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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

Los Hijos de Anansi (45 page)

BOOK: Los Hijos de Anansi
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Un paso más, y empezaron a oír un enjambre de sirenas.

—No —dijo Charlie—, no lo eres. La señora Dunwiddy creía que sí. Ella nos separó, pero lo cierto es que nunca llegó a entender lo que estaba haciendo. En realidad, somos como las dos mitades de una estrella de mar. Tú te convertiste en una persona completa. Y lo mismo hice yo —y según lo decía, se dio cuenta de que era verdad.

Se quedaron de pie al borde del acantilado, estaba amaneciendo. Una ambulancia subía montaña arriba, con la sirena puesta, y detrás venía otra. Aparcaron en la cuneta, junto a un montón de coches de policía.

Daisy parecía estar diciéndole a cada uno lo que tenía que hacer.

—No hay gran cosa que podamos hacer aquí. Ahora no —dijo Charlie—. Vamos.

La última de las luciérnagas les abandonó y se fue a dormir.

Cogieron el primer minibús de la mañana para volver a Williamstown.

Maeve Livingstone estaba en el piso de arriba, sentada en la biblioteca de la casa de Grahame Coats, rodeada de las obras de arte, los libros y los DVD de Grahame Coats. Estaba mirando por la ventana. Abajo, los servicios de urgencias de la isla llevaban a Rosie y a su madre hacia una de las ambulancias, y a Grahame Coats hacia la otra.

Realmente había disfrutado pateando la cara de aquella especie de bestia en la que se había convertido Grahame Coats. Era la mayor satisfacción que se había dado desde que murió —aunque, para ser sincera consigo misma, tenía que admitir que lo de bailar con el señor Nancy no le andaba a la zaga. Era un bailarín muy ágil y diestro.

Estaba cansada.

—¿Maeve?

—¿Morris? —Miró a su alrededor, pero la habitación estaba vacía.

—No querría molestarte si aún estás ocupada, cielo.

—Eso es muy amable por tu parte —replicó ella—, pero creo que ya he terminado.

Las paredes de la biblioteca empezaban a desvanecerse. Poco a poco, perdían su color y su forma. Empezaba a aparecer el mundo que había detrás de ellas, y en su luz distinguió una figura pequeña elegantemente trajeada que la estaba esperando. Deslizó su mano en la de él.

—¿Adónde vamos ahora, Morris? —le preguntó.

—Oh, pues será un cambio muy agradable —le dijo—. Siempre he querido ir allí.

Y, cogidos de la mano, se fueron los dos.

Capítulo Decimocuarto

En el que la historia llega a sus diversos finales

Unos fuertes golpes en la puerta despertaron a Charlie. Desorientado, miró a su alrededor: estaba en una habitación de hotel; varios acontecimientos de todo punto imposibles se agolpaban en su cabeza como mariposas alrededor de una bombilla y, mientras intentaba encontrarles algún sentido, sacó los pies de la cama y caminó hacia la puerta. Parpadeó frente al impreso que había pegado en la puerta, que le indicaba hacia dónde debía ir en caso de incendio, mientras intentaba recordar lo que había ocurrido la noche anterior. Después, abrió la puerta.

Daisy lo miró.

—¿Has dormido con el sombrero puesto? —le preguntó.

Charlie se llevó la mano a la cabeza. Efectivamente, llevaba puesto el sombrero.

—Sí —respondió—, se ve que sí.

—¡Dios! —exclamó—. Bueno, por lo menos te quitaste los zapatos. Anoche te perdiste lo más emocionante, ¿sabes?

—¿Ah, sí?

—Lávate los dientes —le dijo— y cambiate de camisa. Pues sí, te lo perdiste. Ocurrió mientras estabas... —y vaciló. Pensándolo bien, parecía muy poco probable que de verdad se hubiera esfumado durante una sesión de espiritismo. Era imposible. Al menos, en el mundo real—... mientras no estabas. Levanté de la cama al jefe de policía para que fuera a casa de Grahame Coats. Tenía secuestradas a esas dos turistas.

