Los enamoramientos (4 page)

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Authors: Javier Marías

BOOK: Los enamoramientos
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—Pero ¿de qué estás hablando?

Y entonces me contó o más bien me empezó a contar, sorprendida de mi ignorancia, demasiado exclamativa y aturullada, porque ya se nos hacía tarde y su posición en la editorial era más inestable que la mía y no quería correr riesgos, ya era bastante malo que Fontina le tuviera ojeriza y se quejara de ella a menudo ante Eugeni.

—Pero ¿es que ni siquiera viste el periódico? Venía con foto del pobre hombre y todo, ensangrentado y tirado en el suelo. No recuerdo la fecha exacta, pero búscalo en Internet, seguro que lo encuentras. Se llamaba Deverne, resulta que era de los de la distribuidora cinematográfica, sabes: ‘Deverne Films presenta’, lo hemos visto en los cines mil veces. Ahí lo tendrás todo. Una cosa espantosa. Para tirarse de los pelos y no dejarse ni uno, de la mala suerte. Si yo fuera su mujer, no levantaba cabeza. Andaría loca. —Fue entonces cuando supe su nombre, o, por así decir, su nombre artístico.

Aquella noche tecleé ‘Muerte Deverne’ en el ordenador y en efecto me apareció la noticia, recogida en la sección local de dos o tres diarios de Madrid. Su verdadero apellido era Desvern, y se me ocurrió que su familia lo podía haber modificado en su día, en los negocios cara al público, para facilitar la pronunciación de los castellanohablantes y quizá para evitar que los catalanohablantes lo asociaran a la población de Sant Just Desvern, con la que yo estaba familiarizada por tener allí sus almacenes más de una editorial barcelonesa. O tal vez también para que la distribuidora pareciera francesa: sin duda cuando se fundó —en los años sesenta o aun antes— todo el mundo conocía todavía a Julio Verne y lo francés era prestigioso, no como ahora, con esa especie de Louis de Funès con pelo como Presidente. Me enteré de que los Deverne eran además propietarios de varios cines céntricos de estreno y de que, acaso por la progresiva desaparición de éstos y su conversión en grandes superficies comerciales, la empresa se había diversificado y ahora se dedicaba sobre todo a las operaciones inmobiliarias, no sólo en la capital, sino en todas partes. Así que Miguel Desvern debía de ser aún más rico de lo que me imaginaba. Se me hizo más incomprensible que desayunara casi todas las mañanas en una cafetería que asimismo estaba a mi alcance. Los hechos habían ocurrido el último día que yo lo había visto allí, y por eso supe que su mujer y yo nos habíamos despedido de él al mismo tiempo, ella con los labios, yo con los ojos solamente. Se daba la cruel ironía de que era su cumpleaños, así que había muerto un año más viejo que el día anterior, con cincuenta.

