Read Los enamoramientos Online
Authors: Javier Marías
—Sí, era el día de su cumpleaños, ¿puedes creértelo? El mundo deja entrar y hace salir a las personas demasiado en desorden para que alguien nazca y muera en la misma fecha, con cincuenta años por medio, justo cincuenta. No tiene el menor sentido, precisamente por parecer que lo tiene. Podría no haber sido así, era tan fácil que no hubiera ocurrido. Podría haber sido cualquier otro día, o no haber sido ninguno. Lo que tocaba es que no fuera. En absoluto. Que no fuera.
Pasaron varios meses hasta que volví a verla a ella, a Luisa Alday, y alguno más hasta que supe su nombre, ese nombre, y me dijo esas palabras junto con muchas otras. No supe entonces si es que hablaba continuamente de lo que le había pasado, con cualquiera dispuesto a escucharla, o si es que en mí había encontrado una persona con la que le era cómodo desahogarse, alguien desconocido y que no contaría lo oído a nadie cercano a ella y cuyo trato incipiente podía interrumpir en cualquier momento sin explicaciones ni consecuencias, y a la vez compasivo y leal y curioso y cuyo rostro le era nuevo a la vez que vagamente familiar y asociado a los tiempos sin brumas, aunque yo hubiera creído durante muchas mañanas que ella apenas había reparado en mí, aún menos que su marido.
Luisa reapareció un día a la vuelta del verano, ya entrado septiembre, a la hora acostumbrada y en compañía de dos amigas o compañeras de trabajo, todavía estaba puesta la terraza y yo la vi llegar desde mi mesa y sentarse o más bien dejarse caer sobre una silla, una de las amigas le cogió con solicitud maquinal el antebrazo, como si temiera que fuera a perder el equilibrio y tuviera su fragilidad asumida. Estaba delgadísima y desmejorada, con una de esas palideces profundas, vitales, que acaban por desdibujar todos los rasgos, como si no sólo la piel hubiera perdido el color y el lustre, sino también el pelo, las cejas, las pestañas, los ojos, la dentadura y los labios, todo mate y difuminado. Parecía estar allí de prestado, quiero decir aquí en la vida. Ya no hablaba con viveza, como hacía con su marido, sino con una falsa naturalidad que denotaba sentido de la obligación y desgana. Pensé que acaso estaba medicada. Se habían puesto bastante cerca de mí, con sólo una mesa vacía por medio, así que pude oír retazos de su conversación, más a las amigas que a ella, cuyo tono de voz era apagado. Ellas le hacían consultas o preguntas sobre los detalles de un funeral, el de Desvern sin duda, no supe si es que iba a celebrarse uno para conmemorar los tres meses de su muerte (estarían a punto de cumplirse, calculé) o si es que era el primero, no celebrado en su día, al cabo de una o dos semanas como aún es a veces costumbre, en Madrid al menos. Quizá ella no había tenido fuerzas entonces, o las circunstancias truculentas lo habían hecho desaconsejable —la gente nunca se abstiene de inquirir en esos actos sociales, ni de propalar rumores— y aún estaba pendiente si la familia era tradicional. Quizá alguien protector —por ejemplo un hermano, o sus padres, o una amiga— se la había llevado de Madrid en seguida tras el entierro, para que se fuera haciendo a la ausencia en la distancia, sin que se la subrayaran o agudizaran los escenarios conyugales, en realidad un aplazamiento inútil del horror que la aguardaba. Lo más que le oía decir a ella era: ‘Sí, así me parece bien’, o ‘Como digáis vosotras, que tenéis la cabeza más clara’, o ‘Que el cura sea breve, a Miguel le caían regular, lo ponían un poco nervioso’, o ‘No, Schubert no, está demasiado poseído por la muerte y ya tenemos bastante con la nuestra’.
