Los hijos del vidriero (11 page)

Read Los hijos del vidriero Online

Authors: María Gripe

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Los hijos del vidriero
6.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Solamente digo lo que pienso —repuso Aleteo Brisalinda con calma y dulzura, abstraída en sus propios pensamientos. Se sentía alegre y confiada, dispuesta a desempeñar su cometido. Estaba segura de que hoy podría realizarlo. Era un buen día para viajar.

—Usted no tiene que decir lo que piensa, sino lo que están pensando los demás. ¿Es que no lo sabe?

—No.

—Entonces tendré que enseñarla yo.

—No se preocupe.

—De todas formas, no merece la pena que intente conseguir que yo exprese algún deseo —dijo la Señora con tedio, dejando escapar un suspiro.

Para contestar, Aleteo tuvo que hacer un esfuerzo, pues con sus pensamientos se había alejado kilómetros y kilómetros.

—No, creo que tampoco me molestaré por eso. Hay cosas mucho más importantes en la vida…

La Señora hizo un violento movimiento y gritó con enfado:

—¿Cómo puede decir eso? ¿Qué es eso? ¿Qué puede haber más importante?

Aleteo siguió mirando al cielo. No contestó inmediatamente. Hasta ella llegó un aroma, un suave perfume de flores de estío, de jazmín… Después contestó:

—¡Hay tantas cosas! La mayoría de ellas son más importantes que los deseos de una persona. ¿Qué pueden éstos importar?

La Señora permaneció en silencio. Parecía atónita, pero no enfadada. No sabía qué deducir de esto. No comprendía a esta anciana, tan horriblemente vestida… ni tampoco se comprendía a sí misma. Se sentía a la par débil y furiosa, apenada y excitada.

Su vida anterior había sido mucho más simple. Durante largos años sólo había sufrido penas y humillaciones. Estaba ahora tan poco familiarizada con estas nuevas emociones que apenas sabía lo que hacer o cómo afrontarlas. Aquella vieja era la culpable. Deseaba hacer daño a Aleteo Brisalinda, insultarla y mofarse de ella. Pero no podía. Todo cuanto decía caía en el vacío.

Y ahora esta anciana salía con que sus deseos no eran importantes. Eso era imperdonable; no podía pasarlo por alto. Pero ¿por qué no se sentía enfadada?

¿Por qué este grave insulto tan sólo le producía un gran alivio? Se sentía incapaz de contestar.

Siguiendo la mirada de Aleteo, dijo con indiferencia:

—¿Qué hace usted ahí mirando las nubes con la boca abierta? ¿Qué es lo que ve?

—Las nubes. Allá arriba, entre las torres, parecen corderitos vagando por las praderas del paraíso.

De repente, la Señora pareció convertirse en una niña. No decía nada. Se oía el trinar de los pájaros. Inclinó suavemente la cabeza hacia un lado para observar las nubes.

Cuando por fin habló, el tono de su voz había cambiado por completo.

—¿Sabía usted que de pequeña fui pastora? Eran unos prados pequeños, más bien malos. No eran exactamente unos prados maravillosos; no obstante, eran hermosos. De eso hace ya mucho… mucho tiempo. La brisa agitó sus cabellos y unos rizos taparon sus ojos. Los apartó de su cara y continuó hablando, entre los trinos de los pájaros, con igual tono de seriedad:

—Entonces siempre deseaba ser rica y tener todo cuanto pudiese desear. Nunca creí que llegara a ser realidad. Y lo fue. Lo conseguí todo y con creces. Esta es la razón por la que he dejado de tener deseos ¿comprende usted? Sólo porque soy mala.

Entonces Aleteo miró a la Señora. Sus ojos se encontraron por vez primera y las dos se dieron cuenta de que, en el fondo, eran amigas. La anciana experimentó una gran alegría, pero la Señora, desprevenida ante tal sentimiento, sintió temor y ello hizo que, aturdida, tratase de aparentar desdén cuando escuchó a Aleteo Brisalinda decir:

—Casi siempre uno alcanza lo que quiere —sin que sepa cómo ni cuándo— y ésa es la razón por la que da miedo tener deseos. Hay que desear lo que uno es capaz de aceptar de una u otra forma. Es muy importante tener esto en cuenta…

La Señora, apartándose de la ventana, comenzó a pasear con impaciencia de un lado a otro.

