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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

Los Hijos de Anansi (43 page)

BOOK: Los Hijos de Anansi
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Araña hizo algo así como «¡hmé!», que es lo que la gente suele hacer cuando piensa que alguien les está mintiendo.

—Se llama Rosie.

Araña hizo un ruido involuntario al oír aquello.

Alguien rio a carcajadas en medio de la oscuridad.

—Y si hablamos de los ojos —dijo—, los tuyos sólo ven, con suerte, lo que es obvio y a plena luz del día; pero mi gente tiene ojos que les permiten ver cómo se eriza el vello de tus brazos mientras me escuchas, están viendo el terror en tu cara, y todo esto, en la oscuridad de la noche. Tenme miedo, hijo de Anansi, y si tienes una última oración y quieres rezar, hazlo ahora.

Araña no tenía ninguna oración, pero tenía piedras, y podía lanzarlas. Quién sabe, igual tenía suerte y acertaba a pesar de la oscuridad. Araña sabía que eso sería un milagro, pero se había pasado la vida confiando en los milagros.

Cogió otra piedra.

Algo le rozó el dorso de la mano.

«Hola», dijo en su mente la araña de barro.

«Hola —pensó Araña—, escucha, ahora estoy algo liado, intento evitar que me devoren, así que, si no te importa quitarte de en medio un momento...»

«Pero es que las he traído —pensó la araña—. Tal como me pediste que hiciera.»

«¿Tal como yo te pedí?»

«Me dijiste que fuera a buscar ayuda. Las he traído conmigo. Siguieron el hilo que he ido tejiendo. En esta creación no hay arañas, así que me fui al otro lado y he venido desde allí tejiendo un hilo para guiarlas. He traído a las más guerreras. He traído a las más valientes.»

—Dime en qué estas pensando —dijo la voz del gran felino en la oscuridad. Y, a continuación, con un toque de refinada ironía, añadió—: ¿Qué pasa? ¿Te ha comido la lengua el gato?

Una sola araña no hace ruido. Las arañas cultivan el silencio. Incluso las que hacen ruido se quedan tan calladas como pueden, y esperan. Eso es lo que hacen las arañas la mayor parte del tiempo: esperar.

Un leve rumor fue llenando lentamente la noche.

Araña le comunicó mentalmente a aquella pequeña araña de siete patas —que había creado a partir de su sangre, un poco de barro y saliva— lo agradecido que le estaba y lo orgulloso que se sentía de ella. La araña subió desde el dorso de su mano hasta su hombro.

Araña no podía verlas, pero sabía que todas estaban allí; las arañas grandes y las pequeñas, las venenosas y las que pican: enormes arañas peludas y las pequeñas y elegantes arañas queratinosas. Sus ojos aprovechaban hasta el más mínimo resquicio de luz, pero veían a través de sus patas, transformando mentalmente en imágenes las vibraciones que percibían a través de ellas.

Eran un ejército.

El Tigre habló una vez más en medio de la oscuridad.

—Cuando estés muerto, hijo de Anansi, cuando todos los de tu sangre hayan muerto, los cuentos serán míos. La gente volverá a contar cuentos del Tigre. Se reunirán y ensalzarán mi inteligencia y mi fuerza, mi crueldad y mi gozo. Todos y cada uno de los cuentos serán míos. El mundo volverá a ser como era: un lugar duro. Un lugar oscuro.

Araña escuchó el rumor de su ejército.

Estaba sentado al borde del precipicio por una razón muy concreta. Aunque, por un lado, no le ofrecía ninguna posibilidad de ponerse a cubierto, por otro impedía que el Tigre se abalanzara sobre él; forzosamente tenía que arrastrarse para acercarse a él.

Araña se echó a reír.

—¿De qué te ríes, hijo de Anansi? ¿Has perdido el juicio?

Entonces, Araña se rio aún más alto y durante más tiempo.

