Los enamoramientos (20 page)

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Authors: Javier Marías

BOOK: Los enamoramientos
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Esa falta cabal de respeto se la noté a Díaz-Varela en la manera de dirigirse a Ruibérriz e incluso de darle órdenes para despedirlo (‘Bueno, ya me has entretenido bastante y no puedo desatender a mi visita más rato. Así que anda, haz el favor de irte largando. Ruibérriz: aire’, llegó a decirle al término de nuestro mínimo diálogo: sin duda le había pagado dinero o todavía se lo pagaba, por la mediación, por la intendencia del crimen, por el seguimiento de sus consecuencias), y a éste en la forma en que me repasó con la mirada desde el principio hasta que salió por la puerta: no rectificó la inicial apreciativa, tolerable por la sorpresa, al comprobar que no era la primera vez que yo estaba allí, en aquella alcoba, eso se percibe en seguida; al ver que mi presencia no era azarosa ni de tanteo, que no era una mujer que ha subido a la casa de un hombre una sola tarde —o una inaugural, digamos, que a menudo se queda igualmente en única— como quizá podría haber ido a la de otro que también le hubiera gustado, sino que, por así expresarlo, estaba ‘ocupada’ por su amigo, al menos durante aquella temporada, como de hecho casi era el caso. Eso le dio lo mismo: no moderó en ningún momento sus ojos masculinos valorativos ni su sonrisa salaz de coqueteo que enseñaba las encías, como si aquella visión imprevista de una mujer en sostén y falda, y su conocimiento, le supusieran una inversión para el futuro próximo y esperara volver a encontrarme muy pronto a solas o en otro sitio, o aun pensara pedirle mi teléfono más tarde a quien nos había presentado en contra de su voluntad, sin más remedio.

—Perdonad la aparición, de verdad —repetí cuando pasé al salón de nuevo, ya con mi jersey puesto—. No habría salido así de haberme imaginado que ya no estábamos solos. —Me traía cuenta hacer hincapié en eso, para disipar sospechas. Díaz-Varela me seguía mirando con seriedad, casi con reprobación, o era dureza; no así Ruibérriz.

—No hay nada que perdonar —se atrevió a soltar éste con galantería anticuada—. El atuendo no ha podido ser más deslumbrante. Lástima de fugacidad, eso aparte.

Díaz-Varela torció el gesto, nada de lo sucedido le hacía la menor gracia: ni la llegada de su cómplice ni las noticias que le había traído, ni mi irrupción en escena y que éste y yo nos hubiéramos conocido, ni la posibilidad de que los hubiera oído a través de la puerta, cuando me creía dormida; seguramente tampoco la codicia visual de Ruibérriz hacia mi sostén y mi falda, o hacia lo poco que ocultaban, y sus consiguientes requiebros, aunque fueran bastante educados. Me hizo una ilusión pueril, tras lo que acababa de descubrir incongruente —pero me duró sólo un instante—, figurarme que Díaz-Varela pudiera sentir por mi causa algo semejante a celos, o más bien reminiscente de ellos. Su mal humor era visible y lo fue más cuando nos quedamos a solas, una vez que Ruibérriz se hubo marchado con su abrigo sobre los hombros y su caminar lento hacia el ascensor, como si estuviera satisfecho de su estampa y quisiera darme tiempo para admirársela de espaldas: un tipo optimista, sin duda, de los que no se percatan de que cumplen años. Antes de meterse en él se volvió hacia nosotros, que lo acompañábamos con la vista desde la entrada, como si fuéramos un matrimonio, y nos saludó llevándose una mano a una ceja, un segundo, y alzándola luego en un gesto que remedaba el de quitarse un sombrero. La preocupación con la que había llegado parecía haberse desvanecido, debía de ser un hombre ligero que se distraía de las pesadumbres con cualquier cosa, con cualquier presente sustitutivo que le levantara el ánimo. Se me ocurrió que no haría caso a su amigo y no destruiría su abrigo de cuero, se gustaba con él demasiado.

