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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (109 page)

BOOK: Los días de gloria
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Concluido el relato, añadí:

—El problema, en realidad, soy yo. Me piden que venda mis acciones, que me vaya y ellos nombran un nuevo Consejo. Así de claro y rotundo se ha expresado Miguel Martín mientras Rojo asentía. Desde luego, desean que me marche, pero lo que de verdad quieren es controlar nuestros activos reales. Es decir, el banco con todo lo que tiene dentro.

El primero en tomar la palabra fue César Mora para asegurar rotundo:

—Presidente, ni en el plano personal ni en el institucional tiene fundamento su propuesta de que dejes el banco. Es la solución que les conviene a ellos aunque no sea bueno para el banco.

—César, en realidad no se trata solo de que me vaya porque en todo caso hablan de sustituir al Consejo de Administración, de remover a sus administradores. La diferencia está en que yo lo pida, lo pidamos todos o lo acuerden ellos. Pero carece del menor sentido que este Consejo pida su remoción por imposibilidad de solventar el problema porque somos conscientes de que solos, y más con J. P. Morgan, tenemos soluciones reales y concretas. No podemos falsear la historia.

—En todo caso tenemos hasta el 31 de diciembre, así que vamos a ver qué podemos hacer en ese plazo.

Uno a uno apoyaron la tesis de César, a pesar de que presentían, en los linderos de la certeza, que nos encontrábamos en las puertas de la tragedia. Vicente Figaredo nos dijo:

—Voy a llamar a Rodri, a ver si nos dice algo.

Rodri era Rodrigo Rato Figaredo, primo carnal de Vicente, quien tenía cierta ascendencia sobre él. Rodrigo Rato se ocupaba del PP en su dimensión económica. Bueno, más que eso, porque era persona muy vinculada a Aznar, aunque eso de vinculada en un hombre como Aznar nunca se sabe exactamente en qué consiste, pero en fin.

—Bien, me parece bien que le llames, pero no sé si se pondrá. Si quieres Paloma te pone aquí en la sala de la Comisión.

Rato se encontraba en el Congreso de los Diputados. Allí le conectaron. Su expresión de sorpresa al decirle Vicente Figaredo que era posible una intervención de Banesto fue tal que creyó que le tomábamos el pelo. Ante la insistencia de Vicente dijo que iba a hablar con el uno y le devolvería la llamada. No tardó demasiado el teléfono en volver a sonar. Le dimos al manos libres para que pudieran oír la conversación.

—Pues sí, primo... Me dice que sí, pero que... pero que si Mario vende sus acciones al BBV y se va no pasa nada...

—Pero ¿con quién has hablado?

—Yo solo hablo con uno, primo.

—Gracias, Rodri.

—Suerte.

Aquello cayó como una losa entre los miembros de la Comisión y al tiempo abría esperanzas de que finalmente no se decidieran.

—Bien, hay dos cosas de esta conversación que resaltar. La primera, que Rodrigo no supiera nada. Es imposible que estuviera totalmente al margen si se tratase de un asunto económico. Es algo que lleva personal y exclusivamente Aznar, precisamente porque es político y no quiere que se sepa lo que está haciendo.

Constatar este extremo en personas que ninguna de ellas militaban en la izquierda fue especialmente doloroso, pero no queda alternativa diferente a deglutirlo. Algo comenzaba a derrumbarse.

—La segunda, que no se trata del banco, sino de mí. Aznar maneja exactamente la misma posición de Martín. Por ello es una posición políticamente decidida. No es que el banco tenga problemas, que tendrá los que sabemos tiene. El banco dispone sobre todo de soluciones, con o sin J. P. Morgan, pero desde luego con ellos. Ellos mismos lo admiten, así que el asunto es claro. Se trata de que me vaya.

De nuevo el silencio en las voces y la pena en los rostros. Las inteligencias de todos, los procesadores cerebrales funcionaban a toda velocidad tratando de asimilar las informaciones que recibíamos. Cada segundo, cada nueva información, el camino se estrechaba, la evidencia se imponía, el resultado final se corporeizaba.

—Lo impresionante es que Aznar no solo consienta, sino que además sea él quien me pida que venda mis acciones, sabiendo que eso es una inmoralidad. Es impresionante.

En esas consideraciones estaba cuando Paloma me avisa de una llamada urgente de Luis Carlos Croissier, el presidente, entonces, de la Comisión Nacional del Mercado de Valores.

—Mario, la cotización de vuestras acciones está bajando fuertemente debido a que hay rumores de intervención del Banco de España.

Obvio que aquello tenía que ser algo orquestado. ¿Quién iba a correr esos rumores sino el propio Banco de España?

—Pues Luis Carlos, te aseguro que en lo que sé no hay ninguna intervención y además te aseguro que en los próximos días no va a pasar nada. Acabo de llegar de hablar con Rojo y por eso te lo digo.