Vi que los camareros de la cafetería, tras parlamentar un rato en la barra, se acercaron juntos hasta su mesa con paso rígido más que solemne y, aunque le hablaron con timidez y en voz muy queda, oí que le expresaban sus condolencias someramente: ‘Queríamos decirle que hemos sentido mucho lo de su marido, siempre fue amabilísimo’, le dijo uno. Y el otro añadió la fórmula anticuada y huera: ‘La acompañamos en el sentimiento. Una desgracia’. Ella se lo agradeció con su deslucida sonrisa y nada más, me pareció comprensible que no quisiera entrar en detalles ni comentar ni espaciarse. Al levantarme tuve el impulso de hacer lo mismo que ellos, pero no me atreví a agregar otra interrupción a su apática charla con las amigas. Además, ya se me había hecho tarde y no quería llegar al trabajo con excesivo retraso, ahora que me había enmendado y solía estar puntualmente en mi puesto.
Transcurrió un mes más antes de que volviera a verla, y aunque las hojas ya caían y el aire empezaba a ser fresco, aún había quienes preferíamos desayunar en el exterior —desayunos veloces, de gente con prisa que se encerraría durante muchas horas y a la que no le daba tiempo a enfriarse; la mayoría en silencio y soñolienta, como yo misma— y todavía no se habían retirado las mesas de la acera. Luisa Alday llegó esta vez con sus dos niños y pidió sendos helados para ellos. Me figuré —un remoto recuerdo de mi propia infancia— que los habría llevado en ayunas a hacerse un análisis de sangre y que los compensaba luego con un capricho por el hambre pasada y por el pinchazo, y además les permitía saltarse la primera hora de clase. La niña estaba muy pendiente de su hermano, unos cuatro años menor que ella, y me dio la impresión de que también se ocupaba de Luisa a su manera, como si a ratos intercambiaran los papeles o, si no tanto, ambas se disputaran un poco el de madre, en los escasos terrenos en que tal cosa era posible. Quiero decir que, mientras la niña se tomaba su helado en una copa, con minuciosidad infantil en el manejo de la cucharilla, vigilaba que a Luisa no se le quedara el café frío y la instaba a tomárselo. También la observaba de reojo, como si acechara sus gestos y expresiones, y si la veía con la mirada demasiado ida, abismándose en sus pensamientos, se dirigía a ella al instante, haciéndole algún comentario o pregunta o tal vez contándole algo, como si quisiera impedir que se perdiera del todo y le dieran lástima sus ensimismamientos. Cuando apareció un coche y se situó en doble fila e hizo sonar muy levemente el claxon, y los niños se pusieron en pie, cogieron sus mochilas, besaron rápidamente a su madre y se encaminaron agarrados de la mano hacia él con la certeza de que venía a por ellos, tuve la sensación de que la cría se separaba con más preocupación de Luisa que a la inversa (fue aquélla la que le hizo a ésta una caricia fugaz en la mejilla, como si le recomendara comportarse y no meterse en líos o procurara dejarle algún consuelo táctil hasta el momento de reencontrarse). Aquel coche venía a recogerlos sin duda para acercarlos al colegio. Miré quién lo conducía, no pude evitarlo con una instantánea aceleración del pulso, porque aunque no entiendo de automóviles y me parecen todos iguales, este lo reconocí al primer golpe de vista: era el mismo en que Deverne solía montarse cuando se iba a su trabajo, dejando a su mujer un rato más en la cafetería, sola o con alguna amiga. Seguramente era también el mismo que había conducido y estacionado en persona junto a la Escuela de Ingenieros Industriales, y del que se había bajado en tan mala hora el día de su cumpleaños. Había un hombre al volante, pensé que sería aquel chófer con el que se alternaba y que podía haberlo sustituido en la fecha fatídica, que podía haber muerto por él, a quien acaso quería matarse de veras o el matar iba dirigido y que se había librado por poco en consecuencia —por un azar, quién sabía, tal vez había tenido que ir al médico aquel día—. Si lo era, no vestía uniforme. No lo vi bien, medio tapado por los otros vehículos en primera fila; sin embargo me pareció un hombre atractivo. No es que se asemejara a Miguel Desvern, pero algo había en común entre ellos o por lo menos no eran de tipo opuesto, una confusión era explicable, sobre todo para un trastornado. Luisa, desde su mesa, le dijo adiós con la mano, o fueron hola y adiós sostenidos, desde su llegada hasta su marcha. Sí, alzó y bajó la mano tres o cuatro veces, un poco absurdamente, mientras el coche estuvo parado. Reiteró el ademán con unos ojos absortos que quizá veían sólo al fantasma. O el adiós era a los hijos. No logré ver si el conductor le devolvía algún saludo.
