Los Hijos de Anansi (17 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Hijos de Anansi
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—No tenía ni idea de que supieses bailar —le dijo.

—Hay tantas cosas que aún no sabes de mí —respondió él.

Aquello la hacía muy feliz. Dentro de poco, estarían casados. ¿Que había cosas que ella aún no sabía de él? Fantástico. Tenía toda una vida para ir descubriéndolas. Le esperaban toda clase de sorpresas.

Se fijó en el modo en que las demás mujeres, y también los hombres, miraban a Gordo Charlie, que caminaba a su lado, y se sintió orgullosa de ser ella la mujer que iba cogida de su brazo.

Cruzaron Leicester Square y arriba, en el cielo, Rosie vio las estrellas brillar, a pesar de la contaminación lumínica.

Por un instante muy breve, se encontró preguntándose por qué no se había sentido tan maravillosamente bien al lado de Gordo Charlie hasta ese momento. A veces, muy en el fondo de su alma, Rosie había llegado a sospechar, incluso, que seguía saliendo con Gordo Charlie sólo para fastidiar a su madre; que la única razón por la que había dicho sí cuando él le propuso matrimonio era que su madre hubiera querido que dijera no... Gordo Charlie la había llevado en una ocasión al West End, al teatro. Lo había hecho para darle una sorpresa por su cumpleaños, pero se había hecho un lío al sacar las entradas, que llevaban fecha del día anterior; la dirección del teatro se había hecho cargo muy amablemente de la situación y, finalmente, les consiguieron dos butacas: una en la platea, detrás de una columna, para Gordo Charlie, y otra para Rosie, en el gallinero, detrás de unas chicas de Norwich que se pasaron toda la representación armando bulla y riendo como idiotas. La noche no había sido precisamente un éxito.

Sin embargo, esa noche había sido realmente mágica. Rosie no había disfrutado de muchos momentos perfectos en su vida pero, en cualquier caso, aquél los superaba a todos con creces.

Le encantaba cómo se sentía cuando estaba con él.

Al acabar el baile, salieron a la calle; iba un poco mareada con tanta vuelta y tanto champán. Gordo Charlie —¿por qué lo llamaba Gordo Charlie?, pensó Rosie de repente, si de gordo no tenía nada— la rodeó con su brazo y dijo:

—Y ahora, te vienes conmigo a casa. —Su voz era tan profunda y tan masculina que le hizo cosquillas en el vientre.

Rosie no salió con el viejo pretexto de que tenía que madrugar al día siguiente, ni con lo de que ya tendrían tiempo para eso cuando estuvieran casados. De hecho, no dijo nada en absoluto. Al contrarío, sólo quería que la noche no acabara y no podía dejar de pensar en lo mucho que deseaba —mejor dicho, lo mucho que necesitaba— abrazar a aquel hombre y besarle en la boca.

Entonces, recordando de repente que tenía que decir algo, respondió: «Sí».

En el taxi, le cogió de la mano y se acurrucó en su hombro, contemplando su rostro a la luz de las farolas y de los coches que pasaban por su lado.

—Llevas un pendiente —dijo Rosie—, ¿cómo es posible que no me haya dado cuenta hasta ahora de que llevas un pendiente?

—Vaya —exclamó sonriendo, su voz era grave, como el sonido de un saxo tenor—, ¿cómo crees que me hace sentir el hecho de que no te hayas fijado nunca en un detalle así después de... cuánto tiempo llevamos saliendo juntos?

—Dieciocho meses —contestó Rosie.

—¿... después de dieciocho meses? —repitió su novio.

Ella volvió a acurrucarse en su hombro y aspiró su aroma.

—Qué bien hueles, me encanta —le dijo—. ¿Te has puesto colonia?

—No, es cien por cien natural —respondió.

—Pues, ¿sabes qué? Deberías embotellarlo.

Rosie pagó al taxista mientras él se adelantaba a abrir la puerta de casa. Subieron juntos las escaleras. Cuando llegaron arriba, le dio la impresión de que él se iba hacia la habitación del fondo.

—Eh, tú —dijo Rosie—, que te equivocas de habitación. El dormitorio está aquí, tonto. ¿Adónde ibas?

—A ninguna parte. Lo he hecho aposta —respondió.

Entraron en la habitación de Gordo Charlie. Rosie corrió las cortinas. A continuación, le miró. Sólo con mirarle se sentía feliz.

—Bueno —dijo Rosie, tras un breve silencio—, ¿no vas a intentar besarme?

—Supongo que sí —dijo, y la besó.

El tiempo se derritió, se estiró y, finalmente, se hizo un bucle. Aquel beso podía haber durado un segundo, una hora o toda una vida, quizá. Y entonces...

—¿Qué ha sido eso?

—Yo no he oído nada —replicó él.

—Parecía un grito de dolor.

—¿No serán un par de gatos peleando?

—Me ha parecido una voz humana.

—Seguramente ha sido un zorro. A veces emiten sonidos que parecen humanos.

Ella se quedó de pie, con la cabeza inclinada a un lado, aguzando el oído.

