Notaba la camisa pegada a mi espalda por efecto del sudor. Aproveché los últimos minutos antes de llegar al aeropuerto para pasar a la parte trasera de la cabina y enfundarme el neopreno como pude, entre resoplidos y contorsiones.
Cuando acabé de vestirme con mi viejo traje (que realmente estaba cada vez más viejo y ajado y con un par de feos costurones, recuerdo de incidentes pasados) la sombra del Sokol ya se deslizaba sobre el asfalto de la cabecera de pista del aeropuerto de Lanzarote.
-¡Mira eso! -dijo Prit, mientras indicaba con su brazo la torre de control-. ¡Aquí sí que parece que hubo algún tipo de jaleo!
Seguí la dirección que indicaba el brazo del ucraniano. La torre de control estaba ennegrecida por efecto del humo y de las llamas que la habían consumido. Los huecos de las ventanas parecían caries en la cima de la desmantelada torre, rodeada de enormes cantidades de escombros y cristales rotos a sus pies.
Era muy extraño. Daba la sensación de que la torre había sido incendiada intencionadamente por algún motivo, en vez de ser pasto de algún fuego fortuito. De hecho, el resto de la pequeña terminal resplandecía intacta bajo el sol del mediodía, junto con tres o cuatro pequeños aviones de la compañía Binter, la empresa que anteriormente enlazaba las islas entre sí, y que ahora se pudrían lentamente en la posición donde los dejaron por última vez.
Al fondo de la pista, y como extraño contrapunto, un enorme 747 yacía ladeado, con el morro medio enterrado en una montaña de arena. Era blanco y rojo, con las palabras TALA AIRWAYS pintadas en enormes letras de molde en el fuselaje y la cola.
No tenía ni idea de cuál era aquella compañía, ni dónde estaba abanderada. Por los colores, europea o asiática. Alguna compañía chárter, probablemente.
Lo que estaba claro era que la pista del diminuto aeródromo de Lanzarote era demasiado corta para dar cabida a uno de aquellos mastodontes del aire, y que, tras tomar tierra, no había sido capaz de frenar sobre el cemento y finalmente se había salido por un lateral. Aterriza como puedas, amigo.
Sin embargo, no se apreciaban restos del accidente por ninguna parte. Es más, todo parecía escrupulosamente ordenado y tranquilo, como si después de haber tomado tierra tan aparatosamente, alguien hubiese decidido recoger todos los restos y adecentar el entorno. Mientras el Sokol daba una última vuelta apurando el fondo del depósito de combustible, pude ver que ciertas partes del avión, como los flaps, habían sido cuidadosamente desmontadas y retiradas a alguna parte.
-Canibalizado -dijo Prit quedamente por el intercomunicador.
-¿Cómo? -respondí, confuso.
-Canibalizado. En Chechenia, en ocasiones teníamos problemas de suministros y repuestos, sobre todo cuando los muyahidín aprendieron a usar misiles antiaéreos ligeros. Entonces, para poder mantener un mínimo de aparatos de la escuadrilla en el aire, sacábamos piezas en buen estado de los aparatos más dañados para colocárselas a los que iban a volar. -Hizo una pausa-. Canibalizados -concluyó quedamente el ucraniano, más concentrado en posar el Sokol al lado de los depósitos de combustible del aeropuerto que de conversar conmigo.
Al cabo de un par de minutos el helicóptero se posó con suavidad en la pista y pronto el zumbido de las hélices se fue apagando al desconectar Viktor las turbinas. Cuando eso ocurrió yo ya estaba corriendo hacia uno de los pequeños camiones de suministro de combustible que había divisado desde el aire. A medida que me acercaba notaba que el corazón se me iba encogiendo como un puño. Aquel camión también había sido «canibalizado» por completo. Desprovisto de ruedas, descansaba sobre cuatro sólidos bloques de cemento, y el capó abierto dejaba ver el enorme boquete donde en alguna ocasión estuvo instalado el motor que lo impulsaba. La cisterna trasera, supe antes de llegar hasta ella, estaba seca como el mismísimo Sahara.
Me giré hacia Prit, pero éste y Lucía ya se dirigían con paso firme a un pequeño cercado metálico que rodeaba algo que recordaba remotamente a un surtidor de gasolina. El ucraniano sacudió la puerta de la verja, cerrada por una cerradura común y corriente. Dando un par de pasos atrás, cogió carrerilla y descargó una tremenda patada sobre el engarce del mecanismo, destrozándolo con un sonoro crujido. La puerta quedó colgando de sus goznes en un extraño ángulo que tan sólo dejaba un pequeño hueco. Lucía lo aprovechó para escurrirse dentro como una anguila, atenta a las instrucciones del piloto.
-Aprieta esa palanca. ¡Así no, en el otro sentido! Tienes que darle al botón de purgado del sistema. Es ese botón... ¡Ése no, el que está al lado! -El ucraniano se deshacía en explicaciones mientras conectaba trabajosamente una enorme manguera a una de las bocas que salían del surtidor.
