Los días de gloria (104 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

BOOK: Los días de gloria
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Me encontraba sorprendido por la aparente sinceridad de una conversación que se deslizaba por terrenos altamente peligrosos en los que el voltaje de la comunicación convertía a nuestras palabras y frases en líneas de alta tensión. Era la primera vez que entre los dos hablábamos con semejante claridad. Me estaba demostrando, o eso creía yo, una confianza especial. Por ello traté de corresponder con mi pensamiento sincero.

—Mira, presidente. Tú has representado mucho para muchas personas de este país, entre las que me encuentro. Creo que tienes tres cosas fundamentales que hacer. La primera, tomar las medidas que el país exige, pese a quien pese y caiga quien caiga. La segunda, conseguir que el PSOE siga siendo un partido capaz de articular este país llamado España y que, sea en el Gobierno o en la oposición, permanezca como una fuerza política importante. La tercera, conseguir que tu sucesión se haga de tal manera que no comprometa los intereses de España. Me preocupa mucho que la Corona esté bajando al nivel de la política del día a día. Eso es malo. El Rey me consta que te respeta mucho. Hay que evitar ese daño.

Se recostó sobre el blanco sofá de su despacho, dejó caer la cabeza hacia atrás y con la mirada perdida en el techo, deseando traslucir un tono algo lastimero, comentó:

—Tengo que ser consciente de que este país no está preparado para que alguien sea presidente del Gobierno durante veinte años. Es sencillamente imposible. Por eso, a pesar de mi edad, tengo que entender que los ciclos vitales se colman. Voy a hacer lo que tengo que hacer, le pese a quien le pese, pero con la conciencia plena de que mi ciclo vital se está acabando.

—El problema es en qué situación dejas al país. Yo estoy seguro de que tú estarías dispuesto a ceder a los nacionalismos hasta un punto, más allá del cual preferirías abandonar el poder antes que provocar desmembramientos de la realidad española.

—No lo dudes. Mis vanidades están cubiertas y no cedería.

—Al margen de que las vanidades nunca están completamente cubiertas, creo que tú sí podrías plantarte ante determinadas exigencias de los nacionalismos, pero tengo muchísimas dudas de que esa fuera la posición de la derecha si necesitara sus votos para llegar a gobernar.

—Efectivamente, esa posibilidad existe y por eso sería bueno una fuerza nacional intermedia que, de esta manera, le diera estabilidad al país.

—Esa fuerza seguramente aparecerá. El asunto es si lo hará con carácter nacional o se circunscribirá a comunidades autónomas en las que el empuje de «lo nuestro» tal vez resulte suficiente para conseguir algunos votos. Bueno, si te parece ya no te entretengo más. Podemos seguir conversando en una cena en mi casa.

—Encantado.

De nuevo en mi BMW blindado camino del banco. La conversación con Felipe me pareció extremadamente importante, aunque, una vez más, no supe captar su trasfondo real. Creía que se preocupaba por el país, que lo que realmente le interesaba era una solución estable para España. Ahora, visto nuevamente con la perspectiva del tiempo, lo que realmente me dijo aquel día es que el tal Aznar le importaba tres pepinos, que no era el hombre de la derecha y que mientras yo estuviera allí, aunque Aznar consiguiera encaramarse al poder por alguna jugada del indescifrable destino, lo cierto es que no le considerarían el líder definitivo de la derecha. Ese papel la gente me lo atribuía a mí. Eso era lo que a Felipe realmente le preocupaba. La conclusión a obtener nacía diáfana: si eliminamos a este tipo y nos quedamos solos con Aznar, las posibilidades de seguir gobernando durante mucho tiempo aumentan exponencialmente.

El hastío llegaba hasta mí. Las presiones para mi entrada en política, la idea de un tercer partido, la necesidad de acordarlo con Suárez, se convirtieron en una constante tan mecánicamente reproducida desde diferentes ángulos de la sociedad española que ni siquiera conseguía estimular mi ego; más bien me producía cansancio espiritual. Los escándalos de la época de poder prepotente de los socialistas comenzaron a salir a la luz. Uno de ellos residió en una red de espionaje que desde el CESID se montó en torno a Javier Godó, propietario de
La Vanguardia
. La denuncia apareció en las páginas de
El País
, lo que no dejaba de ser sorprendente porque no cabía esperar semejante comportamiento del diario de Polanco cuando este y Narcís Serra cultivaban unas inmejorables relaciones personales. Por si fuera poco, de manera directa e indirecta se mezclaba en el fangoso asunto Javier Godó, con quien Polanco preservaba una alianza estratégica. Posiblemente fuera inevitable que un asunto turbio y sucio como ese tuviera que vivir en las páginas de los periódicos y, como suelen decir en estos casos los editores, mejor adelantarnos y construir nosotros la noticia.

