Una llamarada de brumosa y amarilla luz del sol atravesó una gran ventana. Afuera, los árboles pasaban, las hojas se borraban convertidas en un rumor. El ritmo firme de un tren, y algunos otros sonidos tenues que no podía identificar.
El rostro de mi madre, todavía más joven. El pelo más corto y negro, peinado con laca. Mirando por la ventana cómo desfilaba el paisaje. Volvió la cabeza y miró a la cámara. Sus ojos parecían muy lejanos. Una sonrisa vaga. La cámara descendió despacio.
Corte abrupto y ahora una calle ancha de alguna ciudad. No sabría decir cuál podría ser, y mi atención se fijó en las formas y colores de los coches aparcados junto a la carretera, y la ropa que llevaban los escasos transeúntes. Los coches tenían estilo, los vestidos no, se llevaban cortos. Carezco del conocimiento suficiente para datarlos con precisión, pero supongo que eran de finales de los sesenta. Todo transmitía esa sensación de calma previa a la tormenta. La cámara se movía hacia delante con paso regular. De vez en cuando la nuca de mi madre se colaba en el plano, como si mi padre estuviera detrás de ella y un poco a la derecha. No era evidente lo que se suponía que estaba grabando. Tampoco se trataba de una calle particularmente interesante. Había lo que parecían ser unos almacenes a la derecha y una pequeña plaza a la izquierda. Los árboles tenían hojas, aunque de aire exánime. Mantenía la cámara elevada, sin desplazarla ni arriba ni abajo ni a los lados. No trataban de indicar nada ni de comunicarse el uno con el otro. Al cabo de un rato cruzaron una carretera y giraron por una calle transversal.
Otro corte y la imagen de otra calle. Esta un poco más estrecha, como si estuviera más alejada del centro de la ciudad. Al parecer ascendían por una colina empinada. Mi madre iba delante de la cámara, se la veía de los hombros para arriba. Se detuvo.
—¿Qué te parece aquí? —dijo dándose la vuelta.
Ahora llevaba gafas de sol, formales. Por unos instantes la cámara vaciló y se tambaleó como si mi padre hubiera apartado los ojos del objetivo para mirar a su alrededor.
Su voz:
—Un poco más lejos.
Siguieron caminando quizá durante otro minuto. Entonces se pararon otra vez. La cámara barrió el paisaje en círculo ofreciendo un fugaz y tentador panorama de lo que parecía ser la cima de una elevación en una ciudad repleta de colinas y altos edificios a ambos lados de la calle. Era persistentemente familiar. En el suelo había carteles que indicaban la presencia de tiendas de comestibles y restaurantes baratos, pero las ventanas superiores parecían de edificios de apartamentos. La gente se acumulaba en el exterior de los comercios, manoseando los productos, luciendo sombrero; otros entraban y salían. Un barrio ajetreado, que emergía a la hora de comer.
Mamá miró hacia atrás, a la cámara, y asintió. Era decisión suya. La tomó a regañadientes.
Nuevo corte; el mismo día pero más tarde. Una vista un poco diferente, aunque en la misma colina. Donde antes relucía la luz de la mañana, ahora las sombras se alargaban. Última hora de la tarde, las calles casi vacías. Mi madre estaba de pie con los brazos caídos a los lados. Un extraño ruido, como un gorjeo, llegó desde algún lugar fuera de cuadro, y me di cuenta de que era parecido al sonido que se oía en la escena del tren.
La cámara se movió un poco, como si mi padre hubiese alargado el brazo para tocar algo. Entonces mi madre se adelantó unos pasos, o mi padre retrocedió. Una brusca exhalación de mi padre.
Y luego, treinta y cinco años después, otra mía.
Mi madre tenía cogidos de la mano a dos niños muy pequeños, uno a cada lado. Parecían de la misma edad, y los habían vestido a conjunto, si bien uno llevaba la parte de arriba azul y el otro amarilla. Aparentaban poco más de un año, dieciocho meses, quizá, y se tambaleaban inseguros sobre sus pies.
La cámara se acercó a ellos. A uno le habían cortado el pelo bien corto, el otro lo llevaba un poco largo. Las caras eran idénticas.
Se abrió el cuadro. Mi madre soltó la mano de uno de los niños, el del cabello más largo, el jersey amarillo y una pequeña carterita verde. Luego se agachó junto al otro.
—Di adiós —le dijo. El chico de azul la miraba dudoso, sin comprender—. Di adiós, Ward.
Los dos chiquillos se miraban el uno al otro. Luego el del pelo corto, el que debía de ser yo, volvió los ojos hacia su madre en busca de seguridad. Ella tomó mi mano y la levantó.
—Di adiós.
Me hizo saludar con la mano, luego me cogió en brazos y se levantó. El otro niño miró a mi madre, sonriente, con los bazos extendidos para que también lo auparan o la auparan. No puedo distinguir con seguridad su sexo.
Mi madre echó a andar calle abajo.
Caminaba con paso regular, sin apresurarse, pero también sin mirar atrás. La cámara seguía fija en el otro niño, aun cuando mi padre se alejaba tras mi madre colina abajo. Lo dejaron ahí plantado.