Se oyó un aullido. El Tigre se había topado con el ejército de Araña.

El veneno de una araña puede actuar de formas muy diferentes. A menudo, se tarda un buen rato en empezar a notar realmente el efecto de una picadura. Los naturalistas llevan muchos años discutiendo esa cuestión: hay arañas cuya picadura puede hacer que los tejidos afectados se gangrenen y se necrosen, a veces, incluso un año después de haber recibido la picadura. ¿Que por qué actúan de este modo las arañas? La respuesta es muy sencilla: porque a las arañas les parece muy divertido, y no quieren que las olvides jamás.

La viuda negra picó al Tigre en su ya amoratado hocico, la tarántula le picó en las orejas; por momentos, notaba como una quemazón y unas punzadas de dolor en sus zonas más sensibles, que, además, se le hinchaban y le escocían. El Tigre no tenía ni idea de lo que estaba pasando: lo único que sabía era que le escocía y le dolía y que, de repente, sentía miedo.

Araña se rio, aún más fuerte y por más rato, y oyó cómo la enorme fiera se batía en retirada por entre la maleza, rugiendo de dolor y de miedo.

Entonces, se sentó y esperó. El Tigre volvería, de eso no le cabía la menor duda. Aquello aún no se había acabado.

Araña cogió a la araña de siete patas de su hombro y la acarició, pasando suavemente sus dedos por su ancho lomo.

Un poco más abajo, vio brillar una luz verde y fría, que parpadeaba como las luces de una diminuta ciudad, iluminándose de forma intermitente en medio de la oscuridad. Venía hacia él.

Aquel parpadeo resultaron ser cien mil luciérnagas. En el centro, se veía una silueta humana. Avanzaba con determinación montaña arriba.

Araña se preparó para lanzar una piedra y, mentalmente, dio orden a sus tropas arácnidas de que se prepararan para un nuevo ataque. Y entonces se detuvo. Había algo que le resultaba familiar en aquella silueta recortada contra la luz de las luciérnagas: llevaba un sombrero verde con el ala curvada.

Grahame Coats se había bebido ya prácticamente la media botella de ron que había encontrado en la cocina. Había abierto el ron porque no quería bajar a la bodega, y porque imaginaba que el ron le emborracharía antes que el vino. Por desgracia, no fue así. No parecía estar haciéndole ningún efecto, y desde luego no le estaba ayudando a desconectar de lo que sentía, que era exactamente lo que pretendía. Se paseó por la casa con la botella en una mano y un vaso medio lleno en la otra, y unas veces bebía de una y otras, de la otra. Se vio reflejado en un espejo, avergonzado y sudoroso.

—Anímate —dijo en voz alta—. Podría no suceder nunca. Mal bien venga. Todo cerdo San Martín. Soplan vientos.

El ron se había terminado.

Volvió a la cocina. Abrió varios cajones antes de percatarse de que había una botella de jerez en el fondo. Grahame la cogió y la acunó agradecido, como si fuera un viejo amigo muy pequeño que hubiera vuelto tras haber pasado muchos años en alta mar.

Desenroscó el tapón. Era jerez dulce del que se utiliza para guisar, pero se lo tragó igual que si fuera limonada.

Grahame Coats reparó en otras muchas cosas mientras buscaba algo de alcohol en la cocina. Había, por ejemplo, cuchillos. Algunos estaban muy afilados. En un cajón había, incluso, un hacha de carnicero de acero inoxidable. Grahame Coats le dio su beneplácito. Podría ser la manera más sencilla de resolver el problema que tenía en el sótano.


Habeas corpus
—dijo— o
habeas delicti.
Algo así. Sin cadáver, no hay crimen.
Ergo. Quod erat demonstrandum.

Sacó la pistola del bolsillo de su chaqueta y la dejó sobre la mesa de la cocina. Colocó alrededor de ella los cuchillos como si fueran los radios de una rueda.