—De todas maneras, he decidido no desear nada —dijo con vehemencia—. ¿Por qué nadie comprende que una quiera quedarse con sus deseos tal como ellos son? Aquí en la Casa, jamás consigo quedarme con un sólo deseo porque son satisfechos aun antes de que yo misma sepa que los tengo. Eso es terriblemente cruel.

Volvió a la ventana y tomó a Aleteo del brazo. Sus ojos brillaban.

—Eso es lo que me ha hecho mala. ¡Quiero serlo, tengo que serlo! Sobre todo con el Señor, ya que es él quien me los satisface todos. Lo hace porque él no tiene ningún deseo y por tanto no sabe lo que le falta.

Soltó el brazo de Aleteo y miró con desesperación en torno suyo como en busca de ayuda.

—Quiero al Señor, señorita Brisalinda, y por eso seré mala con él hasta que por fin comprenda. Sí, seré mala.

Un criado se deslizó como una sombra en la habitación y dejó una bandeja con tabletas, un vaso de agua y los tapones de los oídos, y salió después precipitadamente.

La Señora lo siguió con la mirada. Parecía asustada y suspiró.

—Nana está de nuevo a punto de dormirse. Venga conmigo a dar un paseo, señorita. Hace tan buen tiempo afuera… Diré al Señor que venga con nosotras.

Tocó el timbre y pidió el coche. Sus ojos habían adquirido aquella desesperada expresión de fiera acorralada que siempre tenían cuando Nana dormía.

—¡Dése prisa! —gritó al criado cuando éste salía. Y volviéndose hacia Aleteo, dijo—: Ni yo misma puedo soportar el sueño de Nana. Me desespera.

Entonces Aleteo aprovechó la ocasión para preguntar tranquilamente:

—¿Por qué no le dicen a Nana que se vaya?

La Señora parecía perpleja, nerviosa, como si se sintiera culpable. Explicó que Nana era de la Casa y que los niños necesitaban tener una institutriz.

—Deje que los niños vuelvan a casa de sus padres —dijo Aleteo recalcando cuidadosamente cada palabra. El azul de sus ojos brillaba intensamente.

—Eso es muy fácil de decir —replicó la Señora con impaciencia—. En realidad, lo de los niños fue cosa del Señor y ahora pertenecen a la Casa…

—¿Sí, eh? —dijo Aleteo—. ¿Y yo también pertenezco ahora a la Casa?

—Desde luego que sí; es evidente. Ahora vámonos, vámonos.

Pero Aleteo Brisalinda se quedó donde estaba. Y la Señora, en contra de su voluntad, quedó retenida por aquellos ojos azules tan azules.

—Cuando llegue el momento, yo le diré quién pertenece a la Casa y quién no —dijo Aleteo con claridad meridiana.

En aquel momento, Nana inició su siesta y la Señora escapó de la Casa seguida por Aleteo.

El Señor ya estaba en el coche, esperando. Partieron a gran velocidad.

18

EL Señor había decidido mostrarse amable con Aleteo Brisalinda. No cabía duda de que había que reconocerle cierto mérito, puesto que la Señora parecía estar ahora mucho más animada. Y eso era lo principal.

Como era noble y generoso, no quería confesar que a duras penas podía soportar a la anciana.

Pasaban lentamente por las calles y el Señor mostraba con orgullo su ciudad. Señalaba dónde iba a estar la gran plaza, dónde se elevaría la iglesia, el ayuntamiento, el teatro, los baños públicos, la escuela.

Describía cada edificio con todo detalle y perdía el hilo al enumerar pilares y columnas, cúpulas y bóvedas. Divagaba respecto a los parques de la ciudad, mencionando las magníficas especies de árboles y flores que allí se podrían admirar.

Dijo que iba a ser la mejor ciudad y la más bella, y Aleteo Brisalinda comprendió de inmediato que ésa era precisamente la razón por la que nunca llegaría a ser realidad.

