Los escarabajos vuelan al atardecer (25 page)

BOOK: Los escarabajos vuelan al atardecer
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—Si…, pero ¿adónde quiere ir a parar?

—Quiero ir a…, escúchame, ¡no me explico cómo no he caído antes! Los gemelos se llamaban Jacob-Andreas Ullstadius y Emilie-Magdalena Ullstadius, ¿entiendes ahora?

—¿Ullstadius? Entonces es…

—¡Pues claro que si! Ahora sabemos quienes son.

Son nietos de Emilie; es decir, son los hijos de su hijo Carl Andreas, el que fue criado por Magdalena, la hermana de Andreas, casada con el pastor Jesper Ullstadius. Carl Andreas llevó el apellido de los que lo recogieron y lo criaron. Muy interesante, ¿no?

—¡Si, fantástico!

—Como podrás imaginar, he consultado los libros parroquiales. ¿Y qué crees que he encontrado?

Lindroth hizo una pausa y tomó aliento.

—Pues que Carl Andreas Ullstadius fue artista de profesión. Pintaba, esculpía, grababa en cobre y decoraba interiores. Fue conocido por sus paisajes de atardeceres de Smaland, en los que destacaban sus cielos claros. Por eso pienso que ya sabemos ante quién nos encontramos.

—Así que usted opina… Pero eso no concuerda con la firma de los cuadros. ¡El apellido empieza por N!

Lindroth sonrió orgulloso al otro lado de la línea.

—Ahí está exactamente el meollo de la cuestión. El pastor de Mariefred se confundió al leer la rima del cuadro. Su N es una U. Es fácil confundirse, sobre todo con la escritura de aquella época.

—¡Eso es fantástico, maravilloso!

—Si, y otra vez tenemos algo sobre lo que reflexionar, ¿no?

—¡Ya lo creo!

Jonás y Annika siguieron toda la conversación, pues estaban detrás de David y escuchaban atentamente.

—Así pues, Carl Andreas fue el desdichado artista que enterró la estatua —dijo Annika, cuando David colgó.

—Y la sacó de nuevo —completó David—. ¿Dónde pudo estar tanto tiempo? Pero esto explica…

Volvió a sonar el teléfono. Probablemente era Lindroth que había olvidado algo, pensó David, y descolgó sonriente el auricular.

Pero no era Lindroth, sino Julia.

—Buenas tardes, David.

—Buenas tardes.

—¿Tiene muchas flores la selandria?

—Si, está cuajada de flores.

—Cuídala bien, David. Bueno, qué, ¿te has decidido? ¿Qué jugada haces hoy?

—Por lo que veo, sólo tengo una posibilidad.

—Entonces, adelante, David.

—Tengo que comerme su reina con mi alfil.

El auricular estuvo un rato en silencio, David cogió el alfil del tablero y lo dejó junto al teléfono. Después lo colocó en el lugar de la reina.

—Si… Es decir, que… el alfil está ahora en el lugar de la reina —dijo Julia despacio, acentuando cada palabra.

—¡Exacto!

—El alfil en el lugar de la reina —repitió Julia con una voz que de repente parecía llegar de la lejanía—. En ese caso, muchas gracias, David. Ha sido una partida muy interesante.

—¡Pero si todavía no está terminada!

—Ya está acabada, David, ya está acabada.

—No entiendo… ¿Quiere decir que interrumpimos el juego?

—No es eso… Es que continuar sólo serviría para crear confusión. Gracias, David, la partida ha valido la pena.

David oyó cómo colgaban el teléfono en el otro extremo. Se apoderó de él un extraño sentimiento… Una mezcla de compasión y desconcierto. “¡Oiga! ¡Oiga!”, gritó en el auricular. Intentó restablecer contacto, pero no recibió respuesta. Y colgó.

Los otros dos lo contemplaban asombrados.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué pasa?

