No había duda de que en los dos fragmentos más antiguos de la cinta aparecían mis padres. Y había pocas razones para desconfiar de que fuera mi padre quien manejaba la cámara en el primero, el más reciente. Era evidente, además, que las tres escenas, tanto por separado como en su conjunto, debían de tener algún significado. ¿Por qué si no incluirlas en la cinta? Me costaba hasta pensar en la última escena, aquella en la que un chico era abandonado en la calle de una ciudad. La primera y sobrecogedora impresión, la de que se trataba de un hermano desconocido de mi misma edad, seguía siendo mi opinión más firme. Tanto los gestos de mi madre como el modo en que nos habían vestido me lo hacían suponer. O bien aquel chiquillo era mi hermano gemelo, o bien tenían la intención de que yo lo creyera así. Esto último me parecía ridículo. ¿Pero acaso iba yo a dar crédito a la idea de que tuve un hermano, o una hermana, y que le abandonaron en algún lugar? ¿Que nosotros, en familia, nos habíamos alejado de casa —una cuestión que a mi entender había sido deliberadamente explicitada a través del fragmento de un viaje en tren al comienzo de la escena— y habíamos abandonado a aquel niño en algún lugar? ¿Y que mi padre había filmado el acontecimiento? Solo una razón podía explicar todo aquello: la seguridad de que algún día mis padres iban a querer que yo lo supiera, y de que nada salvo una película iba a convencerme. Rebobiné una y otra vez aquel fragmento en mi mente durante toda la noche con voluntad de interpretarlo de otro modo. No fui capaz, y al final lo que más persistió en mi cabeza fue lo incontestable del hecho. Buscaron el lugar adecuado para abandonar al niño; rechazaron el primero y siguieron un poco más lejos calle arriba. Eligieron un lugar que parecía bien poblado, donde los negocios y hogares del otro lado de la calle sugerían que el chiquillo no iba a pasar desapercibido durante mucho tiempo. En cierto modo eso no lo mejoraba, lo empeoraba. Lo hacía parecer más premeditado, deliberado, real. No habían matado al niño, simplemente se libraban de él. Habían planeado cómo hacerlo, y luego fueron y lo hicieron sin más.
La escena central era menos extraordinaria. Una vez superada la extrañeza que producía penetrar en el pasado de una gente a la que, ahora me daba cuenta, jamás había conocido de verdad, la mayor parte de lo que había grabado era solo una noche de fiesta. No reconocí a las otras personas que aparecían en la filmación, pero eso no me sorprendió. Los grupos de amigos varían conforme uno envejece. La gente cambia, se mueve. Personas que antes parecían indispensables se hacen cada vez menos cruciales hasta convertirse en meros nombres en la lista de las postales de Navidad. Al final, un año, observas de mala gana que a tal y a tal otro hace más de una década que no les ves, terminan las postales y la amistad queda así condenada, salvo en el recuerdo, gracias a unas pocas frases recurrentes, tal vez, y a un puñado de experiencias compartidas y medio olvidadas. Permanece latente hasta el mismísimo final; y entonces desearías haber mantenido el contacto, aunque no fuera más que por el gusto de escuchar la voz de alguien que te conoció de joven y sabe que tu aspecto de cadáver ambulante es un chiste de cosecha reciente y no lo único que has sido siempre.
Lo más impactante era el modo en que se habían dirigido a la cámara. Las cosas que habían dicho. Como si hubieran sabido o creído que yo lo iba a ver algún día. Si hubiera estado en su lugar, me habría esforzado por encontrar un tono un poco más animado. «Hola, hijo, ¿cómo te va? Recuerdos de nuestra parte, sea cuando sea.» Mi madre no tenía ese tono, de ningún modo. Su voz era triste, resignada. La última frase de mi padre todavía resonaba, más aguda, en mi cabeza: «Me pregunto en qué te habrás convertido». Vaya comentario, cuando la persona a la que te refieres tiene solo cinco o seis años y está durmiendo en la habitación donde te encuentras. De algún modo, aquello parecía encajar con la liquidación de UnRealty: la prueba de una profunda desconfianza en alguien que resulta ser tu hijo. No estoy especialmente orgulloso de mi vida, pero más allá de lo que haya o no llegado a ser, todavía no he abandonado a ningún crío en plena calle ni he filmado el evento para la posteridad.
No recuerdo que mi padre tuviera o usara jamás ninguna video-cámara doméstica. Desde luego, no recuerdo haber visto nunca aquellas imágenes. ¿Por qué molestarte en filmar a tu familia si nunca os sentaréis todos juntos para reíros de los peinados y la ropa, y señalar lo mucho que ha crecido todo el mundo a lo largo y a lo ancho? Si mi padre fue de los que filman ese tipo de cosas, ¿por qué dejó de hacerlo? ¿Dónde estaban las cintas?
Quedaba la primera escena, la que estaba filmada en vídeo, mucho más reciente. Por su brevedad y aparente falta de sentido, aquel segmento parecía contener la clave. Cuando mi padre editó esa pequeña bomba, debió de colocarlo al principio por alguna razón, a pesar de que no ocurriera nada. Decía algo al final, una frase corta que el viento oscurecía. Tenía que descifrar aquella frase. Quizá así podría comprender el sentido de la cinta. O quizá no. Pero al menos tendría todas las pistas.