Me acerqué hasta ellos a la carrera para echarles una mano, pero de repente, frené en seco. Un par de figuras tambaleantes se recortaban a lo lejos, viniendo desde el edificio de la terminal del aeropuerto. Y detrás de ellos, saliendo de varias puertas, surgían varias docenas más, todos ellos muy concentrados en el improvisado espectáculo que se ofrecía al fondo de la pista.
El espectáculo de cuatro supervivientes tratando de conectar una manguera, ajenos hasta aquel momento a la presencia que se acercaba lentamente.
-¡Tenemos compañía! -grité, a pleno pulmón.
Había oído esa frase en infinidad de películas de Hollywood. En boca de los aguerridos protagonistas de las películas siempre sonaba confiada, viril y potente, pero a mis oídos, mi propio grito sonó como el graznido atemorizado de un eunuco.
Lucía y Viktor levantaron la cabeza, sorprendidos, y rápidamente redoblaron sus esfuerzos por poner la bomba en funcionamiento. Yo, por mi parte, apoyé una rodilla en el hirviente suelo de la pista mientras descolgaba el HK de mi hombro.
Mentalmente calculé las posibilidades que teníamos de que aquello saliese bien. Sin ser un genio de la estadística, me di cuenta enseguida de que sería prácticamente imposible llenar el tanque del Sokol antes de que aquella muchedumbre nos alcanzase. Por un instante temí perder el control de mi vejiga, pero me repuse. Si teníamos que caer, que no fuese sin dar la cara, al menos.
Qué diablos. Aquél era un día tan bueno como cualquier otro para reventar.
Notaba las manos pegajosas por el sudor. Oía a mis espaldas los esfuerzos del ucraniano y de Lucía para poner en marcha aquella bomba de forma manual (evidentemente no había electricidad que hiciera funcionar el motor de achique). La monja se había unido a ellos, con su carácter voluntarioso, para echar una mano, pero el espacio dentro de la jaula era tan reducido que apenas hacía nada más que estorbar. Sin embargo, entendía perfectamente que estuviese allí. Yo tampoco querría estar a solas cuando los heraldos de la muerte se acercaban hacia mí a paso lento.
Por mi parte, yo tenía mis propios problemas. Los No Muertos avanzaban trastabillando por la pista hacia nosotros, inmutables. Estábamos a unos quinientos o seiscientos metros de la terminal. Era una distancia considerable para recorrer arrastrando los pies, así que aún disponíamos de unos cuantos minutos. El problema era que quizá no fuesen los suficientes para poner la bomba de combustible en funcionamiento y poder cargar al menos los litros necesarios para despegar en el depósito del Sokol.
El HK tenía treinta balas en el cargador, y llevaba además otros dos clips de munición sujetos en el cinturón. Volví a echar cuentas mentales y pronto fui consciente de que era imposible que yo detuviese aquella marea No Humana, o que la pudiese frenar de alguna forma.
Tenía menos de cien proyectiles contra una masa que debía sumar por lo menos doscientos o trescientos individuos. Y por si eso no fuera suficiente, además, no había disparado aquella arma más que un par de veces, en un curso apresurado que nos había impartido el ucraniano en un descampado donde habíamos tomado tierra, días atrás.
Además, sabía que no era un gran tirador, y menos a aquella distancia. Todos los No Muertos que había eliminado hasta el momento habían caído casi cuerpo a cuerpo y con unas considerables dosis de suerte por mi parte.
-¿Qué coño estás haciendo? -me gritó Lucía-. ¡Dispara!... ¡Dispara, joder! -Mi chica podía utilizar el lenguaje de un camionero con una facilidad pasmosa, sobre todo cuando se asustaba.
-¡Por favor! ¡Haga que paren! -La hermana Cecilia, presa del pánico, se sumó a los gritos de la joven.
«Haga que paren.» No te jode. Claro, me voy junto a ellos y les convenzo para ir a tomar unas cañas al bar del aeropuerto. O a la playa, a tomar el sol y a jugar al voley, ya puestos.
Notaba el pánico reptando por mi interior, frío y sigiloso. El tiempo parecía haberse detenido. No era capaz de pensar con claridad, y pese a los gritos, permanecía con una rodilla en tierra, en medio de la pista, completamente agarrotado. De repente, uno de los No Muertos, un tipo alto, de mediana edad, vestido con unas bermudas y una camiseta desteñida, tropezó con su vecino y cayó al suelo cuan largo era. Una de sus chancletas había desaparecido hacía tiempo, y el pie descalzo estaba completamente destrozado por la fricción contra el suelo. En aquel momento fui consciente hasta del más mínimo detalle, del color blanquecino del hueso que asomaba por el talón destrozado del Largo, y que brillaba en la distancia bajo el sol, del delicado perfume a podredumbre que el viento traía desde aquella masa, de las briznas de hierba que asomaban la cabeza tímidamente por una grieta del asfalto, junto a mi rodilla, de...
-¡DISPARA! -El grito, o mejor dicho, el rugido, había salido de la garganta de Prit, que enrojecido por el esfuerzo y con las venas del cuello a punto de estallar, bombeaba como un poseso la palanca de achique.