—En fin —dijo, en el mismo tono que usaba antes para convencer a inocentes grupos de música infantiles de que había llegado la hora de que firmaran un contrato con él y abrazaran la fama, que no el dinero—, cualquier tiempo pasado fue peor.

Se metió tres cuchillos en el cinturón, se guardó el hacha de carnicero en el bolsillo de su chaqueta y, a continuación, pistola en mano, bajó por la escalera hasta la bodega. Encendió las luces, guiñó un ojo a las botellas de vino, cada una en su sitio, todas cubiertas por una fina capa de polvo, y, por fin, llegó a la puerta de la cámara donde estaban encerradas sus dos prisioneras.

—Muy bien —gritó—, les alegrará escuchar que no voy a hacerles ningún daño. Voy a dejarlas marchar a las dos ahora mismo. Todo ha sido una confusión. Aun así, no les guardo ningún resentimiento. De nada vale llorar por la leche derramada. Vayan hacia la pared del fondo. Ahora. Nada de trucos.

Era casi reconfortante, pensó mientras descorría los cerrojos, la cantidad de clichés a los que uno podía recurrir cuando tenía una pistola en la mano. A Grahame Coats eso le hacía sentirse parte de una hermandad: a su lado, Bogart, y Cagney, y toda esa gente que se habla a voces en COPS.
[9]

Encendió la luz y abrió la puerta. La madre de Rosie estaba de pie, contra la pared del fondo, de espaldas a él. Cuando él entró, se levantó la falda y meneó su increíblemente huesudo y bronceado trasero.

Se quedó boquiabierto. Justo entonces, Rosie aprovechó para darle un golpe con la oxidada cadena en la muñeca, haciendo que la pistola saliera volando y fuera a parar al otro lado de la habitación.

Con el entusiasmo y la precisión de una mujer mucho más joven, la madre de Rosie le dio una patada en la entrepierna y, mientras él se llevaba la mano a los genitales y doblaba su cuerpo hacia delante, aullando tan alto que sólo los perros y los murciélagos podrían oírlo, Rosie y su madre salieron a trompicones de la cámara.

Cerraron la puerta y Rosie echó uno de los cerrojos. Madre e hija se abrazaron.

Estaban aún en la bodega cuando todas las luces se apagaron.

—Han saltado los fusibles, no pasa nada —dijo Rosie, para tranquilizar a su madre. No estaba segura de creerlo ella misma, pero no se le ocurría ninguna otra explicación.

—Deberías haber echado los dos cerrojos —le dijo su madre. Y, a continuación, se dio un golpe en el dedo gordo y exclamó—. ¡Ay!

—Míralo por el lado bueno —dijo Rosie—. Él tampoco puede ver en la oscuridad. Cógete de mi mano. Creo que la escalera está por aquí.

Grahame Coats estaba en la cámara, a cuatro patas, a oscuras, cuando se fue la luz. Algo caliente le goteaba por la pierna. Por un momento, pensó que se había meado encima, hasta que se dio cuenta de que la hoja de uno de los cuchillos que llevaba en el cinturón le había hecho un corte profundo en la parte superior del muslo.

Dejó de moverse y se tumbó en el suelo. Decidió que había sido muy sensato al emborracharse: estaba prácticamente anestesiado. Decidió dormir.

No estaba solo en la cámara. Había alguien con él. Algo que caminaba sobre cuatro patas.

Alguien rugió:

—Levántate.

—No puedo. Estoy herido. Quiero irme a dormir.

—Eres una criatura insignificante y lastimosa que destruye todo lo que toca. Levántate ahora mismo.

—Me encantaría —dijo Grahame Coats, con ese tono de los borrachos cuando quieren parecer razonables—. No puedo. Voy a tumbarme en el suelo. Un ratito sólo. De todos modos. Ha echado el cerrojo. Ella. Lo he oído.

