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Authors: Javier Marías

Los enamoramientos (6 page)

BOOK: Los enamoramientos
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—Claro. Si quieres quedamos más tarde, pásate por casa, ¿a qué hora sales? ¿En qué trabajas? ¿Y cómo nos llamabas? —Me tenía aún la mano en el hombro, no noté conminación, más bien ruego. Un ruego superficial, eso sí, del momento. Si le decía que no, probablemente a la tarde ya se habría olvidado de nuestro encuentro.

No contesté a su penúltima pregunta —no había tiempo— y menos aún a la última: decirle que para mí eran la Pareja Perfecta podría haberle añadido dolor y amargura, al fin y al cabo iba a quedarse sola de nuevo, en cuanto yo me fuera. Pero le dije que sí, que me pasaría a la salida del trabajo si le venía bien, a media tarde, hacia las seis y media o las siete. Le pregunté las señas, me las dio, era bastante cerca. Me despedí posando mi mano en la suya un instante, la que me tocaba el hombro, y aproveché el contacto para apretársela y retirársela luego, ambas cosas suavemente, parecía agradecer que lo hubiera, algún contacto. Ya me disponía a cruzar la calle cuando caí en la cuenta. Tuve que volver sobre mis pasos.

—Qué tonta soy, se me había olvidado —le dije—. No sé cómo te llamas.

Sólo entonces me enteré, su nombre no había aparecido en ningún periódico y yo no había visto las esquelas.

—Luisa Alday —me contestó—. Luisa Desvern —se corrigió. En España la mujer no pierde el apellido de soltera al casarse, me pregunté si habría decidido llamarse ahora así, como un acto de lealtad u homenaje—. Bueno, sí, Luisa Alday —rectificó, repitió. Seguro que se había pensado así siempre—. Has hecho bien en acordarte, porque en el portal no figura Miguel, sólo yo. —Se quedó pensativa y añadió—: Era una precaución suya, su apellido se asocia a negocios. Mira de lo que ha servido.

