Authors: Isaac Asimov
Los judíos de Alejandría eran menos propensos a sueños mesiánicos que sus compatriotas de Judea, pero se daban numerosas situaciones de roce entre ellos y los griegos. Sus respectivos modos de vida eran radicalmente diferentes, y cada grupo estimaba que era difícil vivir según el modo de vida del otro. Los judíos continuaban firmes en su pretensión de que sólo el dios judío era el dios verdadero, y despreciaban a las demás religiones de una forma que debía parecer sumamente irritante a los no judíos. Y los griegos seguían firmes en su pretensión de que sólo la cultura griega era verdadera cultura, y despreciaban a las demás culturas de tal modo que debía parecer sumamente irritante para los no griegos.
Además, los griegos se sentían molestos por los especiales privilegios de que gozaban los judíos. A los judíos no se les exigía participar en sacrificios idólatras, ni que rindieran homenaje divino al emperador, o que sirviesen en las fuerzas armadas, mientras que todo esto se exigía a griegos y a egipcios.
Los gobernantes romanos de Judea estaban igualmente irritados ante la testarudez judía en materia de religión y ante su negativa a rendir el homenaje más insignificante, incluso de boquilla, al culto imperial. En un determinado momento, Calígula, el emperador loco, decidió erigir una estatua suya en el Templo de Jerusalén, y los judíos se apresuraron a desencadenar una desesperada revuelta si la orden se ponía en vigor.
Filón el judío (entonces un anciano) encabezó una delegación a Roma para tratar de evitar el sacrilegio, pero fracasó. Sólo el asesinato de Calígula y la revocación de la orden por su sucesor salvo la situación.
Pero esto únicamente pospuso lo inevitable. En el 66, la ira contenida de los judíos ante las negativas a concederles la independencia y ante la exigencia de impuestos hizo estallar una violenta insurrección. Las legiones romanas irrumpieron en Judea, y durante tres años se combatió una guerra de inusitada ferocidad. Los judíos resistieron con tenacidad sobrehumana, diezmando a las tropas romanas, con grandes pérdidas por su parte.
La guerra sacudió hasta los cimientos al Gobierno romano, pues Nerón, que era emperador al comenzar la rebelión, fue asesinado, en parte debido a las malas nuevas que llegaban del frente judío, de cuya situación se le culpaba.
El general de las tropas romanas en Judea —Vespasiano— fue quien llegaría a ser emperador después de Nerón. En el 70, finalmente, Judea fue pacificada. Jerusalén fue ocupada y saqueada por el hijo de Vespasiano, Tito; el Templo fue destruido y el judaísmo retrocedió a su peor momento desde los tiempos de Nabucodonosor.
Los judíos de fuera de Judea no tomaron parte en la revuelta y en la mayoría de los sitios fueron tratados con razonable justicia por los romanos. (Lo cual es notable si pensamos en las tremendas medidas puestas en práctica por el Gobierno estadounidense contra los norteamericanos de origen japonés en los meses siguientes al ataque de Pearl Harbor, en 1941).
Sin embargo, en Egipto, los excitados sentimientos de ambos bandos se desbocaron sin control; comenzaron los tumultos que pronto fueron sangrientos. Ni los judíos ni los griegos se vieron libres de la acusación de haberlos instigado, y se cometieron salvajes atrocidades en ambos bandos. Pero, como ha sido el caso invariablemente a lo largo de la trágica historia de los judíos, eran éstos los que se hallaban en minoría y, por lo tanto, fueron los judíos los que más sufrieron. El templo judío de Alejandría fue destruido, miles de judíos fueron asesinados y la judería de Alejandría nunca se recuperó.
Tras estos acontecimientos, los judíos conservaron una dura enemistad contra el Gobierno romano y contra los griegos de Egipto. Existía todavía una gran colonia judía en Cirene, y sus miembros pensaron, en el 115, que había llegado su oportunidad. El emperador romano Trajano se hallaba en ese momento ocupado en una remota guerra en el Oriente, y, en un último empujón de la expansión romana, había llevado a las legiones romanas hasta el golfo Pérsico.
Es posible que se filtrasen hasta Egipto rumores sobre su muerte (el emperador tenía sesenta años), o quizá llegaron noticias acerca de un nuevo mesías, pero, en cualquier caso, los judíos de Cirene se lanzaron a la rebelión de manera fanática y suicida. Masacraron a todos los griegos que se pusieron a su alcance, y fueron masacrados a su vez cuando los sorprendidos romanos pudieron enviar tropas contra ellos. Los desórdenes prosiguieron durante dos años, y hacia el 117 los judíos de Egipto habían sido virtualmente exterminados.
De nuevo, la rebelión afectó a la historia de Roma. Las noticias sobre los desórdenes egipcios contribuyeron a que Trajano se decidiese a volver (otros factores fueron su edad y los riesgos de unas líneas de comunicación demasiado largas). La oleada conquistadora romana nunca volvió a llegar tan lejos, y desde entonces la suerte de Roma comenzó a disminuir.
