Los enamoramientos (15 page)

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Authors: Javier Marías

BOOK: Los enamoramientos
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Tenía una fuerte tendencia a disertar y a discursear y a la digresión, como se la he visto a no pocos escritores de los que pasan por la editorial, parece que no les bastara con llenar hojas y hojas con sus ocurrencias y sus historias absurdas cuando no pretenciosas cuando no truculentas cuando no patéticas, salvo excepción. Pero Díaz-Varela no era exactamente escritor y en su caso no me molestaba, es más, siguió siempre ocurriéndome lo que me había sucedido la segunda vez que lo vi, en la terraza vecina al Museo, que mientras peroraba no podía apartar los ojos de él y me deleitaban su voz grave y como hacia dentro y su sintaxis de encadenamientos a menudo arbitrarios, el conjunto parecía provenir a veces no de un ser humano sino de un instrumento musical que no transmite significados, quizá de un piano tocado con agilidad. En esta ocasión, sin embargo, sentía curiosidad por saber del Coronel Chabert y de Madame Ferraud, y sobre todo por qué aquella novela corta le daba la razón respecto a Luisa, según él, aunque esto último me lo iba imaginando.

—Ya, pero ¿qué pasó con el Coronel? —lo interrumpí, y vi que no se lo tomaba a mal, tenía conciencia de su propensión y quizá agradecía que se la refrenaran—. ¿Lo aceptó el mundo de los vivos al que pretendía regresar? ¿Lo aceptó su mujer? ¿Logró volver a existir?

—Lo que pasó es lo de menos. Es una novela, y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas. Lo interesante son las posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios, se nos quedan con mayor nitidez que los sucesos reales y los tenemos más en cuenta. Y lo que le pasó al Coronel lo puedes averiguar por tus propios medios, no te vendría mal leer a autores no contemporáneos de vez en cuando. Te presto el libro si quieres, ¿o no lees francés? La traducción que hay por ahí es mala. Casi nadie sabe ya francés. —Él había estudiado en el Liceo; poco nos habíamos contado de nuestras respectivas historias, eso sí me lo había llegado a decir—. Lo que aquí importa es que la reaparición de ese Chabert es una desdicha absoluta. Por supuesto para su mujer, que se había rehecho y ya tiene esta otra vida en la que no cabe él o sólo cabe como pasado, como estaba, como recuerdo cada vez más delgado, muerto y bien muerto, enterrado en una fosa desconocida y lejana junto con otros caídos de aquella batalla de Eylau de la que diez años después casi nadie se acuerda ni se quiere acordar, entre otros motivos porque el que la libró está desterrado y languidece en Santa Helena y ahora reina Luis XVIII, y lo primero que todo régimen hace es olvidar y minimizar y borrar lo del anterior, y convertir a los que lo sirvieron en nostálgicos putrefactos a los que sólo les resta apagarse quedamente y morir. El Coronel lo sabe desde el primer momento, que su inexplicable supervivencia es una maldición para la Condesa, la cual no responde a sus iniciales cartas ni quiere verlo, no está dispuesta a arriesgarse a reconocerlo y confía en que se trate de un demente o de un farsante, o si no en que desista por agotamiento, amargura y desolación. O, cuando ya no puede seguir negando, en que regrese a los campos de nieve y se muera de una vez, otra vez. Cuando por fin se encuentran y hablan, el Coronel, que no ha hallado razones para dejar de amarla durante su largo exilio de la tierra con las infinitas penalidades de ser un difunto, le pregunta —y Díaz-Varela buscó otra cita en el pequeño volumen, aunque esta era tan corta que por fuerza se la tenía que saber de memoria—: ‘¿Los muertos hacen mal en volver?’, o acaso (también podría entenderse así): ‘¿Se equivocan los muertos al regresar?’. Lo que dice en francés es esto:
‘Les morts ont donc bien tort de revenir?’
—Y me pareció que su acento también era bueno en esa lengua—. La Condesa, hipócritamente, le contesta: ‘¡Oh señor, no, no! No me crea usted ingrata’, y añade: ‘Si ya no está en mi mano amarlo, sé todo lo que le debo y todavía puedo brindarle los afectos de una hija’. Y dice Balzac que, tras escuchar la comprensiva y generosa respuesta del Coronel a estas palabras —y Díaz-Varela leyó de nuevo (boca carnosa, boca besable)—, ‘La Condesa le lanzó una mirada impregnada de tal reconocimiento que el pobre Chabert habría querido volver a meterse en su fosa de Eylau’. Es decir, hay que entender, habría querido no causarle más problemas ni perturbaciones, no entrometerse en un mundo que había dejado de ser el suyo, no ser más su pesadilla ni su fantasma ni su tormento, suprimirse y desaparecer.

