Authors: Isaac Asimov
Los soldados egipcios, hijos de la soleada tierra del Nilo, quedaron fascinados por la lluvia: «un Nilo que cae del cielo» Se asombraron también ante la dirección de la corriente del Eufrates. El Nilo corría hacia el norte, por lo que «norte» significaba para ellos «río abajo», pero he aquí que se encontraron con el Eufrates, un río que «fluyendo hacia el norte fluía hacia el sur».
Bajo el Imperio Nuevo, se puso de moda un nuevo estilo de grandiosa arquitectura. Ya no eran las pirámides de los Imperios Antiguos y Medio. No se edificó ninguna nueva pirámide. Por el contrario, los faraones dirigieron sus esfuerzos hacia los pilares gigantescos y las estatuas colosales.
La ornamentación alcanzó su máximo desarrollo en Tebas, capital de los faraones de la XVIII Dinastía. En esta época, la tendencia no fue avanzar hacia el delta o hacia el lago Moeris, como había sido el caso de las dinastías tebanas XI y XII. Quizá el Bajo Egipto perdió prestigio por haber estado bajo la dominación de los hicsos, mientras que Tebas había permanecido libre y finalmente había constituido la vanguardia de la liberación. Además el extenso territorio nubio, ahora bajo dominio egipcio, había hecho de Tebas una ciudad con una situación más central que la que había tenido en siglos anteriores.
Tutmosis I y sus sucesores edificaron enormes templos en Tebas. Cada faraón intentó eclipsar a su predecesor por la cantidad de piedra y por la complejidad de la ornamentación. Por su parte, Tutmosis I amplió el templo de Amón en el barrio norte de Tebas, lugar donde se levanta la moderna ciudad de Karnak. En el barrio sur de Tebas, ocupado hoy por la ciudad de Luxor, sería edificado, con el tiempo, otro enorme y magnífico templo.
Tebas se encontraba en la margen oriental del Nilo. En la orilla occidental se levantaba un vasto cementerio real. Aún era necesario esconder el cadáver del rey con el fin de que los tesoros enterrados con él pudieran salvaguardarse. Los métodos que se habían utilizado previamente para ello habían fallado y Tutmosis I intentó hacer algo distinto.
En lugar de edificar una pirámide en forma de montaña y situar la tumba en el medio, se utilizaron masas naturales de roca. Se cavaron profundos pozos en la tierra a través de la roca de un farallón y se diseñaron corredores en forma de laberinto para desconcertar a los eventuales ladrones de sepulcros y las tumbas con sus tesoros fueron situadas en cámaras protegidas, en la medida de lo posible, por todo tipo de falsas pistas y corredores sin salida.
Una de las tumbas llegó a estar a 320 pies de profundidad y se accedía a ella a través de tortuosos pasajes de 700 pies de longitud.
Tutmosis I fue el primero en ser enterrado en el farallón, pero después de él cerca de sesenta faraones lo imitaron. Finalmente, la colina quedó convertida en una ciudad de los muertos.
Pero todo esto tampoco sirvió para nada. Los tortuosos túneles, las ingeniosas pistas falsas, las entradas ocultas, los poderosos hechizos, todo falló. Todas las tumbas excepto una, fueron saqueadas apenas unas décadas después de la inhumación. La única que permaneció intacta hasta nuestros días, quedó a salvo debido a una mera casualidad. Los escombros de una tumba posterior cubrieron y escondieron su entrada, y durante treinta y cinco siglos nadie pensó en mirar qué había debajo.
A partir del reinado de Tutmosis I, durante varios siglos, Tebas se convirtió en la ciudad más grande y más suntuosa del mundo, maravillando a todos los que la contemplaron. No debemos despreciar tal embellecimiento como mera vanagloria (si bien esto es una parte importante), pues una capital tan increíblemente refinada no sólo llena al pueblo de orgullo y de un sentimiento de poder, sino que, al mismo tiempo, desanima a los posibles enemigos, ya que éstos juzgan el poder por la magnificencia. Las ciudades magníficamente embellecidas presentan una «imagen» importante y desempeñan un papel en la guerra psicológica. En la época moderna, Napoleón III embelleció París por esta razón y hace unos años las potencias occidentales han promovido deliberadamente —y, por cierto, con notable éxito— la prosperidad de Berlín Occidental al objeto de minar la moral de la Alemania Oriental.
A Tutmosis I le sucedió un monarca aún más notable. Este no fue Tutmosis II, su hijo y sucesor. Tutmosis II gobernó en unión de su padre hasta el fin del reinado de este último y en nombre propio durante muy corto tiempo, si es que lo llegó a hacer.
El verdadero sucesor fue, más bien, una mujer, hija de Tutmosis I y esposa de Tutmosis II.
