Authors: Isaac Asimov
Quizá podría haber sido así, si la disputa religiosa hubiese sido solamente religiosa. El problema está en que los elementos nacionalistas de Siria y Egipto no estaban interesados en una reconciliación. Es muy posible que si Constantinopla hubiera aceptado completamente el monofisismo, Siria y Egipto habrían hallado cualquier otra causa de disputa. El contraste subsistió, y nada, ni las palabras ni los hechos, lograron paliarlo.
Por otro lado, todo el problema de la controversia monofisista y del contraste religioso estaba a punto de convertirse en un asunto puramente académico -incluso cuando Heraclio se hallaba todavía en el trono-. No faltaba mucho para que se produjese un giro decisivo en la Historia.
Los cuatro siglos de guerras entre el Imperio y Persia y, en particular, los últimos veinte años de luchas desesperadas, habían privado a ambos bandos de sus últimos residuos de energías. Se habían combatido entre sí hasta quedar inertes y jadeantes, cada uno en su rincón y ahora entraba en lid un nuevo combatiente, fanático y con sus fuerzas intactas.
El nuevo factor provenía, para mayor sorpresa de todos, de un lugar inesperado: la península arábiga.
Arabia, en gran parte desértica, había conocido interesantes civilizaciones en sus regiones marginales más fértiles, y éstas habían incidido de vez en cuando con las regiones del mundo consolidadas. Los reyes egipcios habían comerciado con el sudoeste de Arabia, donde estaba la tierra de Punt; y allí se localizaban también los países bíblicos de Saba y de Ofir.
Los árabes no habían sido nunca más que un estorbo, a lo sumo, y cada vez que los imperios del noroeste y del noreste decidieron ejercer a fondo su poder, habían sido aplastados sin contemplaciones.
Pero ahora las tribus árabes se hallaban bajo jefes nuevos y dinámicos, justo cuando los dos reinos del norte tenían que hacer equilibrios para mantenerse y ya no podían emplear «a fondo» su poder.
Esto fue así como resultado del renacimiento religioso árabe. El primitivo politeísmo árabe había retrocedido ante las sofisticadas creencias de judíos y cristianos. Pero el avance del monoteísmo fue lento, por razones nacionalistas, ya que tanto el judaísmo como el cristianismo eran religiones extranjeras y extrañas. Se hacía necesaria, pues, una versión nativa de estas religiones.
En La Meca, la ciudad santa de las tribus árabes, que se hallaba justo al otro lado del mar Rojo, frente a la costa egipcia, había nacido hacia el 570 un muchacho llamado Mohammed. Había pasado su juventud de manera oscura, pero a la edad de cuarenta años comenzó a predicar un tipo de monoteísmo basado en los dogmas del judaísmo y del cristianismo, pero con modificaciones adaptadas a los gustos y al temperamento árabes. Finalmente, sus disertaciones fueron recopiladas en un libro llamado
Corán
(nombre que proviene de una palabra árabe que significa «leer»).
La nueva religión predicada por él se llamó Islam («sumisión», a los deseos de Dios), aunque con frecuencia se la denomina mahometanismo, en honor al profeta, cuyo nombre se escribe también Mahomet. A los que aceptan el Islam se los llama musulmanes («aquellos que se someten», de nuevo también a Dios).
Mohammed, llamado más comúnmente en español Mahoma, se halló con que, como le había ocurrido a Jesucristo en su época, era difícil obtener la benévola atención de sus propios paisanos. En el 622 Mahoma fue obligado a abandonar la Meca (la «hégira», palabra que en árabe significa «huida»), acompañado por un puñado de seguidores. Halló refugio en la ciudad de Medina, a 350 millas al norte.
Así pues, mientras el mundo tenía puesta su atención en los hercúleos esfuerzos de Heraclio para invadir y derrotar a Persia, en Arabia -sin que nadie se percatase de ello- estaba desarrollándose una lucha semejante, incluso más trascendental. Poco a poco, muy despacio, Mahoma reorganizó a sus seguidores en la ciudad de Medina, los agrupó, e hizo de ellos una fuerza de combate, impulsada por su fervor hacia la nueva fe.
En el 630 volvió por la fuerza a La Meca, que lo había expulsado ocho años antes. En ese mismo año el mundo vio cómo Heraclio regresaba triunfalmente a Jerusalén; sólo unas cuantas oscuras tribus supieron de la vuelta, también triunfal, de Mahoma a La Meca.
Ahora los progresos de Mahoma eran muy rápidos. En la época de su muerte, en el 632, todas o casi todas las tribus árabes estaban unidas bajo la bandera del Islam. Estaban dispuestas a difundir su fe con fanática autoconfianza, en el nombre de Alá (palabra afín a la bíblica «El», que significa «Dios»). Con Alá a su lado no podían perder, pues aunque fueran muertos, morir en batalla contra el infiel significaba ir inmediatamente, y para la eternidad, al paraíso.