—¿Y así lo hizo? ¿Abandonó el campo y se dio por vencido? ¿Se volvió a su fosa, se retiró? —le pregunté aprovechando su pausa.

—Ya lo leerás. Pero esa desdicha de permanecer vivo tras haberse muerto y haber sido dado por muerto hasta en los anales del Ejército (‘un hecho histórico’), no sólo alcanza a su mujer, sino también a él. No se puede pasar de un estado a otro, o mejor dicho, del segundo al primero, claro está, y él tiene plena conciencia de ser un cadáver, un cadáver oficial y en buena medida real, él creyó serlo del todo y oyó los gemidos de sus iguales, que ningún vivo podría oír. Cuando al comienzo de la novela se presenta en el bufete del abogado, uno de los pasantes o mandaderos le pregunta el nombre. Él responde: ‘Chabert’, y el individuo le dice: ‘¿El Coronel muerto en Eylau?’. Y el espectro, lejos de protestar, de rebelarse y enfurecerse y contradecirle en el acto, se limita a asentir y a confirmárselo mansamente: ‘El mismo, señor’. Y un poco más tarde es él quien hace suya esa definición. Cuando por fin logra que lo atienda el abogado en persona, Derville, y éste le pregunta: ‘Señor, ¿con quién tengo el honor de hablar?’, él contesta: ‘Con el Coronel Chabert’. ‘¿Cuál?’, insiste el abogado, y lo que oye a continuación es un absurdo que no deja de ser la pura verdad: ‘El que murió en Eylau’. En otro momento es el propio Balzac el que se refiere a él de esta manera, aunque sea irónicamente: ‘Señor, dijo el difunto...’, eso escribe. El Coronel padece sin cesar su detestable condición de hombre que no ha muerto cuando le tocaba morir o aun después de sí morir, como mandó verificar con pena el mismísimo Napoleón. Al exponerle su caso a Derville, le confiesa lo siguiente —y Díaz-Varela rebuscó entre las páginas hasta dar con la cita—: ‘A fe mía que hacia aquella época, y todavía hoy, en algunos momentos, mi nombre me es desagradable. Quisiera no ser yo. El sentimiento de mis derechos me mata. Si mi enfermedad me hubiera quitado todo recuerdo de mi existencia pasada, eso me habría hecho feliz’. Fíjate bien: ‘Mi nombre me es desagradable, quisiera no ser yo’. —Díaz-Varela me repitió estas palabras, me las subrayó—. Lo peor que le puede pasar a alguien, peor que la muerte misma; también lo peor que uno puede hacerles a los demás, es volver del lado del que no se vuelve, resucitar a destiempo, cuando ya no se lo espera, cuando es tarde y no corresponde, cuando los vivos lo tienen a uno por terminado y han proseguido o reanudado sus vidas sin contar más con él. No hay mayor desgracia, para el que regresa, que descubrir que está de sobra, que su presencia es indeseada, que perturba el universo, que constituye un estorbo para sus seres queridos y que éstos no saben qué hacer con él.

—‘Lo peor que le puede pasar a alguien’, vaya. Estás hablando como si eso sucediera, y eso no sucede jamás, o solamente en la ficción.

