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Authors: Isaac Asimov

Los egipcios (14 page)

BOOK: Los egipcios
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Así pues, aunque
pareciese
que Ramsés II era Tutmosis III redivivo, y que con él Egipto logró recuperar su máximo poderío, no fue así. Tutmosis III tenía en el norte a un Mitanni derrotado y tributario; Ramsés II tenía allí a un poderoso e invicto imperio hitita.

Con todo, la larga y sangrienta guerra entre las dos potencias fue fatal para ambas. Aunque parecían fuertes, su vigor interno había quedado absolutamente socavado por la prolongada lucha, y ninguna de las dos estaba ya en condiciones de resistir los golpes de cualquier adversario nuevo y robusto.

Según la tradición, Ramsés II es el «Faraón de la Cautividad», el que, según el
Libro del Éxodo de
la Biblia, esclavizó a los israelitas, sometiéndolos a penosas tareas. Una de las razones para pensar así es el comentario según el cual los israelitas «edificaron para el faraón las ciudades almacenes de Pithom y Raamses»
(Éxodo,
1:11).

Esto parece bastante posible. La Dinastía XIX parece tener su origen en la porción oriental del Delta, donde los israelitas, según la leyenda bíblica, vivían en Goshen. Ramsés dedicó natural atención a su territorio patrio, edificando un templo en Tanis, cerca de la desembocadura más oriental del Nilo, y elevando en su interior un coloso de 90 pies que (obviamente) representaba al propio faraón. Construyó también elaborados palacios y almacenes (no «ciudades de tesoros» como se tradujo equivocadamente en la versión del rey Jacobo) a los que se refiere la Biblia. Ramsés debió utilizar estos almacenes para aprovisionar a sus ejércitos durante las campañas de Siria contra los hititas. Y no hay duda de que para su construcción empleó trabajadores forzados locales.

La prolongada duración del reinado de Ramsés II, como en el caso de Pepi II, fue funesta para Egipto. El vigor de Ramsés declinó; deseaba descansar. La nobleza aumentó su poder y el ejército decayó. Cada vez más, Ramsés optaba por nutrir a sus ejércitos con extranjeros mercenarios, que combatían a cambio de un sueldo, en vez de hacerlo por deber y patriotismo.

Esta ha sido una trampa en la que han caído repetidamente a lo largo de los siglos naciones prósperas y seguras. Los ciudadanos, ricos y acomodados, no ven ninguna utilidad en soportar la dureza de la vida militar, cuando hay extranjeros ansiosos de hacerlo en su lugar por una paga. Es más sencillo darles un poco de dinero, del que hay gran cantidad, que privarse de tiempo y comodidad, de los que nunca hay bastante. Para los gobernantes, además, los mercenarios son preferibles incluso a los soldados nativos, ya que los primeros pueden enfrentarse con mayor seguridad y sin piedad a los desórdenes internos.

Pero todas sus posibles ventajas son infinitamente inferiores a sus grandes desventajas. En primer lugar, si la nación atraviesa tiempos difíciles y no puede pagar a sus mercenarios, estos soldados pueden saquear alegremente lo que esté a su alcance y provocar mayor terror y peligro en el país que un enemigo invasor. En segundo lugar, cuando los gobernantes comienzan a depender de los mercenarios para sus guerras y de sus guardias de corps, acaban convirtiéndose en instrumentos de estos mercenarios, no pueden dar un paso si aquéllos no lo aprueban y, al final, se ven reducidos a la condición de marionetas o cadáveres. Esto ha sucedido una y otra vez a lo largo de la historia.

El fin de la gloria

Por fin, Ramsés II terminó su largo reinado en el 1223 a. C., muriendo a una edad próxima a los noventa años. Su muerte pareció llegar en un gran momento. El imperio estaba más extendido que nunca, y precisamente su enemigo más importante comenzaba a debilitarse inesperadamente. Esto no se debió a ningún esfuerzo directo de Egipto, sino más bien a los efectos de la inestabilidad interna y de la guerra civil. Por otro lado, Egipto era rico, próspero y estaba en paz. El propio Ramsés, que había tenido numerosas esposas, dejó tras de sí una verdadera multitud de hijos e hijas.

El sucesor de Ramsés fue Merneptah, su decimotercer hijo. Merneptah, que ya tenía sesenta años, intentó proseguir la política de su padre. Reprimió las rebeliones de la porción egipcia de Siria y, al hacerlo, inscribió el nombre de Israel, por primera vez, en la historia.