Cerré la puerta del coche y cogí el teléfono. Necesitaba ayuda, así que llamé a Bobby.
Cinco horas más tarde regresé al hotel. En el ínterin había estado en Billings, uno de los pocos intentos que existen en Montana de crear una ciudad de un tamaño decente. De acuerdo a su fama y contrariamente a mis expectativas, resultó que había una copistería donde pude hacer lo que necesitaba. Resultado de todo ello era el flamante DVD-ROM que llevaba en el bolsillo.
Mientras caminaba por el vestíbulo del hotel, recordé que mi reserva era solo para dos días después del funeral, así que me detuve en el mostrador para extenderla. La muchacha asintió ausente, sin apartar la vista del televisor con un canal de noticias sintonizado. El presentador repetía los escasos detalles que habían trascendido hasta el momento del asesinato múltiple de Inglaterra del que había oído hablar en la radio camino de Billings. No parecía que hubieran descubierto nada nuevo. Repetían el mismo rollo una y otra vez, como un ritual, revistiéndolo de mito. El tipo se había hecho fuerte en algún lugar durante un par de horas y luego se había matado. Probablemente, en ese mismo instante, la poli estuviera poniendo su casa patas arriba, intentando encontrar alguna explicación, alguien o algo a quien culpar.
—Terrible —dije, básicamente para asegurarme de que había captado de verdad la atención de la recepcionista. En el vestíbulo había carteles que informaban de que el hotel hospedaría un hermoso repertorio de reuniones empresariales y sesiones de
brainstorming
durante toda la próxima semana, y no quería encontrarme de repente sin habitación.
No respondió de inmediato, y ya iba a probarlo de nuevo cuando me di cuenta de que estaba llorando. Tenía los ojos vidriosos y una lágrima había escapado y corría casi invisible sobre su mejilla.
—¿Está usted bien? —le pregunté sorprendido.
Ella volvió la cabeza hacia mí como si soñara y asintió despacio.
—Dos días más. Habitación 304. Está bien, señor.
—Perfecto. ¿De verdad que se encuentra bien?
Con gesto rápido, se pasó el reverso de la mano por la mejilla.
—Oh, sí —dijo—. Es solo un poco de tristeza.
Y de nuevo miró hacia el televisor.
La observé mientras esperaba en el ascensor a que se cerraran las puertas. El vestíbulo estaba desierto. Ella seguía atenta a la pantalla, como si mirara por una ventana.
No estaría más subyugada por aquel acontecimiento —que había sucedido a miles de kilómetros de distancia, en un país que muy probablemente ni siquiera había visitado— si hubiera perdido en él a un familiar. Me gustaría poder decir que aquello despertaba en mí la misma empatía, pero no era así. No se debía a la indiferencia, sino a que me resultaba imposible sumergirme en mi corazón sin prestarle atención a mi cabeza. No era como lo del World Trade Center, algo vil y pasmoso que había ocurrido dentro de nuestras propias fronteras, a personas que, de niños, habían echado el mismo tipo de moneda en sus cerditos hucha. Sabía que desde el punto de vista intelectual eso no tenía ninguna importancia, aunque no lo parecía.
Cuando estuve en mi habitación, saqué el portátil del armario, lo puse encima de la mesa y lo encendí. Mientras esperaba, extraje el DVD-ROM de mi bolsillo. La cinta de mi padre estaba escondida en la rueda de recambio del coche de alquiler. Lo que había en el disco era una versión digitalizada. Cuando el PowerBook hubo terminado con su rutina de encendido —una ducha, un sorbo de café, una ojeada rápida a los periódicos y lo que fuera que le llevara tanto maldito tiempo— inserté el DVD-ROM en la ranura lateral. Apareció en forma de disco en el escritorio. Había guardado las imágenes en cuatro archivos MPEG muy pesados. Habría llevado demasiado tiempo digitalizarlo todo con la máxima resolución, y aún si cupiera en un solo disco, así que, mientras estaba en uno de los ordenadores del local de internet de Billings sin que hubiera nadie husmeando, copié la primera y la última sección a máxima resolución, junto con la parte de la sección central que tenía lugar en casa de mis padres. El largo episodio del bar lo copie en menor calidad. Aun así tardé bastante. Todo el asunto apenas cabía en un disco de dieciocho gigas.
Primero probé con el CazaTalentos, un programa de edición en versión shareware que se cuelga mucho pero que a veces te permite hacer cosas que otros programas no hacen. En efecto, se colgó con tanta insistencia que tuve que reiniciar manualmente el ordenador. Así pues, regresé al software más común y enseguida tuve la película en pantalla. La pasé rápido hasta el final del primer fragmento, el que sucedía en algún lugar de las montañas, y corté en un clip los últimos diez segundos. Lo guardé en el disco duro. Luego, con el MPEGSplit, separé la parte de vídeo del archivo y me quedé solo con la pista de audio. Ya sabía lo que mostraban las imágenes: un grupo de gente con abrigos negros, de pie y un poco separados. Lo que quería saber era qué había dicho el cámara.