—Lo más extraño de todo es que me ha cambiado el pensamiento —me dijo también aquella tarde o cuando ya se hizo de noche en el salón de su casa, Luisa sentada en el sofá y yo en una butaca cercana, le había aceptado un oporto, que era lo que había decidido tomar ella; lo bebía a sorbos pequeños pero frecuentes, se había ido sirviendo y ya llevaba tres copitas, si no me equivocaba; sabía cómo cruzar las piernas naturalmente, le quedaban elegantes siempre, iba alternándolas, ahora la derecha encima, ahora la izquierda, ese día vestía falda y calzaba zapatos escotados y acharolados negros de tacón bajo aunque muy fino, le daban un aspecto de norteamericana educada, las suelas eran en cambio muy claras, casi blancas, como si fueran de zapatos sin estrenar, hacían contraste; de vez en cuando entraban los niños o uno de ellos a contar o a preguntar o a dirimir algo, veían la televisión en una habitación contigua, era como una extensión del salón ya que carecía de puerta, Luisa me había explicado que tenían otro aparato en la alcoba de la niña, pero ella prefería que no anduvieran lejos y poder oírlos, por si pasaba algo o se peleaban y también por la compañía, es decir, los obligaba a estar al lado, si no a la vista sí al oído, al fin y al cabo no le impedían concentrarse porque le era imposible concentrarse en nada, a eso había renunciado para siempre, creía que sería para siempre, a leer un libro o ver una película enteros, a preparar una clase de otro modo que no fuera a salto de mata o en el taxi camino de la Facultad, y sólo lograba escuchar música a ratos, piezas breves o canciones o un solo movimiento de una sonata, cualquier cosa larga la cansaba e impacientaba; alguna serie de televisión también seguía, los episodios no duran mucho, se las compraba ahora en DVD para poder retroceder cuando se despistaba, le costaba mantener la atención, la mente se le iba a otros sitios, o siempre al mismo, a Miguel, a la última vez que lo había visto con vida que también era la última que yo lo había visto, al parquecito apacible de la Escuela de Ingenieros de la Castellana, junto al que lo habían apuñalado y apuñalado y apuñalado con una navaja tipo mariposa de las que por lo visto están prohibidas—. No sé, es como si tuviera otra cabeza, se me ocurren continuamente cosas que antes nunca habría pensado —decía con sincera extrañeza, los ojos muy abiertos, rascándose una rodilla con las yemas de los dedos como si le picara, seguramente era inquietud del ánimo tan sólo—. Como si fuera otra persona desde entonces, u otro tipo de persona, con una configuración mental desconocida y ajena, alguien dado a hacer asociaciones y a sobresaltarse con ellas. Oigo la sirena de una ambulancia o de la policía o de los bomberos y pienso en quién se estará muriendo o quemando o a lo mejor asfixiando, y al instante me viene la idea angustiosa de que cuantos oyeran la de los guardias que se presentaron allí para detener al gorrilla, o la de la UVI móvil del Samur que asistió y recogió a Miguel en la calle, lo harían distraídamente o incluso sintiéndolas como un incordio, qué manera de pitar, ya sabes, lo que normalmente nos decimos todos, qué exageración, vaya estrépito, seguro que no será para tanto. Casi nunca nos preguntamos con qué desgracia concreta se corresponden, son un sonido familiar de la ciudad y además un sonido sin contenido específico, una mera molestia ya vacía o abstracta. Antes, cuando no había muchas ni pitaban tan fuerte, ni se sospechaba que los conductores las utilizaran sin causa, para ir más rápido y que les abran paso, la gente se asomaba a los balcones para saber qué ocurría, e incluso confiaba en que se lo contaran los periódicos del día siguiente. Ahora ya no nos asomamos nadie, esperamos a que se alejen y a que saquen de nuestro campo auditivo al enfermo, al accidentado, al herido, al casi muerto, para que así no nos conciernan ni nos pongan los nervios de punta. Ahora ya he vuelto a no asomarme, pero durante las primeras semanas tras la muerte de Miguel no podía evitar abalanzarme a un balcón o a una ventana e intentar divisar el coche de policía o la ambulancia para seguir su recorrido con la mirada hasta donde pudiera, pero la mayor parte de las veces uno no los ve desde la casa, sólo los oye, de modo que lo dejé estar al poco tiempo, y sin embargo, cada vez que suena una, todavía interrumpo lo que esté haciendo y estiro el cuello y escucho hasta que desaparece, las escucho como si fueran lamentos y ruegos, como si cada una dijera: ‘Por favor, soy un hombre muy grave que se debate entre la vida y la muerte y además no tengo culpa, no he hecho nada para que me acuchillen, bajé de mi coche como tantos días y de repente noté un aguijón en la espalda, y luego otro y otro y otro en otras partes del cuerpo y ni siquiera sé cuántos, me di cuenta de que sangraba por los cuatro costados y de que me tocaba morirme sin haberme hecho a la idea ni habérmelo yo buscado. Déjenme pasar, se lo suplico, ustedes no llevan ni la mitad de prisa, y si hay una posibilidad de salvarme depende de que llegue a tiempo. Hoy es mi cumpleaños y mi mujer no sabe nada, aún me estará aguardando sentada en un restaurante y dispuesta a celebrarlo, me debe de tener un regalo, una sorpresa, no permitan que me encuentre ya muerto’.

Luisa se detuvo y bebió otro sorbo de su copita, fue un gesto más maquinal que otra cosa, de hecho le quedaba sólo una gota. No tenía los ojos idos, sino encendidos, como si las figuraciones, lejos de abstraerla, la pusieran alerta y le dieran momentánea fuerza y la hicieran sentirse más en el mundo real, aunque fuera un mundo real ya pasado. Yo no la conocía apenas, pero iba teniendo la sensación de que su presente le causaba tanto desconcierto que en él era mucho más vulnerable y lánguida que cuando se instalaba en el pasado, incluso en el instante más doloroso y final del pasado, como acababa de hacer ahora. Sus ojos castaños eran bonitos con aquel fulgor, rasgados, uno visiblemente más grande que el otro sin que eso se los afeara en modo alguno, tenían intensidad y viveza mientras ella se ponía en el lugar de Desvern moribundo. Sin duda era una mujer casi guapa, hasta en medio de sus penalidades; cuánto más cuando se la veía alegre, como yo la había visto tantas mañanas.