El chiquillo estaba cada vez más lejos, en silencio, en lo alto de la loma. Ni siquiera lloró al menos no hasta que nos alejamos lo bastante para no oírle.
Luego la cámara dobló una esquina y eso fue todo.
La imagen se disolvió en las típicas interferencias, y esta vez no apareció nada más. Al cabo de un minuto la cinta se detuvo sola y me dejó contemplando mi propio reflejo en la pantalla.
Busqué el mando a distancia, rebobiné, pulsé el botón de pausa. Contemplé la imagen congelada de un niño, abandonado en lo alto de una colina, tapándome la boca con las manos.
Se abrió la trampilla. Una pálida luz penetró desde arriba.
—Hola, cariño —dijo el hombre.
Sarah no podía verle la cara. Por el sonido de su voz, creía que estaba sentado en el suelo, justo detrás de ella.
—Hola —dijo la muchacha con la voz más tranquila que era capaz de fingir. Ella quería apartarse de él, agrandar en al menos un centímetro la distancia que había entre ellos, pero ni siquiera podía moverse. Luchó por mantener la calma, para atenerse a su plan de aparentar que no le importaba—. ¿Qué tal estás hoy? Todavía demente, me imagino.
El hombre rio con tranquilidad.
—No conseguirás que me enfade.
—¿Quién quiere que te enfades?
—Entonces, ¿por qué dices esas cosas?
—Mi madre y mi padre se preocuparán muchísimo. Estoy asustada. Así que no tengo por qué guardar las formas.
—Comprendo.
Se quedó callado un buen rato. Sarah esperó.
Unos cinco minutos después, vio una mano que se acercaba a su rostro. Sostenía un vaso de agua. Sin previo aviso, lo inclinó lentamente. Ella abrió la boca justo a tiempo, y bebió todo lo que pudo. Luego la mano desapareció.
—¿Eso es todo? —dijo ella.
Le había quedado una sensación extraña en la boca, limpia y mojada. El agua le supo como siempre había imaginado que lo haría el vino, a juzgar por aspavientos que hacen los adultos y por cómo se lo pasan por la boca, como si fuera lo mejor que hubieran probado jamás. De hecho, a ella, en general el vino le sabía siempre como si algo hubiera salido mal.
—¿Qué más te esperabas?
—Quieres mantenerme con vida, de modo que deberás darme algo más que agua.
—¿Por qué piensas que quiero mantenerte con vida?
—Porque de lo contrario ya me habrías matado y me tendrías desnuda en algún lugar donde pudieras mirarme y pajearte.
—Lo que dices no es muy agradable, que digamos.
—Me remito a mis comentarios anteriores. No me siento muy amable, y como tú eres un psicópata no tengo por qué serlo.
—No soy ningún psicópata, Sarah.
—¿Ah, no? ¿Y cómo te definirías? ¿Como un poco rarito?
Él se rio de nuevo, encantado.
—Oh, seguramente.
—Rarito como el puto Ted Bundy.
—Ted Bundy era un idiota —dijo el hombre. Todo rastro de buen humor había desaparecido de su voz—. Un idiota grandilocuente y estafador.
—De acuerdo —repuso ella intentando aplacarle, aunque pensó para sus adentros que ahora, además de demente, le había parecido presuntuoso—. Lo siento, tampoco soy ninguna fan suya. Tú eres mucho mejor. Así que, ¿vas a darme un poco de comida o qué?
—Más tarde, quizá.
—Genial. La esperaré con ansia. Córtala en pedacitos pequeños para que pueda cogerlos.
—Buenas noches, Sarah.
Cuando oyó que se levantaba, su fingida calma se desvaneció. El plan no había funcionado. En absoluto. Él sabía que estaba asustada.
—Por favor, no cierres otra vez la trampilla. De todos modos no me puedo mover.
—Lo siento, pero que tengo que hacerlo —dijo el hombre.
—Por favor...
Colocó la tapa y Sarah quedó de nuevo a oscuras.
Escuchó sus pasos que se alejaban, una puerta que se cerraba despacio, y luego todo se sumió otra vez en el silencio.
Se relamió la boca con avidez, recogiendo toda la humedad que aún quedaba. Ahora que la impresión inicial había desaparecido, se dio cuenta de que el agua tenía un sabor distinto a la de su casa. Tenía que proceder de otra red, lo cual significaba que debía de estar bastante lejos de su hogar. Como cuando te vas de vacaciones. Eso era algo, al menos. Algo que sabía. Cuanto más supiera, mejor.
Entonces pensó que quizá se tratara de agua mineral, en botella, y que en tal caso el sabor no significaba nada. Simplemente podía ser de otra marca. No importaba. De todos modos, valía la pena pensarlo. Cuantas más ideas tuviera, mejor. Como el hecho de que cuando había mencionado a sus padres, el hombre no le había vuelto a contar cómo les había matado. Cuando la atrapó, se había complacido mucho en explicarle lo que les había hecho. A lo mejor aquello entrañaba algo. Con un poco de suerte, que todavía estaban vivos y que el tipo había dicho todo aquello solo para asustarla.