Guardé el archivo, salí del programa de vídeo y ejecuté una batería de aplicaciones de edición de sonido: SoundStage, SPXlab, AudioMelt Pro. Durante la siguiente media hora manipulé la pista, probando con varios filtros para ver qué salía. Aumentar la amplitud solo lograba que sonara peor, aunque más fuerte; reducir el ruido y hacer un limpiado general daba un sonido más pastoso.
Así pues, me puse serio, extraje otro clip de audio de la cinta, justo del momento anterior a la frase. Analicé las frecuencias correspondientes al viento de fondo, luego generé un filtro específico, lo apliqué al otro clip de la cinta y la cosa empezó a sonar más clara. Unos retoques más y lentamente los ruidos comenzaron a fundirse en palabras. ¿Lozombra de baja? ¿La sangre de boj? Tras hacer cuanto podía, saqué unos auriculares de la funda del portátil y me los puse. Inicié la pista en reproducción continua y cerré los ojos.
Después de escucharla unas cuarenta veces, lo comprendí. «Los hombres de paja.»Detuve la reproducción continua; me saqué los auriculares. Estaba bastante seguro de que era eso. Los hombres de paja. El problema era que no significaba nada. Parecía el nombre de una banda de rock independiente, aunque dudaba que la gente de la cinta se ganara la vida con aullidos carentes de producción. Los miembros de las bandas de rock no viven todos juntos en resorts de esquí. Se construyen mansiones de falso estilo Tudor en lados opuestos del planeta, y solo se reúnen cuando les pagan. Lo único que había conseguido era aumentar la falta de explicación de lo que había grabado en la cinta. Miré las imágenes a través del DVD por si el nuevo formato me ayudaba a advertir algo diferente. No vi nada.
Me quedé un momento sentado en la silla, mirando al firmamento, sintiendo que la noche me alcanzaba. De vez en cuando oía pasos por delante de mi puerta, y de fuera llegaba el ruido ocasional de los coches que pasaban, fragmentos flotantes de lejanas conversaciones entre gente que no conocía y con la que jamás iba a encontrarme. Tampoco nada de aquello tenía ningún significado para mí.
Justo después de las seis sonó mi teléfono, me sacó de la modorra con un sobresalto. Descolgué soñoliento.
—Eh —exclamó una voz. Al fondo se oía ruido de voces y música apagada—. Ward, soy Bobby.
—Colega —le dije frotándome los ojos—. Gracias por el consejo. Aquel sitio de Billings me ha hecho un gran servicio.
—Genial —contestó—. Pero no te llamaba por eso. Estoy en un lugar, cómo coño... Sacagawea, creo que se llama. Algo así. En la gran calle principal. Tiene un pedazo de cartel.
Me desperté de repente.
—¿Estás en Dyersburg?
—Claro, he cogido un avión.
—¿Y por qué coño has venido?
—Bueno, la cosa es que, después de tu llamada, estaba un poco aburrido. Me había quedado con algo de lo que me habías dicho, y estuve haciendo algunas averiguaciones.
—¿Averiguaciones sobre qué?
—Algunas cosillas. Ward, mueve el culo hasta aquí. Tengo una cerveza esperándote. Y algo que contarte, colega, y no pienso hacerlo por teléfono.
—¿Por qué?
Yo ya estaba guardando el ordenador.
—Porque vas a alucinar.
El Sacagawea es un gran motel que hay en la calle principal. Tiene un enorme letrero de neón multicolor que se ve a medio kilómetro de distancia en cualquier dirección y que atrae a los incautos como un imán. Estuve allí durante unos diez minutos la primera vez que vine a ver a mis padres. La habitación que me habían dado era como un museo del diseño barato de los años sesenta y tenía alfombras de aspecto perruno. Al principio me pareció muy moderno, pero cuando lo vi más de cerca me di cuenta de que sencillamente no lo habían redecorado desde más o menos la época en que nací. Al descubrir que no tenían servicio de habitación, me largué de aquel maldito lugar. No iba a quedarme en un hotel sin servicio de habitaciones. No podría soportarlo.
El vestíbulo era pequeño y húmedo, y olía mucho a cloro, seguramente a causa de la diminuta piscina que había en la habitación de al lado. El lerdo avejentado de detrás del mostrador no tuvo necesidad de recurrir al habla para indicarme que subiera las escaleras, le bastó con una curiosa mirada. Cuando llegué al bar, entendí por qué. No era precisamente un lugar rebosante de vida. Había una barra circular en el centro, una única camarera, y un repertorio de arcaicas máquinas tragaperras a un lado, con gente también en edad de jubilarse echando monedas dentro plácidamente. Como especie, la verdad es que sabemos sacarle partido a la vida. Una larga hilera de grandes ventanas en la parte delantera de la habitación ofrecía una panorámica del aparcamiento y del goteo de tráfico que andaba arriba y abajo a golpes de claxon. Algunas parejas salpicaban la sala, hablando en voz alta como si esperaran que con eso el lugar ganaría un poco de ambiente. No funcionaba.