Las fechas llamaban la atención: coincidían punto por punto con nuestro intento de entrada —y paralela actitud de destrucción de Serra— en el diario
La Vanguardia
, lo que, como relaté, irritaba hasta el éxtasis a los hombres fuertes del Gobierno, en especial a su vicepresidente. Por ello no me cabía la menor duda de que Serra, dueño absoluto de los resortes que dirigen las cañerías del Estado a través del CESID, decidiera actuar ilegalmente para controlar todos mis movimientos y los del editor catalán, con el único y decidido propósito de conseguir a toda costa abortar la criatura del pacto antes de que viera la luz.

En medio del tumulto que rodeaba nuestras vidas surge un personaje como García Vargas, ministro de Defensa. Su mujer, Araceli Pereda, me informó con un evidente desasosiego de que Julián ignoraba todo sobre el tenebroso asunto del espionaje que, en su opinión, solo podía ser obra de Serra, dedicado como labor primordial de su ejercicio del poder a la de conspirador oficial y espía oculto del Reino.

El asunto se complicó políticamente y Julián tuvo que asistir a declarar a una comisión del Parlamento que investigaba las escuchas. Pidió mi ayuda y se la concedí porque consideré que no tenía ni un ápice de responsabilidad en el manejo de las instituciones del Estado al servicio de intereses espurios de un personaje como Serra. Hablé con Luis María Anson y con Pedro J. para explicarles la posición real del ministro y de esta manera conseguir un tratamiento de la figura de Julián en que saliera lo mejor parado posible de la encerrona parlamentaria. Incluso más: conseguimos descubrir un real decreto en el que quedaba claramente establecida la doble dependencia, orgánica y funcional, del CESID, de manera que aunque se nutría con dinero del Ministerio de Defensa, quien mandaba sobre él —eso que llaman dependencia funcional— era la Presidencia del Gobierno, y quien se ocupaba personalmente de ejercer ese mando era el inefable Narcís Serra.

Julián sentía pánico de aludir a semejante normativa ante sus señorías parlamentarias, no fuera a ser que se pusiera en marcha la venganza de Serra sobre su persona. Le insistí en que tenía que hacerlo. Incluso conseguí de Luis María Anson, que cenaba en Zalacaín, una aclaración del periódico
ABC
del día siguiente, incluyendo, precisamente, un recuadro en el que se explicaba abiertamente esa dualidad de dependencias, con el fin de exonerar de responsabilidad política —y, en su caso, penal— a Julián García Vargas.

Cuando concluyó su comparecencia parlamentaria acudió a mi casa de la calle Triana para agradecerme en persona lo que había hecho por él. Llegó en su coche particular, sin ninguna escolta, con el propósito de dotar al encuentro del máximo de privacidad posible. Julián comenzó a sincerarse. Dejó diáfano delante de mí, y de su mujer, que le acompañaba en el trance, que Serra tenía grabadas conversaciones de personajes importantes de la vida española. Concretamente sobre mí encargó informes al CESID; además, a la Guardia Civil. Esta última información se la transmitió personalmente Roldán, director entonces de la Benemérita, enseñándole, además, copias resumidas del texto del informe que fueron remitidas directamente desde su despacho al del vicepresidente del Gobierno. Roldán le contó que la financiación necesaria para esos informes provenía de los fondos reservados que manejaba el CESID. Lo que a Julián le indignaba sobremanera consistía en que, además de dedicarse a tales menesteres, Serra se convirtiera en una especie de paladín de la limpieza de comportamientos, y concretamente sobre mí se encargara de transmitir a los cuatro vientos que yo manejaba empresas especializadas en información secreta, cuando eran sus manos las que se mezclaban en esos lodazales.

Con el sentimiento de asco que todo ello me producía, y asumiendo que vivíamos en un mundo en muchos aspectos miserable, una llamada del Rey me devolvió a la realidad. Era el 17 de diciembre de 1993...

22

Enrique Lasarte, consejero delegado de Banesto, vino a verme a mi despacho en el primer trimestre de 1993. Desde finales de octubre del año anterior habíamos comenzado a detectar los problemas de la morosidad bancaria, es decir, aquellos clientes que como consecuencia del mal estado de la economía en general se resistían a pagar puntualmente sus créditos. Algo normal y corriente, que sucede siempre en todas las fases recesivas que afectan regularmente a las economías del mundo. La banca sabe de eso. Y precisamente por eso se hacen las anotaciones que se llaman las provisiones.

—Tenemos que prever que el año 1993 va a ser muy malo y nos va a afectar en morosidad.

