Los hijos del vidriero (10 page)

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Authors: María Gripe

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Los hijos del vidriero
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—No todo el mundo posee igual sabiduría. Un mar chico tiene poca costa ¿no es cierto?

—Sí —replicó Aleteo—, sí, desde luego.

Entonces le dijo al cuervo que explorase la Casa mientras ella iba a visitar a la Señora.

—Ah, sí —bostezó la Señora cuando Aleteo Brisalinda entró en la habitación. Volvió la cabeza con indiferencia y añadió—: Usted debe de ser la señorita Brisalinda. Siéntese, por favor.

Estaba echada en la cama entre mullidas almohadas. Con gesto cansado señaló una silla. Sin decir palabra, Aleteo se sentó y la Señora siguió diciendo con tono de hastío:

—Tengo entendido que ha venido usted aquí para divertirme con sus artes de magia. Muy bien. Haga lo que le parezca, pero a mí no me hechice. No podría resistirlo.

Cerró los ojos.

—La vida no es tan sencilla como para que usted pueda arreglarla con sus argucias. Pero claro, eso lo sabe usted mejor que nadie.

Se calló y ninguna de las dos habló durante un rato. Aleteo observaba atentamente, mientras la Señora permanecía echada, tan hermosa y tan aburrida. Mantenía los ojos cerrados y ni siquiera le había dirigido aún una mirada a Aleteo. Simplemente estaba allí, inmóvil. De nuevo empezó a hablar:

—No es usted muy habladora, señorita. Aún no ha dicho nada.

—Yo sólo hablo con la gente que me mira a la cara —replicó tranquilamente Aleteo.

La Señora, sin alzar los ojos, hizo un débil ademán con la mano.

—Estupendo —dijo con una voz que casi se extinguía—. Entonces usted tendrá que escucharme a mí sin necesidad de que yo tenga que mirarla o escucharla. Pero… ¿no resulta eso algo decepcionante para una persona que se dice hechicera?

—Todo lo contrario —contestó Aleteo Brisalinda—. Así es como debe ser.

Entonces la Señora abrió la boca en un largo bostezo.

—Está bien —dijo desilusionada—. ¿En qué podía yo pensar para ofenderla? Ah, ya lo sé. Estoy enterada de que el Señor y usted están haciendo planes para conseguir que yo comience de nuevo a tener deseos; pero es una pérdida de tiempo y energía… ¿Es usted tan necia como para perder así el tiempo? Se equivoca si cree usted que soy tan estúpida. No cuente con que podrá embaucarme. Guarde para otros sus ridículas artimañas. Para otros que sean más estúpidos.

Hizo una pausa y tras bostezar de nuevo volvió a insistir en el mismo tema:

—Soy engreída y perezosa pero no estúpida. En cambio el Señor es ambas cosas, engreído y estúpido, y por tanto, como usted habrá podido observar, es una persona feliz… Y, además, puede permitirse el lujo de ser amable, cosa que yo no puedo. Soy mala… muy mala.

Aleteo Brisalinda siguió en silencio pero escuchaba con gran atención. La verdad es que aquí en la Casa, eran muy locuaces, tanto el Señor como la Señora.

Esta elevó el tono de su voz:

—Soy MALA —repitió—. ¿NO ME OYE, señorita? ¿Por qué no me contradice?

Aleteo seguía callada como una muerta.

Entonces la Señora levantó los ojos por vez primera.

—ESTOY ACOSTUMBRADA a que la gente me contradiga cuando hablo mal de mí misma —exclamó con los ojos desmesuradamente abiertos.

—¿Ah, sí? —replicó Aleteo—. Pues yo estoy acostumbrada a mostrarme conforme.

La Señora se sentó en la cama y miró fijamente a Aleteo, de pies a cabeza. Parecía estar disgustada de una manera pueril, pero luego pudo más su habitual indiferencia y su orgullo.