Supongo que no se quedaría demasiado contento. Pero, en todo caso, transmitiría esa información a su mensajero, lo que, supuse, no le gustaría demasiado. Quien me llamara a partir de ese momento sería el que estaría dirigiendo la operación. ¿Qué operación? Hombre, pues está claro.

Vamos a ver: me concedieron tres días. De nuevo un trozo de tiempo, como siempre ha sucedido en estos momentos graves de mi vida. En ese espacio podría hacer muchas cosas y no solo las que dije en la reunión con Martín y Rojo. Supuse que ellos pensarían lo mismo y la conclusión que obtendrían sería obvia: no hay que darle tiempo, tenemos que actuar ya, este tipo es capaz de cualquier cosa. Sí, claro, pero ¿cómo actuar cuando se habían comprometido a un plazo de tres días? Pues hay que buscar una excusa. ¿Cuál? Si provocamos la caída de las acciones en Bolsa, tenemos la excusa perfecta para intervenir en defensa de los accionistas. Suena a coña, claro, pero ya dijo Martín que con una excusa en la mano ellos tenían suficiente. Así que se pusieron en marcha. ¿Cómo? Pues llamando a personas para que vendieran acciones. En aquellos instantes eso era solo una suposición. Después, con el paso del tiempo y las investigaciones oportunas comprobamos la realidad. Llamaron a miembros de la familia Armada, por ejemplo, diciéndoles que vendieran. Llamaron al BBV para que pusiera en marcha el dispositivo tendente a provocar una baja en el mercado. Jesús Cacho, el conocido periodista, me certificó que Miguel Martín llamó a Javier Gúrpide, entonces vicepresidente del BBV, para pedirle que colaborara en provocar el descenso de la cotización de las acciones de Banesto. Lo más alucinante de todo es que el 5 de julio del siguiente año 1994, los periódicos daban una noticia terrible: «Un consejero del Banco de España vendió acciones de Banesto el día antes de la intervención».

Impresionante. Un consejero del Banco de España que, además, era catedrático de Derecho Administrativo y persona a la que yo admiraba profundamente en su calidad de profesor universitario, y uno de los que contribuyeron a la mejor doctrina del Derecho Administrativo español. Una calamidad. Le impusieron una multa de quince millones de pesetas por semejante actuación.

Pero no fue solo él. El 20 de julio de ese año 1994 el diario
El Mundo
publicaba otra noticia igual pero esta vez referida a una sociedad llamada Valores Bilbaínos. Esta entidad vendió acciones de Banesto el mismo día de la intervención, es decir, que todo indica que fue de las utilizadas para forzar la caída del título. Lo peor es que esa sociedad pertenecía a Emilio Ybarra, presidente del BBV.

Ningún consejero de Banesto vendió ni una sola acción.

Comprendería que se dudara de lo que escribo. Entendería que no se creyera que un consejero del Banco de España y que el presidente del BBV vendieran acciones en ese instante con un destino tan claro como forzar la intervención de Banesto. Pero así sucedieron las cosas. No se trata de apreciaciones subjetivas, sino de hechos constatados, probados, incuestionables. Tan incuestionables los hechos como la calificación moral que merecen.

Pero en aquella mañana del 28 de diciembre de 1993 solo disponíamos de sospechas y de una certeza: quien me llamara —como en la película
El Padrino
— sería el que estaba dirigiendo esa operación de supuesto desplome bursátil. No tardé en conocerlo. Sonó el teléfono. Era, claro, Miguel Martín. Sonreí.

—Mario, las cosas se ponen complicadas. La acción cae, no creo que podamos mantener el plazo que te hemos concedido...

Ciertamente aquella estrategia de dos llamadas combinadas, uno diciendo que suspendía la cotización porque existían rumores de intervención, y el otro asegurando que tenía que intervenir porque suspendían la cotización, me pareció un juego floral bastante pueril, pero el ritmo de los acontecimientos impedía disfrutar de excesivos minutos para meditar cada una de las informaciones que se acumulaban sobre nuestra mesa de reuniones. Algunos miembros de la Comisión, singularmente Abaitua, aseguraban que todas estas llamadas reflejaban un estado de debilidad en el contrario que no se atrevería a intervenir. Conociendo como conocía todo el cúmulo de circunstancias, la llamada de Felipe al Rey, la conversación con ambos, los ojos de Martín, el abatimiento del gobernador, no albergaba ni una mísera micra de esperanza. Tiempo después, en comparecencias parlamentarias, Luis Carlos Croissier declaró que suspendió la cotización de las acciones de Banesto porque desde el Banco de España el subgobernador Martín le aseguró que iban a intervenir. Rojo y Martín declararon que intervinieron el banco porque Croissier suspendió la cotización... En fin.

Poco después de Miguel Martín una nueva llamada. Esta vez del gobernador pidiéndome que bajara a verle a las cuatro y media.

—Imposible, gobernador. Estoy en plena Comisión Ejecutiva informando. Tengo convocado Consejo a las cinco. Si te parece a las seis bajo a verte.

