Los hijos del vidriero (9 page)

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Authors: María Gripe

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Los hijos del vidriero
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Se puso a pensar en el anciano que les había vendido la sortija. Era realmente un viejo horripilante. ¿No podría ser que le hubiera echado algún maleficio? No, no, había que tener calma. Otra vez se estaba dejando llevar por la imaginación.

Pero desde luego, había algo raro en aquel anciano. ¿Adónde habría ido cuando desapareció? Nadie le había visto antes ni nadie le había vuelto a ver después.

Y en cuanto a Aleteo Brisalinda ¿por qué, por qué se había comportado de forma tan extraña en cuanto vio la sortija? ¿Y qué fue lo que dijo?

¿No sería que apenas la vio deseó poseerla?

Sofía había ido a verla para que le adivinara el porvenir, pero ella se había negado. Y ¿qué había pasado entonces?

¿Qué es lo que había sucedido?

Y ahora, aquella certeza se apoderaba una vez más de Sofía, la certeza de que la solución del problema dependía sólo de ella. Se sentía más fuerte que nunca. Más segura de que la solución estaba allí, allí mismo, al alcance de su mano.

¿Dónde, dónde? La memoria aún la atormentaba, pero permaneció allí sentada, esperando… hasta que, sin saber por qué, extendió la mano y cogió la sortija.

¡Y entonces se acordó! Súbitamente, como un rayo, le vino a la mente lo que había olvidado. Sí, ahora ya lo sabía.

Dio un profundo suspiro. La luz de la luna se estremecía, temblaba.

Una vez más dirigió una mirada penetrante a la piedra de reflejos verdes. Como en un eco lejano, le pareció escuchar aquellas olvidadas palabras de Aleteo Brisalinda que, silenciosamente, venían ahora a sus labios:

—Sofía, veo que llevas una sortija. Si algún día te sucede alguna desgracia, hazme llegar esta sortija y yo te ayudaré donde quiera que te encuentres. No olvides mis palabras: envíame la sortija.

Estremeciéndose un poco bajo aquel recuerdo, besó la sortija.

Poco después se levantó, se vistió y salió. Comenzó a andar a la luz de la luna. El pueblo dormía, pero en lo alto de la vieja Colina del Patíbulo, bajo el manzano, se vislumbraba una tenue luz en la ventana.

Se oyó el grito de una lechuza.

El manzano reventaba de flores. El vientecillo nocturno que soplaba en la colina hizo desprender algunos pétalos, que cayeron al suelo como copos de nieve.

Allá arriba, la luz parpadeó ligeramente.

La lechuza, al no obtener respuesta, volvió a chillar.

A la luz de la luna, Sofía caminaba con un anillo en la mano. Lo llevaba con cuidado, pero no en el dedo. No había querido ponérselo.

14

YA era bien pasada la medianoche.

En su casita, Aleteo Brisalinda tejía, inclinada sobre el telar. Miraba fija y pensativamente el dibujo de la alfombra, como si buscara algo. En la palmatoria, la vela estaba a punto de consumirse. Aleteo la cogió y la sostuvo por encima del telar. La luz oscilaba violentamente.

Posado en el telar, el cuervo Talentoso miraba a través de la ventana, gozando de la hermosa visión del manzano en flor, que se inclinaba mansamente bajo la luz de la luna. Escuchó el grito de la lechuza.

Dejando escapar un suspiro, Aleteo bajó la vela. Talentoso miraba hacia la luna y ella le preguntó con dulzura:

—Talentoso ¿estás ahí sentado mirando a la luna?

—Sí —contestó Talentoso— pero no la veo.

—Claro, tú sólo puedes ver el sol —repuso Aleteo, acariciando pensativamente el tejido en el que trabajaba. Luego, tras una pausa, le preguntó:

—Has volado hasta la Ciudad de Todos los Deseos. ¿Por qué no me has contado lo que allí sucede?

