Había soportado ya la visita a la casa de Big Sky, con sus electrodomésticos Sub-Zero, sus suelos de arce hondureño y la chimenea que algún desgraciado habría hecho a mano con unos guijarros enormes. Al final me limité a negar con la cabeza. Chip me golpeó en el hombro para darme ánimos —por aquel entonces ya íbamos camino de convertirnos en muy buenos amigos— y desfilamos de nuevo hacia el coche. Volvimos a la carretera principal y nos adentramos aún más en las montañas, mientras Chip me daba una completa explicación de lo que percibía eran dos pequeñas flaquezas en el juego de Tiger Woods, según él ambas relacionadas con el temperamento racial. El cielo, claro durante toda la mañana, se igualaba ahora al color de la carretera. El río Gallatin, frío y rápido, corría en paralelo a nuestra izquierda. Al otro lado había una estrecha franja de valle repleta de árboles. Las montañas se alzaban empinadas a ambos lados, como un saliente de las Rocosas. Bastante más adelante, en esa misma dirección, se llega a una alta planicie y luego, hacia el este, al parque de Yellowstone, la caldera de un supervolcán durmiente que entró en erupción por última vez hace ya seis mil años. La roca fundida se ha ido acumulando en cavidades bajo tierra desde entonces, y mi padre me contó en una ocasión que las leyendas locales hablan de un leve zumbido que se escucha a orillas del lago Yellowstone, que sería el ruido de la presión que lentamente se acumula en la roca profunda. Al parecer, todo aquel lugar puede saltar por los aires cualquier día, sumiéndonos de nuevo en la Edad de Piedra, lo cual sería un auténtico plomazo. Después de pasar una hora con Chip, me sentía capaz de provocar todo aquel cataclismo solo con el crepitar de mi cabeza.
Veinte millas más allá, Chip giró a la derecha sin que yo viera motivo alguno para hacerlo. Saltó del coche y corrió hacia la valla, en la que advertí entonces que había una pequeña puerta sin pretensiones. Aquello me sorprendió. En Big Sky, igual que en la mayoría de los lugares de ese tipo, había una entrada enorme, construida con árboles que ya eran de tamaño considerable cuando todavía no se había oído hablar de los Farling por la zona. Aquella puerta, en cambio, parecía no conducir más que a una vía de servicio. Chip se inclinó hacia el poste de la derecha y vi como movía los labios. Me di cuenta de que habían instalado un portero automático en el poste. Se enderezó y esperó unos instantes, mirando al cielo. Comenzaban a caer algunas gotas de lluvia. Luego se volvió, escuchó algo y regresó hacia el coche.
Cuando se hubo abrochado de nuevo el cinturón, la puerta ya estaba abierta. Chip la cruzó y esta se cerró justo detrás de nosotros. Condujo por la pista que había al otro lado, un par de marcas incompletas en las que se había procurado hacer crecer la hierba. Aunque conducía con cuidado, yo me zarandeaba en el asiento.
—Es un lugar muy rústico, ¿no?
Él sonrió.
—Ya lo verá.
La pista continuaba durante quizá un cuarto de milla, formando un ángulo con la carretera principal, en dirección a una zona densamente arbolada. En cuanto la hubimos rodeado, el terreno cambió abruptamente. Las dos desgastadas rodadas que corrían entre matorrales se convirtieron en un estrecho pero impecable camino asfaltado. Me di la vuelta y descubrí que ahora la carretera principal era invisible, oculta detrás de los árboles.
—Muy ingenioso —dije.
—En Los Salones no se ha dejado nada al azar —explicó Chip—. Quienes elijan construir aquí su hogar pueden confiar en que gozaran de los mayores niveles de privacidad.
El camino giraba y se alejaba del río, rodeando un repecho para seguir una empinada ruta junto a un barranco, cada vez más y más lejos de la oscura carretera. Al cabo de unos minutos resultaba difícil creer en la existencia de la autopista. Todo estaba muy bien pensado en Los Salones. Me impresionaba un poco.
—¿Cuántos años tiene todo esto?
—El proyecto se inició hace siete años —dijo Chip, con los ojos fijos en el parabrisas para observar la carretera a través de la lluvia—. Es una pena que no lo vea con mejor tiempo. Aquí arriba nieva de lo lindo, creerá que se ha muerto y ha llegado al cielo.
