Authors: Isaac Asimov
Sin embargo, pudo seguir en Siria, que Egipto no había recuperado. Roma había salvado la parte esencial de Egipto, el valle del Nilo; no se sentía llamada a garantizar a Egipto sus posesiones imperiales. Todo lo que Egipto había poseído en Asia Menor fue dividido entre las diversas naciones de esa península -todas ellas no eran más que títeres de Roma-. El único territorio que el Egipto ptolemaico conservó fuera del valle del Nilo fue Cirenaica, en el oeste, y la isla de Chipre en el norte.
Hecho esto, Roma abandonó a su suerte a los imperios orientales. Podían pelear entre sí cuando quisiesen, siempre que ninguno de ellos llegase a crecer tanto como para aplastar completamente a los demás.
Por aquel entonces Ptolomeo V había alcanzado ya la edad de gobernar. Su mayoría de edad fue celebrada como correspondía, y una proclamación rutinaria en honor de su mayoría de edad quedó grabada en griego y en dos modalidades de egipcio en un trozo de basalto negro. Esta inscripción, la Piedra de Rosetta, se recuperó justamente dos mil años después y sirvió de clave para el conocimiento de la historia antigua de Egipto. Sólo por esto, Ptolomeo no vivió en vano.
Alejados los peligros provenientes del exterior gracias a Roma, el joven Ptolomeo pudo prestar atención al orden interior. Tuvo éxito en dominar algunas inquietantes rebeliones. Tras la muerte de Antíoco III, en el 187 a. C, Ptolomeo V comenzó a soñar con reconquistar Siria, pero murió en 181 a. C., cuando no tenía más de treinta años. Es posible que fuese envenenado.
Dejó dos hijos pequeños. El mayor, Ptolomeo VI, fue conocido como Filomater, o “el que ama a su madre”. Mientras vivió su “amada” madre, ésta controló Egipto y mantuvo al país en paz. Cuando murió en el 173 a. C., Ptolomeo VI era todavía demasiado joven como para valerse por sí mismo, y cayó bajo la influencia de sus bravucones ministros que soñaban con reconquistar Siria. Una vez más volvía a empezar el viejo juego de luchar contra los Seleúcidas.
Pero Ptolomeo VI no era un guerrero (en realidad fue el más amable y humano de todos los Ptolomeos). Frente a este ser pacífico se hallaba el hijo menor del llamado Antíoco el Grande, el nuevo rey Antíoco IV, a la cabeza del imperio seleúcida. Antíoco IV era bastante más capaz que su sobrevalorado padre, pero tenía cierta tendencia a la temeridad y al mal carácter.
Ante el primer síntoma de beligerancia egipcia, Antíoco IV se lanzó hacia la frontera, derrotó a los egipcios en Pelusio, alcanzó las propias murallas de Alejandría y llegó incluso a capturar al Ptolomeo VI. Quizás habría podido conquistar Alejandría, pero Roma, desde lejos, le hizo saber que esto sería ir demasiado lejos.
Ya que Ptolomeo VI no podía ejercer como rey estando en cautividad, los egipcios, en el 168 a. C., nombraron rey a su hermano menor, que reinaría con el nombre de Ptolomeo VII. Inmediatamente Antíoco liberó a Ptolomeo VI, proporcionándole ayuda, y esperando poder presenciar una buena y jugosa guerra civil. Sin embargo, ambos Ptolomeos echaron por tierra la baza de Antíoco, aviniéndose a gobernar juntos.
Irritado, Antíoco marchó sobre Egipto de nuevo, dispuesto a ocupar Alejandría y resolver la cuestión de una vez. Pero fue detenido otra vez. Esta vez, un embajador romano caminó hacia él bajo las murallas de Alejandría y le ordenó que abandonase Egipto. Antíoco IV no tuvo otra opción que retirar a todos sus ejércitos, ante este hombre desarmado que le hablaba en nombre de la poderosa Roma, y volver sobre sus pasos.
