Paraguay. Y sin el fantástico aporte de camalotes que este río arrastra en sus grandes crecidas, la lucha estaba concluida al comenzar. ¿Qué significaban, para colmar y cegar el Paraná en su desagüe, los verdes manchones que bajaban del Paranahyba, al lado de los 180.000 kilómetros cuadrados de camalotes de los grandes bañados de Xarayes? La selva que derivaba en ese momento lo sabía también, por los relatos de Anaconda en su cruzada. De modo que cobertizo de paja, hombre herido y rencores fueron olvidados ante el ansia de los viajeros, que hora tras hora auscultaban las aguas para reconocer la flora aliada.

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