—A mí —le dijo— no me asusta nada.
—¿Nada?
—Nada.
—¿Te asusta muchísimo nada? —le preguntó Gordo Charlie.
—Me da auténtico pavor —admitió el Dragón.
—Pues, ¿sabes? —replicó Charlie—. Tengo los bolsillos llenos de nada. ¿Quieres verla?
—No —respondió el Dragón, a regañadientes—. No tengo el menor deseo de verla.
Hubo un batir de alas —grandes como velas— y Charlie se quedó solo en la playa.
—Esto —dijo— ha sido coser y cantar.
Siguió caminando. Se inventó una canción para amenizar el camino. Charlie siempre había querido inventar canciones, pero nunca se había decidido a hacerlo, básicamente porque estaba convencido de que si alguna vez se ponía a componer una canción, alguien acabaría pidiéndole que la cantara, y esa idea le seducía tanto como la de morir ahorcado. Ahora, cada vez le importaba menos, y fue cantándoles su canción a las luciérnagas, que le seguían montaña arriba. Era una canción que hablaba de ir al encuentro de la Mujer Pájaro y de encontrar a su hermano. Esperaba que a las luciérnagas les estuviera gustando; su luz intermitente se encendía y se apagaba al ritmo de la música.
La Mujer Pájaro le estaba esperando en lo alto de la montaña.
Charlie se quitó el sombrero y sacó la pluma que iba prendida en su cinta.
—Toma. Me parece que esto es tuyo.
Ella no hizo ademán de coger la pluma.
—Ya no hay trato —dijo Charlie—. Te he traído tu pluma y quiero a mi hermano. Tú te lo llevaste. Quiero que me lo devuelvas. No tenía derecho a entregarte la sangre de Anansi.
—¿Y qué pasa si yo ya no tengo a tu hermano?
A la luz de las luciérnagas era difícil estar seguro, pero a Charlie le pareció que no había movido los labios. Las palabras de la Mujer Pájaro le envolvían con las voces del chotacabras y los búhos.
—Quiero recuperar a mi hermano —le dijo—. Lo quiero de una sola pieza e indemne. Y lo quiero ahora mismo. O fuera lo que fuese lo que ocurrió entre mi padre y tú no habrá sido más que el preludio. Ya me entiendes. La obertura.
Era la primera vez en su vida que amenazaba a alguien. No tenía la menor idea de cómo iba a cumplir su amenaza, pero no le cabía duda de que la cumpliría.
—Lo tenía —respondió ella con la distante voz del ave–toro—, pero lo dejé, después de arrancarle la lengua, en el mundo del Tigre. Yo no sería capaz de hacer daño a un descendiente de tu padre. El Tigre sí, una vez recuperado su antiguo valor.
Un silencio. Las ranas y los pájaros nocturnos se quedaron completamente callados. La mujer le miraba impasible, su rostro casi formaba parte de las sombras. Se metió la mano en el bolsillo de su gabardina.
—Dame la pluma —le dijo.
Charlie se la dejó en la palma de la mano.
Se sintió más ligero, como si se hubiera desembarazado de algo más que de una vieja pluma...
Entonces, la mujer le puso algo en la mano: algo frío y húmedo. Al tacto, parecía un pedazo de carne, y Charlie tuvo que contenerse para no tirarlo.
—Devuélvesela —dijo, con la voz de la noche—. Ahora ya no tengo nada en su contra.
—¿Cómo se va al mundo del Tigre?
—¿Cómo llegaste hasta aquí? —le preguntó, casi con sorna, y se hizo completamente de noche, y Charlie se quedó otra vez solo en la montaña.
Abrió la mano y miró el pedazo de carne que le había dado la Mujer Pájaro, era blando y rugoso. Parecía una lengua, y sabía de quién debía de ser.
Se volvió a poner el sombrero y pensó: «me pongo mi gorro de pensar», y según lo pensaba, se dio cuenta de que no le hacía tanta gracia. El sombrero verde no era un gorro de pensar, pero era justo la clase de sombrero que llevaría un hombre que no sólo pensaba, sino que sacaba conclusiones de vital importancia.
Se imaginó todos los mundos como si fueran una tela de araña: su imagen le vino a la cabeza como un destello, y vio que le ponía en contacto con toda la gente que conocía. El hilo que le unía a Araña era resistente y luminoso, y ardía con una luz fría, igual que una luciérnaga o una estrella.
Hubo un tiempo en el que Araña formaba parte de él. Se aferró a esa idea y se concentró en la tela de araña. Tenía en su mano la lengua de Araña: hasta hacía muy poco, aquella lengua había formado parte de su hermano, y deseaba con todas sus fuerzas volver a formar parte de él. Todo lo que está vivo tiene memoria.
La fulgurante luz de la telaraña le indicaba el camino. Charlie no tenía más que seguirla...
La siguió, y las luciérnagas le acompañaron.
—Hey —dijo—, soy yo.
Araña hizo un breve y terrible ruido.
Bajo la tenue luz de las luciérnagas, Araña tenía un aspecto horrible: parecía estar herido. Tenía la cara y el pecho llenos de cicatrices.