Rojo aceptó, pero, claro, las mentes de quienes dirigían la operación estarían funcionando a todo trapo y pensarían que a lo mejor en ese Consejo convocaba Junta General o decidía cualquier otra cosa que entorpeciera sus planes. Definitivamente, no podían darme esa oportunidad. Tenían que acabar como fuera.

Nueva llamada de Rojo.

—Mario, ven a las cinco. Ya está decidido. Baja a verme.

No tenía opción. Le indiqué que me parecía como mínimo descortés que bajara antes de informar a mi Consejo, pero no tuve opción. Los que dirigían la ejecución lo habían impuesto. En ese instante no sabía que Narcís Serra, personalmente, estaba al mando de esa compañía y que, curiosamente, Luis María Anson se encontraba con él, oyendo todas las conversaciones.

A las cuatro y media en punto llegué a la antesala del despacho del gobernador. Me recibió Miguel Martín en plena soledad. Su rostro expresaba una indisimulada satisfacción. Se sentó en el sillón que ocupaba el gobernador. Ninguno de los dos pronunciamos una sola palabra hasta que Rojo penetró en la estancia.

—Bueno, pues el Consejo General, a la vista de la suspensión de la cotización, ha decidido intervenir el banco suspendiendo a los administradores.

De nuevo el silencio. Un fétido silencio.

Apareció en escena un tal Fanjul Alcocer, asesor jurídico del Banco de España. Traía en sus manos unos cuantos folios de papel escritos a máquina. Me los entregó. Miré al gobernador. Fumaba sin descanso retraído y cabizbajo en uno de los rincones de su inmenso despacho en actitud de quien siente miedo. Firmé los papeles. El gobernador me acompañó al ascensor en medio de un cruel silencio, tan cruel, tan hiriente como evocador. El sonido de nuestros pasos rebotaba sobre las paredes y los techos del viejo caserón.

Llegué al banco. El Consejo se encontraba reunido en la sala de sesiones porque por la mañana decidimos citar a todos los miembros para informarles de la situación. Cuando nos reunimos ya no éramos formalmente Consejo de Administración. Les informé de lo sucedido.

No era un Consejo fácil. No solo por el motivo que consistía, precisamente, en decirles que jurídicamente ya no éramos un Consejo. El plan que presentamos al Banco de España, como no podía ser de otro modo, lo gestionamos con la máxima discreción y solo los componentes profesionales de la línea ejecutiva directa, además de Paulina Beato, se encontraban plenamente informados. En el Consejo del día 22 de diciembre quería haber informado a todos de la aprobación del plan y de su puesta en ejecución inmediata, pero me lo impidió el gobernador el día 20, cuando cambió, mejor dicho, le cambiaron el criterio y anuló el acuerdo. Así que todo iba a resultar en cierta medida novedoso para los consejeros, pero la principal novedad residía en la intervención, en su cese como tales consejeros. Cualquiera entiende que una reunión de semejante urdimbre no resultaba especialmente confortable.

En los rostros de algunos de los consejeros se leía, dibujado con enormes trazos, el estupor. Inevitablemente cada uno, con independencia del dolor por lo que sucedía con el banco, pensaría en términos de consecuencias para sus vidas, sus negocios, sus planteamientos de futuro. No podía ser de otro modo. Pero tomando en consideración el drama del momento, la presión mediática, la conciencia de la politización, en fin, todo lo que componía aquel dramático decorado, la posición de los consejeros me pareció sencillamente ejemplar y digna de agradecimiento.

César Mora tomó la palabra.

—Si alguien sabe lo que realmente has hecho por esta casa, somos nosotros, los que hemos estado en ella, directamente o a través de nuestras familias, mucho antes de tu llegada.

Abandoné la sala de consejos. La puerta al cerrarse emitió el último gemido.

Descendí las escaleras hacia mi despacho.

Hablé con Paloma para pedirle que siguiera recogiendo mis cosas, porque ahora ya todo era definitivo.

Algunos consejeros nos reunimos por algunos momentos en el fondo del despacho, cerca de la chimenea de mármol blanco.

Anunciaron la llegada de Alfredo Sáenz, el hombre que peleó por la presidencia del BBV, que ahora había sido nominado con todos los poderes como interventor de Banesto. Le recibió Enrique Lasarte. Las primeras palabras de Alfredo Sáenz definieron con precisión lo ocurrido.

—No entendemos nada. Todos creíamos que iba a tomar el dinero e irse. Ahora la que se ha liado...

—Es que no le conocéis —sentenció Enrique.

Me reuní con el interventor y los directores generales de Banesto.

—Al margen de las razones de fondo, lo ocurrido es ya irreversible. Ahora de lo que se trata es del banco, de que no sufra más allá de lo inevitable, y por ello os pido que colaboréis todos con Alfredo Sáenz, que es la persona que el Banco de España ha designado como interventor de Banesto.

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