Talentoso permaneció inmóvil, con el ojo fijo en dirección a la luna. No contestó.

—Te mandé allí porque quería enterarme de lo que vieras —dijo Aleteo Brisalinda, moviendo otra vez la vela, inquieta y angustiada.

El cuervo, tras dudar un poco, le contestó que no había visto más que a los niños. Aleteo lo miró fijamente, muy preocupada.

—¿Nada más? —preguntó.

No, Talentoso no había visto nada. También él parecía contrariado, así que Aleteo no le hizo más preguntas; pero parecía muy intranquila.

Sabía lo que significaba que Talentoso no hubiera visto nada con su ojo bueno: era que allí no había ni una sola cosa buena, nada hermoso en que fijarse. Por lo tanto, nada había visto. Un terrible pensamiento acudió a su mente. ¿Qué es lo que hubiera visto si hubiera tenido también el otro ojo, el ojo con el que veía la maldad del mundo?

Terriblemente angustiada, cogió un pequeño papel enrollado que había en el suelo; lo había traído Talentoso hacía poco tiempo. Se trataba de un aviso que había encontrado clavado en un árbol, junto a la carretera.

Aleteo Brisalinda lo había leído muchas veces y ahora volvió a leerlo con creciente desagrado. Las palabras, escritas con letras muy historiadas, decían:

MUJER EXPERTA EN HECHICERÍA

Preferentemente de edad madura.

Salomónica.

Con experiencia en astrología

y otras artes mágicas.

Se solicita de inmediato.

Habitación privada con telescopio.

EL SEÑOR

¿Por qué se habría molestado Talentoso en traerle este aviso en su viaje de vuelta? A lo largo de los caminos siempre había muchos avisos de toda índole clavados en los árboles, y no les prestaba la menor atención.

¿Qué tendría que ver éste con ella?

Había enviado al cuervo a la Ciudad de Todos los Deseos para que investigara, pero había regresado sin nada que contar. ¿Le ocultaba algo? Estos últimos días parecía muy callado, como si ocultase algo.

Fuera lo que fuese, no estaba dispuesta a viajar. Todo su ser se rebelaba ante tal idea. Así que, malhumorada y con rabia, cosa poco frecuente en ella, arrojó el papel lejos de sí.

—¡Salomónica! —dijo con desdén—. ¿Qué significa eso?

—Como es natural, se refiere al Rey Salomón —explicó Talentoso de inmediato.

—Claro, claro —dijo Aleteo con impaciencia—, pero de todos modos, no voy a ir. Sobre todo, si no quieres decirme lo que sucede allí.

Pero el cuervo replicó suavemente:

—Mejor es verlo que oírlo.

—Eso es lo que tú dices…

—Los sabios tienen orejas largas y lenguas cortas —y tras esta afirmación ocultó la cabeza bajo el ala, en señal de que daba por terminada la conversación. Pero Aleteo movió la cabeza. Estaba claro que, por alguna razón, Talentoso quería que fuera a la Ciudad de Todos los Deseos, pero ella no tenía intención de hacerlo.

Suspiró y de nuevo bajó la mirada hacia el tejido de la alfombra. No le agradaba nada trabajar en ella, pues el dibujo la desconcertaba. Cada día le resultaba más y más difícil. Eso la contrariaba de tal modo que le resultaba insoportable. Aquel dibujo era el más complicado que jamás había tejido en su telar. Parecía como si Talentoso quisiera dormir. Y Aleteo Brisalinda se sumió más profundamente en sus pensamientos. La luz de la vela era vacilante. Pasaba el tiempo.

La lechuza gritó otra vez.

Talentoso se volvió y Aleteo Brisalinda alzó la vista del telar. Se miraron uno a otro y escucharon. Todo estaba silencioso…

De repente llamaron a la puerta repetidas veces.