Fue entonces cuando decidí acercarme a ella. Ya habían desaparecido los niños en el antiguo automóvil del padre, se había quedado sola, no estaba con ninguna compañera de trabajo ni madre del colegio ni amiga. Daba vueltas con la cucharilla larga y pringosa a los restos de helado que se había dejado el hijo pequeño en su copa, como si quisiera hacerlos líquido al instante sin pensar en lo que hacía, acelerar el que iba a ser su destino en todo caso. ‘Cuántos ratos eternos tendrá en que no sabrá cómo ayudar a avanzar el tiempo’, pensé, ‘si es que se trata de eso, que no creo. Se espera a que transcurra el tiempo en la ausencia pasajera del otro —del marido, del amante—, y en la indefinida, y en la que no es definitiva pese a tener pinta de serlo y a que nos lo susurre persistente el instinto, al que decimos: “Calla, calla, apaga esa voz, todavía no quiero oírte, aún me faltan las fuerzas, no estoy lista”. Cuando uno ha sido abandonado, se puede fantasear con un retorno, con que al abandonador se le hará la luz un día y volverá a nuestra almohada, incluso si sabemos que ya nos ha sustituido y que está enfrascado en otra mujer, en otra historia, y que sólo va a acordarse de nosotras si de pronto le va mal en la nueva, o si insistimos y nos hacemos presentes contra su voluntad e intentamos preocuparlo o ablandarlo o darle lástima o vengarnos, hacerle sentir que nunca se librará de nosotras del todo, que no queremos ser un recuerdo menguante sino una sombra inamovible que lo va a rondar y acechar siempre; y hacerle la vida imposible, y en realidad hacerlo odiarnos. En cambio no se puede fantasear con un muerto, a no ser que perdamos el juicio, hay quienes eligen perderlo, aunque sea transitoriamente, quienes consienten en ello mientras logran convencerse de que lo sucedido ha sucedido, lo inverosímil y aun lo imposible, lo que ni siquiera cabía en el cálculo de probabilidades por el que nos regimos para levantarnos a diario sin que una nube plomiza y siniestra nos inste a cerrar los ojos de nuevo, pensando: “Bah, si estamos todos condenados. En realidad no vale la pena. Hagamos lo que hagamos, estaremos sólo esperando; como muertos de permiso, según dijo una vez alguien”. No me pega, sin embargo, que Luisa haya perdido así el juicio, no es más que una intuición, no la conozco. Y si no lo ha perdido, entonces qué aguarda, y cómo pasa las horas, los días, las semanas y los ya meses, con qué fin puede empujar el tiempo o huye de él y se sustrae, y de qué modo se lo aparta ahora mismo, en este instante. No sabe que yo voy a acercarme y a hablarle, como los camareros la última vez que la vi en este sitio, jamás la he visto en ningún otro. No sabe que voy a echarle una mano y a borrarle un par de minutos con mis convencionales palabras, quizá tres o cuatro a lo sumo si me contesta algo más que “Gracias”. Todavía le quedarán centenares hasta que venga en su socorro el sueño y le enturbie la conciencia que cuenta, la conciencia es la que va siempre contando: uno, dos, tres y cuatro; cinco, seis, y siete y ocho, y así indefinidamente sin pausa hasta que deja de haber conciencia.’