—Esto debe de ser tuyo —le dijo Charlie.
Araña cogió su lengua, gesticulando exageradamente para expresarle su agradecimiento, se la metió en la boca, la empujó hacia dentro y se la colocó. Charlie observaba y esperaba. Araña no tardó en darse por satisfecho, probó a mover la lengua en todas direcciones, como si fuera a afeitarse el bigote, abrió la boca y meneó la lengua. Finalmente, cerró la boca y se puso en pie. A continuación, con una voz todavía un tanto extraña, dijo:
—Bonito sombrero.
Rosie fue la primera en llegar a lo alto de la escalera, y abrió la puerta de la bodega. Salió a trompicones. Esperó a su madre y, luego, cerró la puerta y echó el cerrojo. Tampoco había luz allí arriba, pero la luna estaba alta en el cielo y prácticamente llena; acostumbrada a la oscuridad, la pálida luz de la luna que entraba por las ventanas de la cocina casi le parecía un foco.
«Niños y niñas salid a jugar —pensó Rosie—. Parece de día a la luz de la luna...»
—Llama a la policía —le dijo su madre.
—¿Dónde está el teléfono?
—¿Y cómo demonios quieres que sepa dónde está el teléfono? Él sigue ahí abajo.
—Vale —dijo Rosie, preguntándose si sería mejor buscar un teléfono para llamar a la policía o, simplemente, salir de aquella casa, pero no tuvo tiempo de decidirse.
Se oyó un golpe tan fuerte que casi la dejó sorda, y la puerta de la bodega cayó al suelo.
La sombra salió de la bodega.
Era real. Ella sabía que era real. La estaba viendo. Pero era imposible: era la sombra de un gran felino, peludo y enorme. Y lo más extraño de todo era que, a la luz de la luna, la sombra parecía todavía más oscura. Rosie no podía verle los ojos, pero sabía que la estaba mirando, y que estaba hambriento.
Iba a matarla. Había llegado el final.
Su madre le dijo:
—Va a por ti, Rosie.
—Lo sé.
Rosie cogió el primer objeto grande que encontró, un bloque de madera que debía de ser un soporte para cuchillos, y se lo lanzó a la sombra con todas sus fuerzas y, a continuación, sin quedarse a comprobar si le había acertado, salió corriendo tan deprisa como pudo de la cocina. Sabía dónde estaba la puerta de la casa...
Algo oscuro, que caminaba sobre cuatro patas, se movió más rápido que Rosie: saltó por encima de su cabeza y aterrizó sigilosamente justo delante de ella.
Rosie pegó la espalda contra la pared. Tenía la boca seca.
La fiera se interponía entre ellas y la puerta principal, y avanzaba lentamente hacia Rosie, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Su madre salió corriendo de la cocina y pasó por delante de Rosie. Fue tambaleándose por el pasillo, a la luz de la luna, directa hacia la inmensa sombra, agitando frenéticamente los brazos. Con sus frágiles puños le asestó a la fiera un puñetazo en las costillas. Hubo un momento de pausa, como si el mundo estuviera conteniendo la respiración, y, después, la fiera se abalanzó sobre ella. Al momento, la madre de Rosie cayó derribada y la sombra la sacudió como si fuera una muñeca de trapo atrapada en la boca de un perro.
Sonó el timbre de la puerta.
Rosie quería pedir ayuda pero, en lugar de eso, se encontró gritando, muy alto y de manera insistente. Cuando Rosie se encontraba de repente con una araña en el baño, era capaz de gritar como la protagonista de una película de terror de serie B al encontrarse por primera vez frente al hombre del traje de neopreno. En ese momento, estaba en una casa con la sombra de un tigre y un asesino en serie en potencia, y uno de ellos —quizá ambos— acababa de atacar a su madre. Mentalmente, barajó varias reacciones posibles (La pistola: la pistola estaba en la cámara; debería bajar allí y cogerla. O la puerta: podía intentar saltar por encima de la fiera y de su madre y abrir la puerta principal), pero sus pulmones y su boca no podían parar de gritar.
Se oyó un fuerte golpe en la puerta principal. «Están intentando echarla abajo —pensó—. No lo conseguirán, es demasiado resistente.»
Su madre estaba tendida en el suelo en un charco de luz, y la sombra se cernía sobre ella. La sombra echó hacia atrás la cabeza y rugió, un rugido potente de miedo, de desafío y de posesión.
«Estoy alucinando —pensó Rosie con disparatada certeza—. He estado dos días encerrada en un sótano y ahora estoy alucinando. No hay ningún tigre.»
De la misma manera, estaba segura de que no había ninguna mujer pálida bajo la luz de la luna, aunque la estaba viendo caminar por el pasillo, una mujer de rubios cabellos con las largas piernas y las estrechas caderas de una bailarina. La mujer se detuvo al llegar junto a la sombra del tigre.
—Hola, Grahame —dijo.
La fiera–sombra levantó su inmensa cabeza y rugió.
—No creas que puedes esconderte de mí con ese absurdo disfraz de animal —dijo la mujer. No parecía muy contenta.
Rosie se percató de que podía ver la ventana a través del torso de la mujer, y retrocedió hasta quedarse con la espalda completamente pegada a la pared.