—La ficción tiene la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que no se da —me respondió con rapidez—, y en este caso nos permite imaginarnos los sentimientos de un muerto que se viera obligado a volver, y nos muestra por qué no deben volver. Excepto la gente muy trastornada o anciana, todo el mundo, más pronto o más tarde, hace esfuerzos por olvidarlos. Evita pensar en ellos, y cuando no lo puede remediar por alguna razón, se amohína, se entristece, se detiene, se le saltan las lágrimas, y se ve impedido de continuar hasta que se sacude el pensamiento oscuro o aborta la rememoración. A la larga, no te engañes, incluso a la media, todo el mundo acaba por sacudirse a los muertos, ese es su destino final, y lo más probable es que ellos se mostraran conformes con esa medida, y que, una vez conocida y probada su condición, no estuvieran tampoco dispuestos a regresar. Quien haya cesado en la vida, quien se haya desentendido de ella, aunque no haya sido por su voluntad sino por asesinato y a su gran pesar, no querría reincorporarse, reanudar la fatiga enorme de existir. Mira, el Coronel Chabert ha sufrido incomparables padecimientos y ha visto lo que todos tenemos por los mayores horrores, los de la guerra; uno diría que nadie podría darle lecciones de espanto a quien hubiera participado en despiadadas batallas libradas bajo un frío inhumano, como en Eylau, y esa no fue la primera en la que él tomó parte, sino la última; allí se enfrentaron dos ejércitos de setenta y cinco mil hombres cada uno; no se sabe con exactitud cuántos murieron, pero se dice que quizá no fueron menos de cuarenta mil, y que se combatió durante catorce horas o más para bien poco: los franceses se adueñaron del campo, pero éste no era más que una vasta extensión nevada con cadáveres amontonados, y el Ejército ruso quedó muy dañado cuando se retiró, pero no destruido. Los franceses estaban tan maltrechos y exhaustos, y tan ateridos, que durante cuatro horas, con la noche entrada, ni siquiera se dieron cuenta de que sus enemigos se iban silenciosamente. No habrían estado en condiciones de perseguirlos. Se cuenta que a la mañana siguiente el Mariscal Ney recorrió el campo a caballo y que el único comentario que salió de sus labios reflejó una mezcla de sobrecogimiento, hastío y desaprobación: ‘¡Qué matanza! Y sin resultado’. Y sin embargo, pese a todo esto, no es precisamente el militar, no es Chabert, sino el abogado, Derville, que no ha visto nunca una carga de caballería ni una herida de bayoneta ni los estragos de un cañonazo, que se ha pasado la vida metido en su despacho o en los tribunales, a salvo de la violencia física, sin apenas salir de París, quien al final de la novela se permite hablar e ilustrarnos sobre los horrores a que ha asistido a lo largo de su carrera, una carrera civil, ejercida no en la guerra sino en la paz, no en el frente sino en la retaguardia. Le dice a su antiguo empleado Godeschal, que ahora se va a estrenar como abogado: ‘¿Sabe usted, querido amigo, que en nuestra sociedad existen tres hombres, el Sacerdote, el Médico y el Hombre de justicia, que no pueden estimar el mundo? Tienen vestimentas negras, quizá porque llevan el duelo de todas las virtudes, de todas las ilusiones. El más desgraciado de los tres es el abogado’. Cuando la gente acude al sacerdote, le explica, lo hace con remordimiento, con arrepentimiento, con creencias que la engrandecen y le confieren interés, y que en cierto modo consuelan el alma del mediador. ‘Pero nosotros los abogados’ —y aquí Díaz-Varela me leyó en español de la última página de la novela, traduciendo sobre la marcha sin duda, no es que se hubiera preparado una versión—, ‘nosotros vemos repetirse los mismos sentimientos malvados, nada los corrige, nuestros bufetes son cloacas que no se pueden limpiar. ¡De cuántas cosas no me he enterado al desempeñar mi cargo! ¡He visto morir a un padre en un granero, sin blanca, abandonado por dos hijas a las que había donado cuarenta mil libras de renta! He visto arder testamentos; he visto a madres despojar a sus hijos, a maridos robar a sus mujeres, a mujeres matar a sus maridos valiéndose del amor que les inspiraban para volverlos locos o imbéciles, a fin de vivir en paz con un amante. He visto a mujeres darle al niño de un primer lecho gotas que debían traerle la muerte, a fin de enriquecer al hijo del amor. No puedo decirle todo lo que he visto, porque he visto crímenes contra los que la justicia es impotente. En fin, todos los horrores que los novelistas creen inventar se quedan siempre por debajo de la verdad. Va usted a conocer todas estas cosas tan bonitas, a usted se las dejo; yo me voy a vivir al campo con mi mujer, París me produce horror.’

Díaz-Varela cerró el pequeño volumen y guardó el breve silencio que conviene a cualquier final. No me miró, permaneció con la vista fija en la cubierta, como si dudara si volverlo a abrir, si volver a empezar. Yo no pude por menos de preguntar otra vez por el Coronel:

—¿Y cómo acabó Chabert? Supongo que mal, si la conclusión es tan pesimista. Pero también es una visión muy parcial, lo admite el propio personaje: la de uno de los tres hombres que no pueden estimar el mundo, la del más desgraciado, según él. Por fortuna hay muchas más, y la mayoría difiere de la de esos tres.

Pero no me contestó. De hecho tuve la impresión, inicialmente, de que ni siquiera me había oído.