Su desdeñosa mirada se dirigió a la sortija que Aleteo Brisalinda llevaba en la mano izquierda.

—¿Qué es esa sortija que tiene usted ahí?

—Es sólo una vieja sortija de plata.

—Sí, ya lo veo, pero ni siquiera tiene piedra. ¿La ha perdido?

—Sí, ahora… no tiene piedra.

La Señora se estremeció.

—¡Uf, qué fea es! —dijo—. Es como si estuviera ciega. Quítesela ahora mismo.

Pero Aleteo Brisalinda negó con la cabeza y el anillo continuó donde estaba.

La Señora suspiró y se recostó de nuevo en las almohadas.

De pronto, un criado, como una sombra, se deslizó silenciosamente por la habitación. Puso en la mesilla de noche una bandeja con un vaso de agua y varias tabletas. Luego volvió a desaparecer.

Inmediatamente después comenzaron a resonar en el aire unos espantosos y ruidosos resoplidos. Era un ruido como si la Casa fuera batida por un huracán, pues todo temblaba y se agitaba.

Durante un momento, la Señora se tapó la cara con las manos. Después tomó un par de tapones para los oídos, se los puso y con manos temblorosas se tomó las tabletas con un poco de agua. Con una mirada inexpresiva y voz irritada, dijo a Aleteo.

—Ya puede usted irse, señorita. Lleva ahí sentada demasiado tiempo. ¿Qué hace aquí todavía? No tengo el menor deseo de hablar con los oídos sordos. No quiero hablar cuando no sé lo que estoy diciendo y ¿cómo voy a saberlo si no oigo mi propia voz? debería haberse dado cuenta. ¡VÁYASE!

Aleteo Brisalinda se levantó y salió apresuradamente de la habitación.

16

ENTRETANTO, Nana había descubierto que Klas y Klara se escapaban durante la siesta. Sucedió que una vez olvidó tomar las píldoras y se despertó tras sólo quince minutos de sueño. Las camas de los niños estaban vacías y los encontró en las escaleras. Como es natural, se produjo un enorme revuelo. Ahora todos estaban seguros de haber encontrado ya la explicación a las roturas de cristal mientras Nana dormía. También ella estaba convencida.

Inmediatamente pidió al Señor una pulsera grande y dos pequeñas. Cada una de las pequeñas tenía un gancho, y la grande dos. También pidió dos cadenas largas. A partir de entonces, Klas y Klara tenían que llevar siempre puestas las pulseras. Nana llevaba la grande, y enganchaba las cadenas por un lado a su pulsera y por el otro a las de Klas y de Klara.

Así que los niños tenían que quedarse quietos en sus camas pues, de lo contrario, Nana se hubiera despertado al menor movimiento, ya que a pesar de sus sonoros ronquidos nunca se quedaba profundamente dormida.

Pero cuando Nana se daba media vuelta en su cama de dosel, tiraba hacia sí de las cadenas, y había veces que se revolvía tan violentamente que sacaba con fuerza los brazos de los niños de debajo de la ropa de la cama. A veces hasta los arrastraba con cama y todo.

Nana se creía muy astuta e inteligente. Estaba segura de que ya nunca habría más roturas de cristal. Pero se equivocaba.

A pesar de que los niños estaban encadenados y era imposible que abandonaran sus camas, casi siempre que Nana se echaba a dormir se rompían piezas de cristal por la Casa.

Nadie se explicaba cómo podía ocurrir.

Aleteo Brisalinda descubrió este misterio el primer día que entró en la Casa.

Acababa de salir de la habitación de la Señora y en aquel momento Mimí chilló mientras dormía. Aleteo no se aterrorizaba fácilmente pero aquel chillido era tan horrible, tan desgarrador, que se quedó quieta, incapaz de dar un paso.

Cuando recobró la calma, se dirigió rápidamente hacia donde procedía el chillido. El ensordecedor estruendo que se oía por toda la Casa venía del mismo sitio.

