Los enamoramientos (19 page)

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Authors: Javier Marías

BOOK: Los enamoramientos
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Luego estaba el otro, a quien quería verle la cara, por el que estaba dispuesta a salir medio desnuda, antes de que se marchara y me perdiera su visión ya para siempre. Quizá era más peligroso y no le hiciera la menor gracia verme, o que yo guardara imagen suya a partir de entonces; acaso con él me exponía de veras y leyera en su mirada estas frases: ‘Me he quedado con tu rostro; no me costará dar con tu nombre ni averiguar dónde vives’. Y le viniera la tentación de suprimirme.

Pero tenía que darme prisa, no podía dudar ya más rato, así que me puse el sostén y los zapatos —me los había vuelto a quitar, restregando los talones contra el borde inferior de la cama, los había dejado caer desde allí al suelo justo antes de adormilarme—. Con el sostén era suficiente, quizá me lo habría puesto de todas formas, aunque no hubiera habido un intruso, a sabiendas de que de pie, en movimiento, me favorecía: incluso ante Díaz-Varela, que acababa de verme sin nada. Era de una talla menor que la que me corresponde, un viejísimo truco que en los encuentros galantes siempre da resultado, hace parecer los pechos algo más elevados, algo más rebosantes, aunque yo nunca haya tenido, hasta ahora, mucho problema con los míos. Pero bueno. Son pequeños señuelos y evitan llevarse chascos, cuando se acude a una cita con una idea preconcebida de lo que debe contener esa cita, junto a otras cosas más variables. Ese sostén me haría tal vez más llamativa —o bueno, no: más atractiva— a ojos del desconocido, pero también me sentía más protegida, atenuaba mi vergüenza.

Me dispuse a abrir la puerta, antes me había calzado sin preocuparme por el ruido de los tacones sobre la madera, una manera de avisarlos, si es que estaban atentos, lo bastante, y no absortos en sus apuros. Debía vigilar mi expresión, tenía que ser de absoluta sorpresa cuando viera al tal Ruibérriz, lo que no había resuelto era cuál había de ser mi primera reacción verosímil, seguramente dar media vuelta con azoramiento y meterme a toda prisa en el cuarto para no reaparecer hasta que me hubiera puesto el jersey de pico que llevaba aquel día, ligeramente escotado, o lo suficiente. Y a lo mejor taparme el busto con las manos, ¿o habría sido pudibundo en exceso? Nunca es fácil ponerse en la situación que no es, no me explico cómo tanta gente se pasa la vida fingiendo, porque es del todo imposible tener todos los elementos en cuenta, hasta el último e irreal detalle, cuando en verdad ninguno existe y todos han de fabricarse.

Respiré hondo y tiré del picaporte, dispuesta a representar mi comedia, y en aquel mismo momento supe que estaba ya ruborizada, antes de que Ruibérriz entrara en mi campo visual, porque sabía que él iba a verme en sostén y ajustada falda y me daba pudor así mostrarme ante un desconocido del que además me había hecho la peor idea, quizá mi acaloramiento provenía en parte de lo que acababa de oír, de la mezcla de indignación y espanto que no lograba disminuir la incredulidad que también me rondaba; estaba alterada en todo caso, con sensaciones y pensamientos confusos, el ánimo muy agitado.

Los dos hombres estaban de pie y volvieron la vista al instante, no debían de haberme oído ponerme los zapatos ni nada. En los ojos de Díaz-Varela noté en seguida frialdad, o recelo, censura, severidad incluso. En los de Ruibérriz sorpresa tan sólo, y un destello de apreciación masculina que sé reconocer y que él no podía evitar, probablemente, hay hombres con pupila muy rauda para esa clase de valoración, y no saben refrenarla, son capaces de fijarse en los muslos al descubierto de una mujer que ha sufrido un accidente, tendida en la carretera y ensangrentada, o en el canalillo que asoma en la que se agacha para socorrerlos si son ellos los malheridos, es superior a su voluntad o no tiene que ver con ella, es una manera de estar en el mundo que les durará hasta su agonía, y antes de cerrar para siempre los párpados observarán con complacencia la rodilla de su enfermera, aunque lleve medias blancas con grumos.

Sí me tapé con las manos, instintiva y sinceramente; lo que no hice fue dar media vuelta y retirarme de inmediato, porque pensé que debía decir algo, manifestar violencia, sobresalto. Esto no fue tan espontáneo.

