Llegó el lunes. A eso de las ocho de la mañana, cuando ya salía con destino al aeropuerto sevillano, de nuevo el Rey.
—No vayas, Mario. No merece la pena. Se muere.
—Ya, señor, pero me gustaría verle por última vez.
—No llegarías a tiempo. Es posible que mientras hablamos ya esté muerto.
Acepté la sugerencia real, no sin sincero dolimiento interior, y despegué de Sevilla con rumbo a Madrid. Esperé paciente en mi despacho, rodeado de soledad, a que el Rey me llamara para comunicarme el desenlace. Transcurrieron dos o tres días. Por fin, el teléfono que utilizábamos para nuestras comunicaciones sonó a las tres y media de la tarde. La voz del Rey dejaba ver tonos de descomposición.
—Acaba de morir.
—Lo siento mucho, muchísimo, señor.
No pude evitar que las lágrimas salieran de mis ojos. Quería mucho a don Juan. Quizá en esos instantes de soledad en mi despacho del banco comprendí hasta qué extremo germinó cariño en mi interior por aquella persona. Sin saber por qué presentí que su muerte afectaría a mi vida. Mientras mi coche blindado, conducido por uno de los miembros de mi seguridad, me desplazaba hacia La Salceda, envuelto en el dolor, visualicé que el futuro de España hubiera sido otro si Dios hubiera prorrogado algo más la vida de don Juan.
Antes de salir a las tierras del Milagro, llegó a mi despacho de Banesto Luis María Anson. Deseaba que algunos personajes de la vida española escribieran algo sobre don Juan. Me relató que en sus conversaciones con él, le había sorprendido el profundo afecto que el padre del Rey sentía por mí, y su seguridad —esa fue la palabra que manejó— de que mi futuro personal sufriría con los avatares de la política. En aquellos instantes, Luis María deseaba de mí un artículo sobre el ilustre fallecido para que apareciera en el diario
ABC
del día siguiente. Me situé sobre el ordenador de mi despacho y comencé a escribir. Las palabras, las frases, las ideas, los sentimientos que llenaron las hojas de papel blanco que entregué a Luis María fueron, sobre todo, un producto de una espontaneidad en la que ocultaba un trozo del dolor que sentía. Lo titulé con un «Buenas noches, señor. Hasta mañana», una frase marinera que encajaba a la perfección con lo que en aquellos instantes sentía.
El lunes siguiente nos encontramos en su despacho oficial el Rey y yo. Nos abrazamos en silencio. Ninguna palabra hubiera servido para nada. Cuando los sentimientos te invaden llenando hasta el último rincón de tu espíritu, cualquier sonido exterior, además de estridente, resulta estéril. Cuando deshicimos el abrazo y en nuestros ojos se percibía con claridad lo que sucedía en nuestros interiores, el Rey me dijo algo que no olvidaré.
Don Juan y don Juan Carlos se forjaron en distintas tierras, sorbieron diferentes aguas, vivieron momentos de textura diversa. Tal vez por ello sus personalidades divergían. Curiosamente, cada día que veo al Rey, ahora que han transcurrido muchos años desde entonces, percibo cómo en sus andares, en sus movimientos, en la nueva forma que cincela su cuerpo, el parecido con su padre es cada instante más asombroso. A veces siento emoción al percibirlo. Aun así, admitiendo esta similitud de arquitectura física, las diferencias que separaban a uno y otro siguen siendo, en mi opinión, intensas.
El Rey, superado con la muerte el conflicto histórico, aquel que nos llevó a discutir en el jardín del Lobillo, no dudó en confeccionar para su padre unos funerales que tuvieran la grandeza de los que corresponden a un rey. Admitió sin ningún enfado que Luis María Anson diera rienda suelta a una de sus obsesiones favoritas: atribuir a don Juan el papel en la historia de Juan III, rey de España. No solo el cariño por el padre del Rey le movía a ello, sino, además, la percepción de que la ruptura dinástica es un adefesio cuando de la Monarquía se trata.