Era bastante común que los príncipes egipcios se casasen con sus hermanas, costumbre que hoy nos parece extraña. Al respecto podemos aducir todo tipo de razones. Puede que la herencia de la tierra pase originalmente a través de las hijas, procedimiento antiguo, proveniente quizá de un período primitivo anterior al establecimiento de la idea de la paternidad, o incluso de una época en la que las mujeres controlaban las labores agrícolas (mientras los hombres continuaban cazando) y por ello eran propietarias de la tierra. Los anticuados y ultraconservadores egipcios pudieron haber perseverado en esta antigua idea y haber pensado que el hijo del rey no sería nunca verdaderamente rey hasta que no se hubiese casado con la hija del rey, que era la auténtica heredera.
También puede ser que los príncipes egipcios considerasen necesario casarse sólo con sus iguales —actitud presuntuosa que suele darse en las casas reales—. Ciertamente, dicha actitud era común entre la realeza europea y se mantiene hasta nuestros días. Los matrimonios reales europeos se realizaban frecuentemente entre primos hermanos, o entre tíos y sobrinas. El dogma de la Iglesia no permitía tales alianzas entre las personas corrientes, pero el escaso número de individuos de sangre real las hacían, en este caso, necesarias, por lo que la Iglesia concedía dispensas especiales.
Sin embargo, para la casa real egipcia no existía otra de igual rango, en todos sus días de gloria. Así, pues, la presunción pudo dictar el matrimonio entre hermana y hermano, o hermanastra si el padre tenía más de una esposa, como solía ser el caso.
Tutmosis II se había casado con su hermanastra Hatshepsut. Cuando Tutmosis II murió, en el 1490 a. C, a su joven hijo, cuya madre era una concubina (y no Hatshepsut), le correspondía, en teoría, ser el nuevo faraón con el nombre de Tutmosis III, pero éste era demasiado joven para reinar y Hatshepsut, su tía y madrastra, actuó como regente.
Hatshepsut fue una mujer enérgica y pronto asumió los plenos poderes de un faraón. En los monumentos que construyó, se representa a sí misma con vestiduras masculinas y con forma de varón —omitiendo incluso los pechos e incluyendo una barba postiza—. Fue la primera mujer importante en la historia que llegó a gobernar, cuyo nombre conocemos.
Por supuesto que una barba falsa no puede lograrlo todo. Así Hatshepsut no podía mandar adecuadamente un ejército ni esperar que los generales (e incluso aún más quizá los soldados comunes) obedeciesen a una mujer. O tal vez se debiese a que no tuvo especiales deseos de hacerlo. Su reinado representa un intervalo de paz en la belicosa historia de la dinastía, y Hatshepsut se dedicó a enriquecer el país mediante la industria en vez de hacerlo mediante el saqueo. Por ejemplo, estuvo especialmente interesada en las minas del Sinaí y trató de expandir el comercio egipcio.
Edificó un hermoso templo al otro lado del río, frente a Tebas y sobre sus muros pintó cuidadosamente escenas de una expedición comercial a Punt patrocinada por ella. Los productos importados están cuidadosa e incluso bellamente dibujados e incluyen una pantera y algunos monos (¿desearía Hatshepsut estos animales como mascotas o tendría un zoo real?). Las escenas también muestran a la gran reina supervisando el transporte de dos obeliscos desde las canteras próximas a la Primera Catarata.
Los obeliscos son estructuras que originalmente fueron erigidas en honor de Ra, el dios-sol; son largos, estrechos, compuestos por pilares de piedra ligeramente ahusados colocados verticalmente y coronados por una punta en forma de pirámide, que originalmente estaba plateada con un metal brillante para capturar los rayos del sagrado sol. (Cabe preguntarse si no fueron también utilizados para arrojar una sombra que sirviese como reloj de sol que indicase la hora del día).
El nombre de «obelisco» proviene de una palabra griega que significa «aguja», término utilizado por los posteriores turistas griegos como una especie de sobrentendido humorístico.
Los obeliscos habían sido erigidos por primera vez durante el Imperio Antiguo y en esa época no fueron especialmente altos. Los egipcios los labraban de una sola pieza de granito rojo, y tales piezas eran increíblemente difíciles de manejar adecuadamente, en especial cuando su longitud aumentó. Bien fueran utilizados, en los primeros tiempos, como relojes de sol, o como monumentos funerarios, los obeliscos de diez pies de altura se consideraron suficientemente altos.
Sin embargo, durante el Imperio Medio, cuando se edificaron pirámides más pequeñas, se pudo dedicar mayor esfuerzo a los obeliscos. Llegaron a estar situados ante los templos, uno a cada lado de la puerta y finalmente casi todos los templos tuvieron varios de estos objetos bastante impresionantes, en su entrada, Heliópolis fue particularmente rica en obeliscos. Se elevaban en fila, con sus caras recubiertas de jeroglíficos, que daban el nombre y título del faraón bajo cuyo reinado habían sido construidos, junto con todas las jactanciosas autoalabanzas que el faraón desease incluir. Un obelisco del Imperio Medio tenía 68 pies de altura.
En el Imperio Nuevo, cuando las pirámides desaparecieron para siempre, se convirtió casi en una manía erigir enormes obeliscos. Tutmosis I construyó uno de 80 pies de altura, y Hatshepsut erigió dos de 96 pies.