—¿Quién es? —le pregunté a Díaz-Varela, procurando emplear un tono de indiferencia, o no intencionado—. ¿A qué se dedica? Es el primer amigo tuyo que conozco y no pegáis mucho, ¿no? Tiene una pinta un poco rara.

—Es Ruibérriz —me contestó con sequedad, como si eso fuera un dato nuevo o lo definiera. A continuación se dio cuenta de lo desabrido de su respuesta y de que no había dicho nada. Se quedó en silencio unos momentos, como si calibrara lo que podía contarme sin comprometerse—. También has conocido a Rico —puntualizó—. Se dedica a muchas cosas y a nada en particular. No es un amigo, lo conozco superficialmente, aunque desde hace tiempo. Tiene vagos negocios que no acaban de enriquecerlo, así que toca muchas teclas, las que puede. Si conquista a una mujer adinerada, gandulea mientras ella lo ayude y no se harte. Si no, escribe guiones de televisión, prepara discursos para ministros, presidentes de fundaciones, banqueros, para quien se tercie, trabaja de negro. Busca documentación para novelistas históricos puntillosos, qué ropa vestía la gente en el siglo
XIX
o en los años treinta, cómo era la red de transportes, qué armamento se usaba, de qué material estaban hechas las brochas de afeitar o las horquillas, cuándo se construyó tal edificio o se estrenó tal película, todas esas cosas superfluas con las que los lectores se aburren y los autores creen lucirse. Rebusca en las hemerotecas, proporciona datos, de lo que le pidan. A lo tonto tiene muchos conocimientos. Creo que en su juventud publicó un par de novelas, sin éxito. No sé. Hace favores aquí y allá, probablemente viva sobre todo de eso, de sus muchos contactos: un hombre útil en su inutilidad, o viceversa. —Se detuvo, dudó si era o no imprudente añadir lo que vino a continuación, decidió que no tenía por qué serlo o que era peor dar la impresión de no querer completar un retrato inocuo—. Ahora es medio propietario de un restaurante o dos, pero le van mal, los negocios no le duran, los abre y los cierra. Lo curioso es que siempre logra abrir otro nuevo, al cabo de cierto tiempo, en cuanto se recupera.

—¿Y qué quería? Ha venido sin avisar, ¿no?

Me arrepentí de preguntar tanto nada más haberlo hecho.

—¿Por qué quieres saberlo? ¿Qué te importa?

Lo dijo con hosquedad, casi airado. Estaba segura de que de pronto ya no se fiaba de mí, me veía como un incordio, tal vez una amenaza, un posible testigo incómodo, había subido la guardia, era extraño, hacía poco rato yo era una persona placentera e inofensiva, todo menos un motivo de preocupación, seguramente lo contrario, una distracción muy agradable mientras él aguardaba a que el tiempo pasara y curara y se cumplieran sus expectativas, o a que ese tiempo hiciera por él labores que le son ajenas, de persuasión, de acercanza, de seducción y aun de enamoramiento; alguien que no esperaba nada que no hubiera ya y que a él no le pedía nada que no estuviera dispuesto a dar. Ahora se le había presentado un recelo, una duda. No podía preguntarme si había oído su conversación: si no lo había hecho, era llamar mi atención sobre lo que quisiera que hubieran hablado Ruibérriz y él mientras yo dormía, aunque no fuera de mi incumbencia y me trajera más bien sin cuidado, yo estaba allí sólo de paso; si sí, era obvio que yo le contestaría que no, él seguiría sin saber la verdad en todo caso. No había forma de que yo no fuera una sombra a partir de aquel instante, o aún peor, un engorro, un estorbo.