La muerte ocupó uno de sus papeles centrales: instrumento de extinción de conflictos. La muerte convierte en bellas a ciertas obras pictóricas que no superan el listón de la vulgaridad, transforma en lágrimas los sentimientos de odio, muta en perdón la ira incontrolada. Claro que todo ello sucede por su característica esencial: lo inevitable. Transmutarse ante lo inevitable suele ser un atributo de los humanos. Incluso de quienes se llaman reyes. No deja de ser un consuelo.
El Rey le concedió la Grandeza de España a Luis Gaitanes, inseparable e incansable compañero de don Juan. Yo le pedí que hiciera baronesa a Rocío Ussía, la hija de Luis, que había dedicado su vida a don Juan. No lo hizo y no acabé de entenderlo, sobre todo después de ciertas concesiones efectuadas antes.
Los acontecimientos comenzaban a agolparse a mi alrededor con esa determinación fatídica de las conjunciones astrales. La estrechez de Aznar. La cuesta abajo en el carisma de González. La presencia del banco americano con nosotros. Ahora la muerte de don Juan.
En sus funerales, en un pequeño aparte, Felipe González me comunicó que convocaría elecciones de inmediato. Parecía, por tanto, que aquella conversación en casa de Manolo Prado se había saldado positivamente. Ruiz-Gallardón me aseguró que si perdían nuevamente tendrían que dimitir todos los que componían la cúpula del partido de la derecha. Llamé al Rey. Me dijo que se iba de vacaciones a Tenerife.
—Pues prepare el avión, señor, que tendrá que venir a firmar el decreto de convocatoria de elecciones, porque Felipe las va a convocar ya mismo.
—¿Cómo lo sabes? —dijo con tono de cierta irritación.
—Me lo dijo en el funeral de don Juan.
Felipe convocó elecciones. El Rey volvió de Tenerife.
Felipe volvió a ganar y Aznar volvió a perder. Carecían los socialistas de mayoría absoluta, pero aun así el triunfo fue espectacular. Nadie en el PP se planteó lo que dijo Gallardón: nadie dimitió, ni siquiera se les pasó por la cabeza. Una cosa, en efecto, es predicar y otra, dar trigo.
A la mañana siguiente, a eso de las nueve y media, del 7 de junio de 1993, recibía en mi despacho la llamada de un eufórico González.
—Enhorabuena, presidente. Pero ¿qué haces llamándome a estas horas? Tendrías que estar celebrando el triunfo.
La llamada conectaba con mis deseos de que hablara con el líder portugués para solucionar el asunto Totta y Azores, pero, en cualquier caso, Felipe evidenciaba con su gesto el magnífico estado —teórico al menos— de nuestras relaciones personales llamando a horas tempranas del día siguiente a su triunfo electoral. Y no para algo que a él le interesara, sino para uno de mis sueños frustrados: una entidad financiera de dimensión ibérica.
En mitad de aquel gigantesco despacho comencé a sentir en mis carnes la inmensa inquietud que me provocó la victoria socialista y la pérdida de credibilidad de Aznar. Los medios no lo lapidaron porque carecían de alternativa. No quedaba más remedio que aguantar, pero presentí que la animadversión de Aznar para conmigo subiría enteros cada día. Hiciera lo que hiciera yo y aunque permaneciera en la más absoluta inmovilidad.
El 13 de julio resultó un día intenso. Almorzamos en casa de Paco Sitges. Don Juan Carlos ya tenía información del nuevo Gobierno.
Esa misma noche del 13 de julio Lourdes y yo cenábamos en el Ministerio de Defensa con Julián García Vargas y su mujer, Araceli Pereda, directora de la Fundación Cultural Banesto. Julián acababa de ser ratificado como ministro de Defensa, no sin cierta tensión previa.