A Trajano le sucedió Adriano, del que ya he hablado como de un turista imperial. Antes de visitar Egipto, como ya he dicho, cruzó la desolada Judea y quedó impresionado por la veneración que tributaban a las ruinas de Jerusalén los judíos que aún quedaban. Le pareció que esto podía dar lugar a otra rebelión; por ello ordenó que Jerusalén fuese reconstruida como una ciudad romana, que se llamaría Elia, según su propio apellido, y que se edificaría un templo a Júpiter en el lugar del destruido Templo judío. Se prohibiría absolutamente la entrada en la ciudad a todos los judíos.
Pero la decisión de Adriano sirvió para fomentar la revuelta que quería evitar. Los judíos volvieron a rebelarse, inspirados por un individuo que se había autoproclamado mesías. Desesperados por la profanación del lugar sagrado de su Templo, resistieron durante tres años, del 132 al 135. Al finalizar la rebelión, Judea estaba destruida, y tan limpia de judíos como Egipto.
Desde esa fecha el futuro del judaísmo quedó limitado a las importantes colonias judías de Babilonia, donde vivían desde la época de Nabucodonosor, y a las colonias europeas, que no habían tomado parte en las revueltas y a las que se permitió subsistir bajo la recelosa mirada de los romanos.
La difusión de la cultura griega entre los pueblos que habían creado las más antiguas civilizaciones de África y Asia después de la muerte de Alejandro Magno, no se realizó, obviamente, sin contrapartida. Los griegos entraron en contacto con culturas extranjeras y, a su pesar, fueron atraídos por ciertos aspectos de éstas.
Las religiones extranjeras eran particularmente interesantes, pues con frecuencia solían ser más coloristas, más intensamente ritualistas y más emotivas que los cultos oficiales de griegos y romanos. (Los griegos tenían también sus «religiones mistéricas» populares relacionadas con el ciclo agrícola, pero eran más bien algo así como sociedades secretas y no religiones generalizadas). Las religiones de Oriente comenzaron a penetrar en Occidente.
Una vez que Roma hubo impuesto su dominio sobre todo el Mediterráneo e impreso sobre el mundo el sello de la paz, la mezcla de culturas continuó incluso con mayor rapidez y facilidad, y lo que en su día habían sido religiones locales extendieron su influencia de un extremo a otro del imperio.
Durante los dos primeros siglos del imperio, Egipto fue el origen de una de las más vitales de estas religiones en expansión. El helenizado culto egipcio de Serapis (véase pág. 88) se difundió primero por Grecia y después por Roma. Augusto y Tiberio lo desaprobaron, pues abrigaban el vano sueño de restaurar las primitivas virtudes de Roma, pero el culto se difundió de todas maneras. En tiempos de Trajano y de Adriano no quedaba un solo rincón en el imperio que no contase con sus devotos de esta forma de religión, que se remontaba a la época de los constructores de pirámides y de sus predecesores tres mil años antes.
Más atractivo aún fue el culto de Isis, la principal diosa egipcia, a la que se pintaba como la hermosa «Reina de los Cielos». Su influencia comenzó a penetrar en Roma ya en los oscuros días de Aníbal, cuando los romanos pensaban que la derrota era segura si no contaban con algún tipo de ayuda divina y estaban dispuestos a probar fortuna con cualquier divinidad. Con el tiempo se edificaron templos de Isis y se celebraron sus rituales incluso en la lejana isla de Britania, a dos mil millas del Nilo.
Pero si Egipto dio una religión al mundo, también recibió una del exterior: de Judea.
En el último siglo de la existencia de Judea, cuando muchos afirmaban ser el mesías que el pueblo judío esperaba tan ansiosamente, surgió uno que se llamaba Joshua. Había nacido durante el reinado de Augusto, hacia el 4 a. C, y fue aceptado como Mesías por sus discípulos. Dicho de otro modo: se trataba de Joshua el Mesías, o, en su forma griega, Jesucristo. En el 29, durante el reinado de Tiberio, fue crucificado como opositor político que aspiraba a ser rey de los judíos.
La creencia en el carácter mesiánico de Jesús no terminó con su crucifixión, pues se difundió la historia de que había resucitado de entre los muertos. A las diversas sectas judías que florecieron en esta época, se añadió así una más: la de los seguidores de las enseñanzas de Jesucristo, o, como pronto se los llamaría, la de los cristianos.
En los primeros años de existencia de esta secta, nadie podía pensar que fuera a tener futuro, excepto en el seno del judaísmo. Y el propio judaísmo distaba mucho de haber tenido éxito en su penetración del pensamiento griego y romano como lo habían tenido, por ejemplo, los ritos egipcios.