Aquello me sacó de mi estado hipnótico. Coloqué la mira del HK tal y como me había explicado el ucraniano, la ajusté a 3x, su máxima ampliación, y apunté hacia la multitud, con la mente totalmente en blanco.
A través de la mirilla podía ver las caras de los No Muertos como si estuviese justo a su lado. Hombres, mujeres, niños, jóvenes y ancianos, altos y bajos, todos se confundían en un mar de rostros vacíos de expresión, pero con un resplandor siniestro en sus globos oculares apagados. Nada me daba más pánico que aquellos ojos muertos y vacíos. Me recordaban los ojos de un tiburón gris que había tenido la oportunidad de ver en una inmersión, años antes, a muy pocos metros. Era aquella misma mirada, oscura, sin sentimientos y que provocaba que los pelos de la nuca se te erizasen de pánico.
El primer disparo fue alto, y no rozó ni siquiera al No Muerto al que apuntaba. Los seis o siete siguientes fueron más atinados, y pronto cuatro cuerpos yacían desmadejados sobre la pista del aeropuerto. Sin embargo, en ese lapso, los No Muertos habían avanzado otros cincuenta metros y cada vez estaban más cerca. Presa del pánico, fui consciente de que sólo podría cazar a un puñado de ellos, a lo sumo, antes de que estuviesen encima de nosotros. Inconscientemente, empecé a rezar al tiempo que disparaba.
Un tosido salió de la manguera conectada a la bomba de achique. A continuación, una serie de sonidos metálicos retumbaron bajo el suelo y un penetrante aroma a benceno de aviación impregnó el aire. El depósito estaba abierto. Súbitamente, un chorro de combustible saltó de la boca de la manguera apoyada en el suelo, salpicando la pista de cemento.
Un grito salvaje de alegría salió de la garganta de Pritchenko, mientras Lucía palmeaba alegremente a su espalda, pero pronto aquel grito murió en su garganta. El chorro, fuerte al principio, pasó en cuestión de segundos a ser un chorrito, después un hilo y, al cabo de un instante, nada.
-No puede ser -murmuraba el ucraniano por lo bajo-. ¡No puede ser!
-¡Lucía! -le oí gritar, mientras cambiaba el cargador de mi HK. Los No Muertos ya estaban a menos de doscientos metros-. ¡Dime qué pone el indicador de presión que tienes delante, en cuanto presione este purgador! ¿Preparada?
-¡Cuando quieras, Prit! -respondió la muchacha.
El ucraniano presionó una válvula y un agudo silbido empezó a sonar al tiempo que un chorro de aire que olía poderosamente a combustible, salía de la parte superior de la bomba.
-¿Qué pone el dial? -gritó Viktor-. ¿Qué pone? ¿Qué pone?
-¡Marca novecientos! -respondió Lucía, tan asustada y confusa como los demás.
Los No Muertos ya habían avanzado otros cincuenta metros, y ahora más de una docena de cuerpos salpicaban la superficie de cemento de la pista. Pero ya estaban cerca, muy cerca.
-¡Mierda! -gritó el ucraniano, dándole una patada a la válvula-. ¡Mierda! -repitió una vez más mientras arrojaba furiosamente una llave inglesa hacia la multitud que se nos acercaba.
Me giré por un momento para observarle, extrañado por oírle jurar en español. Los ojos de Pritchenko estaban anegados por las lágrimas, y su expresión era de absoluta desolación.
-El depósito está vacío. Sólo tiene presión de aire en su interior. -Su mirada vagaba perdida, sobre los No Muertos-. Está vacío.
-Se acabó -musité por lo bajo.
-Se acabó -repitió Prit con una tristeza infinita en la voz y con los brazos caídos a los lados.
Miré a Lucía, terriblemente pálida, apoyada contra la verja de la estación de bombeo. Observé que Prit también observaba a las dos mujeres y a continuación miraba ostensiblemente el HK que tenía en las manos. No dejes que tengan que sufrir la indignidad de ser No Muertas, decían sus ojos.
No hacía falta que me dijese nada. Sabía que era lo que tenía que hacer. No dejaríamos que aquella turba nos cogiese con vida. Confiaba en tener la suficiente sangre fría para ser capaz de llegar hasta el final y que no me temblase el pulso al llegar mi turno.
Me giré hacia Lucía, que ahora estaba blanca como el papel, y temblando como una hoja. Sin embargo, una expresión de firmeza brillaba en sus ojos.
Con un leve movimiento de cabeza, asintió, mirando hacia mí. Sabía lo que iba a pasar. Leí un «te quiero» en sus labios. «Yo también», respondí mientras notaba cómo mi alma se desgarraba por lo que iba a pasar. Me estremecí. Las lágrimas corrían por mis mejillas y no podía ver con claridad.
Levanté el arma y apunté hacía Lucía. Al cabo de unos segundos un tableteo resonó en toda la pista. Lucía cerró los ojos y se estremeció anticipándose al impacto de las balas, pero lo único que se encontró cuando abrió los ojos fue mi expresión atónita y la cara embobada de Pritchenko y sor Cecilia.