Los Hijos de Anansi (36 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Hijos de Anansi
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No se había afeitado desde que salió de Inglaterra, pero aún no tenía una barba propiamente dicha, sino más bien esa barba de tres días que suele dar al hombre un aspecto sospechoso. Sus ojos tenían una sombra negra alrededor, como los ojos de un panda, y las ojeras eran tan oscuras que casi parecían cardenales.

Nadaba un rato todos los días, por la mañana, pero, en general, evitaba el sol; no había amasado aquella fortuna para no poder disfrutarla por culpa de un cáncer de piel, se decía. Ni por ningún otro motivo.

Pensaba demasiado en Londres. En Londres, en todos y cada uno de sus restaurantes favoritos, los
maîtres
le llamaban por su nombre y se aseguraban de que todo estuviera a su gusto. En Londres había gente que le debía favores, y nunca tenía dificultades para conseguir invitaciones para cualquier estreno —y allí había estrenos todas las noches—. Siempre había pensado que disfrutaría en grande de su exilio, pero empezaba a sospechar que se había equivocado.

Buscando un cabeza de turco, llegó a la conclusión de que toda la culpa era de Maeve Livingstone. Ella le había provocado. Había intentado robarle. Era una zorra, una descarada, una mesalina. Se merecía todo lo que le había pasado. Y más que debería haber sufrido. Si llegaran a entrevistarle algún día en televisión, habría contado con aire inocente y lastimoso cómo, en realidad, él no había hecho otra cosa que proteger su patrimonio y su honor de una loca muy peligrosa. Francamente, debía de haber sido un milagro lo que le permitió salir con vida de aquel despacho...

Le había gustado de verdad ser Grahame Coats. En esos momentos, como siempre que estaba en la isla, era Basil Finnegan, y eso le fastidiaba. No se sentía un Basil. Se había ganado su
basilismo
con gran esfuerzo —el verdadero Basil había muerto siendo un bebé, y su fecha de nacimiento no andaba muy lejos de la de Grahame. Hizo falta conseguir un certificado de nacimiento, primero, y una carta de un sacerdote inexistente, después, para que Grahame Coats consiguiera un pasaporte y una identidad nuevos—. Había mantenido viva su nueva identidad; Basil tenía un sólido historial bancario, Basil viajaba a lugares exóticos, Basil se había comprado una lujosa mansión en Saint Andrews sin haberla visto siquiera. Pero, tal como Grahame lo veía, Basil había estado trabajando para él, y ahora el criado se había convertido en el amo. Basil Finnegan se lo había comido vivo.

—Si me quedo aquí —dijo Grahame Coats—, voy a acabar volviéndome loco.

—¿Decía usted? —le preguntó el ama de llaves, plumero en mano, apoyada en el quicio de la puerta.

—Nada —respondió Grahame Coats.

—Me pareció que decía que si se quedaba aquí, se iba a volver loco. Debería salir a dar un paseo. Le hará bien caminar un poco.

Grahame Coats no paseaba; tenía gente que lo hacía por él. Pero, pensó, quizá Basil Finnegan sí paseaba. Se puso un sombrero de ala ancha y cambió sus sandalias por un calzado más cómodo para caminar. Cogió su móvil, le dio instrucciones al jardinero de que fuera a buscarle cuando le llamara y salió de la casa rumbo a la ciudad más cercana.

El mundo es un pañuelo. No hace falta haber vivido mucho tiempo en él para darse cuenta. Hay una teoría según la cual, en todo el mundo, no existen, de verdad, más que quinientas personas (el reparto, por así decirlo; todos los demás, según esta teoría, no son más que meros extras) y, lo que es más, todos se conocen entre sí. Y es verdad, por lo menos hasta cierto punto. En realidad, el mundo se compone de miles y miles de grupos de unas quinientas personas cada uno, y todos ellos se pasan la vida tropezándose los unos con los otros, o tratando de evitarse unos a otros, y, tarde o temprano, se encuentran comprando té en una pequeña y recoleta tienda en Vancouver. Sucede de forma inevitable. No son meras coincidencias. Simple y llanamente, el mundo funciona así, sin hacer distinción entre individuos o propiedades.

Así, Grahame Coats entró en un pequeño café en la carretera que iba a Williamstown para tomar un refresco y sentarse un rato mientras llamaba a su jardinero para que viniera a buscarlo.

Pidió una Fanta y se sentó a una mesa. El lugar estaba prácticamente vacío: dos mujeres, una joven y otra un poco más mayor, estaban sentadas en un rincón del fondo, tomando café y escribiendo unas postales.

Grahame Coats contempló la playa, al otro lado de la carretera. Era el paraíso, pensó. Quizá debiera involucrarse más en la política del lugar; quizá como mecenas. Ya había hecho varias donaciones muy sustanciosas al cuerpo de policía, cosa que incluso podría llegar a convertirse en algo necesario para asegurarse de que...

A su espalda, una voz emocionada e indecisa se dirigió a él:

—¿Señor Coats?

El corazón le dio un vuelco. Era la mujer joven que estaba sentada detrás de él. Le sonreía afectuosamente.

