-¿De dónde vienen? -preguntó el tipo alto de acento argentino.
Me fijé en que pese a que seguía la conversación aparentemente relajado no nos quitaba ojo de encima, especialmente a Viktor Pritchenko. Su dedo, apoyado sobre el gatillo del fusil, decía «cuidado con hacer ninguna tontería». Aquel tipo sabía lo que hacía.
-De Pontevedra... bueno, de Vigo... venimos desde Galicia -intervino Lucía.
-¿Desde la península? -El tono de incredulidad era patente.
-Pues sí -repliqué, un poco cabreado por aquel retintín-. Hemos bajado bordeando toda la costa africana hasta llegar a la altura de las Canarias. Luego, un último salto hasta Lanzarote, donde nos quedamos sin combustible, y ahora... vosotros -concluí, dejando la última palabra en el aire.
Miré inquisitivamente a nuestros interlocutores. Era su turno. Se miraron entre ellos y parecieron relajarse un poco.
-Mira, tómatelo con calma, ¿vale? -dijo el argentino, dirigiéndose más a Pritchenko que a mí-. No sabemos quién sos, ni de dónde venís, ni siquiera si lo que decís es cierto o no. Pero lo más importante es que no sabemos si la tenés o no, así que hasta que estemos seguros de eso disculpa si tomamos nuestras precauciones, ¿de acuerdo?
Comprendí todo de golpe. Evidentemente, nuestros salvadores no sabían a ciencia cierta si estábamos o no infectados por el virus que afectaba a los No Muertos. Si, como sospechaba, pertenecían a una colonia de supervivientes, resultaba lógico que tomasen todas las precauciones del mundo. Comprendí que seguramente nos harían pasar un período de cuarentena aislada, hasta comprobar con total certeza que no habíamos sido infectados. Con un escalofrío adiviné que ante la menor duda, un pedazo de plomo en la cabeza sería toda la bienvenida que recibiríamos. Había que hilar fino.
-¿Dices en serio que venís desde Galicia? -La chica catalana se dirigió a Lucía, con el mismo tono de duda en su voz.
-¡Pues claro que sí! -estalló Lucía-. ¡Llevo más de tres mil kilómetros sentada en esa puta batidora rusa, y después de haber cruzado toda la península y todo el jodido desierto del Sahara estoy harta! ¿Me oyes? ¡Harta! ¡Quiero un plato de comida caliente, quiero una ducha enorme, quiero dormir tres días seguidos en una cama de verdad! ¡Así que no me preguntes si vengo «en serio» desde Galicia, porque no estoy para jodiendas! ¿Vale?
La joven no pudo más y estalló en sollozos. La presión también había sido demasiada para ella.
Estiré un brazo sobre su hombro y la apreté contra mí, mientras acariciaba su pelo. En el fondo, pese a toda su pose de chica dura, tan sólo era una cría de diecisiete años a la que le habían robado su mundo. Tenía todo el derecho a estallar.
-¿Adónde vamos? -pregunté.
-A Tenerife -respondió el argentino, mucho más calmado-. A uno de los últimos sitios seguros sobre la faz de la Tierra. -Me miró de hito en hito, como si quisiera calibrar qué clase de persona era-. Nos vamos a casa.
El océano Atlántico lanzaba un millón de destellos plateados bajo el intenso sol del mediodía. El silencio oceánico, habitualmente perturbado por el rumor del viento y los chillidos de algunos alcatraces, era roto en ese momento por el tableteo del helicóptero volando a muy baja altura. El viento, impregnado de olor a sal, se colaba por las puertas laterales abiertas de par en par, revolviéndonos el cabello.
-¿Cómo está la situación en Tenerife? -pregunté a gritos, para poder ser oído dentro de la cabina.
-No puedo comentarle nada de momento, lo siento -me respondió el argentino alto y delgado-. Hasta que la autoridad competente tome una decisión sobre ustedes y su estatus, cuanto menos sepan, mejor -concluyó, lacónico.
-Lo que Marcelo quiere deciros -intervino la chica de acento catalán- es que aún tenéis que pasar la cuarentena y que los servicios de inmigración tienen que dar su visto bueno sobre vosotros. No depende de nosotros, comprendedlo. -Un ligero tono de embarazo impregnó su último comentario.
-¿Servicio de inmigración? -protesté-. ¿De qué va eso? ¡Soy ciudadano español, como ellas dos, y Prit tiene todos sus papeles en regla! No necesitamos ninguna inspección para estar en territorio europeo, que yo sepa...
La chica, de unos treinta años, menudita y delgada, con aire vivaracho e inteligente y una expresión brillante en sus ojos meneó apesadumbrada la cabeza.