—¡Ha abandonado en mitad de la partida! Mirad cómo va el juego —señaló el tablero de ajedrez y explicó la situación—. ¿Es realmente tan inteligente como para poder decir ya que la partida está perdida?

—Volverá a llamar —intentó tranquilizarlo Annika.

—No, no me ha dado esa impresión. La última vez, ella me comió mi reina y me dio jaque. Hoy le he comido la suya. ¡Lo he hecho con el alfil!

Un poco desconcertado, David les mostró cómo se había desarrollado la jugada, moviendo sucesivamente las figuras. Jonás miró interesado. No entendía nada de ajedrez.

—¿Este obispo es un alfil? —preguntó.

—Bueno, me refería a ese alfil… ¿Por qué lo llamas “obispo”?

Annika cogió la figura y la observó.

—¡Si, mirad! Es un pequeño obispo —confirmó—. Se ve por el sombrero. Es una mitra.

David la contempló con una expresión extraña.

—Es verdad —dijo él—. Es verdad… Nunca había reparado en eso. Pero tiene que ser así…

Los miraba fijamente sin verlos y hablaba más consigo mismo que con los otros. ¡Si, por supuesto! Los ingleses llaman “obispo” al alfil. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¡Pero mejor tarde que nunca!, pensó, y de repente comprendió todo. Entusiasmado gritó:

—¿Recordáis la voz de la cinta? ¿En la iglesia? ¡Cuando estuvimos allí el día de la apertura de la tumba! ¡La voz de Emilie!

—¡Si, es verdad! Yo pensé que decía “avispa”, pero tú opinabas que decía “obispo” —respondió Annika totalmente pálida.

Jonás miró a los dos con los ojos muy abiertos.

—¡Entonces es correcto lo que escucho David! —afirmó.

—El obispo en el lugar de la reina —repitió Annika—. El obispo…

David asintió con la cabeza. Estaba claro. Lo mejor sería ir enseguida a la iglesia y examinar si había algo que tuviera relación con este suceso. Comprobar si era una casualidad o una señal.

Apagaron la luz y abandonaron la quinta Selanderschen.

Fuera estaba oscuro, no había estrellas en el cielo. Pero no hacía frío, los grillos cantaban en el camino y por todas partes brillaban las luciérnagas.

29. LOS GEMELOS SE BUSCAN MUTUAMENTE

Al entrar en la iglesia, oyeron suave la música del órgano. El padre de David estaba tocando. También Lidroth se encontraba en el coro. Habían tenido un ensayo con toda la escolanía y la única que quedaba era la niña que debía cantar el solo. El padre de David estaba tocando el “largo”.

David, Jonás y Annika penetraron sigilosamente en la iglesia. Querían pasar inadvertidos para no tener que explicar qué hacían allí.

¿Recuerdas dónde estábamos aquel día, Jonás? —susurró David—. Me refiero al día en que se gravó la voz de la cinta.

—No, exactamente no…, pero fue en alguna parte del coro.

—¿Tú crees? —preguntó Annika con gesto de duda—. No tengo ni idea. Recuerdo que iba detrás de vosotros dos y me encontraba…

—¡Silencio! —siseó David. Se detuvo y se quedó parado.

Los otros se detuvieron también y guardaron silencio. Había comenzado a cantar la niña que se encontraba en el coro. Los tres escucharon atentamente. Era la canción de Emilie. La niña cantaba con ternura y verdadero sentimiento.

—Es como si Emilie le hubiese prestado su voz —susurró David muy impresionado. Creía reconocer de nuevo la voz que oía en sueños.

—¿Quién es? ¿La conoces? —preguntó Annika.

—Se llama Ann Britt Gustavsson. Normalmente no canta así.

—¿No?

—No; papá estaba un poco preocupado. Dudaba si encomendarle a ella el solo, o no. Pero lo está haciendo maravillosamente.

Terminó la canción y el órgano siguió sonando.