Conocía poco, relativamente poco, a Julián García Vargas. En mis encuentros tuve la sensación de que estaba ante un hombre bien formado intelectualmente y con profundos conocimientos de economía, y que en general no encajaba demasiado bien en el biotipo del político triunfador porque creo que era buena persona. Mantenía buena relación de amistad con Antonio Torrero, que llegó de mi mano al Consejo de Banesto en 1987. Julián estaba casado con Araceli Pereda, una mujer guapa, trabajadora, inteligente, convencida de sus ideas. Me la recomendaron para el puesto de directora general de la Fundación Banesto y, después de entrevistarme con ella, acepté encantado la sugerencia. Algunos dijeron que fue nombrada para acercarme a su marido. Profunda idiotez. Araceli tenía méritos sobrados y capacidad sin fisuras. Además, para ese acercamiento no necesitaba más que una sintonía personal, que, por cierto, existió desde el primer momento.
—Fíjate que cuando Felipe me llamó a su despacho —me contó Julián— su primer ofrecimiento me desconcertó. Me propuso ser ministro de Industria, a lo que me negué en rotundo, asegurándole que si quería que ocupara alguna responsabilidad en el área económica, solo podría ser asumir la cartera de Economía. Felipe no se inmutó; permaneció unos segundos callado y, por fin, me dijo: «Bueno, quédate en Defensa, que, al fin y al cabo, es lo que quiere el Rey».
No quise desvelarle mis pensamientos íntimos. Mi convencimiento de que las relaciones de Julián conmigo evitaron su cartera de Economía disponía de profundas raíces. Es más que posible que don Juan Carlos, con esa habilidad para la sutileza de la que hace gala en algunas ocasiones, consiguiera sugerir el nombre de Julián como hipotético titular de la cartera de Economía, aunque con esa suavidad que utiliza en esos casos, añadiendo que si no podía ser, lo mejor residiría en su continuidad al frente de Defensa. No quise profundizar más en la herida por la que respiraba Julián, quien seguía interesado en hablar de política.
—Lo que resulta evidente es que el modelo socialdemócrata tradicional ha fracasado. El PSOE tiene que reconducirse por el campo del liberalismo. No podemos seguir aferrados a ideas que han saltado por los aires a golpe de realidad, pero, eso al margen, el gran problema de este país sigue siendo la sustitución de Felipe. Quiero que sepas que en el seno del PSOE lo hemos hablado y algunos creen que la solución eres tú, y que, además, tú lo sabes y por ello has huido del enfrentamiento público con Felipe.
—¿Yo? —pregunté elevando la voz y queriendo transmitir el máximo posible del asombro que me producía semejante confesión.
—Sí. Disponemos de encuestas que aseguran que en estos momentos tendrías, para empezar, el 20 o 25 por ciento de los votos. Eso no te asegura mayoría absoluta, pero una fuerza de semejante calibre podría ser de enorme utilidad para el país.
La noche madrileña inundaba con tibieza la inmensa terraza de la planta en la que se encontraba la vivienda del ministro. Paseamos silentes, amparados por una luna menguante. No quise pronunciarme sobre la sugerencia de Julián. Dejé que la noche extendiera su manto. Mientras volvía a casa medité sobre mi situación: las cosas se me estaban complicando mucho. No fui capaz de llegar más lejos. Posiblemente no deseaba hacerlo.
En todo caso, yo no era solución para esos asuntos porque tenía los míos propios, además de los compromisos en firme ya suscritos con J. P. Morgan y un anhelo: el sueño ibérico.
Seguramente debido a que en la parte de mi familia gallega procedente del delicioso valle de Covelo algunos emigraron a zona lusitana, quizá porque he vivido en la sangre de mi sangre que España y Portugal constituían dos realidades que vivían de espaldas («de costas», que dicen ellos), quizá porque mi abuelo, Antonio Conde, fue muy activo como presidente de las Juventudes Gallegas, es posible que debido a que latiera en mi fuero interno algún atisbo de espíritu imperialista que, ante la imposibilidad de convertirse en realidad en países mejor dotados que los nuestros, buscara satisfacer sus ansias en Portugal, más asequible a nuestras capacidades reales, tal vez porque sintiera, como gallego, que la historia del reino de Portugal y del Condado Portucalense es debida al modo y manera en el que ciertos reyes trataron nuestras tierras, seguramente por todo ese conjunto de factores, soñé con constituir una gran entidad financiera que cubriera los mercados de España y Portugal.
