-Pero... no entiendo cómo...
-Prit, piénsalo un poco. Aquí no se trata de una cuestión de temperatura, sino de des-hidratación -le expliqué pacientemente-. Un cuerpo está compuesto en más de un noventa por ciento de agua, y cuando pierde ese líquido por efecto del calor queda algo así. -Señalé con un gesto a la pila de No Muertos que se amontonaban a nuestros pies-. Sin embargo, por mucho frío que haga en el norte, a poco que haya algo de humedad ambiente, hasta donde yo sé, estos hijos de puta pueden seguir moviéndose eternamente -concluí dejando caer los brazos.
Observé desolado a Pritchenko. Su expresión revelaba a las claras que era consciente del alcance de lo que le decía. Aquellos condenados bichos no morían ni de frío, ni de hambre, ni de sed, ni de calor. Una vez más, las posibilidades de que su familia estuviese viva en Alemania se reducían al mínimo. Como las de la supervivencia de mis familiares, pensé amargamente. Éramos los últimos guisantes de la lata.
Nos alejamos lentamente de allí, no sin que antes Prit, por odio, precaución o piedad introdujese la hoja de su cuchillo en el cerebro del No Muerto a través de un ojo, lo cual apagó inmediatamente los gruñidos.
La exploración del resto del pueblo no deparó grandes sorpresas. Alguien (posiblemente los mismos que habían exterminado a todos los No Muertos del lugar) había limpiado a fondo aquel sitio. No pudimos encontrar nada de provecho, ni comida (de la que empezábamos a estar alarmantemente escasos), ni combustible, armas o agua de ningún tipo. El pozo del pueblo, terriblemente profundo, estaba situado a la sombra de un cobertizo, justo enfrente de la puerta de la mezquita. El agua era extraída mediante un motor de bombeo, pero de aquel motor no quedaba ni rastro. La persona o personas que habían saqueado el pueblo a conciencia se habían llevado todo lo de provecho, incluso aquel motor, del que sólo quedaban los pernos que en algún momento lo habían mantenido sujeto al suelo.
Las casas de adobe empezaban a agrietarse bajo el sofocante calor del desierto. Unas cuantas de ellas habían perdido sus tejados a causa del fuerte viento de la zona, dejando su interior a la vista. Posiblemente, si nadie lo remediaba, en el plazo de un par de años el desierto devoraría aquel poblado, haciéndolo desaparecer, como si no hubiese existido nunca.
El sol comenzaba a ponerse sobre el océano, tiñendo el cielo de un espectacular color rojizo, mientras la temperatura refrescaba por momentos. Decidimos pasar la noche en aquel lugar. Tras haberlo revisado a fondo, no habíamos encontrado ni un solo No Muerto, aparte del montón de cadáveres de aquel callejón y un par de cuerpos más pudriéndose dentro de una de las casas. Decidimos montar nuestro campamento en el interior de la mezquita, el único edificio del pueblo que tenía el suelo recubierto de alfombras.
Aquella noche, sentado en la playa a oscuras, con un cigarrillo en las manos y bajo un cielo tachonado de estrellas, me sentí relajado por primera vez en muchos meses. En aquel momento, fui consciente de que lo había conseguido y que aún estaba vivo.
Entonces, por primera vez desde que había emprendido aquel viaje, rompí a llorar.
Canarias
-¡Virgen santísima! ¡Estamos salvados! -La voz de la hermana Cecilia trinaba de emoción, mientras el contorno brumoso de Lanzarote, la isla más oriental del archipiélago, se perfilaba en el horizonte.
Miré con curiosidad a la pequeña monja, que ante la vista de la cercana tierra parecía haber salido de su estado de permanente vigilia y en aquel momento chillaba emocionada en el reducido espacio disponible de la cabina de pasajeros. Lucía por su parte nos había regalado a Viktor y a mí un par de sonoros besos y un achuchón a cada uno que casi nos corta el aliento.
Y no era para menos. La meta estaba cerca.
Habíamos despegado del continente africano un par de horas antes. El viento de cola nos había hecho recorrer la distancia más rápidamente de lo que habíamos calculado y ahora, con las luces del mediodía, la isla de Lanzarote brillaba como un espejismo en medio de un mar de un profundo color turquesa. Era la imagen más bonita que había visto en meses.
Me volví sonriente hacia Prit, quien con gesto sereno me dijo que en unos veinte minutos estaríamos en tierra. «Y dentro de cuarenta pretendo estar tomándome una cerveza helada», apuntó a continuación. «O mejor, un barril entero y un paquete de puros canarios en el bolsillo», añadió con aire pícaro, tras pensárselo durante un segundo. Mientras tanto, por detrás podía oír cómo Lucía le explicaba de manera acelerada a sor Cecilia que no veía el momento de conseguir algo de ropa que no le quedase tres tallas grandes. «Algo adecuado para una chica y que realce mi figura», dijo exactamente.
