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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

Los Hijos de Anansi (39 page)

BOOK: Los Hijos de Anansi
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Eso era lo que Araña oía al escuchar el silencio, y el vello de la nuca se le erizó. Escupió la sangre que tenía en la boca y esperó.

En la casa del acantilado, Grahame Coats paseaba arriba y abajo. Iba de su dormitorio al estudio, bajaba por la escalera hasta la cocina y luego subía a la biblioteca y, de ahí, otra vez a su dormitorio. Estaba furioso consigo mismo: ¿de verdad había sido tan estúpido como para creer que la visita de Rosie no había sido más que una coincidencia?

Se había dado cuenta cuando sonó el timbre y vio aparecer en la pantalla del videoportero el anodino rostro de Gordo Charlie. No cabía duda: era una conspiración.

Había reaccionado igual que un tigre y había cogido el coche, convencido de que le sería fácil atropellarle y darse a la fuga: si se encontraban a un ciclista atropellado en mitad de la carretera, todos pensarían que había sido culpa de algún minibús. Por desgracia, no había contado con que Gordo Charlie circularía tan pegado al precipicio; Grahame Coats no quiso acercar más el coche al borde de la carretera, y ahora lo lamentaba. No, Gordo Charlie había enviado a aquellas dos mujeres que ahora estaban encerradas en su fresquera; eran espías. Se habían infiltrado en la casa de Grahame Coats. Tenía suerte de haberle dado la vuelta a la tortilla. Ya sabía él que algo no cuadraba.

Al pensar en las mujeres, se dio cuenta de que aún no les había llevado nada de comer. Debería llevarles algo. Y un cubo. Después de veinticuatro horas de encierro, probablemente necesitarían un cubo. Nadie podría decir de él que era un animal.

Había comprado una pistola en Williamstown la semana anterior. Era fácil comprar armas de fuego en Saint Andrews, era justo esa clase de isla. Pero casi nadie se molestaba en comprarlas, también era esa clase de isla. Sacó la pistola del cajón de su mesilla de noche y bajó a la cocina. Cogió un cubo de plástico de debajo del fregadero, echó dentro unos tomates, un ñame crudo, un trozo de queso cheddar ya empezado y un cartón de zumo de naranja. Luego, orgulloso de sí mismo por haber pensado en ese detalle, fue a buscar un rollo de papel higiénico.

Bajó a la bodega. No se oía ningún ruido en la fresquera.

—Tengo una pistola —dijo—, y no me importaría tener que disparar. Ahora, voy a abrir la puerta. Vayan hacia la pared del fondo, por favor, dense la vuelta y pongan las manos contra la pared. He traído algo de comida. Si cooperan ustedes, las dejaré marchar sin hacerles daño. Si cooperan, nadie saldrá herido. Y eso significa —Grahame Coats estaba encantado de tener ocasión de soltar aquella andanada de clichés que hasta ese momento le habían estado vedados— que no quiero tonterías.

Encendió las luces de la cámara y descorrió los cerrojos. Las paredes eran de ladrillo y piedra. Del techo colgaban oxidadas cadenas.

Las dos estaban de cara a la pared del fondo. Rosie estaba mirando a la pared. Su madre le miraba por encima del hombro como una rata atrapada en un cepo, furiosa y llena de odio.

Grahame Coats dejó el cubo en el suelo sin dejar de apuntarles con la pistola.

—Aquí les dejo el papeo —dijo— y, más vale tarde que nunca, un cubo. Ya veo que han estado utilizando ese rincón. Les dejo también un rollo de papel higiénico. Para que no digan que nunca hice nada por ustedes.

—Va a matarnos —dijo Rosie—, ¿verdad?

—No le provoques, imbécil —le espetó su madre. A continuación, forzando una especie de sonrisa, le dijo—. Es muy amable por su parte haber venido a traernos algo de comer.