Entonces me vino de nuevo un poco el miedo, él sí me lo dio, él a solas, sin nadie delante capaz de frenarlo. Quizá no tuviera otra manera de asegurarse de que su secreto estaba a salvo que quitándome de en medio, se dice que una vez probado el crimen no se hace tan cuesta arriba reincidir, repetirlo, que cruzada la raya no hay vuelta atrás y que lo cuantitativo pasa a ser secundario ante la magnitud del salto dado, el salto cualitativo que lo convierte a uno para siempre en asesino, hasta el último día de su existencia y aun en la memoria de quienes nos sobreviven, si están al tanto o se enteran más tarde, cuando ya no estemos para intentar enredar y negarlo. Un ladrón puede restituir lo robado, un difamador reconocer su calumnia y rectificarla y limpiar el buen nombre de la persona acusada, hasta un traidor puede enmendar su traición a veces, antes de que sea demasiado tarde. Lo malo del asesinato es que siempre es demasiado tarde y no se puede devolver al mundo a quien de él fue suprimido, eso es irreversible y no hay modo de repararlo, y salvar otras vidas en el futuro, por muchas que sean, no borra nunca la que uno ha quitado. Y si no hay remisión —eso se dice—, hay que continuar por el camino emprendido cada vez que haga falta. Lo principal ya no es no mancharse, puesto que uno lleva en su seno una mancha que jamás se elimina, sino que ésta no se descubra, que no trascienda, que no tenga consecuencias y no nos pierda, y entonces añadir otra no es tan grave, se mezcla con la primera o ésta la absorbe, las dos se juntan y se hacen la misma, y uno se acostumbra a la idea de que matar forma parte de su vida, de que le ha tocado eso en suerte como a tantas otras personas a lo largo de la historia. Uno se dice que no hay nada nuevo en la situación en que se encuentra, que son incontables los individuos que han pasado por esa experiencia y luego han convivido con ella sin demasiadas penalidades y sin abismarse, e incluso han llegado a olvidarla intermitentemente, cada día un rato en el día a día que nos sostiene y arrastra. Nadie se puede pasar todas las horas lamentando algo concreto, o con plena conciencia de lo que hizo una vez lejana, o fueron dos o fueron siete, los minutos ligeros y sin pesadumbre siempre aparecen y el peor asesino disfruta de ellos, probablemente no menos que cualquier inocente. Y sigue adelante y deja de ver el asesinato como una monstruosa excepción o un error trágico, sino como un recurso más que proporciona la vida a los más audaces y resistentes, a los más resueltos y con mayor aguante. En modo alguno se sienten aislados, sino en abundante compañía larga y antigua, y formar parte de una especie de estirpe los ayuda a no verse tan desfavorecidos ni anómalos y a comprenderse y justificarse: como si hubieran heredado sus actos, o como si se los hubieran adjudicado en una rifa de feria en la que jamás se ha librado nadie de tomar parte, y en consecuencia no los hubieran cometido del todo, o no solos.

—No, por nada, perdona —me apresuré a responder, en el tono de mayor inocencia, y de mayor sorpresa por su reacción defensiva, que mi garganta fue capaz de encontrar. Era una garganta ya temerosa, sus manos podían rodearla en cualquier instante y les sería muy fácil apretar, apretar, mi cuello es delgado y no opondría la menor resistencia, mis manos carecerían de fuerza para apartar las suyas, para abrir sus dedos, mis piernas se doblarían, yo caería al suelo, él se me echaría encima como otras veces, notaría la presión de su cuerpo y su calor —o sería frío—, ya no tendría voz para convencerlo ni para implorar. Pero ese era un falso temor, me di cuenta nada más ceder a él: Díaz-Varela no se encargaría nunca de expulsar de la tierra personalmente a nadie, como no se había encargado con su amigo Deverne. A menos que se sintiera desesperado y bajo una amenaza inminente, a menos que pensara que yo iba a ir derecha a contarle a Luisa lo que había averiguado por azar y por mi indiscreción. Nunca puede descartarse nada con nadie, eso es lo malo, el temor iba y venía, era un poco artificial—. Preguntaba sólo por preguntar. —Y aún tuve el valor o la imprudencia de añadir—: Y porque, bueno, si ese Ruibérriz hace favores, no sé si yo te puedo hacer alguno... En fin, no lo creo, pero si te pudiera servir de algo, aquí me tienes a tu disposición.