—Pero él no pudo pensar nada de eso, si no entendí mal lo que traía el periódico —me atreví a apuntar. No sabía qué decir o no había que decir nada, pero tampoco me pareció adecuado permanecer callada.

—No, claro que no —me contestó con celeridad y un leve dejo de desafío—. No lo pudo pensar mientras lo trasladaban al hospital, porque para entonces ya estaba inconsciente y la conciencia no volvió a recobrarla. Pero sí quizá algo parecido, anticipándose, mientras aún lo estaban apuñalando. No dejo de representarme ese momento, esos segundos, los que durara el ataque hasta que él parara de defenderse y ya no se diera cuenta de nada, hasta que perdiera el sentido y ya no experimentara nada, ni desesperación ni dolor ni... —Buscó un instante qué más podría haber experimentado justo antes de caer semimuerto—. Ni despedida. Yo jamás había pensado los pensamientos de nadie, lo que pueda pensar otro, ni siquiera él, no es mi estilo, carezco de imaginación, mi cabeza no da para eso. Y ahora, en cambio, lo hago casi todo el rato. Ya te digo, se me ha alterado el cerebro, y es como si no me reconociera; o a lo mejor, también se me ocurre, como si no me hubiera conocido durante toda mi vida anterior, y tampoco Miguel me hubiera conocido entonces: en realidad no habría podido y habría estado fuera de su alcance, ¿no es extraño?, si la verdadera fuera esta que asocia cosas continuamente, cosas que hace unos meses me habrían parecido dispares e inasociables. Si soy la que soy a raíz de su muerte, para él he sido siempre otra distinta, y habría seguido siendo la que ya no soy, indefinidamente, de haber continuado él con vida. No sé si me entiendes —añadió percatándose de que lo que explicaba era abstruso.