—Ay, lo siento, perdona —me dirigí a Díaz-Varela—, no sabía que había venido nadie. Disculpad, voy a ponerme algo.

—No, si yo ya me iba —dijo Ruibérriz, y me tendió la mano.

—Ruibérriz, un amigo —me lo presentó Díaz-Varela, incómodo, escueto—. Ella es María. —Me privó del apellido, como Luisa en su casa, pero es posible que él lo hiciera a conciencia, por protegerme mínimamente.

—Ruibérriz de Torres, un placer —puntualizó el presentado, tenía que subrayar que su apellido era compuesto. Y siguió con la mano tendida.

—Encantada.

Se la estreché velozmente —me descubrí un lado un segundo, sus ojos volaron hacia ese seno— y entré en el dormitorio, no cerré la puerta, así quedaba clara mi intención de regresar donde ellos, la visita no se iría sin despedirse de quien aún tenía a la vista. Cogí el jersey, me lo puse ante su mirada —la noté fija en mi figura, de perfil para vestirme— y salí de nuevo. Ruibérriz de Torres llevaba un
foulard
rodeándole el cuello —mero adorno, quizá no se lo había quitado en todo el rato— y se había echado sobre los hombros su famoso abrigo de cuero, que le caía así como una capa, de manera teatral o carnavalesca. Era largo y de cuero negro, como los que lucen los miembros de las SS o quizá de la Gestapo en las películas de nazis, un tipo al que gustaba llamar la atención por la vía rápida y fácil aun a riesgo de provocar rechazo, ahora tendría que renunciar a esa prenda, si obedecía a Díaz-Varela. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue preguntarme cómo es que éste se fiaba de un sujeto con tan visible aspecto de sinvergüenza, lo llevaba pintado en el rostro y en la actitud, en la complexión y en los ademanes, bastaba una sola ojeada para detectar su esencia. Había cumplido ya los cincuenta, sin embargo todo en él aspiraba al juvenilismo: el agradable pelo echado hacia atrás y con ondulaciones sobre las sienes, un poco abultado y largo pero ortodoxo, con mechones o bloques de canas que no le daban respetabilidad porque semejaban artificiales, como de mercurio; el tórax atlético aunque ya levemente abombado, como les sucede a quienes evitan a toda costa engordar en el abdomen y han cultivado los pectorales; la sonrisa abierta que dejaba ver una dentadura relampagueante, el labio superior se le doblaba hacia arriba, mostrando su parte interior más húmeda y acentuando con ello la salacidad del conjunto. Tenía una nariz recta y picuda con el hueso muy marcado, parecía más romano que madrileño y me recordaba a aquel actor, Vittorio Gassman, no en su vejez de aire más noble sino cuando interpretaba a truhanes. Sí, saltaba a la vista que era jovial, y un farsante. Cruzó los brazos de modo que cada mano cayó sobre el bíceps del otro lado —los tensó al instante, un acto reflejo—, como si se los acariciara o midiera, como si quisiera hacerlos resaltar pese a tenerlos ahora cubiertos por el abrigo, un gesto estéril. Podía imaginármelo en niki, perfectamente, y aun con botas altas, una barata imitación de jugador de polo frustrado al que jamás se consintió subirse a un caballo. Sí, era extraño que Díaz-Varela lo tuviera como cómplice en una empresa tan secreta y delicada, en una que mancha tanto: la de traerle a alguien la muerte cuando
‘he should have died hereafter’
, cuando le tocaba morir más adelante o a partir de ahora, quizá mañana y si no mañana o mañana, pero nunca ahora. Ahí reside el problema, porque todos morimos, y al fin y al cabo nada cambia demasiado —nada cambia en esencia— cuando se adelanta el turno y se asesina a alguien, el problema reside en el cuándo, pero quién sabe cuál es el adecuado y el justo, qué quiere decir ‘a partir de ahora’ o ‘de ahora en adelante’, si el ahora es por naturaleza cambiante, qué significa ‘en otro tiempo’ si no hay más que un tiempo y es continuo y no se parte y se va pisando los talones eternamente, impaciente y sin objetivo, se va atropellando como si no estuviera en su mano frenarse e ignorara él mismo su propósito. Y por qué ocurren las cosas cuando ocurren, por qué en esta fecha y no en la anterior ni en la siguiente, qué tiene de particular o decisivo este momento, qué lo señala o quién lo elige, y cómo puede decirse lo que dijo Macbeth a continuación, fui a mirar el texto después de que Díaz-Varela me citara de él, y lo que añade de inmediato es esto:
‘There would have been a time for such a word’
, ‘Habría habido un tiempo para semejante palabra’, esto es, ‘para tal información’ o ‘semejante frase’, la que acaba de oír de labios de su ayudante Seyton, portador del alivio o la desgracia: ‘La Reina, mi Señor, ha muerto’. Como tantas veces en Shakespeare, los anotadores no se ponen de acuerdo sobre la ambigüedad y el misterio de tan famosas líneas. ¿Qué quiere eso decir? ¿‘Habría habido tiempo más apropiado’? ¿‘Mejor ocasión para ese hecho, porque esta no me conviene’? ¿Tal vez ‘un tiempo más oportuno y pacífico, durante el que se le podrían haber rendido honores, en el que yo podría haberme detenido y haber llorado debidamente la pérdida de quien compartió tanto conmigo, la ambición y el crimen, la esperanza y el poder y el miedo’? Macbeth dispone entonces tan sólo de un minuto para soltar, acto seguido, sus diez célebres versos, no son más, su soliloquio extraordinario que tanta gente se ha aprendido de memoria en el mundo y que empieza: ‘Mañana, y mañana, y mañana...’. Y cuando lo ha concluido —pero quién sabe si lo había acabado o si pensaba agregar algo más, de no haber sido interrumpido—, aparece un mensajero que reclama su atención, pues le trae la terrible y sobrenatural noticia de que el gran bosque de Birnam se está moviendo, se levanta y avanza hacia la alta colina de Dunsinane, donde él se encuentra, y eso significa que será vencido. Y si es vencido será muerto, y una vez muerto le cortarán la cabeza y la exhibirán como un trofeo, separada del cuerpo que la sostiene aún, mientras habla, y sin mirada. ‘Debería haber muerto más adelante, cuando yo ya no estuviera aquí para escucharlo, ni tampoco para ver ni soñar nada; cuando ya no estuviera en el tiempo, y ni siquiera pudiera enterarme.’