-Las cosas no funcionan exactamente igual que antes del Apocalipsis, por si no lo sabes. -Mientras hablaba, contemplé extrañado cómo sacaba un guante de látex de un bolsillo de su traje de vuelo y se lo ponía en una mano-. Las circunstancias son tan complicadas que la mitad de todas las normas, reglas y leyes anteriores se han ido al carajo, pero de todas formas la ley sigue siendo la ley... Canarias en estos días no es el paraíso, pero tampoco es el salvaje oeste, para que me entendáis... -Por un segundo se hizo el silencio en el helicóptero mientras asimilábamos aquella pequeña perla de información-. Además siempre es una alegría ver a seres humanos en medio de toda esta mierda -apuntó con una enorme y sincera sonrisa, mientras me extendía la mano enfundada en látex-. Mi nombre es Paula María, aunque aquí todo el mundo me conoce por Pauli -gorjeó, con voz traviesa-. ¡Bienvenidos de nuevo a la civilización!
-Muchas gracias... Pauli -le respondí, mientras estrechaba su mano prudentemente en-vuelta en látex. La chica era amistosa, pero desde luego era prudente-. Ésta es Lucía. La hermana sentada en aquella esquina se llama sor Cecilia y el caballero de los bigotes es Viktor Pritchenko, de Ucrania.
-Bueno, pues yo soy Pauli y este tipo tan serio y con cara de pocos amigos que tengo sentado al lado se llama Marcelo. Como creo que habréis adivinado por el acento, es argentino -remató, mientras le daba un amistoso codazo en las costillas al alto porteño que estaba junto a ella, con el fusil en las manos.
Marcelo nos saludó con una seca inclinación de cabeza, mientras nos contemplaba con semblante adusto. Todo lo que tenía de agradable Pauli lo tenía aquel tipo de seco. En realidad, formaban una curiosa pareja.
-¿Cuál es el procedimiento? -preguntó Pritchenko, abriendo la boca por primera vez desde que habíamos subido al aparato.
-No tiene mucha ciencia -resopló el llamado Marcelo, con su marcadísimo acento-. Les dejaremos en la cubierta del buque cuarentena y una vez realizado el examen médico que verifique que ustedes están limpios, los oficiales de la «migra» se harán cargo de todo el papeleo -concluyó-. Rápido y sencillo.
-No es tan frío como lo cuenta Marcelo, pero todas las precauciones son pocas -intervino Pauli-. Supongo que además, en vuestro caso, será la propia Alicia la que se haga cargo de vuestro expediente.
-¿Alicia? -pregunté, algo confuso. Después de tantos meses pasados casi en solitario, aquella profusión de nombres en tan pocos segundos me estaba aturdiendo.
-La comandante Alicia Pons -me aclaró Pauli-. Es la máxima responsable del servicio de acogida, tránsito e inmigración en Tenerife.
-¡Oh! -exclamé-. ¿Y qué es lo que hemos hecho para merecer el honor de que la máxima responsable asuma nuestro caso en persona?
-Muy sencillo -replicó Marcelo, demoledor-. Porque de ser cierta la historia que cuentan, ustedes son los primeros seres vivos que llegan de Europa desde hace más de ocho meses.
Tras aquella frase, un pesado silencio volvió a extenderse en la cabina del helicóptero. De vez en cuando se veía roto por el ocasional zumbido de la radio, mientras sobre el horizonte se empezaba a perfilar la inconfundible silueta del Teide. Llegábamos a Tenerife.
Volvíamos a la civilización.
Fuera aquélla lo que fuese.
Pronto la conversación fue languideciendo. Nosotros estábamos mental y físicamente exhaustos, después de lo vivido en las últimas horas, y nuestros nuevos compañeros no parecían estar particularmente comunicativos. La inquieta Pauli parecía ser un manantial de verborrea inagotable, pero ante el mutismo de Marcelo, que nos miraba con profunda desconfianza, y nuestro pesado silencio, pronto se vio contagiada por el ambiente enrarecido de la cabina.
Al cabo de unos cuantos minutos de vuelo, finalmente comenzamos a sobrevolar tierra firme: la isla de Tenerife, territorio que de creer a los tripulantes del helicóptero, estaba totalmente libre de No Muertos. Ése era un concepto que, después de tanto tiempo y tantas experiencias, me resultaba difícil de asimilar.
Los primeros edificios del extrarradio de Santa Cruz de Tenerife se empezaban a perfilar sobre el terreno. En aquel momento, el sol comenzaba a hundirse lentamente en el horizonte, anticipando las primeras sombras de la noche. La temperatura había bajado notablemente y unas pesadas nubes amarillentas empezaban a formarse en la lejanía. El silencio total en la cabina de aquel momento sólo era roto por el parloteo monótono de la radio, donde se cruzaban media docena de conversaciones. Por lo que alcanzaba a entender por encima del estruendo de las hélices, la mayor parte de ellas eran transmisiones militares, pero también alguna que otra cháchara intrascendente cruzaba las ondas.
De repente, una pegadiza canción que había estado de moda la última vez que había oído la radio, hacía casi un año, comenzó a sonar por los altavoces. Debía de ser del gusto del operador de radio del helicóptero, pues la dejó sonando un buen rato hasta que finalmente cambió el dial a una frecuencia militar de onda corta, para recibir instrucciones de aterrizaje.
-¿Qué te pasa? -me preguntó Lucía, alarmada, cogiéndome del brazo, mientras me miraba con una expresión de ansiedad en el rostro.
-¿A mí? -respondí-. Nada. ¿Por qué?