Entretanto, la Señora, recostada en los cojines del coche, no decía nada. Mantuvo todo el tiempo los ojos cerrados hasta que cruzaron las puertas de la ciudad y las dejaron atrás.

Los abrió por primera vez cuando llegaron al campo.

El verano florecía a su alrededor. Había llegado de repente, en toda su plenitud, sobrecogedor en su belleza. Durante todo el largo invierno siempre se las arreglaba para olvidarse de lo maravilloso que era.

Vio una vez más las nubéculas que semejaban corderos mordisqueando en los prados, como había dicho Aleteo. Trató de atraer su mirada, y de nuevo sintió que eran amigas, sin que esto le causara ya temor. En realidad no comprendía cómo había podido suceder, cómo podían ser amigas, pero no volvió a preocuparse por ello.

Permaneció un rato en silencio y olvidó todo cuanto la rodeaba. Respiraba el aire suave y únicamente escuchaba el canto de los pájaros.

Olvidó la Ciudad de Todos los Deseos, la Casa y todo cuanto había sucedido. Sólo recordaba los tiempos de su pobre niñez, cuando iba descalza corriendo por la hierba cogiendo flores. Trató de recordar qué flores solía coger, cuáles eran sus preferidas, y de pronto sonrió y dijo con voz dulce y soñadora, como llovida del cielo:

—Me gustaría tener un ramillete de rosas silvestres, pero sólo capullos. Cuando era pequeña solía cogerlos antes de que se abrieran…

El Señor, que estaba sumido en sus pensamientos, se volvió y miró rápidamente a Aleteo Brisalinda. Se le iluminó la cara, como si la anciana hubiera realizado un milagro. Luego se inclinó hacia la Señora y le dijo, ceremoniosamente:

—Querida… ¡has formulado un deseo!

Aterrorizada, la Señora abrió sus ojos desmesuradamente y lentamente volvió a cerrarlos. No contestó, pero por el temblor de sus labios era evidente que había claudicado.

Entonces, el Señor, con una orgullosa sonrisa de victoria, exclamó:

—Tan pronto como encontremos un rosal silvestre, tu deseo quedará satisfecho, querida mía.

En el coche reinó el silencio. Sólo se oía el canto de los pájaros. Los caballos galopaban por la campiña, que cada vez era más bella. Siguieron su camino junto a un riachuelo serpenteante, dejando atrás los prados llenos de flores y los lozanos setos que bordeaban las zanjas. Por todas partes había flores, que la brisa mecía y hacía inclinar sobre la hierba, pero no se veían rosas silvestres por ningún lado.

Una fuerte y extraña excitación se había apoderado de los tres pasajeros del coche. El Señor miraba angustiado por la ventanilla, pero sin dejar de sonreír. La Señora, inexpresiva, permanecía con los ojos cerrados, mientras que Aleteo Brisalinda, sentada muy tiesa, miraba a lo lejos con sus ojos azul-verdosos.

Nadie se atrevía a decir nada.

Parecían estar sumidos en un sueño; el golpear de los cascos de los caballos, el canto de los pájaros y el aroma de las flores les alejaban de la realidad.

Cuando llegaron adonde comenzaba el bosque, lugar en que crecían los rosales silvestres, el Señor ordenó al cochero que parase. Se apeó del coche y atravesando el campo se dirigió hacia el bosque.

La Señora no le miraba; se quedó sentada, tal como estaba, al igual que Aleteo. No se dijeron nada mientras el Señor estuvo alejado, aunque nada impedía que se hablasen.

Transcurrió un largo rato hasta que el Señor regresó. Venía con las manos vacías. Andaba despacio, con la cabeza agachada.

Por fin, la Señora alzó la vista. Su rostro, muy serio, mostraba excitación:

—¿Dónde está mi ramillete? —preguntó.

—Todas las rosas están ya completamente abiertas —contestó él descorazonado—. No había ni un solo capullo.

—¿Así que no me traes mi ramillete? —preguntó sorprendida.