Oyó un chirrido, como si el cerrojo se estuviera deslizando lentamente.

—La puerta está abierta. Tú veras: si te quedas aquí, morirás. —Un murmullo impaciente; un rabo agitándose en el aire; un gruñido sordo—. Dame tu mano y tu lealtad. Invítame a entrar dentro de ti.

—No entien...

—Dame tu mano, o morirás desangrado.

Envuelto en la oscuridad de la cámara, Grahame Coats extendió su mano. Alguien —algo— la tomó y la estrechó, como para darle confianza.

—Y bien, ¿vas a invitarme a entrar?

Grahame Coats tuvo entonces un instante de claridad mental. Ya había llevado todo esto demasiado lejos. Después de todo, nada de lo que hiciera ya podía empeorar las cosas.


Perfectupuesto
—susurró Grahame Coats y, según decía esto, empezó a transformarse.

Veía en la oscuridad exactamente igual que a plena luz del día. Creyó, pero sólo por un momento, que había visto algo justo a su lado, era más grande que un hombre y tenía los dientes muy, muy afilados. Pero desapareció inmediatamente, y Grahame Coats se sintió maravillosamente bien. Su pierna dejó de sangrar.

Veía perfectamente en la oscuridad. Sacó los cuchillos de su cinturón y los tiró al suelo. Se quitó también los zapatos. Había una pistola en el suelo, pero la dejó allí. Las herramientas eran para los simios y los cuervos y los enclenques. Él no era un simio.

Él era un cazador.

Se puso a cuatro patas y, en esa posición, salió de la cámara.

Podía ver con claridad a las dos mujeres. Habían encontrado la escalera que llevaba a la casa y subían a tientas, cogidas de la mano.

Una de ellas era vieja y fibrosa. La otra, joven y tierna. Aquello, que sólo tenía una parte de Grahame Coats, empezó a salivar.

Gordo Charlie se alejó del puente, llevaba echado hacia atrás el sombrero verde de su padre, y caminó bajo el sol poniente. Atravesó la rocosa playa, patinando sobre las rocas y metiendo el pie en los charcos. De pronto, pisó algo que se movía. Dio un tropezón y dejó de pisarlo.

Lo que fuera, se elevó en el aire y siguió elevándose. Era enorme: al principio pensó que debía de tener el tamaño de un elefante, pero seguía creciendo y se hizo mucho más grande.

«Luz», pensó Gordo Charlie. Se puso a cantar en voz alta y todas las luciérnagas que había en aquel lugar se agruparon a su alrededor; despedían una luz fosforescente e intermitente de color verdoso, que le permitió ver una cara reptiliana con dos ojos del tamaño de dos platos que le miraban fijamente.

Gordo Charlie se le quedó mirando.

—Buenas —saludó alegremente.

La criatura le respondió con una voz suave y mantecosa.

—Ho–la —dijo—. Ding–dong. Te pareces muchísimo a una cena.

—Soy Charles Nancy —dijo Charlie Nancy—. ¿Quién eres tú?

—Soy un Dragón —dijo el Dragón—, y voy a devorarte lentamente de un solo bocado, hombrecillo con sombrero.

Charlie parpadeó. «¿Qué haría mi padre? —se preguntó—. ¿Qué habría hecho Araña?» No tenía la menor idea. «Venga. Después de todo, Araña es algo así como una parte de mí mismo. Cualquier cosa que pueda hacer él, la puedo hacer yo.»

—Esto... Te aburre hablar conmigo y vas a dejar que siga mi camino tranquilamente —le dijo al Dragón, en el tono más convincente que pudo.

—¡Caray! Buen intento. Pero me temo que no te voy a dejar marchar —le respondió el Dragón, con entusiasmo—. La verdad es que te voy a comer.

—No te asustarán las limas, ¿verdad? —le preguntó Charlie, antes de recordar que le había dado la lima a Daisy.

La criatura se echó a reír con aire burlón.

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