Las versiones de la prensa diferían en algunos detalles (seguramente dependía de con qué vecinos o transeúntes hubiera hablado cada reportero), pero coincidían en conjunto. Deverne había estacionado su coche, como al parecer solía, en una bocacalle del Paseo de la Castellana hacia las dos del mediodía —a buen seguro iba a encontrarse con Luisa para su almuerzo en el restaurante—, bastante cerca de su casa y más cerca aún de un aparcamiento al aire libre, de pequeña cabida, dependiente de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales. Al salir del automóvil, lo había abordado un indigente que hacía labores de aparcacoches en la zona, a cambio de la voluntad de los conductores —lo que se llama un gorrilla—, y había empezado a increparlo con voces incoherentes y acusaciones disparatadas. Según unos testigos —aunque todos entendieron poco—, le recriminó que hubiera metido a sus hijas en una red de prostitución extranjera. Según otros, le gritó una sarta de frases ininteligibles de las que sólo captaron dos: ‘¡Me quieres dejar sin herencia!’ y ‘¡Me estás quitando el pan de mis hijos!’. Desvern intentó sacudírselo y hacerlo entrar en razón durante unos segundos, diciéndole que él no tenía nada que ver con sus hijas ni las conocía y que se confundía de persona. Pero el indigente, Luis Felipe Vázquez Canella según la noticia, de treinta y nueve años, poblada barba y muy alto, se había sulfurado aún más y había seguido imprecándolo y maldiciéndolo de manera inconexa. El portero de una casa le había oído chillarle, fuera de sí: ‘¡Así te mueras hoy y tu mujer te haya olvidado mañana!’. Otro diario reproducía una variación más hiriente: ‘¡Así te mueras hoy mismo y tu mujer esté con otro mañana!’. Deverne había hecho ademán de darlo por imposible y de irse hacia la Castellana, abandonando toda tentativa de calmarlo, pero entonces el gorrilla, como si hubiera decidido no esperar al cumplimiento de su maldición y convertirse en su artífice, había sacado una navaja tipo mariposa, de siete centímetros de hoja, se había abalanzado sobre él por detrás y lo había apuñalado repetidamente, tirándole las cuchilladas al tórax y a un costado, según un periódico, a la espalda y el abdomen, según otro, y a la espalda, el tórax y el hemitórax, según un tercero. También divergían en el número de navajazos recibidos por el empresario: nueve, diez, dieciséis, y el que daba esta última cifra —quizá el más fiable, porque el redactor citaba ‘revelaciones de la autopsia’— añadía que ‘todas las puñaladas afectaron a órganos vitales’ y que ‘cinco de ellas eran mortales, según dedujo el forense’.

Desvern había intentado zafarse y huir en un primer momento, pero las cuchilladas habían sido tan furiosas, tan sañudas y seguidas —y por lo visto tan certeras— que no había tenido posibilidad de escapar a ellas y había desfallecido muy pronto, desplomándose en el suelo. Sólo entonces había parado su asesino. Un vigilante de seguridad de una empresa cercana ‘se percató de lo que ocurría y logró retenerlo hasta la llegada de la Policía Municipal’, diciéndole: ‘¡No te muevas de aquí hasta que venga la Policía!’. No se explicaba cómo había conseguido inmovilizar con una mera orden a un individuo armado, fuera de quicio y que acababa de derramar ya mucha sangre —quizá había sido a punta de pistola, pero en ninguna versión se mencionaba su arma de fuego ni que la hubiera desenfundado o lo hubiera encañonado con ella—, ya que el aparcacoches, de acuerdo con varias fuentes, todavía sostenía su navaja en la mano cuando hicieron acto de presencia los guardias, que fueron quienes lo conminaron a soltarla. El indigente la arrojó entonces al suelo, fue esposado y trasladado a la comisaría del distrito. ‘Según la Jefatura Superior de Policía de Madrid’, eso o algo similar aparecía en todos los periódicos, ‘el presunto homicida pasó a disposición judicial, pero se ha negado a declarar.’