El corazón de Brisalinda latía fuerte y aceleradamente y se sintió invadida por horribles presentimientos.

En todo el recorrido no encontró a una sola persona. Las habitaciones por las que pasó estaban vacías, pero encontró por todas partes piezas de cristal rotas sobre los muebles. Aquello era de lo más curioso y extraño.

En una mesa había un jarrón hecho añicos. Las flores se habían desparramado y el agua, gota a gota, caía al suelo.

En otro lugar, un bol vacío había saltado en pedazos. Sobre una mesita había una bandeja con botellas para vino, rotas. Los distintos vinos que contenían goteaban quedamente sobre la alfombra y una mancha roja iba extendiéndose poco a poco. No se veía a nadie en absoluto.

Aleteo se apresuraba cada vez más. Iba muy aprisa, casi corriendo, buscando por todas las habitaciones. Le abrumaba una inquietud insólita, pues tenía la certeza de que pronto iba a enfrentarse con el terrible secreto.

¿Quién rompía el cristal? ¿Quién chillaba?

¿Dónde estaban los niños?

El tremendo rugido continuaba. Aminoró sus pasos, pues sentía que estaba ya muy próxima a lo que estaba buscando. Entonces, volando silenciosamente, llegó Talentoso a su encuentro. Sin decir nada se posó en su hombro. Esto la calmó.

Se encontraron frente a una gran ventana desde donde se divisaba toda la ciudad. Era primavera, alrededor de las tres de la tarde, y aunque hubiera debido estar claro, una pertinaz lluvia gris que ahondaba las roderas de los caminos, oscurecía el día.

—¿Averiguaste algo, Talentoso? —preguntó Aleteo.

El cuervo asintió y miró a la puerta de la habitación de al lado.

—¿Están ahí los niños? ¿Has entrado ahí?

Volvió a asentir y se quedó en el hombro de Aleteo mientras ésta se acercaba a la puerta, que estaba entreabierta. La abrió del todo y durante un instante se quedó inmóvil ante la gruesa cortina verde oscuro. Con mano firme la descorrió y entró en la habitación.

Las ventanas estaban cerradas. En la habitación reinaba una oscuridad verdosa. Cuando Aleteo se acostumbró a la oscuridad, advirtió una enorme cama con dosel junto a una de las paredes; y en la de enfrente, dos camas pequeñas.

A lo largo de la habitación, desde la cama con dosel a las de los niños, había dos cadenas. Brillaban en la penumbra y rechinaban al compás de la respiración de la persona que ocupaba la cama grande.

Temblorosa, pero sin dudarlo, Aleteo se acercó directamente a la cama grande. El ruido de sus pasos quedó ahogado por el de la tormenta que se producía en torno a la persona que dormía.

Aleteo palideció e incluso sus ojos parecían haber perdido su color. Brillaban con una extraña luz distante. Inmóvil, el cuervo seguía posado en su hombro.

En lo alto de la cama del dosel se balanceaba una jaula en la que dormía un pájaro. Talentoso lo observó con mirada penetrante mientras que Aleteo mantenía los ojos fijos en la persona que estaba en la cama. Al principio creyó que un par de ojos la miraban en la oscuridad, pero enseguida se dio cuenta de que sólo eran unas gafas.

Reconoció inmediatamente a quien dormía en el lecho y cerró los ojos con una expresión del más profundo sufrimiento y dolor.

Se frotó la frente como si quisiera borrar la visión que contemplaban sus ojos, pero enseguida levantó la mirada e, inclinándose sobre la persona que dormía, susurró:

—Me lo sospechaba. No podía ser nadie más que Nana. Pero ¿dónde has estado hasta ahora, pobre hermana mía?

Fue un momento extraordinariamente difícil para Aleteo, pues no había visto a su hermana desde hacía mucho tiempo y hubiera deseado que el encuentro hubiera sido en otras circunstancias. Esta era la razón de la suave ternura que emanaba de su voz.