Contrariamente a lo que me había ocurrido al escucharlos sin verlos, cuando aún no conocía el rostro de Ruibérriz de Torres, los dos juntos no me dieron miedo durante el breve rato que estuve en su compañía, pese a que los rasgos y las maneras del llegado no fueran tranquilizadores. Todo en él delataba a un sinvergüenza, en efecto, pero no a un tipo siniestro; seguramente era capaz de mil vilezas menores, que podían llevarlo a cometer una mayor de tarde en tarde, arrastrado por la vecina frontera, pero como quien pisa un territorio en visita relámpago, por el que le horripilaría transitar a diario. Les noté falta de familiaridad y aun de sintonía, y me pareció que, lejos de potenciarse recíprocamente como una pareja asesina, la presencia de cada uno neutralizaba la peligrosidad del otro, y que ninguno se atrevería a manifestar sus suspicacias ni a interrogarme ni a hacerme nada ante la mirada de un testigo, por más que éste hubiera sido su cómplice en la maquinación de un crimen. Era como si se hubieran unido azarosa y pasajeramente, sólo para una acción suelta, y en modo alguno formaran sociedad estable ni tuvieran planes conjuntos a más largo plazo, y estuvieran vinculados exclusivamente por aquella empresa ya ejecutada y por sus posibles consecuencias, una alianza de circunstancias, indeseada acaso por ambos, a la que Ruibérriz se habría prestado tal vez por dinero, por deudas, y Díaz-Varela por no conocer socio mejor —socio más sucio— y no quedarle más remedio que encomendarse a un vivales. ‘En principio no tienes por qué llamarme, ¿hace cuánto que no hablamos tú y yo? Ya puede ser importante lo que tengas que contarme’, había reñido el segundo al primero cuando éste se había permitido a su vez reconvenirlo a él por su móvil desconectado. No estaban habitualmente en contacto, las confianzas que se tenían para hacerse reproches provenían tan sólo del secreto que compartían, o de la culpa, si es que la había, no me daba esa impresión en absoluto, habían sonado desaprensivos. Las personas se sienten ligadas cuando cometen un delito juntas, cuando conspiran o traman algo, más aún cuando lo llevan a cabo. Entonces se toman confianzas las unas con las otras de golpe, porque se han quitado la máscara y ya no pueden aparentar ante los semejantes que no son lo que sí son, o que jamás harían lo que han hecho. Están atadas por ese conocimiento mutuo, de manera parecida a como lo están los amantes clandestinos y aun los que no lo son o no tienen necesidad de serlo pero deciden mostrarse reservados, los que consideran que al resto del mundo no le incumben sus intimidades, que no hay por qué darle parte de cada beso y cada abrazo, como nos sucedía a Díaz-Varela y a mí, que callábamos sobre los nuestros, en realidad era aquel Ruibérriz el primero en estar al tanto. Cada criminal sabe de lo que su compinche es capaz, y que éste a su vez sabe de él exactamente lo mismo. Cada amante sabe que el otro conoce una debilidad suya, que ante ese otro ya no puede fingir que no lo tienta físicamente, que le produce aversión o le es del todo indiferente, ya no puede fingir que lo desdeña o lo descarta, no al menos en ese terreno carnal que con la mayoría de los hombres resulta, durante bastante tiempo —hasta que se acostumbran poco a poco, y entonces se ponen sentimentales— muy prosaico a pesar nuestro. Y aún tenemos suerte si los encuentros con ellos se tiñen de cierto tono humorístico, de hecho es a menudo el primer paso para el enternecimiento de tantos varones ásperos.