Intrigados, ambos se quedaron quietos donde estaban. De nuevo comenzaron a llamar sin parar. El cuervo permaneció inmóvil pero Aleteo se levantó lentamente y fue a abrir la puerta. Andaba arrastrando los pies, y mientras tanto las desesperadas llamadas continuaban, como si de ello dependiera la vida. Invadida por extraños presentimientos, Aleteo dudó antes de descorrer el cerrojo. En su interior luchaban sus sentimientos, pues presentía que aquella noche entraban en juego unas fuerzas tenebrosas que no estaba aún segura de poder dominar.

Las llamadas persistían, cada vez con más fuerza. Por fin abrió la puerta.

Al abrirla, la luz de la luna inundó el interior. Afuera estaba Sofía, la mujer del soplador de cristal. Estaba muy pálida y respiraba agitadamente.

Bajo la deslumbrante luz de la luna, se observaron mutuamente sin pronunciar palabra.

Entonces Sofía extendió rápidamente su mano.

—Aquí está —dijo con voz entrecortada—, aquí tienes la sortija.

Aleteo Brisalinda, sin contestar, tomó el anillo, lo miró y se lo metió con presteza en un bolsillo de su falda.

Sus ojos volvieron a encontrarse. Los de Sofía eran redondos, oscuros, desesperadamente suplicantes. Los de Aleteo, en contra de lo habitual, no semejaban flores ni mostraban su color azul verdoso de siempre.

Quizás era un efecto de la luz de la luna lo que hacía que la mirada de Aleteo fuera ahora tan intensa, tan ardientemente penetrante y amenazadora. En aquel instante algo había en ella, algo ajeno a su forma de ser. Su figura entera parecía crecer y estar rodeada de un halo de misterio, como una aparición mística. Sofía se apercibió de ello y experimentó temor y confianza al mismo tiempo. Pensó recordarle a Aleteo su promesa, pero las palabras murieron en sus labios, pues sabía que no era necesario pronunciarlas.

Se limitó a inclinar la cabeza y, volviéndose, corrió abajo, embargada de una alegría inexplicable. Había esperanza… Pueden producirse milagros… Ahora y siempre.

Aleteo Brisalinda dejó la puerta abierta de par en par y volvió a entrar en la habitación. La luz de la luna que fluía tras ella parecía la cola de su vestido.

La vela estaba ya casi extinguida y Talentoso descansaba con la cabeza bajo el ala. Aleteo se quedó mirándolo un momento.

Después volvió a su telar y siguió con un dedo el trazado de un hilo oscuro que pasaba por el dibujo de la alfombra. Había vuelto a recobrar la calma; sus labios se movían formando palabras llenas de misterio y belleza. Ya nada parecía confuso o desconcertante en el tejido. Todo estaba claro y resultaba maravillosamente fácil comprenderlo.

Recorrió con el dedo un hilo detrás de otro, mientras crecía en su interior una fuerza secreta y poderosa que desvanecía todas sus dudas. Se levantó, miró otra vez a Talentoso —él estaba en lo cierto— y recogiendo el papel enrollado lo arrojó al fuego, donde al instante fue pasto de las llamas.

—Bueno, Talentoso, vámonos —dijo al cuervo, que dormía. Lo cogió y lo metió en la jaula. El pájaro, imperturbable, continuó durmiendo.

Se puso la capa con la esclavina. El sombrero ya lo tenía puesto. Por extraño que parezca, un hatillo con dos bols de cristal envueltos con trapos y la jaula del cuervo era lo único que necesitaba para aquel viaje.

Recorrió con una última mirada la habitación. Se quedó allí, reflexionando hasta que la vela se extinguió en la palmatoria y el fuego de la chimenea se convirtió en pavesas.

Entonces salió de la casa y cerró con llave la puerta. Ya afuera, en la colina, con Talentoso dormido en su jaula, sonreía…

Enseguida se perdieron de vista, entre una nube de flores de manzano y rayos de luna.