—Qué casualidad ir a encontrármelo precisamente aquí —le dijo—. ¿También usted está de vacaciones?

—Más o menos. —No tenía la menor idea de quién podía ser aquella mujer.

—¿Se acuerda usted de mí? Rosie Noah. Estuve saliendo con Gordo, con Charlie Nancy, ¿recuerda?

—Hola, Rosie. Sí, por supuesto que la recuerdo.

—Estoy haciendo un crucero, con mi madre. Está escribiendo unas postales.

Grahame Coats echó un vistazo por encima de su hombro hacia el fondo del café y aquella especie de madre sudamericana con un vestido estampado lo miró con expresión ceñuda.

—La verdad —continuó Rosie—, es que esto de los cruceros no va mucho conmigo. Diez días yendo de isla en isla. Es agradable encontrarse con un rostro familiar, ¿no cree?


Perfectupuesto
—respondió Grahame Coats—. ¿Debo entender que usted y nuestro querido Charlie ya no son, en fin, uno solo?

—Sí —replicó ella—, supongo que sí.

Grahame Coats sonrió, aparentemente comprensivo. Cogió su Fanta y se fue con Rosie hacia la mesa del rincón. La madre de Rosie irradiaba mala voluntad, igual que un viejo radiador de hierro puede irradiar frío y bajar la temperatura de una habitación, pero Grahame Coats se mostró encantador y muy solícito, y le dio la razón absolutamente en todo. Ciertamente, era espantoso el modo en el que las navieras eludían sus responsabilidades hoy en día; era vergonzoso el modo en el que habían descuidado la organización de los cruceros; era terrible que no hubiera nada que hacer en las islas; y, bajo cualquier punto de vista, era indignante que los pasajeros tuvieran que viajar en semejantes condiciones: diez días sin una bañera, teniendo que apañarse con una triste ducha no precisamente bien equipada. Inconcebible.

La madre de Rosie le habló de las muchas enemistades que había logrado cultivar en los últimos días con ciertos pasajeros americanos cuyo mayor delito, según pudo deducir Grahame Coats, había sido llenar demasiado sus platos en el bufé del
Squeak Attack
y ponerse a tomar el sol justo en el sitio que la madre de Rosie había decidido, ya en su primer día a bordo, que le pertenecía por derecho propio.

Grahame Coats asintió y masculló con aire de aprobación mientras la mujer iba soltando vitriolo gota a gota; dijo
«mmhá»
y cloqueó mostrándose en todo momento de acuerdo con ella y, de ese modo, logró que la madre de Rosie finalmente se mostrara dispuesta a pasar por alto lo mucho que le desagradaban los extraños —máxime si tenían alguna relación con Gordo Charlie— y se soltara a hablar y a hablar. Grahame Coats apenas la escuchó. Grahame Coats reflexionaba.

No sería muy conveniente, pensaba Grahame Coats, que alguien regresara a Londres en este preciso momento e informara a las autoridades de que se había tropezado con Grahame Coats en Saint Andrews. Era inevitable que, tarde o temprano, alguien lo reconociera; no obstante, lo inevitable podía, quizá, retrasarse aún un poco más.

—Permita —le dijo Grahame Coats— que le sugiera una posible solución, al menos para uno de sus problemas. Poseo una casa no muy lejos de aquí. Es una casa muy bonita, o eso me gusta pensar. Y si hay algo que me sobra son baños. ¿Querrían ustedes ser mis invitadas y darse ese capricho?

—No, gracias —le respondió Rosie. De haber aceptado la invitación, su madre habría dicho que debían estar en el puerto de Williamstown a media tarde, cuando pasaran a recogerlas, y la habría regañado por aceptar una invitación como ésa de alguien a quien apenas conocía. Así que Rosie dijo que no.

—Es usted muy amable —dijo la madre de Rosie—. Nos encantaría.

Poco tiempo después, llegó el jardinero con el Mercedes negro, y Grahame Coats abrió la puerta trasera para que subieran Rosie y su madre. Les aseguró que las llevaría al puerto a tiempo de tomar el último bote para regresar a su barco.

—¿Adónde, señor Finnegan? —preguntó el jardinero.

—A casa.

—¿Señor Finnegan? —preguntó Rosie.

—Es una especie de apodo —le explicó Grahame Coats.

Cerró la puerta y rodeó el coche para subir por el lado del acompañante.

Maeve Livingstone estaba perdida. Todo había empezado muy bien: deseó volver a casa, en Pontefract, y, de repente, se produjo un resplandor, se levantó un tremendo viento y, como en una ráfaga fantasmal, se encontró allí. Deambuló por la casa una última vez y luego salió. Deseó ver a su hermana, que vivía en Rye, y, sin tiempo para reaccionar, se encontró en el jardín de su hermana, viéndola pasear a su perro.

Parecía muy fácil.

Fue entonces cuando decidió que deseaba ver a Grahame Coats, y ahí fue cuando la cosa empezó a ir mal. Por un momento, se encontró de nuevo en las oficinas de la Agencia Grahame Coats; luego, en una casa vacía en Purley, que reconoció inmediatamente —recordaba haber estado allí con ocasión de una cena que había celebrado Grahame Coats hacía diez años— y, entonces...