Humillado, se dirigió contra algo que pensó podía derrotar, y saqueó Jerusalén. Profanó el Templo de los judíos empujando a los nacionalistas judíos a iniciar una larga y fastidiosa rebelión, bajo el liderazgo de una familia conocida por los Macabeos.
En el 163 a. C., Antíoco IV fue muerto en el curso de una inútil campaña en oriente. A consecuencia de esto el imperio seleúcida comenzó a declinar de manera más drástica y rápida que el Egipto ptolemaico. Toda una serie de contiendas dinásticas mantuvo al país en continuo sobresalto, mientras que la rebelión judía siguió siendo un mal perenne.
En un determinado momento, incluso el pacífico Ptolomeo VI estuvo tentado de intervenir en los asuntos internos de los seleúcidas, con la esperanza de recuperar todo lo que había perdido su padre. Trató de realizar cambios en lo que quedaba del imperio seleúcida (las provincias orientales se habían separado, esta vez para siempre), apoyando primero y atacando después a un usurpador seleúcida llamado Alejandro Balas. Sin embargo, estando en Siria, cayó del caballo, muriendo a causa de las heridas en el 146 a. C.
Esto hizo que Ptolomeo VII gobernase solo. Este rey ha sido difamado constantemente por los historiadores antiguos. Aunque su nombre oficial era Evérgetes, como el de su abuelo, se lo conoce, universalmente, por Fiscón, o “de vientre grueso”, porque, según se cree, su gula le hizo engordar notablemente. Se le atribuyen toda clase de maldades y crueldades, pero no sabemos hasta qué punto esto es exagerado o no.
Las inscripciones nos lo presentan como protector del saber y como una persona que hizo mucho por restaurar los templos y por fomentar la prosperidad egipcia. Es posible que los griegos no aprobaran lo que hacía debido a que, en su opinión, se mostraba excesivamente indulgente con los nativos. Fueron los griegos y no los egipcios los que escribieron la historia y ello puede haber afectado negativamente a la imagen de Ptolomeo VII.
El reino egipcio comenzó a fragmentarse tras la muerte de Ptolomeo VII, en el 116 a. C. Este dejó Cirene a un hijo y Chipre a otro, mientras que Egipto quedó bajo un tercer hijo que reinó como Ptolomeo VIII Sóter II.
Este último fue desposeído por su hermano menor, Ptolomeo IX Alejandro, pero el pueblo de Alejandría expulsó a Ptolomeo IX y restauró a Ptolomeo VIII.
Esta especie de vaivén, sin embargo, carecía ya, realmente, de trascendencia, pues Egipto y todo el resto del oriente estaban perdiendo su importancia. Ahora sólo contaba una potencia, y ésta era Roma.
Sólo cabe mencionar un acontecimiento de importancia en este período. Algún tiempo después de que Ptolomeo VIII fuera restaurado de nuevo en el trono, en el 88 a. C., la ciudad de Tebas se rebeló. Exasperado, Ptolomeo envió una expedición contra la ciudad, la asedió durante tres años, y finalmente la saqueó de manera tan absoluta que no sólo no se recobraría jamás, sino que acabaría hundiéndose en una ruina total.
Este fue el fin, después de dos mil años de gloria, de la capital del Imperio Medio y del Imperio Nuevo, de la ciudad que bajo Ramsés II había llegado a ser la más grande del mundo.
Pero Menfis, que tenía mil años más, sobrevivía aún como centro del Egipto nativo y perenne recordatorio de la grandeza perdida.
A pesar de la debilidad e inefectividad de los Ptolomeos que siguieron a Fiscón, Egipto experimentó medio siglo de paz, interrumpida por un motín en Alejandría provocado por una controversia sobre quién de los don nadies ptolemaicos tenía derecho a llevar los suntuosos ropajes, a permanecer sentado durante los rituales estatales y a disfrutar de los pródigos pasatiempos que conllevaba la condición de rey de Egipto.
Los Ptolomeos entretenían su ocio tratando de arrebatarse unos a otros el ya impotente trono, pues las ocasiones para guerrear habían desaparecido. Los romanos controlaban ya completamente la situación y estaban haciendo pasar a un segundo plano a todas las potencias del oriente.