A Mahoma le sucedió Abú Bakr, su anciano suegro y uno de sus primeros discípulos. Este fue el primer califa (de la palabra árabe que significa «sucesor»). Bajo su gobierno, los ejércitos árabes se desparramaron por el norte hacia Persia, y por el noroeste, hacia Siria, pues los rudos e inexpertos árabes no veían ningún mal cálculo en ocupar Persia y el Imperio Romano oriental al mismo tiempo.
No hay duda de que lanzar este ataque veinte años antes, antes de la desastrosa guerra romano-persa, o veinte años después, cuando ambos imperios habían podido recuperarse, habría significado su fin. Pero cuando el ataque tuvo lugar, Alá pareció orientarlos para hacerlo en el momento adecuado.
Heraclio subestimó el peligro árabe. Agotado por los sobrehumanos esfuerzos de la guerra romano-persa, saciado por la gloria de la victoria, aspiraba sólo a la paz y al descanso en sus últimos años, y estaba decidido a no salir en campaña. Por ello envió a su hermano, con fuerzas nada adecuadas. Los árabes lo derrotaron y entraron en Damasco en el 643. Según cuenta la leyenda, Abú Bakr murió ese mismo día y ocupó su puesto Omar, otro viejo compañero de Mahoma.
La derrota inicial del Imperio Romano de Oriente conmocionó a Constantinopla, y un poderoso ejército imperial comenzó a avanzar hacia el sur, penetrando en Siria, con el fin de poner las cosas en su sitio. Los árabes se retiraron, abandonando Damasco por el momento.
Sin embargo, el ejército imperial era sólo poderoso en apariencia. Estaba compuesto mayoritariamente por mercenarios que no estaban seguros de cobrar la paga, y la población monofisita de Siria se mostraba indiferente o algo peor. Esta no sabía mucho sobre los árabes y sobre su recién inventado Islam, fuese lo que fuese, pero sabían con certeza que odiaban a Constantinopla y a su política religiosa.
El 20 de Agosto del 636, pues, se combatió una de las batallas decisivas de la historia del mundo. La lucha tuvo lugar a orillas del Yarmúk, río que fluye hacia occidente, a través de Trans-Jordania, y desemboca en el Jordán. La batalla fue dura, y los árabes retrocedieron una y otra vez ante el empuje del ejército imperial.
Pero, sobre sus caballos y dromedarios, los infatigables árabes siempre lograban volver a la carga. Y cuando finalmente el ejército imperial se hubo agotado, fue exterminado casi hasta el último hombre.
La victoria árabe fue definitiva. El Imperio Romano de Oriente estuvo casi a la defensiva durante los ocho siglos que le quedaron de vida.
Los árabes se expandieron libremente en las provincias que los acogían con simpatía, en el mejor de los casos, y en el peor, con indiferencia.
En el 638, conquistaron Jerusalén, tras un asedio de cuatro meses. Sólo ocho años antes Heraclio había llevado a la ciudad la Vera Cruz, y toda la cristiandad se había regocijado; pero ahora se le había escapado de nuevo, y esta vez para siempre.
También fue conquistado el resto de Siria; y lo mismo sucedió con Mesopotamia, arrebatada de las manos vacilantes de los monarcas persas. En efecto, Persia, que había combatido tan animosamente y con tanta tenacidad contra los romanos, se encontró desarmada frente a esa nueva fuerza cuya irresistibilidad parecía casi demoníaca. Los persas perdieron una batalla tras otra, y en el 641 ya no fueron capaces de ofrecer una resistencia organizada. La Persia que sólo veinte años atrás parecía haber recuperado su poder como en los mejores tiempos, cesó de existir. A los árabes sólo les quedaba la tarea de ocupar y limpiar, de hacer frente a alguna escaramuza ocasional y saquear alguna que otra ciudad.
Entre tanto, otros ejércitos árabes de Siria se volvieron hacia el sur, bajo el mando del general Amr ibn al-As. En el 640 sus huestes aparecieron ante Pelusio, donde en su día se detuvieran los ejércitos de Senaquerib, trece siglos y medio antes.
Tras un mes de asedio Amr tomó la ciudad, y como en el caso de otros muchos invasores de Egipto, de los hicsos en adelante, la primera batalla fue también la última, y Egipto fue conquistado casi sin lucha.
Heraclio murió en el 641, descansando por fin para siempre, en medio del clamor de la derrota total, a pesar de las victorias de la primera mitad de su reinado, y al año siguiente, en el 642, Amr ocupaba Alejandría. Un contraataque imperial proveniente del mar recuperó por poco tiempo la ciudad —pero sólo por poco tiempo-. Casi mil años de gloria griega y romana terminaron para siempre.
Existe la leyenda de que la biblioteca de Alejandría fue destruida finalmente en esta época. Su contenido fue dispuesto a los pies de ese terco y rígido primer califa, Omar, a quien se atribuyen las siguientes palabras: «Si estos libros coinciden con el Corán, son innecesarios; si están en desacuerdo con él, son perniciosos. En cualquier caso, destruidlos».
Con todo, como siempre ocurre con muchas leyendas, los historiadores sospechan que en ésta hay interés pero no verdad. En realidad, en los siglos de régimen cristiano, fuertemente antipagano, de Egipto, poco debió quedar en la biblioteca que Omar pudiera destruir.