—¿Turistas...?

—Eso dijo cuando interrumpió nuestra cena, habló de que habíamos enviado a dos personas a espiarlo, las dos que tenía en su casa. Eran tu novia y su madre. Las tenía encerradas en el sótano.

—¿Están bien?

—Se las han llevado al hospital.

—Oh.

—Su madre está algo maltrecha. Pero creo que tu novia se recuperará enseguida.

—¿Quieres dejar de llamarla así? No es mi novia. Rompió el compromiso.

—Sí. Pero tú no lo has hecho, ¿o sí?

—No está enamorada de mí —dijo Charlie—. Y ahora, voy a cepillarme los dientes y a cambiarme de camisa, así que te agradecería que me dejaras a solas.

—También deberías darte una ducha —dijo— y ese sombrero huele a tabaco.

—Es una reliquia familiar —le explicó, y se encerró en el baño para darse una ducha.

El hospital estaba a unos diez minutos del hotel, y Araña estaba sentado en la sala de espera, con un sobado ejemplar del
Entertainment Weekly
en las manos, como si estuviera leyéndolo.

Charlie le dio un toque en el hombro, y Araña dio un brinco. Levantó la vista con recelo, pero se relajó un poco al ver que era su hermano, aunque no del todo.

—Me dijeron que esperara aquí —le dijo Araña—, porque no soy pariente suyo ni nada.

Charlie se quedó atónito.

—Bueno, ¿y por qué no les dijiste que eras un pariente? ¿O su médico?

Araña parecía incómodo.

—Bueno, es fácil hacer una cosa así cuando te da igual. Si me diera igual entrar o no, habría entrado sin la menor dificultad. Pero ahora sí me importa, no me gustaría estorbar ni cometer un error, y ¿qué pasaría si lo intentara y me dijeran que no y entonces...? ¿Por qué sonríes de esa manera?

—Por nada —respondió Gordo Charlie—, es sólo que me suena bastante familiar eso que dices. Venga. Vamos a buscar a Rosie. ¿Sabes? —le dijo a Daisy, según se metían por el primer pasillo que encontraron—: hay dos formas de poder moverse libremente por un hospital. O finges que trabajas en él (ahí tienes, Araña. Esa bata blanca que hay detrás de la puerta es de tu talla. Póntela), o finges que estás tan desorientado que nadie se quejará de tu presencia. Simplemente, dejarán que otro se encargue de llamarte la atención.

Charlie empezó a tararear.

—¿Qué es eso que cantas? —le preguntó Daisy.

—Se titula
Pájaro Amarillo
—respondió Araña.

Charlie se echó el sombrero hacia atrás y entraron en la habitación de Rosie.

Rosie estaba sentada en la cama, leyendo una revista, con cara de preocupación. Cuando los vio entrar, se preocupó aún más. Miró alternativamente a Araña y a Charlie.

—Estáis muy lejos de casa —les dijo.

—Todos estamos muy lejos de casa —respondió Charlie—. Bien, a Araña ya le conoces. Esta es Daisy, es policía.

—De eso ya no estoy muy segura —replicó Daisy—. Creo que me he metido en un montón de líos.

—¿Eres la chica que estuvo allí anoche? ¿La que llevó allí a la policía de la isla? —Rosie hizo una pausa. Y continuó—: ¿Se sabe algo de Grahame Coats?

—Está en cuidados intensivos, igual que tu madre.

—Pues, si ella sale de allí antes que él —dijo Rosie—, espero que lo mate. No quieren decirme cómo se encuentra mi madre. Sólo me han dicho que está muy grave, y que me informarán tan pronto como haya alguna novedad. —Miró a Charlie—. No es tan mala como tú crees, de verdad. No cuando llegas a conocerla un poco mejor. Mientras estuvimos allí encerradas, a oscuras, tuvimos mucho tiempo para hablar. Es buena gente.