Al parecer, como en tiempos de Ajenatón, nómadas del desierto, provenientes del este, estaban acercándose en masa hacia las ciudades cananeas. Los nómadas eran esta vez el pueblo que posteriormente entraría en la Historia con el nombre de israelitas. Estos hallaron en su camino a las ciudades cananeas, rodeadas por los reinos de Ammón, Moab y Edom, fundados en la época de Ajenatón por poblaciones emparentadas con los israelitas. En este caso la sangre no resultó ser más espesa que el agua y los reinos ya establecidos se opusieron a los recién llegados. Parece ser que el ejército de Merneptah tomó parte en la lucha y obtuvo una victoria, pues en la inscripción de Merneptah éste se jacta del hecho de que «Israel está arrasado y no tiene semillas». En otras palabras, su potencial humano fue destruido. Es evidente que esto no era sino una de las exageraciones propias de todos los partes de guerra oficiales.

Según parece, Merneptah dirigió campañas triunfantes también en Lidia; pero la chispa se encendió y provino de un lugar completamente inesperado. Los invasores cayeron sobre Egipto desde un lugar que se había dado por seguro durante miles de años: desde el mar.

Los egipcios no habían sido nunca un pueblo marinero y siempre habían vivido en paz con los cretenses, pueblo de navegantes. Sin embargo, la civilización cretense había difundido su cultura en el continente europeo, hacia el norte, en la región que conocemos como Grecia. Durante el período de la dominación de los hicsos sobre Egipto pueblos de habla griega habían erigido bellas ciudades en el continente y habían adoptado las formas de vida cretenses.

Pero mientras que Creta, cuya riqueza dependía del monopolio del comercio mediterráneo, había seguido siempre caminos pacíficos, no ocurría lo mismo con las tribus griegas del continente. Luchaban entre sí violentamente y se hallaban siempre en peligro de ser invadidos de nuevo por otras tribus del norte. Erigieron ciudades con espesísimas murallas; la principal se llamó Micenas, por lo que este primer período de la historia griega se denomina Época Micénica.

 

 

Los micénicos, envueltos en continuas guerras, desarrollaron depuradas técnicas militares, y una vez hubieron aprendido a construir barcos, se aventuraron por los mares, y la propia Creta no fue capaz de hacerles frente. Mientras Egipto atravesaba un período de poderío, en el momento de apogeo de la Dinastía XVIII, los piratas micénicos completaron la conquista y ocupación de Creta.

Pero los piratas se hallaban muy distantes, al otro lado de lo que a los egipcios les parecía un vasto e insalvable brazo de agua salada. Nadie temía nada en el confiado Egipto de los días imperiales.

Y los egipcios continuaron sintiéndose seguros frente a esas gentes del norte durante los dos siglos posteriores a la ocupación micénica de Creta. Y esta situación podía haber continuado por más tiempo, pero los propios micénicos sufrían presiones desde el norte, donde habitaban otras tribus de habla griega más primitivas, que aún no habían sentido el influjo suavizante de la civilización cretense. Lo que sentían, en cambio, era el duro impulso del hierro.

Durante dos mil años las armaduras se habían fabricado con bronce, aunque el hierro se había utilizado para hacer escudos más duros, puntas más aguzadas y duraderas y filos más cortantes. El problema era que el hierro resultaba ser un metal excesivamente raro, que se obtenía únicamente de forma muy ocasional, cuando se encontraban meteoritos. El hierro podía obtenerse en minas en terreno rocoso, como el cobre, pero de manera no tan fácil como éste. Se necesitaba alcanzar mayores temperaturas y una técnica más complicada.

Parece ser que fueron los hititas los primeros que idearon un método práctico para fundir el mineral de hierro. Los conocimientos referentes a esas técnicas se difundieron pronto, y los ejércitos comenzaron a recibir pequeñas remesas de armas de hierro. Las primitivas tribus griegas, llamadas dorias, poseían algunas armas de hierro, lo que multiplicaba su presión sobre los micénicos.

Los micénicos, viendo que las cosas en el norte se ponían cada vez más difíciles, encontraron un alivio en la expansión hacia el sur y el este. La guerra de Troya tuvo lugar en tiempos de Merneptah, o muy poco después, y se debió probablemente a un empuje micénico hacia el este. Otras bandas de piratas se desplazaron hacia el sur, desembarcando en las costas libias. Con la decidida ayuda de las tribus libias comenzaron a efectuar incursiones en las ricas tierras egipcias. (Las leyendas griegas nos cuentan cómo Menelao, rey de Esparta, cuando volvía de la guerra de Troya, pasó algún tiempo en Egipto, lo que quizá sea un borroso recuerdo de las antiguas hazañas realizadas en las costas africanas.)