Luis Felipe Vázquez Canella vivía en un coche abandonado desde hacía tiempo en la zona, y los testimonios de los vecinos volvían a ser discrepantes, como sucede siempre que se pide o se confía un relato a más de una persona. Para unos, era un individuo muy tranquilo y correcto que nunca se metía en problemas: se dedicaba a buscar sitios libres para los automóviles y a guiarlos hasta ellos con los habituales aspavientos imperiosos o serviciales del gremio —a veces innecesaria e indeseadamente, pero así trabajan todos los gorrillas— y sacarse unas propinas. Llegaba sobre el mediodía y dejaba sus dos mochilas azules al pie de un árbol y se ponía a su intermitente tarea. Otros residentes, sin embargo, señalaron que ya estaban hartos ‘de sus arranques violentos y de sus trastornos mentales’, y que muchas veces habían intentado echarlo de su hogar locomotor inmóvil y alejarlo del barrio, pero sin éxito hasta entonces. Vázquez Canella carecía de antecedentes policiales. Uno de esos altercados lo había sufrido precisamente el chófer de Deverne un mes atrás. El mendigo se había dirigido a él con malos modos y, aprovechando que éste llevaba la ventanilla bajada, le había asestado un puñetazo en la cara. Avisada la policía, lo había detenido momentáneamente por agresión, pero al final el chófer, aunque ‘lesionado’, no había querido perjudicarlo ni presentar denuncia alguna. Y la víspera de la muerte del empresario, víctima y verdugo habían tenido un primer encontronazo. El aparcacoches ya lo había increpado con sus desvaríos. ‘Hablaba de sus hijas y de su dinero, decía que se lo querían quitar’, había relatado un portero de la bocacalle de la Castellana en que se había producido el apuñalamiento, el más hablador seguramente. ‘El fallecido le explicó que se equivocaba de persona y que él no tenía nada que ver con sus asuntos’, proseguía una de las versiones. ‘El indigente, ofuscado, se alejó hablando solo, entre dientes.’ Y, con cierta floritura narrativa y no pocas confianzas hacia los implicados, añadía: ‘Miguel jamás pudo imaginar que la perturbación de Luis Felipe iba a costarle la vida veinticuatro horas más tarde. El guión, que estaba escrito para él, comenzó a fraguarse un mes antes de forma indirecta’, esto último en alusión al incidente con el chófer, al cual algunos vecinos veían como el verdadero objeto de las iras: ‘Quién sabe, igual se obsesionó con el conductor’, se ponía en boca de uno de ellos, ‘y lo confundió con su patrón’. Se sugería que el gorrilla debía de andar de muy mal humor desde hacía aproximadamente un mes, pues ya no podía obtener dinero con su esporádico trabajo por la instalación de parquímetros en la zona. Uno de los periódicos mencionaba, de pasada, un dato desconcertante que los demás no recogían: ‘Al haberse negado a prestar declaración el presunto homicida, no ha sido posible confirmar si éste y su víctima eran familia política, como se decía en el barrio’.

Una UVI móvil del Samur se había desplazado a toda velocidad al lugar de los hechos. Sus miembros le habían practicado a Desvern ‘las primeras curas’, pero ante su gravedad extrema, y tras ‘estabilizarlo’, lo trasladaron de urgencia al Hospital de La Luz —pero según un par de diarios había sido al de La Princesa, ni siquiera en eso eran unánimes—, donde ingresó inmediatamente en el quirófano, con parada cardiorrespiratoria y en estado crítico. Se debatió durante cinco horas entre la vida y la muerte, sin recobrar en ningún instante el conocimiento, y finalmente ‘se venció a última hora de la tarde, sin que los médicos pudieran hacer nada por salvarlo’.

Todos estos datos estaban repartidos en dos días, los dos siguientes al asesinato. Luego la noticia había desaparecido por completo de los periódicos, como suele ocurrir con todas actualmente: la gente no quiere saber por qué pasó nada, sólo que pasó y que el mundo está lleno de imprudencias, peligros, amenazas y mala suerte que a nosotros nos rozan y en cambio alcanzan y matan a nuestros semejantes descuidados, o quizá no elegidos. Se convive sin problemas con mil misterios irresueltos que nos ocupan diez minutos por la mañana y a continuación se olvidan sin dejarnos escozor ni rastro. Precisamos no ahondar en nada ni quedarnos largo rato en ningún hecho o historia, que se nos desvíe la atención de una cosa a otra y que se nos renueven las desgracias ajenas, como si después de cada una pensáramos: ‘Ya, qué espanto. Y qué más. ¿De qué otros horrores nos hemos librado? Necesitamos sentirnos supervivientes e inmortales a diario, por contraste, así que cuéntennos atrocidades distintas, porque las de ayer ya las hemos gastado’.