Los monofisitas de Egipto debieron pensar que la supresión del dominio constantinopolitano les iba a proporcionar la posibilidad del libre ejercicio de su religión y, de hecho, los árabes tendieron a ser tolerantes con el cristianismo. Sin embargo, había que contar con el aliciente del éxito.
En los veinte años posteriores a la conquista árabe de Egipto, los ejércitos musulmanes avanzaron hacia Nubia, en el sur, y hacia el oeste, contra las provincias que aún pertenecían a Roma del norte de África. Cartago fue conquistada en el 698, y en el 711 toda la costa norte de África era musulmana. ¿Qué argumentos podía haber contra la victoria?.
Además, los cristianos egipcios no sentían ninguna afinidad por sus hermanos europeos. En el 680 se celebró el sexto concilio ecuménico, en Constantinopla, y en él quedó excluido todo posible compromiso sobre la teoría de la doble naturaleza de Cristo.
Los cristianos de Egipto se sintieron doblemente aislados, primero por la victoria musulmana, y luego por la intransigencia europea. Poco a poco, pues, Egipto fue cambiando.
Menfis, la capital cuya antigüedad se remontaba a 3.500 años atrás, se hundió finalmente en la ruina total. Se construyó una nueva capital musulmana junto a ella, Al-Fustat.
También cambió la vieja lengua, y en el 706 el árabe se convirtió en la lengua oficial del país. El cristianismo decayó cuando el pueblo vio que la conversión al Islam abría el camino a las ventajas que proporcionaban las preferencias gubernamentales. Lo peor de todo fue que la prosperidad desapareció. Los árabes -hijos de una sociedad del desierto poco habituada a la agricultura- no hicieron ningún esfuerzo por mantener en pie el sistema de canales, que decayó. La depauperación y el hambre se enseñorearon del país, que se hundió en la más abyecta pobreza, que perdura todavía hoy.
Los egipcios nativos se rebelaron varias veces. Una revuelta que tuvo lugar en el 831 fue aplastada tan sangrientamente que no volvió a repetirse. (A decir verdad el cristianismo no desapareció nunca, e incluso hoy día la Iglesia copta cuenta con un cinco por ciento de la población egipcia y en la liturgia utiliza su antiguo idioma. Antes de la llegada de los árabes, los misioneros egipcios habían introducido el cristianismo en Nubia y en lo que hoy se llama Etiopía, y hoy sigue siendo la religión dominante en este último país. Tanto la Iglesia copta como la etíope siguen siendo monofisistas).
Con la desaparición total del antiguo Egipto —ciudades, idioma, religión, prosperidad— el autor tiene la tentación de finalizar aquí la historia. Pero la tierra y la gente aún están ahí, y expondremos brevemente su historia hasta nuestros días.
El vasto imperio islámico, creado en el siglo VIII, era demasiado extenso como para perdurar unido. En el siglo IX comenzó a resquebrajarse en fragmentos opuestos entre sí.
En 866 Egipto consiguió de nuevo la independencia durante un tiempo, bajo una débil dinastía, los tulúnidas. En el 969 tomó el poder una dinastía más poderosa, los fatimíes. El primer fatimí decidió abandonar Al-Fustat, que había sido capital durante casi tres siglos. En el 973 fue erigida una nueva ciudad a tres millas al norte, que se llamó Al-Qáhira («la Victoriosa»), que nosotros llamamos El Cairo, y que hace ya mil años que es la capital de Egipto.
El más conocido de los gobernantes fatimíes de Egipto fue Al-Hakim, fanático religioso que persiguió encarnizadamente a los cristianos. En el 1009 demolió la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Esto provocó gran indignación en Europa y ayudó a preparar las bases de las Cruzadas.
Las Cruzadas fueron la causa de que Egipto volviese a entrar de nuevo en la historia occidental. Durante cuatro siglos, mientras Europa se había abierto camino penosamente a través de una época de oscuridad, Egipto se había mantenido fuera de su horizonte. Sin embargo, en el 1096, comenzaron a avanzar hacia Oriente, hacia Palestina, ejércitos cristianos pobremente organizados, ingeniándoselas para obtener algunas victorias contra los desunidos musulmanes. En el 1099 tomaron Jerusalén.
En este momento la dinastía fatimí estaba en decadencia pronunciada. Un visir (lo que nosotros llamaríamos un primer ministro) cuyo nombre era Saláh al-Din Yúsuf ibn Ayyúb, tomó el poder. Los occidentales lo conocen por el nombre de Saladino.
Saladino fue el gobernante más capacitado que tuvo Egipto desde la época de Ptolomeo III, nueve siglos antes. Estableció su control sobre Siria y Egipto, y estuvo a punto de echar al mar a los cruzados, recuperando Jerusalén en el 1187.
Pero bajo sus más débiles sucesores los cruzados se recuperaron e incluso trataron de invadir el propio Egipto. El más ambicioso intento europeo fue el de Luis IX de Francia (san Luis), que desembarcó en el delta del Nilo en 1248. Pero Luis IX fue derrotado y capturado en 1250.