—No voy a matarlas, qué disparate —dijo Grahame Coats. Pero, al oír las palabras que salían de su boca, admitió mentalmente que sí, por supuesto que iba a tener que matarlas. ¿Qué otra opción tenía?—. No me dijeron que había sido Gordo Charlie quien las había enviado aquí.

—Estábamos haciendo un crucero —replicó Rosie—. Esta noche deberíamos estar en las Barbados comiendo pescado frito. Gordo Charlie está en Inglaterra. Ni siquiera creo que sepa dónde estamos. No le dije nada.

—Da igual lo que digas —repuso Grahame Coats—, soy yo quien tiene la pistola.

Dicho esto, cerró la puerta y echó los cerrojos. Aún pudo oír lo que decía la madre de Rosie:

—El animal. ¿Por qué no le has preguntado por ese animal?

—Porque no son más que imaginaciones tuyas, mamá. Te lo he dicho mil veces. Aquí no hay ningún animal. Y, de todas formas, está como un cencerro. Probablemente te daría la razón. Estoy segura de que él también ve tigres invisibles por todas partes.

Molesto por aquel último comentario de Rosie, apagó las luces de la cámara. Cogió una botella de vino tinto, subió la escalera y cerró de golpe la puerta de la bodega.

A oscuras en aquel sótano, Rosie partió el trozo de queso en cuatro y empezó a comerse uno de ellos tan despacio como podía.

—¿Qué era eso que decía de Gordo Charlie? —le preguntó su madre, una vez el queso se hubo fundido en su boca—. Otra vez tu maldito Gordo Charlie. No quiero ni oír hablar de él. Él es el culpable de que estemos aquí encerradas.

—No, estamos aquí porque ese Coats está de atar. Es un pirado con una pistola. Gordo Charlie no tiene la culpa. —Se había prohibido pensar en Gordo Charlie porque, inevitablemente, siempre que pensaba en él, acababa pensando en Araña...

—Otra vez —dijo su madre—. El animal está aquí otra vez. Lo he oído. Puedo olerlo.

—Sí, mamá —dijo Rosie. Se sentó en el suelo de hormigón y se puso a pensar en Araña. Le echaba de menos. Cuando Grahame Coats entrara en razón y las dejara marchar, intentaría localizar a Araña. Decidido. Estaba dispuesta a averiguar si podían empezar de nuevo. Sabía perfectamente que no era más que una ingenua fantasía, pero era una bonita fantasía, y muy reconfortante.

Se preguntaba si Grahame Coats las mataría al día siguiente.

Separado de ella por algo tan menudo como la llama de una vela, Araña seguía atado a aquel poste.

Estaba bien entrada la tarde, y, a su espalda, el sol empezaba a caer.

Araña estaba empujando algo sirviéndose de la nariz y de los labios: no había sido más que una pizca de tierra seca hasta que escupió sobre ella y la sangre la humedeció. Ahora era una bola de barro, una tosca canica de rojizo barro. Había logrado darle una forma más o menos esférica, y ahora le estaba dando unos toques, metiendo la nariz por debajo de ella y levantando la cabeza. No sucedió nada, como tampoco había sucedido nada las últimas... ¿cuántas veces iban ya? ¿Veinte? ¿Cien? Había perdido la cuenta. Se limitaba a seguir intentándolo. Apretó más la nariz contra el suelo, metió la nariz bajo la bola un poco más allá, levantó la cabeza y la echó hacia delante...

Nada. No iba a pasar nada.

Tenía que intentarlo una vez más.

Cerró los labios en torno a la bola. Cogió aire por la nariz, tanto como pudo. A continuación, soltó el aire por la boca. La bola salió disparada de su boca como el corcho de una botella de champán y fue a aterrizar unos cincuenta centímetros más allá.

Entonces, retorció su mano derecha. Tenía la muñeca atada, y la cuerda tiraba de ella hacia el poste. Dio un tirón y la estiró todo lo que pudo. Estiró los dedos intentando alcanzar la bola, pero no llegaba.

Estaba tan cerca...