O quizá no. Sarah yacía en la oscuridad, con los puños apretados y esforzándose por no gritar.
Poca gente es capaz de ser feliz sin odiar
a alguna otra persona, nación o credo.
B
ERTRAND
R
USSELL
El vuelo llegó a Los Angeles a las veintidós cero cinco. Nina no llevaba nada, salvo su bolso de mano y el expediente, y Zandt podía acarrear todas sus pertenencias con una sola mano sin torcer la columna. Había un coche esperándoles. Nada elegante ni oficial. Un simple taxi que Nina había pedido desde el avión para acercarle a él a Santa Mónica y luego llevarla a ella a su casa. Luces y señales en la oscuridad, caras vislumbradas, el bullicio y el murmullo de la vida en otra de tantas noches de una ciudad cuyo corazón parece no estar nunca exactamente donde uno se encuentra, sino siempre una esquina más allá, o al final de aquella calle, o al otro lado de los aparatosos edificios, en un club cuyas noches de gloria se habrán agotado antes de que ni siquiera hayas oído hablar de él. En el camino, un puñado de hoteles baratos, licorerías polvorientas, parcelas dedicadas a la venta de vehículos de dudosa procedencia; una panda de gente cutre pasando el tiempo en una esquina sin nada demasiado positivo en la cabeza; una extensión sembrada de búnkeres de cemento, hogar de empresas que engullirán infinidad de vidas vacías sin llegar a ser nombradas jamás en el NASDAQ. Gradualmente se adentra uno en las calles residenciales, y luego en Venice. Desde fuera, en determinadas calles, puede parecer que Venice intenta recuperar su categoría. Algunas propiedades son caras, de un mal estilo internacional. De vez en cuando se ven restos de la señalización de 1950, un detalle exuberante que transporta a una época de bombillas de flash y glamour congelado. La mayoría de los carteles ya han sido arrancados y remplazados por brutales paneles informativos estampados en Helvética, el tipo de letra oficial del purgatorio. La letra Helvética no está en absoluto diseñada para hacerte sentir bien, prometer aventuras o alegrarte el corazón. La letra Helvética sirve para comunicarte que los beneficios han bajado, que la fotocopiadora está estropeada y que, por cierto, te han despedido.
Y por fin, Santa Mónica. Casas más agradables, pequeñas oficinas, lugares donde se puede conseguir comida japonesa y el London Times. El mar, con un muelle que nació en tiempos del color sepia, pero que sabe que esos días ya han pasado. Más allá, Palisades y la bulliciosa Ocean Avenue; luego, la primera línea de hoteles y restaurantes. La sensación, de incierta procedencia, de que esto antes era una ciudad. Quizá sea el mar lo que produce esa impresión, la idea de que este emplazamiento no es casual. En algunos sitios todavía es así, todavía se percibe una relación con el entorno más allá de su simple destrucción. Comercios y cafés y locales en los que estar, lugares a los que entrar y donde comprar. Ahí se puede vivir y entender dónde se encuentra uno, como hacía la familia Becker hasta hace muy poco. No es un lugar auténtico, pero en Los Angeles muy pocos lo son, y no te gustaría estar en los que sí lo son. Lo auténtico es para gente con resaca y pistolas. Lo auténtico es lo que uno desea evitar. L.A. se cree llena de magia, y a veces incluso da esa impresión, pero eso no suele ser más que un juego de manos consentido. Hay lugares de Los Angeles donde puedes plantarte y convencerte de que algún día te convertirás en una estrella de cine, en otros te convencerás de que pronto estarás muerto. Aunque sabe que lo que ve es un truco, la gente quiere creer.
—¿Contento de regresar? —preguntó Nina. Zandt gruñó.
El taxi le dejó en The Fountain, una torre de diez pisos estucada de amarillo marchito, en Ocean Avenue, entre los cruces donde Wilshire y el Santa Mónica Boulevard arrojan a la gente al mar. El edificio tenía un aire art decó que le daba más clase de la que en realidad le correspondía. De apartamentos caros al principio, pasó un tiempo convertido en hotel antes de volver de nuevo al sistema de alquileres. Habían rellenado la piscina de la parte trasera para crear una amplia y en cierto sentido absurda zona de descanso que apenas se usaba: a pesar del toldo, las plantas y las sillas a la sombra, era demasiado obvio que allí faltaba algo. Zandt recordaba la recepción del edificio por un homicidio en el que había trabajado en 1993: un actor europeo de segunda fila y una joven prostituta, un juego de rol que se les escapó de las manos. Al actor lo atraparon enseguida, claro. Zandt no recordaba en qué habitación había sido. Seguro que no fue en la suite que le habían dado, grande y bien amueblada, con una hermosa vista sobre el mar. Dejó caer la maleta en la zona que servía de salón y volvió la vista hacia la diminuta cocina. Armarios vacíos, muy poco polvo. No tenía hambre y le costaba imaginarse cocinando algo. The Fountain no tenía bar ni restaurante ni servicio de habitaciones. No era un destino, por eso lo había elegido para quedarse. Y por su ubicación.