La investigadora les había mostrado su placa, pero el tipo ni siquiera había dado su nombre. Con la dedicación de quien cree en la magia de la articulación, en que nombrar y relatar los acontecimientos puede llegar a dominarlos, Michael Becker había leído cuanto había encontrado acerca de los anteriores crímenes del secuestrador de su hija. En internet había artículos de periódico, e incluso había hojeado un ejemplar de cierto supervenías sobre crímenes sin resolver. Había hecho todo eso a expensas de, entre otras cosas, su trabajo. No había tocado
Dark Shift
desde la noche de la desaparición. En el fondo pensaba que probablemente lo dejaría, aunque su colega todavía no lo sospechara y siguiera retrasando frenéticamente la fecha de la reunión con los estudios. Wang tenía dinero, y sus contactos parecían inagotables. Tenías más enchufes en aquella ciudad de los que Michael jamás se atrevería a soñar. Wang sobreviviría.
Gracias a sus investigaciones, Michael había descubierto, o recordado, que además de los casos de la chica LeBlanc, Josie Ferris y Annette Mattison, había otra muchacha que había desaparecido más o menos por la misma época. Esa muchacha era la hija de un policía que había estado involucrado en la detención de otros dos asesinos en serie. Se murmuraron especulaciones sobre si la habían seleccionado a ella precisamente como una especie de burla, un castigo por el éxito de su padre. El hombre volvió a mezclarse en la investigación, contraviniendo los consejos del FBI, y a la postre un periódico había dejado entender que era él quien hacía progresos donde los federales fracasaban. Luego se perdió de vista. El nombre del policía era John Zandt. El Repartidor como Michael Becker tenía motivos para llamarle, jamás fue apresado. Un artículo retrospectivo publicado un año después de las desapariciones informaba de que una tal señora Jennifer Zandt había regresado a Florida para estar cerca de su familia. El periodista había sido incapaz de descubrir qué había pasado con el detective.
Michael pensó que aquella noche, dieran lo que dieran en la tele, su mujer y él tenían que hablar. Le contaría lo que sospechaba del hombre que les había ido a visitar, y sugeriría que cuando vinieran a verles los otros policías, esa gente bienintencionada con la que ahora tenían una horrible familiaridad, debían evitar a toda costa hablarles de la visita de aquella noche.
Y otra cosa. A pesar de que su fe en las palabras había recibido una terrible sacudida, se aferraba a la creencia de que las palabras y los nombres eran a la realidad lo que columnas y arquitectura son al espacio. Lo humanizan. Del mismo modo que el ADN transforma el azar de la química en algo reconocible, el lenguaje puede adueñarse de fenómenos inexplicables y reducirlos a situaciones sobre las que se puede decir algo y, por lo tanto, sobre las que se puede hacer algo.
Ya no pensaría más en el Repartidor. Le llamaría el Hombre de Pie. Pero mientras tanto se prepararía para lo peor. El policía tenía razón. Además, Michael Becker se dio cuenta de que Sarah así lo hubiera querido.
Maldito Nokkon Wud. Si el destino pedía un tributo tan alto, se podía ir al infierno.
Estaban sentados en la terraza del Smorgas Board, una mezcla de café y punto de encuentro de surferos, a unos ocho metros de donde la muchacha Becker había sido raptada. Llevaban una hora allí y el local estaba a punto de cerrar. Los otros únicos cuentes del establecimiento eran una pareja medio recostada sobre una mesa que había a dos metros de la suya, sorbiendo con languidez el contenido de unos tazones de dimensiones enormes.
—¿Estás pensando o solo miras?
Zandt no respondió inmediatamente. Estaba sentado junto a Nina, contemplando la calle. Apenas se había movido. Su café estaba frío. Solo había fumado un cigarrillo, y que había ardido casi entero sin acercarse a sus labios. Su atención se concentraba por completo en otra parte. A Nina esa actitud le recordaba a un cazador, pero no necesariamente un cazador humano. Más bien un animal preparado para sentarse y esperar el tiempo que fuera necesario, sin que el aburrimiento, la ira o el dolor distrajeran su atención.
—No todos vuelven —dijo ella irritada.
—Lo sé —respondió él enseguida—. No estoy vigilando.
—Y un carajo —rio ella—. O vigilas, o tienes un ataque.
Él la sorprendió con una sonrisa.
—Estoy pensando.
Ella se cruzó de brazos.
—¿Te importaría compartirlo?
—Estoy pensando en qué forma de perder el tiempo es esta, y me pregunto por qué me has traído hasta aquí.
Nina advirtió que, en realidad, aquel gesto no había sido una sonrisa.
—Porque pensé que podrías sernos de alguna ayuda —dijo. Se revolvió incómoda en su asiento—. John, ¿de qué va esto? Ya sabes por qué. Porque me has ayudado otras veces. Porque valoro tus opiniones.
El sonrió de nuevo, y, Nina tembló de verdad.
—¿Qué conseguí la última vez?
—No lo sé —admitió ella—. Dímelo tú. ¿Qué ocurrió?