Si son molestas las confianzas que un desconocido o conocido se toma tras pasar por nuestra cama —o nosotras por la suya, da lo mismo—, cuánto más no han de serlo las derivadas de un delito compartido, y una de ellas, a buen seguro, es la falta cabal de respeto, sobre todo si los malhechores lo son sólo ocasionales, si son individuos corrientes que se habrían horrorizado al oír el relato de sus hazañas si se lo hubieran referido de otros, poco antes de concebir las suyas y probablemente también tras llevarlas a efecto. Gente que después de propiciar un asesinato, o aun de encargarlo, todavía pensaría de sí misma con convencimiento: ‘Yo no soy un asesino, no me tengo por tal, en modo alguno. Es sólo que las cosas pasan y uno a veces interviene en una fase, qué más da si es una intermedia, la de la desembocadura o la del nacimiento, ninguna es nada sin las otras. Los factores son siempre muchos y uno solo nunca es la causa. Podría haberse negado Ruibérriz, o el sujeto enviado por él a emponzoñarle la mente al gorrilla. Éste podría no haber contestado las llamadas al teléfono móvil que en efecto poseyó durante un tiempo, nosotros se lo regalamos y nosotros se las hicimos, y logramos convencerlo de que Miguel era el responsable de la prostitución de sus hijas; podría no haber hecho caso de las insidias, o haberse confundido hasta el final de persona y haberle asestado al chófer sus dieciséis puñaladas, incluidas las cinco mortales, no en balde días atrás le había dado un puñetazo. Miguel podría no haber cogido el automóvil en su cumpleaños y entonces nada habría ocurrido, no en esa fecha y quizá ya en ninguna, acaso nunca habrían vuelto a juntarse todos los elementos... El indigente podría no haber tenido navaja, la que yo ordené que le compraran, se abre tan rápidamente... Qué responsabilidad tengo yo en la conjunción de las casualidades, los planes que uno se traza no son más que tentativas y pruebas, cartas que se van descubriendo, y la mayoría de ellas no salen, no combinan. Lo único de lo que uno es culpable es de coger un arma y utilizarla con sus propias manos. Lo demás es contingente, cosas que uno imagina

un alfil en diagonal, un caballo de ajedrez que salta—, que uno desea, que uno teme, que uno instiga, con las que uno juega y fantasea, que de vez en cuando acaban pasando. Y si pasan pasan aunque uno no las quiera o no pasan aunque las anhele, poco depende de nosotros en todas las circunstancias, ninguna urdimbre está a salvo de que un hilo no se tuerza. Es como lanzar una flecha al cielo en mitad de un campo: lo normal es que al iniciar su descenso, con la punta ya hacia abajo, caiga recta, sin desviarse, y no alcance ni hiera a nadie. O sólo al arquero, si acaso’.

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