Macedonia se había convertido en una provincia romana en el 146 a. C., y la misma Grecia era un protectorado de la gran ciudad de occidente. La mitad occidental del Asia Menor se convirtió en una provincia romana en el 129 a. C., y gran parte del resto de la península, pese a ser nominalmente independiente, quedó reducida a un conglomerado de reinos títeres.
Cuando el Ponto, reino del Asia Menor oriental, entró en guerra con Roma y obtuvo algunas victorias, Roma empleó a fondo su poder y finalmente “limpió” todo el Oriente de una vez por todas. La liquidación de todo este asunto estuvo a cargo de un joven general romano llamado Cneo Pompeyo, más conocido por Pompeyo. Los últimos restos del imperio seleúcida, sobre los que reinaba Antíoco XIII, se redujeron a Siria, y en el 64 antes de Cristo, Pompeyo, con su sola autoridad, los incluyó en los dominios romanos, convirtiéndolos en la provincia de Siria. Esto significó el fin de un siglo y medio de guerras entre los Ptolomeos y los Seleúcidas y de las seis grandes guerras llevadas a cabo por los Ptolomeos II, III, IV, V, VI y VII ¡Todo ello desapareció! Ambas dinastías macedonias perdieron y salió vencedora la advenediza Roma. Y cuando Siria fue absorbida, también lo fue Judea.
También fueron sometidas otras lejanas porciones del imperio ptolemaico. El hijo de Ptolomeo VII, Fiscón, que había heredado Cirene, la legó a los romanos a su muerte, en el 96 a. C, convirtiéndose en provincia romana en el 75 a. C. La isla de Chipre fue engullida por Roma en el 58 a. C.
En el 58 a. C., todo lo que quedaba del vasto imperio macedonio, erigido tras las victorias de Alejandro Magno, dos siglos y medio antes, era un Egipto formado sólo por el Valle del Nilo. Aun así, era un mero títere de Roma, ya que ningún Ptolomeo podía ser rey sin permiso de los romanos.
Este fue el caso de Ptolomeo XI (o quizá XII o XIII; pues se discute si deben ser contados los últimos y oscuros Ptolomeos). Su nombre oficial era Ptolomeo Dioniso, pero se lo conoce popularmente por Ptolomeo Auletes, “el Flautista”, ya que su principal habilidad parecía ser tocar la flauta. Era hijo ilegítimo de Ptolomeo VIII (el que había saqueado Tebas), y debido a que no había herederos legítimos, decidió aspirar al trono.
Fue proclamado rey en el 80 a. C., pero para asegurarse el título (dada su ilegitimidad) necesitaba la aprobación del Senado romano. Esto requería un discreto, y cuantioso, soborno y costó años negociar uno que fuese lo suficientemente abundante y discreto. Para poder reunir la cantidad necesaria elevó los impuestos, y las exacciones financieras acabaron provocando una revuelta en Alejandría en el 58 a. C., y su derrocamiento.
Como respuesta, Ptolomeo viajó hasta Roma, donde entonces mandaba Pompeyo. Auletes prometió otro inmenso soborno a los romanos si lo ayudaban a recuperar el trono (Auletes estaba dispuesto a sacar hasta la última moneda a los campesinos egipcios, e incluso a saquear los tesoros del templo, modo de proceder mucho más arriesgado que el de matar de hambre a millones de personas).
Los dirigentes romanos nunca fueron inmunes al dinero, y en el 55 a. C. Auletes fue colocado de nuevo en el trono, ante la total irritación y enfurecimiento de los indefensos egipcios. Se mantuvo en ese puesto sólo gracias a la presencia de una numerosa guardia de corps romana.
Con todo, en el 51 a. C., le hizo un favor al mundo, y murió, dejando Egipto a su joven hijo Ptolomeo XII. En su testamento, Auletes puso a su hijo bajo la protección del Senado romano y éste, a su vez, asignó esta tarea al propio Pompeyo.