—Ya sabes lo que ocurrió.
—No, no lo sé —contestó repentinamente enfadada—. Lo único que sé es que me dijiste que te ibas a no sé dónde. Y entonces empezaste a no contarme nada y te volviste muy reservado, a pesar de que hasta ese momento habías dependido de mí para obtener informaciones del FBI. Informaciones que no hubieras conseguido de ningún otro modo, pues tu propio departamento te había prohibido participar en la investigación. Te hice un favor y tú me dejaste plantada.
—Tú no me hiciste ningún favor —dijo Zandt—. Hiciste lo que te pareció que iba a reportarte mayores beneficios.
—Oh, vamos, John, vete a la mierda —espetó ella.
El par de gandules de la otra mesa se enderezaron de un brinco, como marionetas cuyos dueños se hubiesen despertado de repente. Menudas vibraciones.
Nina bajó la voz y habló deprisa.
—Si esa es la opinión que tienes de mí, ¿por qué no te largas, por qué no vuelves al jodido Vermont? Pronto empezará la temporada de nieve. ¿Por qué no vas y dejas que te sepulte?
—¿Me estás diciendo que me ayudaste por consideración a mi familia?
—Sí, claro. ¿Por qué coño, si no?
—A pesar de que me ayudaras a serle infiel a mi mujer.
—Eso es patético. No me culpes de lo que hizo tu polla.
Le clavó una mirada. Zandt se la devolvió. Hubo un momento de silencio y luego ella apartó la vista bruscamente.
Él rio un instante.
—Así que, ¿debo pensar que soy yo quien tiene el control?
—¿Qué?
Nina se maldijo a sí misma en silencio.
—Has apartado la mirada. Es una cosa muy animal. El ego masculino halagado por una señal de sumisión. Ahora que vuelvo a ser el rey de la selva, ¿haré otra vez lo que tú quieras?
—Te has vuelto un auténtico paranoico, John —dijo ella, aunque por supuesto él estaba en lo cierto. Nina se dio cuenta de que había pasado demasiado tiempo entre idiotas—. No tengo ganas de discutir contigo.
—¿Por qué crees que hace lo del pelo? —dijo él.
Ella frunció el ceño, anonadada por el repentino cambio de tema.
—¿Qué pelo?
—El Hombre de Pie. ¿Por qué les corta el pelo?
—Bueno, para los jerséis. Para poder bordarles el nombre.
Zandt sacudió la cabeza y encendió un cigarrillo.
—No se necesita la melena entera para hacer eso. Todas las chicas tenían el pelo largo. Pero cuando las encontraron, se lo habían rapado completamente. ¿Por qué?
—Para deshumanizarlas. Para que matarlas resultara más fácil.
—Puede ser —dijo él—. Eso fue lo que supusimos entonces. Aunque me lo sigo preguntando.
—¿Me dirás lo que piensas tú?
—Me pregunto si no sería un castigo.
Nina lo pensó un momento.
—¿Por qué razón?
—No lo sé. Pero creo que ese tipo secuestra a las muchachas, muchachas de un tipo muy particular, con un propósito. Creo que les tenía destinado algo especial, y que todas le han fallado de algún modo. Como castigo, les habría quitado algo que a su entender era de suprema importancia para ellas.
Tomó un sorbo de café, sin que en apariencia le importara que estuviera frío.
—¿Sabes qué les hacían a los colaboracionistas en Francia durante la Segunda Guerra Mundial?
—Claro que sí. A las mujeres sospechosas de aceptar a los invasores alemanes con demasiado entusiasmo se las exhibía públicamente con la cabeza rapada. Una época de la cual nuestra especie puede enorgullecerse. —Se encogió de hombros—. Comprendo lo del castigo, pero no sé qué tiene que ver la guerra con eso. Esas muchachas no habían confraternizado con nadie.
—Puede que no.
Zandt parecía haber perdido interés en el asunto. De nuevo estaba recostado en su silla mirando distraídamente al otro lado de la terraza. Uno de los gandules cruzó por casualidad una mirada con él. El policía no apartó los ojos. El gandul sí, de inmediato. Le hizo una señal a su amigo sugiriéndole con total claridad que tal vez fuera un buen momento para ir a encerar las tablas. Se levantaron y desaparecieron hacia la noche.
Aquello pareció satisfacer Zandt.
Nina trataba de atraer su atención otra vez.
—Entonces, ¿adónde nos lleva eso?
—Probablemente a ninguna parte —respondió aplastando el cigarrillo—. La vez anterior no había pensado suficiente en eso. Estaba obsesionado con el método que había usado para localizar a sus víctimas. De qué modo se habían cruzado sus vidas. Ahora lo que despierta mi curiosidad es en qué le fallaron. Para qué las quería en realidad.
Nina no dijo nada, con la esperanza de que, hubiera algo más. Pero cuando él volvió a hablar, no fue sobre el caso.
—¿Por qué dejaste de acostarte conmigo?
Sorprendida de nuevo, dudó.
—Ambos dejamos de acostarnos juntos.
—No. —Zandt negó con la cabeza—. La cosa no fue así.