—No —contestó el Señor con gran pesadumbre.

—Entonces ¿me voy a quedar sin él?

El Señor parecía estar completamente anonadado. Le prometió que, si tenía paciencia, mandaría que todo el mundo fuese en busca de capullos de rosas silvestres.

Pero la Señora con esto:

—¡No, las quiero ahora mismo! ¡Y que me los traigas tú!

Entonces el Señor le rogó que deseara en vez de eso un ramo de rosas abiertas. Pero ella negó rotundamente con la cabeza.

—¿Para qué iba a desear eso? Eso puedo tenerlo.

El Señor se quedó de pie en la carretera, abrumado, triste. Pero entonces ella hizo algo insólito. Extendió sus manos hacia él y sonrió.

—Gracias —dijo pausadamente—. Muchas gracias por dejar al fin sin colmar un deseo mío.

El la contempló perplejo, pero feliz al mismo tiempo. Feliz por oírle decir «Muchas gracias», las palabras que más le gustaban.

Entonces ella sonrió de nuevo y le dijo:

—Acabas de darme algo que nadie puede quitarme. Si me hubieras traído los capullos de rosa silvestre que quería, se hubieran abierto antes de que llegara la tarde y a la mañana siguiente se habrían caído los pétalos. Ahora, tal como deseaba, quedarán cerrados para siempre; los capullitos nunca se abrirán ni perderán los pétalos. Gracias por dejar que me quede con mi deseo.

El Señor se subió al coche y miró a Aleteo Brisalinda. No sabía qué pensar, pero también ella sonreía. Se sentía inseguro. Parecía como si hubiera hecho alguna buena acción sin saberlo.

Un pensamiento disparatado asaltó su mente. Quizás sólo podría hacer cosas buenas en su vida. Pero al punto desechó tal pensamiento. Aunque parezca extraño, aquello no le interesaba. En aquel momento no le atraían tales pensamientos ni retuvieron su atención. Oía únicamente la voz de la Señora:

—¿Comprendes ahora? —preguntó con voz apagada.

Y se oyó a sí mismo replicar:

—No, todavía no… pero creo que llegaré a comprender.

19

NANA ignoraba que Aleteo Brisalinda estuviera en la Casa. Tampoco lo sabían Klas y Klara, aunque no la habrían reconocido.

Aleteo decidió no dejarse ver por ellos hasta que no comenzara su enfrentamiento con Nana. En cambio, dijo a Talentoso que observara todo cuando sucediera entre Nana y los niños.

El cuervo voló alto, bajo los aleros, como una sombra silenciosa. La única que lo vio fue Mimí, que era muda y silenciosa como una tumba. Y aunque Mimí hubiera podido hablar, nada habría dicho a Nana, ya que no le importaba que hubiera llegado otro pájaro a la Casa, y ya había intercambiado con Talentoso secretas miradas de entendimiento.

De este modo, Aleteo Brisalinda llegó a conocer todas las costumbres de Nana, cómo daba las clases a los niños y, en general, su forma de comportarse.

Finalmente decidió iniciar el ataque durante una clase de canto, puesto que entonces Nana se encontraba en su elemento. En esos momentos estaba completamente descansada, y resultaba más peligrosa pues el canto, que era su diversión favorita, la fortalecía.

Puede parecer extraño que Aleteo no eligiera uno de los momentos débiles de Nana; pero eso hubiera sido inconcebible. Aleteo quería competir de igual a igual. No sería una verdadera prueba de fuerza si una de ellas hacía trampa a la otra. Y por más que a Aleteo le hubiera gustado, a Nana no se le podía dar la oportunidad de elegir el momento de la contienda, pues carecía de escrúpulos en cuanto a jugar limpio. No tenía conciencia; era solapada, astuta, maliciosa y llena de falsedad.

Other books

Wine, Tarts, & Sex by Susan Johnson
Based on a True Story by Renzetti, Elizabeth
No Place to Die by James L. Thane
50 Shades of Kink by Tristan Taormino
The Redhunter by William F. Buckley
Stolen Prey by John Sandford
Mine: Black Sparks MC by Glass, Evelyn