El obelisco más alto que ha sobrevivido hasta nuestros días tiene 105 pies de altura y en la actualidad se halla en Roma. Otro obelisco, de unos 96 pies de altura, construido originalmente durante el reinado de Hatshepsut, fue transportado al Central Park de Nueva York en 1881. Allí se le conoce popularmente como la Aguja de Cleopatra, por la más famosa reina de Egipto, quien, sin embargo, reinó unos 1.500 años después de haberse construido el obelisco. Hay otra «Aguja de Cleopatra» en Londres.
Única y exclusivamente tres de todos los obeliscos que fueron construidos quedan hoy en Egipto, uno en Heliópolis y dos en el antiguo emplazamiento de Tebas. De estos últimos uno es del tiempo de Tutmosis I y el otro del de Hatshepsut.
Los obeliscos plantean a los hombres modernos un interesante rompecabezas. Son extremadamente pesados, el mayor de ellos pesa unas 450 toneladas. ¿Cómo pudo colocarse de pie una pieza única de piedra de ese peso, sin que se rompiera su quebradiza estructura, considerando las limitadas herramientas que poseían los antiguos egipcios? Se ha pensado en diversos métodos para hacerlo pero no todos los egiptólogos están de acuerdo en los detalles. (Encontramos el mismo problema en relación con los primitivos britanos que levantaron las inmensas rocas planas de Stonehenge, que, por cierto, fueron erigidas hacia la misma época en que Hatshepsut se sentaba en el trono de Egipto).
En tanto que las pirámides egipcias no han sido imitadas, ni mucho menos superadas por culturas posteriores, los obeliscos sí lo han sido. El más conocido de todos los obeliscos modernos es el Monumento a Washington, terminado en 1884 en memoria de George Washington. Como corresponde a los avances de la tecnología y la energía desde la época de la Dinastía XVIII, el Washington Monument es mayor que cualquiera de los construidos por los egipcios. Tiene 555 pies de altura y su base cuadrada tiene 55,5 pies de lado (todos estos cincos no son una simple coincidencia).
Sin embargo, hicimos trampa. El Washington Monument no está construido de una sola enorme roca, sino de mampostería corriente, y nunca nos impusimos la tarea de tener que erigir una larga y frágil pieza de piedra como hicieron los egipcios.
La reina Hatshepsut murió en 1469 a. C, y por aquella época Tutmosis III contaba unos veinticinco años y suspiraba por una oportunidad para mostrar su temple. Considerando lo que luego llevaría a cabo, es difícil comprender cómo había estado tan absolutamente sometido al puño de su despótica tía-madrastra mientras ella vivió. Podemos hacernos una idea de qué clase de mujer debió de haber sido para poder dominar al tipo de hombre que Tutmosis III demostró ser una vez libre de ella.
No hay ninguna duda sobre el amargo resentimiento del nuevo faraón y sobre su larga opresión por ella, ya que éste le pagó con la misma moneda, mediante una profanación sistemática de los monumentos dejados por Hatshepsut. Su nombre fue borrado de todos aquellos lugares en que fue posible, y el faraón lo sustituyó por el suyo propio, o por el de uno de los primeros Tutmosis. Incluso dejó su tumba incompleta, el mayor acto de venganza que cabría tomar contra ella según la mentalidad egipcia.
Es más, tomó la determinación de brillar en un área que Hatshepsut había descuidado, la militar. No fue una simple cuestión de vanidad, sino una necesidad. La situación de Siria se había deteriorado mucho desde los grandes días de su abuelo Tutmosis I. Había surgido una nueva potencia.
Dos siglos antes, un pueblo no semita, los hurritas, habían llegado desde el norte. Es posible que fuera su presión la que pusiese a las tribus semíticas de Siria en movimiento y las empujase hacia el sur, contra Egipto, instaurando la dominación de los hicsos. Sin duda, entre éstos se encontraban contingentes hurritas.
Sin embargo, los hurritas se asentaron principalmente al norte del alto Eufrates, donde consolidaron lentamente un fuerte reino conocido como Mitanni, que se extendía a través de los tramos superiores de los ríos Tigris y Eufrates. Su esfera de influencia llegó casi hasta los enclaves sirios del Imperio egipcio, lo que representó un nuevo y gran peligro para la influencia egipcia en la zona.
Un rey egipcio fuerte tal vez hubiera avanzado hacia el norte en una especie de guerra preventiva para evitar que esto sucediera, pero la política pacifista de Hatshepsut, por beneficiosa que fuera para el propio Egipto alentó potenciales disturbios en las distintas fronteras del Imperio.
Cuando Tutmosis III accedió al trono, los príncipes cananeos de Siria pensaron que había llegado el momento de acabar con el señorío egipcio. La historia anterior del nuevo faraón que lo presentaba como un rey títere, dominado por una mujer, les dio todas las razones para pensar que podía ser un incompetente en la guerra. Además, tras ellos, alentándolos, sin duda, con dinero y promesas de ayuda militar, se encontraba el nuevo y brillante reino de Mitanni, robustecido por recientes conquistas.