La fiera volvió a rugir, pero, esta vez, con cierta inseguridad.
—No creo en los fantasmas, Grahame. No he creído en ellos en toda mi vida. Pero, entonces, te conocí a ti. Dejaste que la carrera de Morris se fuera a pique. Nos robaste. Me asesinaste. Y finalmente, por si fuera poco, me obligaste a creer en los fantasmas.
El tigre–sombra gañía, y retrocedía por el pasillo.
—No creas que te vas a librar de mí, maldito miserable. Puedes fingir que eres un tigre, si quieres. Pero no eres un tigre. Eres una rata. No, eso sería insultar a muchas nobles especies de roedores. Eres menos que una rata. Eres un jerbo. Eres un armiño.
Rosie echó a correr por el pasillo. Pasó por delante de su madre y de la fiera–sombra. Pasó a través de la mujer pálida, era como atravesar un banco de niebla. Llegó a la puerta principal y la tanteó, intentando encontrar los cerrojos.
Dentro de su cabeza, o quizá fuera de ella, Rosie oía una discusión. Alguien decía:
«No le hagas ni caso, idiota. No puede tocarte. No es más que una
duppy.
Apenas es real. ¡Coge a la chica! ¡Detenla!»
Y otro replicaba:
«Entiendo tu punto de vista. Pero no estoy seguro de que hayas tenido en cuenta todas las circunstancias, vis—à—vis, en fin, discreción, hum, mejor parte del valor, no sé si me sigues...»
«Yo dirijo, tú me sigues a mí.»
«Pero...»
—Lo que quiero saber —dijo la pálida mujer— es hasta qué punto eres un fantasma en este momento. Quiero decir que yo no puedo tocar a los vivos, en realidad ni siquiera puedo tocar los objetos. Sólo puedo tocar a los fantasmas.
La mujer pálida le sacudió una fuerte patada en la cara a la fiera. El tigre–sombra silbó y dio un paso atrás, y el pie falló por menos de un centímetro.
La siguiente patada sí le acertó, y la fiera aulló. Otra patada bien fuerte en el hocico de la fiera y la bestia hizo un ruido parecido al que hace un gato cuando lo bañas, un gemido de desamparo, de espanto y de indignación, de vergüenza y de derrota.
Las carcajadas de la mujer muerta resonaron por todo el pasillo, eran carcajadas de júbilo y de entusiasmo.
—Armiño —dijo la mujer—. Grahame Armiño.
Un viento frío barrió la casa.
Rosie quitó el último de los cerrojos. La puerta principal se abrió. Los fogonazos de los flashes cegaron a Rosie. Gente, coches. Una voz femenina dijo:
—Es una de las turistas desaparecidas —y, a continuación—. ¡Dios mío!
Rosie se dio la vuelta.
A la luz de los flashes, Rosie pudo ver a su madre, encogida en el suelo de baldosas y, a su lado, descalzo e inconsciente e indudablemente humano, Grahame Coats. Había salpicaduras de un líquido rojo a su alrededor, como pintura roja, y, por un segundo, Rosie no fue capaz de imaginar qué podía ser.
Una mujer le estaba hablando. Le decía:
—Eres Rosie Noah. Me llamo Daisy. Vamos a algún sitio donde puedas sentarte. ¿Quieres sentarte?
Alguien debía de haber encontrado el cuadro eléctrico, porque en ese mismo momento se encendieron las luces de toda la casa.
Un hombre fuerte con uniforme de policía se inclinaba sobre los cuerpos. Alzó la vista y dijo:
—Efectivamente, es el señor Finnegan. No respira.
—Sí, por favor. Necesito sentarme —dijo Rosie.
Charlie se había sentado al lado de Araña al borde del precipicio, a la luz de la luna, con las piernas colgando por fuera.
—¿Sabes? —le dijo—. Al principio formabas parte de mí. Cuando éramos niños.
Araña inclinó la cabeza a un lado.
—¿En serio?
—Eso creo.
—Bueno, eso explicaría algunas cosas. —Extendió la mano: tenía una araña de siete patas sobre el dorso—.Y ahora, ¿qué? ¿Voy a volver a ser parte de ti, o qué?
Charlie arrugó el ceño.
—Creo que has crecido mejor solo que si hubieras crecido formando parte de mí. Y te has divertido mucho más.
—Rosie. El Tigre conoce a Rosie. Tenemos que hacer algo —le dijo Araña.
—Pues claro que sí —respondió Charlie.
Era como llevar la contabilidad, pensó: anotas las entradas en una columna, los deduces de las de otra columna, y si no te has equivocado, las cuentas cuadran al final de la página. Cogió la mano de su hermano.
Se levantaron y dieron un paso al frente, más allá del borde del precipicio...
... y todo era luminoso...
Un viento frío sopló entre ambos mundos.
—No eres mi parte mágica, ¿lo sabías? —dijo Charlie.
—¿Ah, no?
Araña avanzó un paso más. Docenas de estrellas fugaces cruzaban el cielo. Alguien, en algún lugar, estaba tocando una dulce melodía con una flauta.