Araña cogió aire, de nuevo, pero le entró un poco de arena y se puso a toser. Volvió a intentarlo, girando la cabeza a un lado para no tragar tierra. Luego, miró al frente y sopló con toda la fuerza de sus pulmones en la dirección de la bola.

La bola de barro avanzó apenas un poco más de dos centímetros, pero con eso le bastaba. Se estiró y alcanzó la bola. Empezó a pellizcar la bola con el índice y el pulgar, luego, le dio la vuelta y repitió la operación. Hasta ocho veces.

Repitió el mismo proceso una vez más, pero esta vez pellizcando la bola con más fuerza. Se le cayó un trocito, pero los demás seguían intactos. Ahora tenía en la mano algo parecido a una bolita con siete pinchos, como un sol modelado por un niño.

Lo contempló con orgullo: dadas sus circunstancias, se sentía tan orgulloso de aquello como un niño que vuelve a su casa con un cenicero moldeado con sus propias manos.

La palabra, ésa era la parte más difícil. Fabricar una araña, o algo bastante parecido, a base de arcilla, saliva y sangre, había sido fácil. Los dioses, incluso un travieso dios menor como Araña, sabían cómo hacerlo. Pero la fase final de la Creación prometía ser realmente difícil. Hace falta una palabra para insuflarle vida a la materia. Hay que nombrarla.

Abrió la boca.

—Hrrrrarrrarrr —dijo, con su boca sin lengua.

No pasó nada.

Volvió a intentarlo.

—¡Hrrarrarr!

La bola de barro seguía igual de muerta.

Dejó caer la cara en el suelo. Estaba agotado. Cada movimiento hacía que le tiraran las cicatrices que tenía en la cara y en el pecho. Supuraban y le escocían y —todavía peor— le picaban. «¡Piensa! —se dijo—. Tenía que haber un modo de hacerlo... de hablar sin lengua...»

Sus labios estaban cubiertos de arcilla. Se los chupó y los humedeció como fue capaz, no era fácil hacerlo cuando uno no tenía lengua.

Respiró hondo y soltó el aire por la boca, modulándolo como pudo, y pronunció una palabra con tal convicción que ni el universo se atrevería a discutírselo: describió aquella cosa que tenía en la mano, y pronunció su propio nombre, que era el conjuro más eficaz que conocía:
«hharranna».

Y en su mano, en el lugar que antes había ocupado la bola, apareció una araña bien gorda, marrón rojiza igual que la arcilla, con sólo siete patas.

«Ayúdame —pensó Araña—. Ve a buscar ayuda.»

La araña le miró, sus ojillos brillaban a la luz del sol. Luego saltó de su mano y se fue cojeando hacia la hierba, con paso vacilante.

Araña se quedó mirándola hasta que se perdió de vista. Luego, bajó la cabeza y cerró los ojos.

En ese momento, el viento cambió, y le llegó el inconfundible olor de un felino macho. Estaba marcando su territorio...

Arriba, en el cielo, Araña oía graznidos de triunfo.

A Gordo Charlie le sonaban las tripas. Si no anduviera tan escaso de dinero, habría salido a cenar esa noche, sólo para salir un poco del hotel. Pero se estaba quedando a dos malditas velas, y la cena estaba incluida en el precio de la habitación, así que, tan pronto dieron las siete, bajó al restaurante.

La
maître
—era una mujer— le recibió con una espléndida sonrisa y le pidió que esperara aún unos minutos a que abrieran el restaurante. Había que darle un poco más de tiempo a los chicos de la orquesta para que terminaran de colocarlo todo. A continuación, se quedó mirándole. A Gordo Charlie empezaba a resultarle familiar esa mirada.

—¿Usted...? —comenzó a preguntarle.

—Sí —respondió con aire resignado—, aquí la tengo. —Y sacó su lima del bolsillo para enseñársela.

—Muy bonita —le dijo—, es una lima muy bonita. Lo que iba a decir es: ¿cenará a la carta o prefiere el bufé?