—Así termina el relato —dijo—. Bueno, casi: Balzac le hace responder a ese Godeschal una frase que no viene a cuento y que está a punto de anular la fuerza de esta visión que te acabo de leer; en fin, es un defecto menor. Esta novela fue escrita en 1832, hace ciento ochenta años, aunque la conversación entre los dos abogados, el veterano y el novel, Balzac la sitúa extrañamente en 1840, es decir, en lo que en aquel momento era el futuro, en una fecha en la que ni siquiera podía tener la seguridad de ir a vivir, como si supiera a ciencia cierta que nada iba a cambiar, no ya en los siguientes ocho años sino jamás. Si esa fue su intención, tenía toda la razón. No es sólo que las cosas sigan siendo hoy como las describió entonces o quizá peor, pregúntale a cualquier abogado. Es que siempre han sido así. El número de crímenes impunes supera con creces el de los castigados; del de los ignorados y ocultos ya no hablemos, por fuerza ha de ser infinitamente mayor que el de los conocidos y registrados. En realidad es natural que sea Derville, no Chabert, el encargado de hablar de los horrores del mundo. Al fin y al cabo un soldado juega relativamente limpio, se sabe a lo que va, no traiciona ni engaña y actúa no sólo obedeciendo órdenes, sino por necesidad: es su vida o la del enemigo, que quiere quitársela o más bien se encuentra en la misma disyuntiva que él. El soldado no suele obrar por propia iniciativa, no concibe odios ni resentimientos ni envidias, no lo mueven la codicia a largo plazo ni la ambición personal; carece de motivos, más allá de un patriotismo vago, retórico y hueco, eso los que lo sientan y se dejen convencer: pasaba en tiempos de Napoleón, ahora ya rara vez, ese tipo de hombre ya casi no existe, al menos en nuestros países con sus ejércitos de mercenarios. Las carnicerías de las guerras son espantosas, sí, pero quienes intervienen en ellas las ejecutan tan sólo y no las maquinan, ni siquiera las maquinan del todo los generales ni los políticos, que tienen una visión cada vez más abstracta e irreal de esas matanzas y desde luego no asisten a ellas, hoy menos que nunca; en verdad es como si enviaran al frente o a bombardear a soldaditos de juguete cuyos rostros jamás ven, o bien, hoy en día, supongo, como si activaran y se entregaran a un juego más de ordenador. En cambio los crímenes de la vida civil sí que dan escalofríos, dan pavor. Quizá no tanto por ellos, que son menos llamativos y están dosificados y esparcidos, uno aquí, otro allá, al darse en forma de goteo parece que clamen menos al cielo y no levantan oleadas de protestas por incesante que sea su sucesión: cómo podría ser, si la sociedad convive con ellos y está impregnada de su carácter desde tiempo inmemorial. Pero sí por su significado. Ahí participan siempre la voluntad individual y el motivo personal, cada uno es concebido y urdido por una sola mente, a lo sumo por unas pocas si se trata de una conspiración; y hacen falta muchas distintas, separadas unas de otras por kilómetros o años o siglos, en principio no expuestas al contagio mutuo, para que se cometan tantísimos como ha habido y aún hay; lo cual, en cierto sentido, resulta más descorazonador que una carnicería masiva ordenada por un solo hombre, por una sola mente a la que siempre podremos considerar una inhumana y desdichada excepción: la que declara una guerra injusta y sin cuartel o inicia una feroz persecución, la que dictamina un exterminio o desencadena una
yihad
. Lo peor no es esto, con ser atroz, o lo es sólo cuantitativamente. Lo peor es que tantos individuos dispares de cualquier época y país, cada uno por su cuenta y riesgo, cada uno con sus pensamientos y fines particulares e intransferibles, coincidan en tomar las mismas medidas de robo, estafa, asesinato o traición contra sus amigos, sus compañeros, sus hermanos, sus padres, sus hijos, sus maridos, sus mujeres o amantes de los que ya se quieren deshacer. Contra aquellos a los que probablemente más quisieron alguna vez, por quienes en otro tiempo habrían dado la vida o habrían matado a quien los amenazara, es posible que se hubieran enfrentado a sí mismos de haberse visto en el futuro, dispuestos a asestarles el golpe definitivo que ahora ya se aprestan a descargar sobre ellos sin remordimiento ni vacilación. Es a esto a lo que se refiere Derville: ‘Nosotros vemos repetirse los mismos sentimientos malvados, nada los corrige, nuestros bufetes son cloacas que no se pueden limpiar... No puedo decirle todo lo que he visto...’. —Díaz-Varela citó esta vez de memoria y se paró, quizá porque no recordaba más, quizá porque no tenía objeto seguir. Volvió a fijar la vista en la cubierta, cuya ilustración era un cuadro con la cara de un húsar, o eso me pareció, con nariz aguileña, mirada perdida, largo bigote curvo y morrión, posiblemente de Géricault; y añadió, como si abandonara esa misma mirada perdida y saliera de una ensoñación—: Es una novela bastante famosa, aunque yo no lo sabía. Hasta se han hecho tres películas de ella, imagínate.

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