—¡No tenemos tiempo para entretenernos ni para emocionarnos con la música! —exclamó Annika, y se puso en movimiento.

Pero David no se movió. Estaba en pie y tenía los ojos clavados en el suelo.

—¡Mirad dónde estoy! ¡Observad lo que hay a mis pies!

Se inclinó. Estaba sobre una vieja lápida funeraria.

Jonás se agachó casi hasta el suelo.

—¡Una mitra! —estaba tan emocionado que casi se le quebró la voz—. ¡David, estás encima de un obispo!

—¡Encima del obispo, querrás decir! —contestó muy serio—. Ha sido Emilie la que me ha detenido aquí cuando ha empezado a cantar.

La lápida del obispo estaba desgastada por las pisadas a lo largo de los siglos. Pero todavía se podía reconocer el perfil de un hombre, cincelado en piedra muchos años antes.

Era un obispo, como se deducía de la borrosa mitra.

—La última pieza del rompecabezas —susurró David—. Ahora entiendo…

Los otros le dirigieron una mirada cargada de interrogantes. Si, por fin comprendía por qué había terminado la partida de ajedrez con Julia. ¡El obispo en el lugar de la reina! Cuando David hizo esta jugada, ella abandonó. Ahora estaba donde ella quería. ¡La escultura egipcia era un retrato femenino, una reina!

—¿Lo entendéis? —preguntó.

—¿Quieres decir…? —respondieron Annika y Jonás casi simultáneamente.

—¡Si, abajo, en la cripta, debajo del obispo, está la antigua estatua egipcia de hace tres mil años! ¡Eso es lo que quiero decir! —respondió solemnemente David.

En la iglesia reinaba ahora el más completo silencio. El órgano había enmudecido. Los tres estaban en pie y contemplaban la lápida en el suelo. Se hallaba tan desgastada que, si David no se hubiera detenido sobre ella, difícilmente la habrían descubierto.

Lindroth y el padre de David discutían algo con la niña. Hablaban bajo y sólo se oía un murmullo.

—Tenemos que hacer algo —susurró Jonás. Caminó entre las columnas, tomando medidas y contando los pasos.

¿Qué se proponía? Los otros dos se miraron perplejos.

—Sé dónde se encuentran las llaves de la cripta. Están colgadas en la sacristía —susurró—. ¿Por qué no bajamos ahora mismo y echamos una mirada?

—Tendríamos que pedirle permiso a Lindroth —afirmó Annika.

—Si, le gustará estar presente —opinó David—. Tenemos que esperar hasta que se vayan mi padre y la niña.

—¡Pueden tardar mucho tiempo! —Jonás estaba de mal humor. Y tenía razón. Conociendo a Lindroth, había que hacerse a la idea de que aquello iría para rato. Y en cuanto al padre de David, era un perfeccionista en lo concerniente a su trabajo. David lo sabía de sobra. Podía seguir trabajando toda la noche. Tal vez sería mejor comenzar sin esperar a Lindroth.

—De acuerdo. ¿Cómo vamos a actuar? —preguntó David a Jonás.

La cara de éste resplandeció. Estaba claro que David le estaba pidiendo que tomara la iniciativa. Y Jonás lo hizo con gusto.

—Tengo que procurarme una linterna, una palanca, unas tenazas y algunas otras cosas —les dijo—. Mientras tanto, quedaos aquí y vigilad atentamente. Vuelvo enseguida.

Rápidamente, desapareció de la iglesia. David y Annika se sentaron en un rincón, detrás de una columna. En el coro se reanudaron los ensayos, como habían previsto.

David y Annika se sentaron en silencio y escucharon atentamente.

—Ahora ya no canta tan bien —susurró Annika.

—No, ahora está cantando como siempre —confirmó David.

¡Que extraño! La voz ya no tenía ningún parecido con la voz de Emilie.