—No lo sé, John. Ocurrió. Entonces no me pareció que te hubieras ofendido.
—Era como que lo aceptaba, ¿verdad?
—¿Adonde quieres ir a parar? ¿Ahora ya no lo aceptas?
—Claro que sí. Ha pasado mucho tiempo. Simplemente, me estoy haciendo preguntas que entonces evité. Cuando empiezas, surgen todas a la vez.
Realmente, ella no sabía qué responder.
—Y ahora, ¿qué quieres hacer?
—Quiero que te vayas —dijo él—. Quiero que te vayas a casa y me dejes solo.
Nina se levantó.
—Arréglatelas tú solo. Tienes mi número de teléfono. Avísame si decides mover el culo y hacer algo.
Él volvió la cabeza despacio y la miró a los ojos.
—¿Quieres saber qué ocurrió? ¿La última vez?
Ella se detuvo y le miró. Su rostro era frío y distante.
—Sí —dijo.
—Lo encontré.
Nina sintió que se le erizaba el vello de la nuca.
—¿A quién encontraste?
—Lo seguí durante dos semanas. Al final llegué a su casa. Lo vi vigilando a otras chicas. No podía seguir así más tiempo.
Ella no sabía si sentarse o quedarse de pie.
—¿Qué ocurrió?
—Él lo negó. Pero yo sabía que era él, y él sabía que yo lo sabía. Era él, aunque no tenía pruebas, y habría escapado. Permanecí a su lado durante dos días. Estaba claro que no pensaba decirme dónde estaba ella.
—John, no me digas eso.
—Lo maté.
Nina lo miró y supo que decía la verdad. Abrió la boca y la cerró de nuevo.
—Y entonces, dos días después, llegaron la nota y el jersey.
De repente pareció exhausto y se dio la vuelta. Cuando volvió a hablar, su voz no tenía expresión.
—Me cargué a un tipo que no era. Haz lo que creas conveniente con esta información.
Ella se fue, cruzó la Promenade. Se había propuesto no mirar atrás, por eso se concentraba en la copa de las palmeras que la ligera brisa agitaba un par de manzanas más allá.
Sin embargo, cuando llegó a la esquina se detuvo y se dio la vuelta. Zandt había desaparecido. Esperó unos instantes, mordiéndose el labio, pero no volvió. Lentamente, comenzó a andar otra vez.
Algo había cambiado. Hasta aquella noche Zandt le había parecido dócil, aunque estar sentada a su lado en el café le había resultado una experiencia incómoda. Se dio cuenta entonces de que no le había recordado a un cazador, sino a un boxeador que aparece fugazmente en la televisión una hora antes del combate. En este momento el negocio del espectáculo desaparece y el boxeador penetra en un reino propio, un lugar donde deja de tropezar con la mirada de los demás y es absorbido por su arquetipo. Algunas personas quizá harán apuestas, se vestirán de pingüino y serán los reyes de la sociabilidad empresarial. El resto seguirá diciendo estupideces sobre la necesidad de prohibir el boxeo, hombres y mujeres refugiados en vidas de las que nadie quiere escapar, de ningún modo. Para los muchachos del ring, la cosa es distinta. Lo hacen por dinero, pero no solo por eso. Lo hacen porque eso es lo que hacen. No buscaban una salida, sino una entrada, un camino de regreso a cierto lugar que sienten en su interior.
Ir a ver a los padres había sido un error. Zandt tenía ya información suficiente sobre cómo fue, y empezaba a preguntarse qué querría ella de él. Solo los Becker podían proporcionar datos nuevos para la investigación. Ella le había permitido hablar con ellos. Pero tan pronto como salió de su jardín se dio cuenta de que aquello había abierto puertas que deberían haber permanecido cerradas.
Nina no tenía ninguna necesidad de eso. Nunca quiso un cazador, ni un asesino. Estaba convencida de que lo único que iba a atraer al Hombre de Pie a campo abierto sería otro hombre al que quisiera dominar.
Ella quería un cebo.
El tipo estaba sentado en su silla, en el centro del salón. La habitación era grande y formaba un saliente en la fachada principal de la casa, con ventanas en tres de las paredes. Dos de los lados quedaban resguardados por una hilera de árboles; el otro daba a una pendiente de césped distribuida en bancales. Aquella tarde todas las cortinas estaban echadas, pesadas telas que no permitían que se filtrara el menor destello del exterior. A veces el hombre las cerraba, otras las dejaba abiertas. Era totalmente impredecible a este respecto.
La silla estaba de espaldas a la puerta de entrada a la habitación. Le gustaba cómo le hacía sentirse eso. Generaba un estado de ligera tensión, una sensación de desprotección. En teoría, cualquiera podía acercársele con sigilo y asestarle un buen golpe en la cabeza. Quien quisiera hacerlo primero debía superar los exhaustivos sistemas de seguridad, pero aun así, seguía teniendo una posibilidad. Demostraba además lo controlado que tenía su entorno. No temía al mundo exterior. Sin embargo, le gustaba que sus espacios interiores fueran así.