El ambiente dentro del Sokol era de fiesta. Hasta el pobre Lúculo, contagiado por la animación que percibía en el ambiente, pegaba saltos eléctricos de un lado a otro de la cabina, obligándonos a introducirlo de nuevo en su cesta entre grandes maullidos de protesta. Yo, por mi parte, me sentía inmensamente aliviado. Habíamos conseguido realizar un viaje sin vuelta atrás de más de dos mil kilómetros sin haber sufrido ningún percance, lo cual, dadas las circunstancias, era un logro más que considerable. Me sentía satisfecho.
Comencé a trastear con la radio, buscando una frecuencia de contacto con la isla, para anunciar nuestra llegada. Lo último que queríamos era que algún dedo nervioso apretase un gatillo antes de tiempo. Éramos nuevos en el barrio, y debíamos actuar con cautela.
Supongo que fue mi expresión la que hizo enmudecer poco a poco la algarabía de la cabina. Por más que giraba el sintonizador de barrido de la radio del Sokol, no conseguía captar más que estática en la onda corta. Una horrible bola helada me cayó en el estómago. Si la onda corta no captaba ningún tipo de emisión eso sólo podía significar dos cosas: o bien que en la isla de Lanzarote guardaban silencio absoluto de radio por algún motivo desconocido... o bien que ya no había nadie capaz de manejar una emisora en toda la isla.
Sentí que me mareaba. Si la epidemia había llegado a las islas, nuestras posibilidades de supervivencia caían en picado. Estábamos a más de dos mil kilómetros de Europa, volando hacia un archipiélago en medio del Atlántico con nuestras últimas reservas de combustible agotándose en el depósito y sin posibilidad de volver, ni de ir a cualquier otra parte. Lo habíamos apostado todo a la carta de las Canarias... y por lo visto habíamos perdido.
El silencio se había hecho en la cabina del Sokol. Podía sentir tres pares de ojos clavados en mi nuca, mientras el helicóptero devoraba las últimas millas náuticas que nos separaban de tierra. En pocos minutos estaríamos con los «pies secos», como le había oído decir a Prit.
¿Qué demonios les iba a decir? Y sobre todo, ¿qué diablos se suponía que íbamos a hacer? La cabeza me daba vueltas.
-No se recibe ninguna señal, ¿verdad? -Sor Cecilia rompió el pesado silencio, con una nota de fatalismo en la voz.
-No, hermana -contesté tras unos interminables segundos-. Creo que no hay nadie ahí abajo. -Las primeras arenas de la costa ya pasaban veloces bajo nuestros pies en aquel momento.
-No puede ser... ¡No puede ser! -Lucía meneaba la cabeza con obstinación-. Déjame probar a mí -me dijo, mientras me apartaba de un empellón de la radio y me arrebataba los cascos.
Observé con fascinación a la espigada joven mientras comenzaba a manejar la radio de comunicación. Sus dedos hacían girar los mandos de sintonización con la delicadeza y precisión de un orfebre, deteniéndose en cada pequeño chasquido o interferencia, en busca de ese punto exacto que hiciera adivinar una mano humana detrás de la señal. Comprendí que me había dejado llevar por los nervios un par de minutos antes y que había manejado el aparato con excesiva brusquedad, comparado con la delicadeza con la que Lucía barría la frecuencia. De repente, su expresión cambió y mi corazón empezó a galopar salvajemente dentro del pecho.
-¡Aquí hay algo! -Su expresión era casi frenética-. ¡Escuchad esto! -Se quitó los cascos de golpe, mientras Prit, con su mano sana, tocaba a tientas el tablero y conectaba el sonido abierto en la cabina, sin apartar la vista del terreno volcánico que se extendía ante él.
-«... Aeropuerto de Tenerife Norte GCXO. Aviso de emergencia automático... cabeceras 12/30 libres, pista principal despejada... contacten con torre en canal 36, no aterricen, repito, no aterricen sin autorización... Accedan directamente al área de cuarentena. Aeropuerto de Tenerife Norte GCXO. Aviso de emergencia automático... cabeceras 12/30 libres...». -El mensaje se repetía aún dos veces más antes de ser sustituido por el mismo texto pero en inglés.
-¿Qué significa eso? -preguntó Lucía extrañada-. ¿De qué se trata?
-Aeropuerto Tenerife Norte... -musitó Prit por lo bajo-. Los Rodeos.
Asentí con la cabeza. El aeropuerto Tenerife Norte, más conocido por Los Rodeos, era una de las dos terminales aéreas de Tenerife, junto con el aeropuerto Reina Sofía, al sur de la isla. Aquella señal automática indicaba que aún tenía que quedar alguien allí que había sobrevivido a la epidemia. La parte del mensaje que hablaba de un «área de cuarentena» invitaba a pensar en ello. Ésa era la parte buena de la noticia.
La parte mala era que aún teníamos que llegar hasta allí. Y una breve ojeada al indicador de combustible del Sokol me bastó para saber que aquello no iba a ser posible.
Una luz roja empezó a parpadear sobre el tablero de mando, al tiempo que una estridente alarma sonaba dentro de la cabina. Viktor tiró de una pequeña palanca situada a su derecha y la luz se apagó, siendo sustituida por otra fija de color naranja. Todos miramos inquisitivamente al pequeño ucraniano.