Para mí era casi un trabalenguas, pero más o menos se lo entendía. Pensé: ‘Esta mujer está muy mal, y no es para menos. Su tristeza ha de ser inabarcable, y debe de pasarse el día y la noche dándole vueltas a lo sucedido, imaginándose los últimos instantes conscientes de su marido, preguntándose qué pudo pensar, cuando seguramente no le dio tiempo más que a intentar esquivar los primeros navajazos y a tratar de huir y de zafarse, no me parece probable que le dedicara a ella un pensamiento ni tan siquiera medio, debió de estar sólo concentrado en su avistada muerte y en hacer el máximo por evitarla, y si algo más le cruzó por la mente hubo de ser su estupefacción y su incredulidad y su incomprensión infinitas, pero qué está pasando y cómo es posible, qué hace este hombre y por qué me acuchilla, por qué me ha elegido a mí entre millones y con quién maldito me confunde, no se da cuenta de que no soy yo el causante de sus males, y qué ridículo, qué penoso y estúpido morir así, por una equivocación u obcecación ajena, con esta violencia y a manos de un desconocido o de un personaje tan secundario en mi vida que no le había prestado atención apenas y solamente a instancias suyas, por sus intromisiones y sus destemplanzas, por habérsenos hecho molesto y haber agredido a Pablo un día, un tipo con menos importancia que el farmacéutico de la esquina o el camarero de la cafetería en la que desayuno, alguien anecdótico, insignificante, como si me matara de pronto la Joven Prudente que también está allí todas las mañanas y con la que jamás he cruzado una palabra, personas que son sólo figurantes borrosos o presencias marginales, que habitan en un rincón o en el fondo oscurecido del cuadro y que si desaparecen no echamos de menos ni casi nos percatamos, esto no puede estar sucediendo porque es demasiado absurdo y una mala suerte inconcebible, y encima no voy a poder contárselo a nadie, lo único que muy débilmente nos compensa de las mayores desgracias, uno no sabe nunca qué o quién adoptará el disfraz o la forma de su muerte individual y única, siempre única aunque uno deje el mundo a la vez que otros muchos en una catástrofe masiva, pero tiene ciertas previsiones, una enfermedad heredada, una epidemia, un accidente de coche, uno aéreo, el desgaste de un órgano, un atentado terrorista, un derrumbamiento, un descarrilamiento, un infarto, un incendio, unos ladrones violentos que irrumpen de noche en su casa tras haber planeado el asalto, incluso alguien con quien el azar lo junta en un peligroso barrio en el que se adentró por descuido nada más llegar a una ciudad aún no explorada, en lugares así me he visto en mis viajes, sobre todo cuando era más joven y me desplazaba mucho y me arriesgaba, he notado que algo podía pasarme por imprudencia y desconocimiento en Caracas y en Buenos Aires y en México, en Nueva York y en Moscú y en Hamburgo y hasta en la propia Madrid, pero no aquí sino en otras calles más pendencieras o humilladas o sombrías, no en esta zona tranquila, luminosa y acomodada que es la mía más o menos y que me conozco al dedillo, no al bajarme de mi coche como tantos otros días, por qué hoy y no ayer ni mañana, por qué hoy y por qué yo, podía haberle tocado a otro cualquiera y hasta al mismísimo Pablo fácilmente, que había tenido ya un altercado mucho más serio que el mío, si le hubiera puesto la denuncia cuando esta bestia le pegó el puñetazo, fui yo quien le aconsejó dejarlo, imbécil de mí, me daba lástima este hombre que ni sé cómo se llama y en cambio nos lo habríamos quitado de en medio, y yo tuve mi aviso ayer mismo ahora que lo pienso, fue ayer cuando me increpó y me negué a darle importancia y me apresuré a olvidarlo, debería haber temido y haber sido más cauteloso, no haber aparecido por su territorio durante varios días o hasta que me hubiera quitado de su punto de mira, no haberme puesto hoy a tiro de este demente furioso al que le ha dado por clavarme una y otra vez su navaja que además estará sucísima pero eso es ya lo de menos, no hará falta una infección para mi muerte, me matan más rápido la punta y el filo que hurgan y se retuercen en el interior de mi cuerpo, huele mal todo este hombre, está tan cerca, hará siglos que no se lava, no tendrá dónde, metido siempre en su automóvil abandonado, no me quiero morir con este olor, uno no elige, por qué ha de ser lo último con lo que me envuelva la tierra antes de despedirme, eso y el olor a sangre que ya me invade, olor a hierro y de infancia, que es cuando más se sangra, es la mía, no puede ser otra, la suya, yo no he herido a este loco, es muy fuerte y es nervioso y yo no he podido con él, no tengo con qué rajarlo y él sí me ha abierto y traspasado la piel y la carne, por estos boquetes se me va la vida y me voy desangrando, cuántos van, nada hay que hacer, cuántos van, se me ha acabado’. Y a continuación pensé también: ‘Pero él no pudo pensar nada de eso. O quizá sí, concentradamente’.

—No soy quién para darle consejos a nadie —le dije entonces a Luisa, tras mi prolongado silencio—, pero creo que no deberías pensar tanto en lo que pasó por su cabeza en aquellos momentos. Al fin y al cabo fueron muy breves, en el conjunto de su vida casi inexistentes, quizá no le diera tiempo a pensar nada. No tiene sentido que a ti te duren, en cambio, todos estos meses y quién sabe si más, qué ganas con ello. Y tampoco él gana nada. Por mucho que le des vueltas, lo que no puedes conseguir es haberlo acompañado en aquellos momentos, ni haber muerto con él, ni en su lugar, ni salvarlo. Tú no estabas allí, tú no sabías, eso no puedes cambiarlo aunque te esfuerces. —Me di cuenta de que había sido yo quien se había espaciado más rato en esos pensamientos prestados, bien es verdad que incitada o contagiada por ella, es muy aventurado meterse en la mente de alguien imaginariamente, luego cuesta salir a veces, supongo que por eso tan poca gente lo hace y casi todo el mundo lo evita y prefiere decirse: ‘No soy yo quien está ahí, a mí no me toca vivir lo que le pasa a este, y a santo de qué voy a añadirme sus padecimientos. Ese mal trago no es mío, cada cual beba los suyos’—. Fuera lo que fuese, además, ya pasó, ya no es, ya no cuenta. Él ya no lo está pensando ni está sucediendo.

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