—Fue la voz de Emilie lo que me hizo detenerme —dijo David—. Empezó a cantar en el momento en que puse el pie sobre la lápida. Me imagino las dificultades que papá tendrá ahora con ella. Jonás tiene razón, esto puede durar mucho.

En cambio, Jonás tardó poco en conseguir lo que necesitaba. Volvió a los diez minutos y comprobó satisfecho que el ensayo continuaba. Había cogido también la llave de la sacristía. En cambio, no se había atrevido a coger el farol que tenía Lindroth para los días de tormenta. Tenían que contentarse con unas linternas pequeñas. Había conseguido una para cada uno.

—Ahora sólo nos queda abrir la puerta y bajar al mundo subterráneo —comentó.

La pesada puerta de hierro chirrió al abrirse, pero no tan fuerte como para que pudieran oírla en el coro. La entornaron para no ser descubiertos.

—No dejes que se cierre de golpe —advirtió Annika asustada.

Pero Jonás aseguró que no había ningún peligro. Él iba en cabeza; los otros dos tanteaban detrás de él, escaleras abajo, en dirección a los ataúdes.

Jonás había olvidado el magnetofón, pero no pudo resistir la tentación de informar:

—Acabamos de superar el último obstáculo y nos dirigimos hacia el reino de los muertos. El aire es sofocante, las paredes rezumaban humedad. ¡Por fin estamos cerca de la meta! La vieja estatua de tres mil años aguarda su resurrección.

—¡Deja de hacer el tonto, Jonás! —susurró Annika—. ¡Ya lo has hecho bastante!

Jonás la alumbró con la linterna y abandonó su papel de reportero.

—Si, mamaíta… Y prepárate, ahora vas a ver algo que vale la pena —comentó.

—Eso espero —respondió Annika.

David se detuvo y alumbró a su alrededor.

—Ahora hay que situar el lugar exacto.

Pero como Jonás había medido en la iglesia la distancia entre la lápida del obispo y las paredes, empezó a orientarse y a medir en pasos.

A su alrededor se oían ligeros crujidos. Annika creyó oír pisadas y vio brillar unos ojos entre los arcos de una tumba.

—Son ratas —dijo Jonás—. ¡Toma regaliz!

Pero eso no mejoró las cosas. Annika estuvo a punto de dar macha atrás.

David la cogió de la mano.

—Estoy aquí —la tranquilizó.

—¿Eres tú? ¿Eres tú quien me coge la mano?

—Eso parece —dijo David, y la apretó con más fuerza.

Annika notó cómo desaparecía el miedo.

—¡Cuántos ataúdes! —exclamó, y pensó que tal vez debía apretar un poco la mano de David.

—Ahora sólo tenemos que averiguar cuál es el que nos interesa —explicó David. Notó la presión de la mano de Annika y le correspondió al instante.

—Tiene que ser debajo de esta bóveda —opinó Jonás—. Doce pasos desde la escalera… Uno, dos, tres… —y contó los pasos mientras los otros esperaban cogidos de la mano. Annika parecía feliz, pensaba que nada en el mundo podría darle miedo.

—Tiene que ser uno de éstos —determinó Jonás señalando hacia delante—. Encima de éste está, allá arriba, la lápida del obispo. ¡Creo que es éste!

Se acercó a un ataúd.

—¡No, espera un momento, no pruebes! —le advirtió David.

—¡Imagínate que abrimos un ataúd falso! —Annika se estremeció.

David le apretó la mano y después la soltó.

—Tenemos que proceder metódicamente —dijo pensativo.

Debajo de aquella bóveda había tres ataúdes. David se acercó y los examinó detenidamente. Estaba en pie y tenía un semblante extraño. De pronto apuntó hacia el ataúd que estaba junto a él.

—Éste es —dijo con voz resulta.

Se inclinó y cogió algo de encima de la tapa. Sin decir palabra, les mostró lo que tenía en la mano.

—¡Un escarabajo pelotero! —exclamó Jonás.

—¡Otra vez el escarabajo! —susurró Annika.

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