Me miró con fijeza durante unos segundos que se me hicieron muy largos, como si me ponderara, como si quisiera descifrarme, como se mira a la gente que no se sabe mirada y yo no estuviera allí sino en la pantalla de una televisión y él pudiera observarme a sus anchas, sin preocuparse de mi respuesta a semejante insistencia o penetración, su expresión era cualquier cosa menos soñadora o miope, en contra de lo habitual, era aguda e intimidatoria. Mantuve los ojos firmes (al fin y al cabo éramos amantes y nos habíamos contemplado en silencio y sin apenas pudor), sosteniéndole y aun devolviéndole el escrutinio, con gesto interrogativo o de falta de comprensión, o eso creí. Hasta que ya no pude aguantar y los bajé hasta sus labios, hacia donde estaba tan acostumbrada a mirar desde el día que lo conocí, cuando hablaba y cuando estaba callado, aquellos labios de los que no me cansaba y que nunca me inspiraban miedo sino atracción. Fueron mi refugio momentáneo, no tenía nada de extraño que yo posara la vista allí, era tan frecuente, era lo normal, no había motivo para que la sospecha se le acentuara por ello, alcé un dedo y se los toqué, recorrí su dibujo con suavidad, con la yema, una prolongada caricia, pensé que sería una forma de aplacarle el ánimo, de darle confianza y seguridad, de decirle sin hablar: ‘Nada ha cambiado, sigo aquí y sigo queriéndote. Nada te revelo, tú te has dado cuenta hace tiempo y te dejas querer por mí, es agradable sentirse amado por quien nada te va a pedir. Yo me retiraré cuando decidas que basta, que ya está bien, cuando me abras la puerta y me veas ir hacia el ascensor sabiendo que no vendré más. Cuando por fin se agote la pena de Luisa y seas correspondido, me haré a un lado sin rechistar, mi paso por tu vida sé que es provisional, un día más, un día más, y otro día ya no. Pero no te aflijas ahora, descuida, porque no he oído nada, no me he enterado de nada que tú desearas ocultar o guardar para ti, y si me he enterado no me importa, estás a salvo conmigo, no te voy a delatar, ni siquiera estoy segura de haber escuchado lo que sí he escuchado, o no le doy crédito, estoy convencida de que debe haber un error, o una explicación, o incluso —quién sabe— una justificación. Tal vez Desvern te había hecho gran daño, tal vez él había intentado matarte antes a ti, también a través de terceros, taimadamente también, y ahora erais ya él o tú, acaso te viste obligado, no había lugar en el mundo para los dos, y eso se parece mucho a la defensa propia. No has de temer de mí, yo te quiero, estoy a tu lado, de momento no te voy a juzgar. Y además, no te olvides de que sólo son imaginaciones tuyas, de que en realidad nada sé’.

No es que pensara todo esto de veras ni con claridad, pero es lo que le intenté transmitir con mi dedo demorándose sobre sus labios, él se dejó hacer mientras seguía mirándome con atención, trataba de buscar señales contrarias a las que yo le enviaba voluntariosamente, notaba cómo aún recelaba de mí. Eso tenía mal arreglo o carecía de él, no se iría nunca del todo, disminuiría o aumentaría, se adensaría o adelgazaría, pero siempre permanecería ahí.

—No ha venido a hacerme un favor —contestó—. Ha venido a pedirme uno, esta vez, por eso le urgía verme. Te agradezco tu ofrecimiento, en todo caso.

Yo sabía que eso no era verdad, los dos estaban en el mismo aprieto, difícil que el uno sacara al otro, lo más que estaba a su alcance era tranquilizarse recíprocamente e instarse a esperar acontecimientos, confiando en que no hubiera más, en que las palabras del indigente cayeran en el vacío y nadie se molestara en investigar. Era eso lo que habían hecho, calmarse y ahuyentar el pánico.

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