Curiosamente, en esos dos días se decía poco del muerto, sólo que era hijo de uno de los fundadores de la conocida distribuidora cinematográfica y que trabajaba en la empresa familiar, ya casi convertida en emporio gracias a su crecimiento constante de décadas y a sus múltiples ramificaciones, que incluían hasta compañías aéreas de bajo coste. En las fechas posteriores no parecía haberse publicado ninguna necrológica de Deverne en ningún sitio, ninguna rememoración o evocación escrita por un amigo o compañero o colega, ninguna semblanza que hablara de su carácter y de sus logros personales, lo cual era bastante extraño. Cualquier empresario con dinero, más aún si está relacionado con el cine y aunque no sea famoso, tiene contactos en la prensa, o amistades que los tengan, y no resulta difícil que alguna de éstas, con la mejor voluntad, coloque un sentido obituario de homenaje y elogio en algún diario, como si eso pudiera compensar un poco al difunto o su falta fuera un agravio añadido (tantas veces nos enteramos de la existencia de alguien solamente cuando ésta ha cesado, y de hecho porque ha cesado).

De modo que la única foto visible era la que un reportero muy raudo le había hecho tendido en el suelo, antes de que se lo llevaran, mientras lo asistían al raso. Por fortuna se veía mal en Internet, una reproducción de mala calidad y muy pequeña, porque esa foto me pareció una canallada para un hombre como él, siempre tan alegre e impecable en vida. No la miré apenas, no quise hacerlo, y ya había tirado el periódico en el que la había vislumbrado en su día, más grande, sin percatarme de quién era ni querer tampoco detenerme en ella. De haber sabido entonces que no era un completo desconocido, sino una persona que veía a diario con complacencia y una especie de agradecimiento, la tentación de fijarme habría sido demasiado fuerte para resistirme, pero luego habría apartado la vista con más indignación y espanto de los que ya sentí sin reconocerlo. No sólo lo matan a uno en la calle de la peor manera y por sorpresa, sin ni siquiera haberlo temido, sino que, precisamente por ser en la calle —‘en un lugar público’, como se dice reverencial y estúpidamente—, se permite luego exhibir ante el mundo el indigno estropicio que le han hecho. Ahora, en la foto de reducido tamaño que Internet mostraba, se lo reconocía mal, o sólo porque se me aseguraba en el texto que aquel muerto o premuerto era Desvern. A él le habría horrorizado, en todo caso, verse o saberse así expuesto, sin chaqueta ni corbata ni tan siquiera camisa o con ésta abierta —no se distinguía bien, y dónde habrían ido a parar sus gemelos si se la habían quitado—, lleno de tubos y rodeado de personal sanitario manipulándolo, con sus heridas al descubierto, en medio de la calle sobre un charco de sangre y llamando la atención de los transeúntes y los automovilistas, inconsciente y desmadejado. También a su mujer le habría horrorizado esa imagen, si la había visto: no habría tenido tiempo ni ganas de leer los periódicos del día siguiente, era lo más probable. Mientras uno llora y vela y entierra y no comprende, y además ha de dar explicaciones a unos niños, no está para nada más, el resto no existe. Pero tal vez sí la había visto más adelante, acaso había tenido la misma curiosidad que yo una semana después y había entrado en Internet para saber qué habían sabido las demás personas en el momento, no sólo las allegadas sino también las desconocidas como yo. Qué efecto les podía haber hecho. Sus amistades menos cercanas se habrían enterado por la prensa, por aquella noticia local madrileña o por una esquela, debía de haber aparecido alguna en algún diario, o varias, como suele ser la norma cuando muere un adinerado. Esa foto, en todo caso, principalmente esa foto —también la manera de morir infame y absurda, o cómo decir, teñida además de miseria— era lo que le había permitido a Beatriz referirse a él como a ‘el pobre hombre’. A nadie se le habría ocurrido llamarle eso en vida, ni siquiera un minuto antes de bajarse del coche en una zona apacible y encantadora, junto a los jardincillos de la Escuela de Ingenieros Industriales, allí hay árboles frondosos y un quiosco de bebidas con unas mesas y unas sillas en las que más de una vez yo me he sentado con mis sobrinos niños. Ni tan siquiera un segundo antes de que Vázquez Canella abriera su navaja de mariposa, hace falta ser ducho para abrir una de esas con su doble mango, tengo entendido que no se venden en cualquier sitio o que están medio prohibidas. Y ahora en cambio quedaba como tal para siempre, sin posible vuelta de hoja: pobre Miguel Deverne sin suerte. Pobre hombre.

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