-Acabo de conectar la reserva de combustible -dijo-. Nos queda jarabe para quince minutos de vuelo. Después... -No terminó la frase.
-¿Qué hacemos? -pregunté quedamente.
-La radiobaliza del aeropuerto de Lanzarote sigue funcionando, pero eso no significa nada -replicó el ucraniano-. Tiene baterías alimentadas por placas solares, así que si nadie las toca podrían funcionar en modo automático y de manera indefinida durante meses... No sé qué nos vamos a encontrar allí -concluyó.
Por un instante un pesado silencio reinó entre nosotros. Las alternativas eran escasas.
-Hacia el aeropuerto de Arrecife -dije, tras pensar tan sólo unos segundos-. Creo que es nuestra única opción.
El ucraniano asintió mientras ladeaba el pesado Sokol hacia la izquierda, siguiendo la señal de la radiobaliza del aeropuerto de Arrecife, Lanzarote.
Al cabo de unos seis o siete minutos pasamos rozando los tejados de las primeras casas de Arrecife, una ciudad que tenía unos cincuenta mil habitantes antes de la epidemia.
Sin embargo en aquel momento, a través de las ventanillas, no podíamos distinguir a nadie circulando por las calles.
Parecía una ciudad como tantas otras que habíamos visto a lo largo de aquel interminable viaje, sólo que ésta era ligeramente diferente. No había señales de lucha por ninguna parte, ni tapones de vehículos abandonados, ni edificios quemados hasta los cimientos, ni ninguna de las señales del Apocalipsis. Los jardines públicos, aunque desmantelados y salvajes, no ofrecían esa imagen selvática que tenían otros parques abandonados a su suerte desde hacía más de un año. Las calles estaban sucias, pero no acumulaban ingentes cantidades de basura, escombros y papeles revoloteando, tan habituales en todas partes. La ciudad, en definitiva, parecía dormida, como si fuese un domingo a primera hora de la mañana. Casi se esperaba ver pasar al camión de reparto de los periódicos doblando una esquina, como un día normal.
-¡Allí! -chilló Lucía-. ¡En aquella plaza, entre los dos autobuses verdes!
Todos miramos en aquella dirección. Tragué saliva. De entre los dos autobuses urbanos asomaban en aquel instante dos hombres, uno de ellos ataviado con el inconfundible uniforme de la Legión española. El otro era un civil alto, de unos cuarenta años, vestido de traje y corbata, con el pelo revuelto. Ambos iban caminando en paralelo, como si charlasen amistosamente, totalmente ajenos al estruendo del Sokol sobre sus cabezas. Una imagen perfectamente normal, si no fuese porque al civil le faltaba la mitad de la cara y una enorme costra de sangre reseca cubría el torso del legionario.
Eran No Muertos.
Estaban allí.
De una manera u otra la epidemia había alcanzado de lleno a aquel lugar.
Pegué un puñetazo furioso contra uno de los montantes del helicóptero mientras Prit soltaba una retahíla de tacos en ruso. Lucía, por su parte, estaba completamente anonadada, contemplando a aquellos dos tipos con sus prismáticos, incapaz de creer lo que tenía ante sus ojos. Por su parte, sor Cecilia había retomado su rosario y con voz monótona desgranaba una oración suavemente. La cara de la anciana monja irradiaba una extraña paz, en contraste con nuestras expresiones. Ella era perfectamente consciente de que tan sólo nos quedaban unas horas de vida, a lo sumo, y estaba arreglando sus últimas cuentas para cuando tuviese que saludar personalmente a Dios... lo cual sería pronto, si no lo remediábamos de alguna manera. Tenía que pensar algo.
-Aquí hay algo que no cuadra -cavilé-. La ciudad no está arrasada, como todas las que hemos visto hasta ahora, ni tiene señales de lucha -grité por encima del ruido de los rotores para hacerme entender-. ¡Fijaos bien! ¡Hay muy pocos No Muertos por las calles, unas docenas, a lo sumo!
-¡Es cierto! -replicó Prit, también a gritos-. ¡Toda la ciudad da la sensación de haber sido abandonada de una forma ordenada! ¡Me apostaría hasta mi última botella de vodka a que esos No Muertos de ahí abajo llegaron a la ciudad desde otra parte, poco después de que hubiese sido evacuada!
-Eso explicaría por qué hay tan pocos -comenté-. Pero no explica dónde se ha metido todo el mundo, ni por qué evacuaron la ciudad.
-Ni tampoco de dónde han salido esos No Muertos -apuntó lúgubremente Lucía.
Guardamos silencio, sumidos en nuestros pensamientos, mientras el helicóptero cruzaba los últimos kilómetros antes de llegar al aeropuerto. Amartillé cuidadosamente el HK, con un chasquido que hizo dar un respingo en sus asientos a todos los demás. Mientras las preguntas se agolpaban en mi cabeza, no podía evitar que un escalofrío me recorriese la espalda, pensando en lo que nos podríamos encontrar al llegar allí.