15

CUANDO comunicaron al Señor que Aleteo Brisalinda había llegado a la Casa, él mismo bajó a recibirla.

—Bienvenida, señora mía —dijo cortésmente, aunque un poco avergonzado ante la necesidad de que alguien como Aleteo Brisalinda tuviera que ayudarle. Trataba de dar a la situación un aire de broma:

—Como aquí en la Ciudad no tenemos iglesia ni teatro, podríamos distraernos estos días con un poco de hechicería —dijo riendo con una risita seca.

Aleteo clavó en él la mirada de sus ojos azul-verdosos, pero no contestó. Por primera vez en su vida, el Señor se sintió inseguro de sí mismo. Esta singular mujer tenía más cosas que decirle de las que él pensaba.

—Bien, tengo entendido que corren tiempos difíciles para hechiceras y magos —dijo, un poco nervioso—. Un mago de la vieja escuela puede perder fácilmente su público.

Pero dejó de hablar. Aquella terrible mujer le miraba fijamente, con aquellos ojos que cada vez parecían más y más azules.

—Ahora bien, personalmente no tengo nada contra las hechiceras —añadió con aire protector—. Nada en absoluto, pero…

Paseaba de un lado a otro para dar a entender que estaba pensando. La anciana sonreía. ¿Por qué razón sonreía ahora? Tenía que decirle algo para hacerle ver que sus dotes como hechicera no le causaban gran impresión.

—Todo este asunto ha sido idea de la Señora —dijo—, porque en realidad yo hubiera preferido un enano o un bufón, aunque creo que también corren malos tiempos para los bufones…

—Por lo que he podido advertir, yo no lo creo así, señor —dijo Aleteo Brisalinda.

Estas fueron las primeras palabras que pronunció, tras lo cual el Señor cayó en un profundo silencio.

El, que nunca se había preocupado de ninguna persona en particular, y que por consiguiente podía presumir de amar a todo el género humano, tenía ahora la sensación de que esta anciana tenía bastante mala opinión de él. Deseaba decirle que se fuera, pero por consideración a la Señora debía persuadirla para que se quedase.

La acompañó hasta la torre donde estaba preparada su habitación que, por cierto, disponía de un telescopio. Con aire majestuoso le indicó que si necesitaba cualquier cosa, no tenía más que pedirlo. Cuando se disponía a marcharse, Aleteo Brisalinda le dijo:

—Me gustaría saber qué es lo que se espera de mí.

El Señor enarcó las cejas.

—¿No se lo he dicho? Pues bien, su tarea consiste en conseguir que la Señora desee algo.

—¿Que desee algo? ¿Y qué es lo que tiene que desear?

—Lo que ella quiera. Afirma e insiste en que sólo por medio de la hechicería podría volver a experimentar algún deseo. Desde luego eso es absurdo, pero, no obstante, para eso está usted aquí, señora.

Mientras hablaba, paseaba impaciente de un lado para otro. Lo que pensaba era que Aleteo Brisalinda debería saber todo esto sin que nadie tuviera que decírselo.

—¿Dónde puedo ver a la Señora? —preguntó Aleteo.

—En su habitación, por supuesto —y el Señor le explicó dónde estaba la habitación. Luego se despidió bruscamente. En la puerta se volvió y dijo con expresión de cansancio:

—Recuerde que su tarea consiste únicamente en conseguir que la Señora vuelva a desear algo. Sea lo que sea. Entonces, naturalmente, yo satisfaré su deseo. ¿Está bien claro?

—Perfectamente —contestó Aleteo Brisalinda, sonriendo de un modo tan peculiar que el Señor se apresuró a cerrar la puerta.

Aleteo Brisalinda bajó la jaula donde Talentoso había estado todo el rato en silencio, pero atento. Dejó salir al cuervo y le preguntó qué opinaba del Señor. Antes de contestar, Talentoso echó a volar y se posó en el telescopio. Entonces dijo en tono distraído:

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