El año 1993, como he repetido, fue uno de los peores que nos ha tocado vivir en la segunda mitad del siglo XX. Tuvimos crecimiento negativo del producto interior bruto, es decir, una recesión en toda regla. Creo que sobrepasó el 1 por ciento negativo, lo que hoy, mirado con ojos del 2009-2010, puede parecer de broma, porque hemos caído por encima del 3 por ciento, y en estos campos ese descenso adicional es cualitativamente superior en efectos devastadores. Pero ya teníamos suficiente con ese crecimiento negativo del 1 por ciento. Cuando tal enfermedad aparece, las empresas no tienen sobrante de caja y dejan de pagar sus créditos y después los sueldos de sus empleados, quienes, a su vez, al carecer de fondos, tampoco hacen frente a los compromisos financieros con sus entidades. El resultado: la morosidad bancaria se dispara y las cuentas de resultados de los bancos sufren una agresión de enorme cuantía.

—¿De cuánta morosidad me hablas, Enrique?

—Pues no puedo decírtelo exactamente. Hemos estado analizando la cartera y creo que tenemos la situación controlada, pero no cabe duda de que es un año en el que hay que tomar medidas. Pero hay que anticiparse porque ya sabes que todo esto depende de lo que quiera el Banco de España, porque es el dueño de las normas contables, y puede permitir a un banco reducir sus provisiones y a otro obligarle a elevarlas a la enésima potencia.

—Sí, claro, esa es la experiencia, pero creo que ahora no estamos en mala relación con ellos.

—No, creo que no, y por eso lo mejor es actuar claramente.

—¿Qué idea tenéis?

—Pues de momento tomar una decisión fuerte: destinar todos los beneficios del año a provisiones.

—¡Joder, Enrique! Eso es muy fuerte. ¿Dices declarar beneficio cero?

—No, digo declarar los beneficios propios de la gestión ordinaria, pero constituir provisiones extraordinarias para cubrir el año. De esta manera todos sabrán que ganamos dinero pero lo destinamos a provisiones, que no es lo mismo.

—¿Y qué dicen los de Morgan? Tenemos enfrente la ampliación de capital gigantesca que estamos negociando.

—Pues nada, que les parece muy buena medida. Aunque solo sea porque ellos hicieron lo mismo años atrás.

En efecto. La banca americana años antes se vio involucrada en un gigantesco problema por financiar deuda de países de América del Sur. J. P. Morgan tomó el toro por los cuernos, provisionó todo lo provisionable, declaró una cifra récord de pérdidas, y al cabo de un par de años era considerado el mejor banco del mundo. Así que no podía extrañarse de que quisiéramos dar una imagen de seriedad como la que ellos abordaron en su día.

—¿Y con ese planteamiento creen que podremos tener éxito en la ampliación de capital?

—Por supuesto. Los analistas financieros saben de estas cosas. La experiencia bancaria es terminante: a las épocas de morosidad las siguen otras de calma y, después, de euforia económica, de manera que una cosa es ser moroso y otra, dejar de pagar definitivamente un crédito. Los estudios demuestran que al menos el 70 por ciento de los créditos morosos se recuperan con el paso del tiempo, de manera que una cosa es la situación contable de la entidad y otra bien distinta, la situación real.

—Sí, de acuerdo, pero hay que mantener informado al Banco de España de todo.

—Sí, claro.

—Pero dime una cosa, ¿la morosidad de dónde viene?

—Hombre, hay dos focos. Los créditos a particulares y las empresas. En los primeros crecimos mucho y eso se nota. Las empresas están pasando por lo que todo el mundo sabe.

—Bueno, pues nada, al lío.

Eso de los créditos es el caballo de batalla de la banca. Cuando, en mi calidad de presidente, me recorría la geografía española de arriba abajo y de este a oeste para celebrar reuniones de trabajo con los directores, mi lema siempre consistía en el mismo principio: la sanidad del banco reside en la calidad de los créditos que concedamos. Los directores asentían, pero más tarde se veían asediados por la presión procedente del área comercial que quería crecer a toda costa porque sin crecimiento, sin volumen, las cuentas de resultados adelgazaban de manera notoria. Tal vez por ello, en algunos momentos de euforia se concedieron más créditos de los que en otras circunstancias hubieran pasado a formar parte de nuestra cartera. Esto suele ocurrir en todo tiempo, en mayor o menor medida. Pero, sinceramente, creo que no se localizaba en este terreno la raíz de nuestros problemas. Banesto y otros bancos españoles o extranjeros habían atravesado en otros momentos históricos semejantes cauces de aguas turbulentas y habían llegado sanos y salvos a la otra orilla. Pero como manda quien manda, nos pusimos a trabajar.

Acertamos. Frente al diagnóstico de algunos que decían que si hacíamos eso se hundirían las acciones en Bolsa y jamás cubriríamos la ampliación de capital, el resultado fue exactamente al contrario. Las acciones subieron y la ampliación se cubrió con exceso. El mercado financiero acaba aplaudiendo la seriedad, y todos los analistas conocían a la perfección que la situación económica no es que fuera mala, es que su ropaje era dramático, y en tales casos los bancos, pronto o tarde, sufren seriamente, precisamente por el incremento de la morosidad. Por ello mismo, aquellos que se anticiparan a los acontecimientos serían muy bien recibidos en la comunidad especializada de analistas financieros.

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