Se sonó la nariz. Luego, continuó:

—No creen que vaya a salvarse. No me lo han dicho abiertamente, pero es lo que deduzco del hecho de que no quieran decirme nada. Es curioso. Siempre pensé que sería capaz de sobrevivir a cualquier cosa.

—Yo también —le dijo Charlie—. Incluso llegué a pensar que, si estallaba una guerra nuclear, no quedarían más que unas cuantas cucarachas radiactivas y tu madre.

Daisy le dio un pisotón.

—¿Saben algo más sobre qué fue lo que la atacó? —preguntó Daisy.

—Les dije —respondió Rosie— que en la casa había un animal. Quizá no fuera más que Grahame Coats. Quiero decir que era un poco como él, pero tampoco era exactamente él. Mi madre lo apartó de mí, y entonces fue a por ella... —se lo había explicado lo mejor que había podido a la policía, aquella misma mañana. Había decidido no decir nada del fantasma de aquella mujer. A veces, cuando estás sometido a una presión excesiva, la mente te juega una mala pasada, y creía que sería mejor que la gente no supiera que eso era exactamente lo que le había sucedido.

Rosie dejó de hablar. Estaba mirando fijamente a Araña, como si acabara de recordar quién era.

—Todavía te odio —le dijo—, ¿sabes?

Araña no dijo nada, pero su expresión indicaba lo mal que se sentía, y ya no parecía un médico: ahora parecía un hombre que había cogido una bata blanca de detrás de una puerta y parecía preocupado de que alguien le pillara. La voz de Rosie adquirió un tono diferente, como si estuviera hablando en sueños.

—Sólo —dijo—, sólo que cuando estaba allí encerrada, tuve la impresión de que me estabas ayudando. De que estabas manteniendo a aquel animal lejos de mí. ¿Qué te ha pasado en la cara? La tienes llena de arañazos.

—Un animal me arañó —respondió Araña.

—¿Sabéis? —dijo Rosie—, ahora que os veo a los dos juntos, no os parecéis en nada.

—Yo soy el guapo —dijo Charlie, y Daisy volvió a pisarle por segunda vez.

—¡Dios! —murmuró Daisy. Y, a continuación, un poco más alto—. Charlie, sal conmigo un momento, hay algo de lo que tenemos que hablar. Ahora mismo.

Salieron al pasillo y dejaron a Araña con Rosie.

—¿Qué? —preguntó Charlie.

—¿Qué de qué? —dijo Daisy.

—¿Qué era eso de lo que querías hablarme?

—Nada.

—Y, entonces, ¿para qué hemos salido? Ya la has oído. Le odia. No deberíamos haberles dejado a solas. Probablemente a estas alturas lo habrá matado.

Daisy le miró con la misma cara que hubiera puesto Jesús si alguno se le hubiera acercado a decirle que era alérgico al pan y a los peces y que si no le importaba hacerle una ensalada de pollo rapidita: había lástima en su expresión, además de una casi infinita compasión.

Daisy se llevó un dedo a los labios y le empujó hacia la puerta. Charlie echó un vistazo a lo que sucedía en el interior de la habitación: Rosie no parecía estar matando a Araña. En todo caso, era justo lo contrario.

—Oh —exclamó Charlie.

Se estaban besando. Dicho así, nadie podría culparos por suponer que aquello era un beso normal y corriente, con sus labios, su piel, e incluso su poquito de lengua. Pero estaríais pasando por alto cómo sonreía él, cómo brillaban sus ojos. Y después, cuando terminaron de besarse, cómo se quedó él allí de pie, como si acabara de descubrir el arte de estar de pie y supiera hacerlo mejor que nadie.

Charlie dejó de mirarles y se encontró con que Daisy estaba hablando con un montón de médicos y con el agente de policía que había ido al hotel a hablar con ellos la noche anterior.