Ptolomeo XII tenía sólo diez años, pero gobernó junto a su hermana mayor, que tenía diecisiete. El gobierno conjunto de hermano y hermana no fue práctica infrecuente entre los Ptolomeos; era una costumbre que se remontaba a Ptolomeo II y su hermana-esposa, la reina Arsinoe, dos siglos antes.
La hermana del joven rey tenía un nombre que era corriente entre las reinas ptolemaicas. En realidad, era la séptima con este nombre, y éste, en rigor, era Cleopatra VII. Sin embargo, es
la
Cleopatra por antonomasia, y el numeral romano casi nunca suele utilizarse en relación con su nombre. (Es importante recordar que Cleopatra no era egipcia y que no tenía “sangre egipcia”, por lo que cualquier intento de convertirla en una “morena temperamental” es una locura. Todos sus antepasados fueron griegos o macedonios).
Las mujeres ptolemaicas solían ser hábiles, incluso cuando los hombres no lo eran, y esta Cleopatra fue la más hábil de todas. Era natural que los intrigantes cortesanos prefiriesen al hermano pequeño, y no a la hermana mayor, pues ésta era menos dominable. En especial Potino, eunuco que en esa época controlaba el trono, era un acérrimo enemigo de la muchacha.
En el 48 a. C, Cleopatra tomó la decisión habitual para el Egipto de aquellos días. Abandonó Alejandría en busca de un ejército, lo reunió en Siria, y se preparó para volver y arreglar las cosas por medio de una pequeña guerra civil. Ambos ejércitos, el suyo y el de su hermano, se enfrentaron en Pelusio, pero antes de que se iniciase realmente la batalla, ocurrió algo que iba a cambiarlo todo.
Roma estaba atravesando su propia guerra civil por aquel entonces. Pompeyo mantenía una lucha desesperada con otro general, aún más importante que él, Julio César. Los ejércitos de los dos romanos habían chocado ya en Grecia, y César había resultado vencedor. Pompeyo no pudo hacer otra cosa sino huir, y el refugio natural (como en el caso de Cleomenes de Esparta dos siglos antes) fue Egipto. Egipto estaba a mano, y era nominalmente independiente. Era un país débil, pero rico, y podría proporcionar a Pompeyo el dinero que necesitaba para hacerse con un nuevo ejército. Además le debían un favor, pues Pompeyo había ayudado a Ptolomeo Auletes a subir al trono, y era el verdadero guardián del hijo de Auletes, el actual rey-niño del reino.
Pero la corte egipcia estaba inmersa en un mar de dudas cuando la nave de Pompeyo se aproximaba a la costa. La última cosa que deseaba hacer era tomar partido en una guerra civil romana justo en el momento en que estaba a punto de estallar la suya propia. Si apoyaba a Pompeyo, César podría a su vez apoyar a Cleopatra y acabar con la facción de Potino. Si se negaba a apoyar a Pompeyo, y si éste resultaba vencedor al final sin su ayuda, podría volver para vengarse.
Potino pensó en una salida. Envió una barca hasta el navío de Pompeyo. Lo recibió con grandes muestras de alegría y le rogó que desembarcara inmediatamente para poder ser aclamado por las gentes de Alejandría. Cuando Pompeyo puso el pie en la orilla (y mientras su esposa e hijo miraban desde el barco) fue muerto tranquilamente a puñaladas.
Esto parecía ser exactamente lo que había que hacer. Pompeyo estaba muerto y no podía vengarse. César tendría que estar agradecido y ayudaría entonces a Potino contra la amenaza del ejército de Cleopatra. Había matado dos pájaros de un tiro.
César, con un pequeño contingente de cuatro mil hombres arribó a Alejandría algunos días más tarde, decidido a tomar prisionero a Pompeyo y retenerlo, para evitar que a su alrededor se formase un nuevo ejército. César pensaba también reunir un poco de dinero que necesitaba (los generales siempre necesitan dinero) de la siempre rica corte de Alejandría.