Entonces se perdió. Y cada vez que intentaba ir a otro sitio, la cosa se ponía aún peor.

No tenía ni idea de dónde estaba en ese momento. Parecía un jardín o algo así.

Un chaparrón lo dejó todo perdido de agua, pero ella no se mojó. Salía un leve vapor del suelo, así que no podía estar en Inglaterra. Se estaba haciendo de noche.

Se sentó en el suelo y empezó a moquear.

«Venga —se dijo—. Maeve Livingstone, tienes que sobreponerte.» Pero seguía teniendo ganas de llorar y moqueó todavía más.

—¿Quieres un kleenex? —le preguntó alguien.

Maeve levantó la vista. Un anciano caballero con un sombrero verde y un bigotillo estrecho le estaba ofreciendo un kleenex.

Maeve asintió.

—Aunque no creo que me sirva de mucho. Seguro que no puedo ni cogerlo.

Él sonrió, con aire comprensivo, y le tendió el kleenex. No se le cayó por entre los dedos, así que se sonó la nariz y se secó las lágrimas.

—Gracias. Lo siento mucho. Todo esto es demasiado.

—Son cosas que pasan —replicó el caballero. La miró de arriba a abajo con admiración—. ¿Qué eres? ¿Un
duppy
?

—No —contestó—. Al menos, eso creo... ¿qué es un
duppy
?

—Un fantasma —le explicó. Con aquel bigotillo, se parecía un poco Cab Calloway, o a Don Ameche, a una de esas estrellas de Hollywood que llegaron a viejos sin dejar de ser nunca estrellas. Quienquiera que fuese aquel anciano, seguía siendo una estrella.

—Oh, entiendo. Sí. Eso es lo que soy. Hum. ¿Y usted?

—Más o menos —respondió—. En cualquier caso, estoy muerto.

—Oh. ¿Le importaría decirme dónde estoy?

—Estamos en Florida —le informó—. En el cementerio. Ha sido una suerte que nos hayamos encontrado —añadió—, iba a dar un paseo. ¿Quiere acompañarme?

—¿No debería usted estar en su tumba? —le preguntó, vacilante.

—Me aburría —le dijo—, pensé que me vendría bien dar un paseo. Y pescar un rato, quizá.

Maeve vaciló un momento, y luego asintió. Era agradable tener a alguien con quien charlar.

—¿Le apetece escuchar un cuento? —le preguntó el anciano.

—Pues la verdad es que no —reconoció.

El caballero la ayudó a ponerse en pie y salieron del Parque Cementerio.

—Aprecio su sinceridad. En ese caso, seré breve. No me alargaré mucho. Puedo contar un cuento de modo que dure varias semanas. El secreto está en los detalles: los que cuentas, los que omites. Quiero decir, por ejemplo, si no describes qué tiempo hace ni cómo van vestidos los personajes, puedes ahorrarte la mitad del cuento. Una vez conté un cuento...

—Escuche —le interrumpió Maeve—, si va a contarme un cuento, hágalo ya, ¿de acuerdo?

Bastante malo era ya tener que caminar por el arcén a esas horas, casi de noche. Se recordó que los coches ya no podían atropellada, pero aquello no la tranquilizó.

El anciano empezó a hablar con voz melodiosa.

—Cuando le hable del Tigre —dijo—, debe usted entender que no me refiero sólo a ese felino con rayas, el tigre de Bengala. Es el nombre que la gente utiliza para referirse a todos los grandes felinos en general: el puma, el lince, los jaguares y demás. ¿Me ha comprendido?

—Perfectamente.

—Bien. Pues... hace mucho tiempo —comenzó—, el Tigre era el dueño de los cuentos. Todos los cuentos de todos los tiempos hablaban del Tigre, todas las canciones hablaban del Tigre, y yo diría que incluso los chistes hablaban del Tigre; aunque no había chistes en los tiempos del Tigre. En los cuentos del Tigre, sólo importaba si tus dientes eran fuertes, cazar y matar. En los cuentos del Tigre no había lugar para cosas como la ternura, las bromas o la paz.

Maeve trató de imaginar qué clase de cuentos podía contar un gran felino.

—Debían de ser muy violentos.

—A veces. Pero, más que nada, eran malos. Los tiempos en los que todos los cuentos y todas las canciones eran del Tigre, fueron malos tiempos para todo el mundo. La gente toma la forma de las canciones y los cuentos que les rodean, especialmente si no tiene una canción propia. Y en los tiempos del Tigre todas las canciones eran siniestras. Comenzaban con lágrimas y terminaban con sangre, y eran las únicas historias que aquellos hombres conocían. Y entonces llegó Anansi. Pero, supongo que ya lo sabrá todo de Anansi...

—Pues, no, no me suena —dijo Maeve.

—En fin, si empezara a describirle ahora lo listo y lo apuesto y lo encantador y lo astuto que era Anansi, no acabaría hasta el jueves de la semana que viene —comenzó el anciano.

—Entonces, será mejor que no lo haga —dijo Maeve—. Lo daremos por supuesto. ¿Y qué hizo Anansi?

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