—Bueno, la verdad es que siempre sospechamos que no era trigo limpio —le estaba diciendo el agente—. Quiero decir que, sinceramente, siempre son los extranjeros los que se comportan de este modo. Los isleños jamás harían una cosa así.

—Obviamente, no —replicó Daisy.

—Le estamos muy agradecidos —dijo el jefe de policía, dándole unas palmaditas en la espalda a Daisy de un modo que a ésta le dio cien patadas—. Esta damita ha salvado la vida de esa mujer —le dijo a Charlie, dándole también una condescendiente palmadita en el hombro, antes de marcharse con los médicos por el pasillo.

—¿Qué está ocurriendo aquí?—le preguntó Charlie.

—Pues Grahame Coats ha muerto —respondió—. Más o menos. Y tampoco tienen demasiadas esperanzas de que la madre de Rosie se recupere.

—Ya veo —dijo Charlie. Se quedó pensándolo un momento. Luego dejó de pensar y tomó una decisión—. ¿Te importa si hablo un momentito con mi hermano? Creo que hay algo de lo que tenemos que hablar.

—De todos modos, yo me vuelvo al hotel. Voy a mirar el
e—mail.
Probablemente tenga que pedir perdón por teléfono a un montón de gente. Averiguar si aún tengo una carrera.

—Pero eres una heroína, ¿no?

—No creo que sea para eso para lo que me pagan —respondió, con aire triste—. Ven a buscarme al hotel cuando hayas terminado.

Araña y Charlie caminaron por la calle mayor de Williamstown bajo un espléndido sol matutino.

—Ese sombrero es realmente bonito —le dijo Araña.

—¿De verdad lo crees?

—Sí. ¿Puedo probármelo?

Charlie le pasó a Araña el sombrero verde. Araña se lo puso y se miró en un escaparate. Hizo una mueca y se lo devolvió a su hermano.

—Bueno —dijo, un tanto decepcionado—, a ti te sienta muy bien.

Charlie se volvió a poner el sombrero. Hay cierto tipo de sombrero que uno sólo puede ponerse si está dispuesto a lucirlo con gracia, a llevarlo ladeado, y a caminar con ritmo, casi como si estuvieras a punto de echarte a bailar. Esa clase de sombrero exige mucho a quien lo lleva. Este era de esa clase de sombreros, y Charlie sabía lucirlo.

—La madre de Rosie se está muriendo —le dijo.

—Ya.

—La verdad es que nunca me gustó nada de nada.

—Yo no llegué a conocerla tan bien como tú. Pero con el tiempo supongo que no me habría gustado nada de nada.

—Tenemos que intentar salvarle la vida, ¿no? —lo dijo sin mucho entusiasmo, como si le estuviera diciendo que ya iba siendo hora de ir al dentista.

—No creo que tengamos esa clase de poder.

—Papá hizo algo parecido por mamá. Hizo que mejorara, temporalmente.

—Pero papá era papá. ¿Cómo vamos a hacer nosotros una cosa así?

—Aquel lugar en el fin del mundo. El sitio ese de las cuevas.

—En el principio del mundo, no en el fin. ¿Qué intentas decir?

—¿Podemos trasladarnos hasta allí? ¿Sin todo el rollo ese de las velas, las hierbas y demás gilipolleces?

Araña se quedó callado. Luego, asintió.

—Creo que sí.

Se dieron la vuelta, caminaron en una dirección que normalmente no estaba allí y se alejaron de la calle mayor de Williamstown.

Empezaba a amanecer, y Araña y Charlie caminaban por una playa llena de calaveras. No eran exactamente humanas, y tapizaban toda la playa como si fueran piedras amarillas. Charlie las sorteaba siempre que podía, mientras que Araña caminaba sobre ellas. Al llegar al final, tomaron un camino a la izquierda que estaba a la izquierda absolutamente de todo, y se encontraron frente a las montañas del principio del mundo, tan altas que la cima y el piedemonte quedaban fuera del alcance de la vista.

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