—Perdone la intromisión —le dije de pie; ella no se levantó inmediatamente—. Me llamo María Dolz y no me conoce. Pero he coincidido aquí durante años con usted y con su marido a la hora del desayuno. Sólo quería decirle lo muchísimo que lamenté lo ocurrido, lo que le pasó a él y lo que estará pasando usted desde entonces. Lo leí en la prensa, con retraso, después de echarlos de menos bastantes mañanas. Aunque no los conocía más que de vista, se notaba que se llevaban muy bien y me resultaban ustedes muy simpáticos. De verdad que lo he sentido mucho.
Me di cuenta de que con mi penúltima frase también la había matado a ella, había utilizado el tiempo pretérito para referirme a los dos, no sólo al difunto. Busqué cómo arreglarlo pero no se me ocurrió ninguna manera que no complicara innecesariamente las cosas o no fuera muy torpe. Supuse que me habría entendido: los dos como pareja me resultaban gratos, y como tal ya no existían. Entonces pensé que quizá le había subrayado lo que ella procuraba suspender o confinar a una especie de limbo a cada instante, pues le sería imposible olvidarlo o negárselo: que en ningún caso eran dos, y ella no formaba ya parte de ninguna pareja. Iba a añadir: ‘Nada más, no la entretengo, sólo quería decirle eso’, y a darme media vuelta y marcharme, cuando Luisa Alday se puso en pie sonriendo —era una sonrisa abierta que no podía evitar, aquella mujer no tenía doblez ni malicia, hasta podía ser ingenua— y me cogió afectuosamente del hombro y me dijo:
—Sí, claro que te conocemos de vista, también nosotros. —Me tuteó sin dudarlo pese a mi tratamiento inicial, éramos de la misma edad más o menos, quizá me llevaba un par de años; habló en plural y en presente de indicativo, como si aún no se hubiera acostumbrado a ser una en la vida, o acaso como si se considerara ya del otro lado, tan muerta como su marido y por tanto en la misma dimensión o territorio: como si no se hubiera separado de él todavía en todo caso, y no viera razón alguna para renunciar a aquel ‘nosotros’ que seguramente la había conformado durante casi un decenio y del que no iba a desprenderse en unos míseros tres meses. Aunque a continuación sí pasó al imperfecto, quizá el verbo se lo exigía—. Te llamábamos la Joven Prudente. Ya ves, hasta tenías nombre para nosotros. Gracias por lo que me has dicho, ¿no quieres sentarte? —Y me señaló una de las sillas que habían ocupado sus hijos, mientras mantenía su mano en mi hombro, ahora tuve la sensación de que le era un sostén o un asidero. Estuve segura de que, de haber hecho yo un mínimo gesto de aproximación, se me habría abrazado naturalmente. Se la veía frágil, como un espectro reciente que vacila y no se ha convencido aún de serlo.
Miré el reloj, ya era tarde. Quería preguntarle por aquel apodo mío, me sentí sorprendida y levemente halagada. Se habían fijado en mí, se referían a mí, me tenían identificada. Sonreí sin querer, las dos sonreíamos con una alegría tímida, la de dos personas que se reconocen en medio de unas circunstancias tristísimas.
—¿La Joven Prudente? —dije.
—Sí, eso es lo que nos pareces. —De nuevo volvió al presente de indicativo, como si Deverne estuviera en casa y siguiera vivo o ella no pudiera arrancarse de él más que en algunos conceptos—. ¿No te habrá molestado, por favor, espero? Pero siéntate.
—No, cómo va a molestarme, yo también los llamaba a ustedes algo, mentalmente. —No era que no quisiera tutearla a mi vez, sino que no me atrevía a hacerlo con el marido, y en esa frase había vuelto a incluirlo. Tampoco puede uno referirse por el nombre de pila a un muerto al que no ha conocido. O no debe, hoy nadie observa estos matices, todo el mundo se toma confianzas—. Ahora no puedo quedarme, cuánto lo siento, tengo que entrar al trabajo. —Volví a mirar el reloj maquinalmente o para corroborar mi prisa, sabía bien qué hora era.