—Ya no se oye nada —dijo—. Hum... ¿Quieres saber lo que más me ha extrañado de ese grito?

—Ahá —respondió él mientras le rozaba el cuello con los labios—, dime qué es eso que tanto te ha extrañado. Aunque, ahora que lo he hecho callar, ya no te molestará más.

—Lo que más me ha extrañado de ese grito ha sido —dijo Rosie— que parecía tu voz.

Gordo Charlie deambuló por las calles tratando de aclarar sus ideas. Lo más lógico habría sido ponerse a aporrear la puerta de su propia casa hasta que Araña no tuviera más remedio que bajar y dejarle entrar y, acto seguido, soltarles cuatro frescas a él y a Rosie. Eso habría sido lo más lógico. Total y perfectamente lógico.

Lo único que tenía que hacer era volver a casa y explicárselo todo a Rosie y dejar en evidencia a Araña por haberle dejado tirado de aquella manera. Eso era todo lo que tenía que hacer. ¿Tan difícil era?

Bastante más difícil de lo que debería, sin duda. No estaba muy seguro de por qué se había alejado de allí. Y mucho menos todavía, de saber encontrar ahora el camino de vuelta. Aquellas calles que tan bien conocía parecían haberse transformado por completo, como si de repente tuvieran un trazado totalmente distinto. Sin saber cómo, se encontró caminando por callejones sin salida que parecían no tener fin, deambulando por un laberinto de calles residenciales a las tantas de la mañana.

A veces, a lo lejos, le parecía divisar la carretera principal. Veía los faros de los coches y los letreros luminosos de los restaurantes de comida rápida. Sabía que, una vez consiguiera salir a la carretera principal, volver a casa sería pan comido, pero fuera cual fuese la dirección que eligiera, no conseguía llegar, siempre acababa en otra parte.

Empezaban a dolerle los pies. Le sonaban las tripas —más que sonar, rugían—. Estaba cabreado como una mona y, cuanto más andaba, más se cabreaba.

El cabreo le despejó la mente. Las telarañas que enredaban sus ideas empezaban a evaporarse; la intrincada red de calles por la que deambulaba empezaba a simplificarse. Dobló al llegar a la esquina y salió, por fin, a la carretera, justo a la altura del New Jersey Fried Chicken, que permanecía abierto toda la noche. Pidió un menú familiar, se sentó a una de las mesas y se comió hasta el último bocado sin que ningún miembro de su familia tuviera que ayudarle. Una vez hubo terminado, salió a la calle y se quedó esperando en la acera. Divisó un taxi con la luz encendida, lo cual indicaba que estaba libre. Salió a la calzada y lo paró. El coche se detuvo justo delante de él y el taxista bajó la ventanilla.

—¿Adónde va?

—A Maxwell Gardens —respondió Gordo Charlie.

—¿Está de broma? —le espetó el taxista—. Está usted a dos pasos.

—¿Le importaría acercarme? Le daré una buena propina, cinco libras, en serio.

El taxista respiró profunda y ruidosamente por entre los dientes apretados: era la clase de ruido que hace un mecánico antes de preguntarte si le tienes un cariño especial al motor de tu coche.

—Usted verá —dijo el taxista—. Suba.

Gordo Charlie se subió al taxi. El taxista se puso en marcha, esperó a que cambiara el semáforo y dobló la esquina.

—¿Adónde me dijo que íbamos? —preguntó.

—A Maxwell Gardens —respondió Gordo Charlie—, al número 34. Justo al lado de la bodega.

Llevaba la misma ropa del día anterior y deseó haber podido cambiarse. Su madre siempre le decía que llevara ropa interior limpia, por si le atropellaba un coche, y que se cepillara los dientes, por si necesitaban identificarle por su historial odontológico.

—Ya sé dónde dice —dijo el taxista—, está justo antes de salir a Park Crescent.

—Eso es —respondió Gordo Charlie. Se estaba quedando dormido en el asiento trasero.

—Debo de haberme equivocado de esquina —dijo el taxista. Parecía irritado—. Apagaré el taxímetro, ¿vale? Lo dejamos en cinco libras.

—Perfecto —replicó Gordo Charlie, poniéndose cómodo en el asiento de atrás, y se durmió.

El taxi siguió dando vueltas toda la noche tratando de llegar a la vuelta de la esquina.

La agente detective Day, que había sido trasladada por un periodo de un año a la Brigada de Investigación de Delitos Monetarios, llegó a las oficinas de la Agencia Grahame Coats a las 9:30 de la mañana. Grahame Coats la estaba esperando ya en recepción, y la acompañó hasta su despacho.

—¿Le apetece un café? ¿Té?

—No, gracias. Estoy bien así. —Sacó un cuaderno, se sentó y le miró en actitud expectante.

—Bien, le ruego encarecidamente que lleve a cabo su investigación con la mayor discreción posible. La Agencia Grahame Coats se ha labrado una buena reputación a base de honestidad y transparencia. Para esta empresa, el dinero de sus clientes es sagrado. Debo decir que, al principio, cuando me asaltaron las primeras sospechas sobre Charles Nancy, las descarté inmediatamente porque no me parecía correcto sospechar de un trabajador tan eficiente. Si me hubiera preguntado hace una semana qué opinión me merecía Charles Nancy, lo habría calificado de empleado modélico.