En realidad, toda la orilla oriental del Mediterráneo se hallaba en llamas. Los frigios, pueblo del oeste de Asia Menor, arremetieron hacia el este contra una nación hitita desgarrada y ensangrentada, que estaba casi al borde del suicidio a causa de una guerra civil. Los frigios completaron la tarea de la contienda civil y hacia el 1200 a. C, el imperio hitita, que por algún tiempo había disputado a Egipto el liderazgo del mundo civilizado, llegaba a su fin y desapareció, como fuerza de importancia, de la Historia. (Con todo, las ciudades hititas subsistieron en Siria, y uno de los soldados del ejército del rey David de Israel fue, dos siglos después, Uriah el Hitita).

Egipto atravesaba un período de caos como resultado de las incursiones de estos «Pueblos del Mar»: el único nombre que supieron darles los confusos egipcios. Pero a diferencia del reino hitita, Egipto, vacilante y con los ojos vidriosos como consecuencia de los esfuerzos realizados para rechazar a los pueblos del mar logró sobrevivir. Jamás volvería a ser todo igual que antes.

Según la tradición, Merneptah fue el «Faraón del Éxodo», aquel sobre el que se abatieron las plagas concitadas por Moisés, y aquel que resultó ahogado en el mar Rojo.

Puede que algo de esto fuera cierto, y que la historia de las plagas se originase en el borroso recuerdo de la catástrofe que sacudió a Egipto tras el desembarco de los piratas y el saqueo del país.

En realidad, durante los desórdenes, algunos de los esclavos asiáticos del país pudieron muy bien aprovechar la oportunidad para huir y unirse a sus parientes que estaban intentando conquistar Canaán.

Aunque mucha gente acepta las narraciones bíblicas al pie de la letra, el hecho indiscutible es que en ninguno de los escritos históricos egipcios conocidos se menciona a los israelitas esclavizados, a Moisés o a las plagas bíblicas. Y, ciertamente, tampoco hay referencia alguna a un faraón ahogado en el mar Rojo.

Pero, aunque los detalles bíblicos se consideran exageraciones legendarias surgidas con la transmisión oral de las historias, es posible que el núcleo básico sea real; es decir, que los asiáticos entraran en Egipto durante la época de los hicsos, fueran esclavizados durante el Imperio Nuevo y tratados con especial dureza bajo Ramsés II, y que escaparon en tiempos de Merneptah para unirse a los israelitas que estaban atacando a las ciudades cananeas.

En realidad podemos preguntarnos incluso si el culto de Atón establecido por Ajenatón pudo sobrevivir a lo largo de siglo y medio, transcurrido desde la época del rey herético. ¿Pudo vivir una minoría religiosa, despreciada y perseguida, de manera tan humilde y vil como para no ser mencionada en los anales e inscripciones oficiales? ¿Encontraría audiencia entre los esclavos asiáticos, también despreciados y perseguidos? Y cuando los asiáticos partieron, ¿se llevaron consigo la noción de un dios único, noción que llegaría a arraigar entre los israelitas y que, a través de ellos, se difundiría entre cientos de millones de personas a lo largo de los siglos? ¿Quién puede decirlo?

Merneptah murió en 1211 a. C, y durante los siguientes veinte años le sucedieron varios reyes débiles y oscuros.

No obstante, una vez más, surgió un egipcio adecuado a la ocasión; y una vez más, pareció que Tebas iba a ser el núcleo sano para un nuevo renacimiento. El gobernador de Tebas, que decía ser descendiente de Ramsés II, accedió al trono en el 1192 a. C., fundando así la XX Dinastía. Logró doblegar a los nobles y establecer su dominio sobre todo Egipto, dejando un país unificado a su hijo Ramsés III, que subió al trono en el 1190 a. C.

Ramsés III reinó durante treinta y dos años, y representó un último aliento de vigor autóctono, que era precisamente lo que se necesitaba en ese momento, pues Egipto se encontró con que tenía que enfrentarse a otra invasión de Pueblos del Mar. Esta vez los invasores se veían engrosados por un grupo llamado Peleset en las inscripciones, y que eran, casi con toda seguridad, los filisteos de la Biblia. Este contingente desembarcó en la costa meridional del Asia Menor, proveniente quizá de Chipre, isla situada a setenta millas al sur de esa costa.

Los invasores saquearon a su paso las costas orientales del Mediterráneo, entrando en Egipto desde Siria como en su día habían hecho los hicsos. Sin embargo, no lograron coger a Ramsés III por sorpresa y éste los derrotó totalmente. Para conmemorar la victoria se grabaron escenas de la batalla en los muros de los templos. Uno de estos bajorrelieves muestra a los navíos egipcios combatiendo contra los de los filisteos —lo que es una de las primeras representaciones de una batalla naval—.

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