-No me mientas. -Me cogió la cabeza entre sus manos y me obligó a mirarla-. Estás llorando.
Me pasé un poco turbado la mano por la cara, aún cubierta de polvo de cemento de la torre de control de Lanzarote. Enormes lagrimones caían sin parar de mis ojos, dejándome chorretones en las mejillas.
-No es nada -respondí, con la voz temblorosa-. Es que esa canción...
-Te recuerda a alguien, ¿verdad? -me interrumpió la joven-. A mí también me pasa con muchas cosas... -Su rostro se ensombreció-. Todos hemos perdido a seres queridos.
Le pasé un brazo por encima del hombro y la arrimé un poco más a mi cuerpo. Acaricié su pelo, respirando su particular fragancia, que ya me resultaba inconfundible.
-No es eso -dije-. Simplemente, por primera vez en casi un año escucho música... y ya me había olvidado cómo era.
-Es cierto -nos interrumpió Prit en ese momento-. No me había dado cuenta hasta ahora de ese detalle. Un año sin música... qué curioso -murmuró para sí-. Qué curioso.
«Y además es buena señal», pensé para mi interior. Un lugar en el que se pueden permitir tener una radiofrecuencia que emita música, sea del tipo que sea, es un lugar que no está acosado, un lugar en el que se puede vivir y donde la gente tiene ganas de distraerse. Un buen lugar, en definitiva.
De repente noté movimiento en tierra, justo debajo de nosotros. Alarmado, eché mano instintivamente a la pernera del neopreno, donde usualmente llevaba los virotes del arpón, hasta que caí en la cuenta de que me lo habían quitado al subir a bordo.
Me fijé con más atención, tratando de distinguir la escena mientras la luz se iba apagando lentamente en el horizonte. Era un grupo de no más de quince individuos, que avanzaba lentamente por una carretera serpenteante que ascendía una colina. No pude distinguir apenas nada más porque el helicóptero volaba a toda velocidad, rumbo a su destino. Sin embargo, me había dado tiempo a observar que todos iban armados.
El puerto de Tenerife apareció de golpe ante nosotros, al rodear una última colina. El helicóptero sobrevolaba velozmente las calles de la ciudad, donde docenas, cientos, miles de personas se entrecruzaban en sus quehaceres diarios. Extasiados, nos agolpábamos en las puertas del helicóptero, contemplando aquel espectáculo que se había vuelto tan insólito en el planeta.
-¡Mira, Prit! -aullé jubiloso-. ¡Gente! ¡Gente hasta donde alcanza la vista!
El ucraniano reía a carcajadas, mostrando una feroz sonrisa por debajo de sus inmensos mostachos.
-¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemos conseguido! -repetía, incansable, mientras su mirada saltaba de un lugar a otro, con una expresión de alegría casi infantil en su rostro.
Sor Cecilia reía como una niña, mientras daba gracias alternativamente a Dios y a una retahíla interminable de santos. Lucía por su parte no dejaba de señalar a todos lados, como si quisiera absorber aquella imagen para siempre.
Sin embargo, en pocos minutos dejamos atrás aquella aglomeración urbana que no había podido reconocer. Mis ojos ansiosos se negaban a despegarse de aquella imagen de vitalidad, que lentamente iba quedando atrás. Aquello era injusto.
De nuevo, el helicóptero volaba sobre el mar, rumbo al extremo más alejado de la dársena. Allí, lejos del resto del mundo, fondeado a considerable distancia de los demás buques que abarrotaban el puerto, se balanceaba un feo barco pintado del color gris de la Armada. Tenía un aspecto sumamente estrafalario, con una enorme superestructura en la parte delantera del casco, que acababa bruscamente y dejaba toda la parte de popa despejada, como una pequeña pista de aterrizaje. En conjunto, daba la sensación de que algún ingeniero naval despistado se había olvidado de colocar la mitad del barco en el astillero.
Un enorme L-51 pintado de blanco en un costado del buque identificaba a éste como una unidad de la Armada española. Al pasar por popa pude distinguir el nombre del barco, pintado en el casco. Sonreí, consciente de la amarga ironía de la situación.
Y es que, después de casi un año, de mil y una aventuras y de recorrer miles de kilómetros bailando con la muerte, resulta que volvía a casa.
A Galicia.
Porque el L-51 en el que íbamos a aterrizar en pocos segundos había sido hasta hacía apenas unos meses un moderno buque de asalto anfibio, y desde luego uno de los más extraños ejemplares que habían navegado nunca para la Armada. Aquel buque se llamaba Galicia.
El cielo ya se estaba tiñendo de un color rojo sangriento cuando el helicóptero albiceleste se posó sobre la cubierta del Galicia. Marcelo estiró el brazo hacia la puerta corredera y nos indicó con un gesto que bajásemos del aparato. Súbitamente, el ambiente se había cargado de tensión. El argentino no disimulaba el hecho de que le había sacado el seguro a su arma, e incluso la jovial Pauli tenía ahora una expresión seria y concentrada... además de un enorme revólver plateado, que en sus pequeñas manos parecía tener el tamaño de un cañón, apuntado descuidadamente hacia nosotros.