La oportunidad se nos presentó cuando el Gobierno portugués, abandonando los impulsos dogmáticos que llevaron a los artífices de la llamada revolución de abril a nacionalizar cualquier vestigio de entidad financiera, comenzaron a privatizar las entidades que a golpe de decreto tiempo atrás habían pasado al erario público. Entre ellas, la estrella de las estrellas era el banco portugués Totta y Azores, un clásico lusitano del mundo financiero, una especie de símbolo, un emblema que traspasaba su dimensión bancaria, un cierto distintivo de la independencia financiera de Portugal.
En la subasta que se convocó al efecto concurrimos con nuestras mejores capacidades y conseguimos comprar un 10 por ciento del banco. Pero con semejante porcentaje no podíamos movernos con comodidad, ni desarrollar una estrategia de conjunto, ni aprovecharnos de las inversiones efectuadas en tecnología. En fin, que debíamos seguir comprando. El problema residía en que las autoridades portuguesas, en un movimiento extremadamente nacionalista, impidieron a cualquier entidad extranjera adquirir más allá de semejante porcentaje. Y los españoles en Portugal somos más extranjeros que otros. Sobre todo si se menciona el imperialismo españolista y se excita al alma profunda de los portugueses que late escondida en el espíritu de Aljubarrota.
No tenía alternativa. Si el mercado único financiero algún día dejaba de ser una entidad puramente virtual para consumo de discursos políticos y se convertía en algo tangible, las trabas a la compra de bancos portugueses por entidades españolas desaparecerían en la hoguera de la fuerza de los hechos. Mientras tanto, teníamos que actuar. Y en estos casos las cosas no son excesivamente complejas. Sencillamente, contratas a unos abogados portugueses, buscas unas pantallas jurídicas de su nacionalidad que compren acciones del banco, firmas con ellos unos acuerdos de fiducia y a esperar a que las cosas cambien. Se corren riesgos, no cabe duda, pero no existe actividad empresarial sin riesgo. Cuando los Estados, o sus Gobiernos, quieren poner puertas al campo, consiguen generar ciertas disfunciones, provocar algunos pequeños terremotos a corto plazo, pero cualquier iniciativa de semejante porte se encuentra condenada al fracaso. Más tarde o más temprano. En el espacio intermedio se asumen los riesgos y en paz.
Así lo hicimos. Apareció en mi vida un hombre difícil, de apellido Roquette, accionista del banco portugués. Nunca fui capaz de adivinar sus intenciones últimas. Creo que al igual que en muchos humanos que conocí a lo largo de mi vida latían en su interior dos fuerzas contradictorias, con distintos anclajes cada una. Por un lado quería ser un hombre de su tiempo, alguien abierto al pensamiento europeo, una persona decidida a enterrar el espíritu de Aljubarrota. Ahora percibo en Galicia que este sentimiento está cambiando. Sería muy recomendable en aras de una mejor convivencia entre todos. Por otro, sin embargo, no podía olvidar que trabajó como empleado de banca en el Espíritu Santo, una entidad dominada por una familia portuguesa que no le trató con excesivas consideraciones. Roquette siempre soñó con ser un Espíritu Santo. Más pequeño si se quiere, pero del mismo porte cualitativo. Para ello necesitaba ser dueño del Totta y Azores. Un sueño de muy difícil despertar. Entre ambos sentimientos modelaba una conducta que en la mayor parte de las ocasiones se convertía en incomprensible. Parecía aliarse con el Gobierno portugués en sus intentos de impedir nuestro dominio sobre el banco portugués, mientras, por otro lado, después de unas largas negociaciones que mantuvimos en La Salceda, aceptó, firmó y asumió el compromiso de vendernos las acciones de las que él y sus socios aparecían como titulares. Las cobró anticipadamente, por supuesto, porque la tercera derivada del carácter complejo de Roquette habitaba en el vil metal: le encantaba el dinero, se sentía a gusto poseyéndolo.