—Bufé —respondió Gordo Charlie. Era un bufé libre. Se quedó esperando en el pasillo, a la entrada del restaurante, con su lima.

—Espere un momento, por favor —le dijo la
maître.

Una mujer menuda llegó por el pasillo. Le sonrió a la
maître
y dijo:

—¿Está abierto ya el restaurante? Me muero de hambre.

El bajo hizo un último
drum–dung–dum
y el teclado electrónico hizo
plank.
La orquesta dejó sus instrumentos y le hicieron una seña a la
maître.

—Ya está abierto —dijo—. Pasen.

La mujer se quedó mirando a Gordo Charlie con sorpresa y cautela.

—Hola, Gordo Charlie —le dijo—. ¿Para qué es esa lima?

—Es largo de contar.

—Bueno —dijo Daisy—, tenemos toda la cena por delante. ¿Por qué no me lo cuentas?

Rosie se preguntaba si la locura podía contagiarse. En la ciega oscuridad del sótano de aquella casa en el acantilado, acababa de notar el roce de algo que pasaba por su lado. Algo suave y flexible. Algo enorme. Algo que gruñía, en voz baja, mientras caminaba alrededor de ellas.

—¿Tú también lo has oído? —preguntó.

—Pues claro que lo he oído, estúpida —replicó su madre—. ¿Queda algo de zumo?

Rosie buscó a tientas el cartón de zumo y se lo pasó a su madre. La oyó beber. A continuación, su madre le dijo:

—No es el animal el que nos va a matar. Él lo hará.

—Grahame Coats. Sí.

—Es un hombre peligroso. Hay algo o alguien que maneja sus hilos, como si fuera un muñeco, pero sería un muñeco perverso, y es un hombre perverso.

Rosie alargó la mano y cogió la huesuda mano de su madre. No dijo nada. No había gran cosa que decir.


¿
Sabes? —le dijo su madre, al cabo de un rato—. Estoy muy orgullosa de ti. Has sido una buena hija.

—Oh —exclamó Rosie. La idea de no ser una decepción para su madre le resultaba completamente nueva, y no estaba muy segura de qué sentía al respecto.

—Quizá debieras haberte casado con Gordo Charlie —dijo su madre—. Si lo hubieras hecho, no estaríamos aquí ahora.

—No —respondió Rosie—, no hubiera sido una buena idea casarme con Gordo Charlie. No estoy enamorada de él. Ya ves, no andabas del todo equivocada.

Oyeron un portazo en el piso de arriba.

—Ha salido —dijo Rosie—. Rápido. Aprovechemos mientras él está fuera. Vamos a excavar un túnel.

Rosie se echó a reír con una risa nerviosa y, a continuación, se echó a llorar.

Gordo Charlie estaba intentando entender qué hacía Daisy en la isla. Daisy, por su parte, intentaba averiguar con igual empeño qué estaba haciendo Gordo Charlie en la isla. Ninguno de los dos estaba teniendo mucho éxito. En el escenario, al fondo del pequeño restaurante del hotel, una cantante con un vestido rojo, largo y ceñido, que tenía demasiado talento para amenizar la Velada Musical de los jueves del Dolphin, cantaba
I've Got You Under My Skin.

—Así que estás buscando a la mujer que vivía en la casa de al lado cuando eras niño, porque ella puede ayudarte a encontrar a tu hermano —dijo Daisy.

—Alguien me dio una pluma. Si la señora Higgler aún la conserva, puede que logre canjearla por mi hermano. Merece la pena intentarlo.

Daisy parpadeó lentamente, con aire pensativo, nada convencida de la explicación de Gordo Charlie, mientras picoteaba su ensalada.

—Bueno, y tú has venido porque crees que Grahame Coats buscó refugio aquí después de matar a Maeve Livingstone. Pero no estás aquí en misión oficial. Has venido por tu cuenta para comprobar si tu corazonada es cierta. Y si, efectivamente, está aquí y lo encuentras, no podrás hacer absolutamente nada al respecto.

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