No obstante, el firme monoteísmo de los judíos y su elevado código moral constituían un factor de atracción para numerosos individuos hastiados de las supersticiones y del sensualismo de la mayoría de las religiones de la época. De ahí que algunos no judíos (a veces bastante bien situados dentro de la estructura social del imperio) adoptaran el judaísmo.
Con todo, las conversiones no fueron demasiado numerosas, pues los propios judíos no facilitaban las cosas. No sólo no transigían con los gentiles o con su modo de vida, sino que insistían en la adopción plena y total de un conjunto de leyes sumamente complejo. Además, insistían en que el Templo de Jerusalén era el único lugar verdadero de culto y se negaban a admitir que los conversos participaran en los ritos del culto al emperador.
Así, los conversos del judaísmo quedaban sujetos a un nacionalismo extranjero, y aislados respecto a su propia sociedad. Después de la rebelión judía del 66-70, la conversión al judaísmo comenzó a ser considerada como una traición por muchos romanos, por lo que prácticamente no se dio más.
En cambio, el cristianismo operaba en circunstancias mucho menos desventajosas en este sentido, gracias, principalmente, a la labor de un hombre. Este era Saulo (o Pablo, como se le conoció posteriormente), judío de Tarso (la ciudad donde Marco Antonio se había encontrado por primera vez con Cleopatra). Al principio fue ferozmente anticristiano, pero se convirtió y llegó a ser el más famoso y eficaz de todos los misioneros cristianos.
Se dirigió al mundo gentil y predicó una forma de cristianismo en el que se habían abandonado la ley y el nacionalismo judíos. En su lugar propugnaba un universalismo según el cual todos los hombres podían ser cristianos sin distinción de nacionalidad o de posición social. Ofrecía el monoteísmo y una elevada moralidad, sin las complicadas restricciones de la ley mosaica, y los gentiles — en Egipto y en otras partes— comenzaron a afluir hacia el cristianismo en número sorprendentemente alto.
Sin embargo, a los cristianos también les estaba prohibido participar en el culto del emperador, por lo que, lo mismo que los judíos en general, se hacían sospechosos de traición. En el 64, en tiempos de Nerón, los cristianos de Roma fueron salvajemente perseguidos en represalia por el gran incendio que destruyó la ciudad y del que fueron hechos responsables (por supuesto, falsamente). Según la tradición, Pablo fue ejecutado en Roma no mucho después de comenzar esta persecución.
La obra de Pablo produjo una división en el cristianismo entre aquellos que persistían en la tradición judía y aquellos que la rechazaban. La crisis estalló durante la rebelión judía. Los judíos que seguían las enseñanzas de Cristo eran extremadamente pacifistas. Para ellos el Mesías, en la persona de Jesús, había llegado ya y esperaban su retorno. Por ello, participar en la lucha de independencia de Judea en nombre de algún otro mesías que no fuera Jesús carecía de sentido para ellos. Así pues, se retiraron a las montañas y no tomaron parte en la guerra. Los judíos supervivientes los tildaron de traidores y, prácticamente, la conversión de judíos al cristianismo se detuvo.
Por ello, del 70 en adelante, el cristianismo se hizo casi completamente gentil, y muy distinto del judaísmo. Al penetrar en el mundo gentil, él mismo resultó influido, aceptando y asimilando las filosofías griegas y las fiestas paganas —todo lo cual lo separaban aún más claramente del judaísmo—.
Ya en 95 el emperador romano Domiciano, el hijo menor de Vespasiano, ordenó ciertas medidas contra los judíos y los cristianos, pensando, según parece, que eran la misma cosa en el fondo. Esta vez fue quizá la última en que no se los diferenció convenientemente.
Existía una rivalidad natural entre el judaísmo y el cristianismo. Los cristianos censuraban a los judíos a causa de su negativa a reconocer al Mesías en Jesús y debido al papel desempeñado por los funcionarios judíos en la crucifixión (olvidando, a veces, que los propios discípulos de Jesús fueron también judíos). Por su lado, los judíos consideraban al cristianismo como una herejía, y veían con amargura cómo, al tiempo que ellos sólo conocían desastres, el poder de sus rivales aumentaba progresivamente.
Con todo, la antipatía entre ambas religiones tal vez no hubiera alcanzado cotas tan altas de no haber sido por la influencia de Egipto. El cristianismo dio sus primeros pasos en un Egipto que acababa de atravesar los amargos episodios de los motines de Alejandría y de la rebelión de Cirene. El sentimiento antijudío en Egipto era más fuerte que en ningún otro lugar del imperio, y esto pudo contribuir al auge del gnosticismo en la Iglesia primitiva.
El gnosticismo era una filosofía precristiana que resaltaba la maldad de la materia y del mundo. Para los gnósticos, el gran Dios abstracto, que era verdaderamente real, bueno y señor omnipotente de todo lo existente, era el Conocimiento personificado (en griego
gnósis,
de donde proviene la palabra «gnosticismo»).