En su sueño, Nana se revolvió intranquila. Las cadenas rechinaron y Talentoso echó a volar dando un grito de alarma, desapareciendo entre los pliegues de los cortinajes.

Aleteo dirigió una última mirada, llena de compasión y angustia, a Nana y salió de la habitación sin hacer ruido.

Un instante después Nana y Mimí despertaron y de nuevo volvió el silencio a la Casa. Pero Aleteo, mientras desandaba el camino que acababa de recorrer, con Talentoso volando delante de ella, pensaba que aquel silencio resultaba misterioso.

Al pasar por una gran sala de baile, vio a un viejo cochero con un bol roto en las manos. Su cara tenía una expresión extraordinariamente seria. No se fijó en Aleteo.

Volvió a verle en otro momento. En esta ocasión sostenía los trozos rotos de un jarrón. Tampoco entonces él la vio.

Por tercera vez volvió a verle con una licorera rota en las manos, que tenía manchadas del vino que había contenido. Tampoco esta vez alzó la mirada.

A Aleteo le extrañaba cómo podría moverse con tanta rapidez, y a pesar de ello dar la impresión de que siempre estaba inmóvil, en el mismo sitio. Pero pronto se olvidó de él.

Tenía otras cosas en que pensar.

Una vez en su habitación de lo alto de la torre, se puso a reflexionar. La torre tenía ventanas por todos los lados. La lluvia caía sin parar y no cesó hasta el atardecer. Las nubes se dispersaron, y con la noche volvieron las estrellas.

Entonces Aleteo se dirigió al telescopio y lo enfocó en dirección al cielo.

No le sorprendió encontrar allá arriba los mismos lazos y dibujos que veía en la alfombra que tejía en su casa, sólo que éstos eran mucho mayores y más hermosos.

Mucha gente inteligente afirma que puede existir una dependencia entre las personas y las estrellas, pero Aleteo no lo creía así. Rechazaba esa forma de pensar que juzgaba atrevida. Ella admitía cierta relación… Pero dependencia no.

No, cada cosa en su lugar. Y aquí abajo, en la tierra, eran las personas lo que a ella le interesaban.

Arriba, los planetas se movían eternamente. Le consolaba pensar que, fuese cual fuese la forma como en la tierra se desenvolvieran las cosas, las estrellas siempre permanecerían igual.

Talentoso también pensaba así.

—Cada persona vive su propia vida —dijo— independientemente de lo que ocurra en las estrellas.

17

TRANSCURRIERON dos días. Las lindas mejillas de la Señora recobraron su color y se levantó de la cama. Mandó llamar a Aleteo Brisalinda y discutió incansablemente con ella. Parecía que discutir le sentaba de maravilla.

Ahora estaba de pie, junto a una ventana abierta de su habitación. Una suave brisa jugueteaba con sus hermosos cabellos. Lucía el sol.

—Señorita, ¿cómo acaba usted de llamarme? ¿No sabe que debe decir mi Señora? —dijo con irritación.

Aleteo Brisalinda se hallaba de pie junto a ella. Llevaba puesta la capa, pues se disponía a salir cuando la Señora mandó llamarla. Contestó:

—¡Oh no! Quien no es dueña de sí misma no es una Señora. —Hablaba con calma y sencillez, sin el menor tono de reproche.

Era un día excelente; el primer día bueno después de tantos otros grises y oscuros. Incluso aquí arriba en el norte y hasta la Ciudad de Todos los Deseos había llegado el verano. El buen tiempo parecía apreciarse más allí, en aquella lúgubre y triste Casa.

Aleteo levantó su cara hacia el cielo. Sonrió y huyó muy lejos con el pensamiento.

—No tiene usted ni pizca de educación —oyó decir a la Señora—. Cuando quiero que me contradiga se muestra conforme, y cuando quiero su aprobación me la niega.

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