—Sin duda. Y bien, ¿cuándo descubrió usted que alguien podía estar desviando dinero de las cuentas de sus clientes?

—Bueno, en realidad aún no estoy completamente seguro de si eso es realmente así. No quiero pensar mal de nadie, ni ser yo quien tire la primera piedra. No juzgues sí no quieres ser juzgado.

En las series de televisión, pensó Daisy, el policía suele decir eso de «aténgase a los hechos». Deseó poder usar aquella frase, pero no lo hizo.

Aquel tipo no le gustaba un pelo.

—He sacado copias impresas de todas las transacciones que considero anómalas —le dijo—. Como verá, todas ellas se hicieron desde el terminal de Nancy. Una vez más, debo insistir en que la discreción es esencial en este asunto: entre los clientes de la Agencia Grahame Coats hay importantes figuras públicas y, como ya le expliqué a su superior, si pudieran llevar a cabo sus pesquisas manteniendo todo este asunto en la más estricta confidencialidad, lo consideraría como un favor personal. La discreción ha de ser su consigna. Si, llegado el caso, pudiéramos persuadir al señor Nancy para que devolviera el dinero malversado sin más, yo me daría por satisfecho y no tendría el menor inconveniente en dar por zanjado este asunto. No tengo mayor interés en llevarlo a los tribunales.

—Haré lo que pueda pero, al acabar la jornada, tenemos la obligación de enviar a la Fiscalía General del Estado toda la información que hayamos podido recopilar. —Daisy se preguntaba qué grado de influencia tendría realmente aquel hombre sobre el Súper—. Dígame, ¿qué fue lo que despertó sus sospechas?

—Ah, sí. Honestamente, y con toda franqueza, he de admitir que fue cierto cambio en su actitud lo que me llamó la atención en un principio. Ya sabe, un perro que no ladra en toda la noche, la manera en la que una hoja de perejil se hunde en la mantequilla. Para un detective los pequeños detalles resultan muy significativos, ¿no le parece, detective Day?

—Ejem, agente detective Day, en realidad. Bien, déjeme esas copias —dijo— y cualquier otro documento que pueda ser relevante; extractos bancarios y demás. Puede que tengamos que llevarnos el terminal, para revisar el disco duro.


Perfectupuesto
—replicó. Sonó el teléfono que tenía encima de la mesa—. ¿Me disculpa un momento? —y contestó—: ¿Ya está aquí? Santo Cielo. Bien, dígale que me espere ahí mismo. Voy enseguida. —Colgó el teléfono—. Creo —le dijo a Daisy— que esto es lo que ustedes, los policías, llaman un acontecimiento digno de quedar registrado en los anales.

Daisy alzó una ceja.

—El famoso Charles Nancy en persona ha venido a verme. ¿Quiere interrogarle? Si lo desea, puede usar mi despacho como sala de interrogatorios. Incluso me parece que tengo una grabadora que podría prestarle.

Daisy respondió:

—No será necesario. Antes de nada, debo revisar toda la documentación.

—Claro, por supuesto —dijo Grahame Coats—, qué estúpido soy. Esto... ¿querría... querría usted echarle un vistazo?

—No veo que eso pueda serme de ninguna utilidad —replicó Daisy.

—Oh, por supuesto, yo no le diría nada de que está usted investigándole —le aseguró Grahame Coats—. Si lo hiciera, cogería el primer avión con destino a cualquier paraíso fiscal antes de que pudiéramos decir «pruebas
prima facie».
Francamente, me gusta pensar que soy extremadamente sensible a los obstáculos que dificultan la labor policial en nuestros días.

Daisy pensó que quienquiera que se dedicara a robar a aquel hombre, no podía ser tan malo. Pero descartó inmediatamente aquel pensamiento por no considerarlo digno de un agente de policía.

—La acompañaré a la salida —se ofreció Grahame Coats.

Había un hombre sentado en la sala de espera. Tenía pinta de haber dormido con la ropa puesta. No se había afeitado y parecía algo confuso. Grahame Coats le hizo una seña a Daisy y señaló al hombre con un gesto de la cabeza. A continuación, dijo en voz alta:

—Charles, Santo Cielo, pero mírate. Tienes un aspecto horrible.

Gordo Charlie le miró con ojos vidriosos.

—No pude volver a mi casa anoche —explicó—. El taxista se hizo un lío.

—Charles —dijo Grahame Coats—, te presento a la agente detective Day, de la Policía Metropolitana. Ha venido a comprobar unos detalles, meras formalidades.

Gordo Charlie se dio cuenta por primera vez de que había alguien más allí. Trató de enfocar la mirada y distinguió una figura con un traje muy serio, seguramente un uniforme. Luego, vio la cara de la mujer.

—Esto... —dijo.

—Buenos días —le saludó Daisy.

Aquéllas fueron las palabras que salieron de su boca, pero mentalmente lo que estaba diciendo era: joder joder joder...

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