—¿Ha vendido muchas casas aquí?
—Ni una. Solo hay diez parcelas, y no tienen prisa por ocupar las últimas. Para ser honesto, creo que su folleto no les hace ningún favor. Yo ya les he dicho que deberían añadir alguna fotografía.
Nos acercábamos a la cima de una colina, tras ascender por lo menos trescientos metros en una largo zig-zag.
—Ninguno de los otros agentes con los que he hablado parecía conocer el proyecto.
Chip asintió.
—Es nuestra exclusiva. Al menos por ahora.
Me guiñó el ojo y por un segundo pude entrever al hombre que el señor Farling debía de ser cuando cerraba la puerta del negocio todas las noches. Aparté el rostro, con la repentina seguridad de que había sido acertado no presentarme con mi propio nombre. Intuía que Chip habría reconocido el apellido Hopkins antes de poder reconocer al de cierto arquitecto de Los Angeles, ya fallecido, por muchas películas en las que hubieran aparecido sus construcciones.
Cuando tomamos una última curva apareció ante nosotros una puerta. No era de madera, sino de grandes rocas, y quedaba en la cima de una pequeña colina, de modo que lo que había debajo era invisible desde el otro lado. Al acercarnos vi las palabras «Los Salones» grabadas a mano en la roca, con los mismos caracteres que aparecían en el folleto de propaganda.
—Ahí lo tiene —dijo Chip con un énfasis innecesario.
Al otro lado de la cima la carretera giraba bruscamente a la izquierda. Vislumbré una cordillera de picos más altos a unos ochocientos metros de distancia, igualmente oculta por una arboleda. Detrás se extendía una valla en ambas direcciones. La valla era alta, escondía todo lo que había del otro lado. La lluvia arreciaba, el cielo estaba oscuro y parecía a punto de desplomarse.
—El campo está más allá —dijo Chip mientras activaba el piloto automático sin que se apreciara el cambio—. Nueve hoyos diseñados por Nicklauss
pére et fils, bien sur
. Como se suele decir, ¿quién puede vencer a un par de Jacks? Naturalmente, en esta época del año está cubierto, pero ¿para qué lo quiere teniendo los campos de Thunder Fall y Lost Creek a pocos minutos? Imagínese, con servicios insuperables y comodidades de máxima categoría al aire libre, a un breve trayecto en coche de aquí, dispuestos a satisfacer al cliente más exigente y sofisticado.
Claro, pensé. Imagínate tú que te meto un dedo en la nariz.
—Esta es la entrada al complejo —anunció Chip.
Entre la oscuridad surgió un conjunto de edificaciones bajas de madera.
—El club, un bar para no fumadores y un restaurante excelente.
—¿Ha comido usted ahí?
—No. Pero me imagino que será, eh, del todo excelente.
Hizo avanzar el coche para aparcar en un lugar que había junto a la entrada de uno de los edificios, siguiendo una hilera de vehículos muy caros. Bajamos y me llevó hasta la puerta. Intenté echar un vistazo a mi alrededor, hacerme una idea del resto del proyecto, pero la visibilidad era escasa y nos movíamos deprisa a causa de la lluvia que ahora caía vertical sobre toda superficie plana.
—Jodida lluvia —murmuró Chip en voz baja. Advirtió mi sorpresa y se encogió de hombros a modo de disculpa—. Perdón. El peor enemigo del agente inmobiliario.
—¿En serio? ¿Peor que los vecinos hispanos?
Rio escandalosamente, me palmeó la espalda y me hizo cruzar la puerta.
Adentro todo estaba en calma. A la izquierda se extendía una especie de salón, con sillas de cuero alrededor de mesas de madera oscura. Estaba vacío. Al fondo había una ventana que cualquier otro día hubiera proporcionado sin duda una vista asombrosa. Hoy era solo un rectángulo gris. A la derecha se alzaba una gran chimenea, en la que crujía un fuego muy bien cuidado. Muy bajito, de fondo, sonaba Beethoven, una de sus sonatas para violín y piano. El mostrador formaba una elegante línea de buena madera, y en la pared que quedaba detrás colgaba una obra de «arte». Mientras esperábamos a que alguien respondiera al timbre que Chip había hecho sonar, me puse la mano en el bolsillo de mi chaqueta y apreté un botón de mi teléfono móvil. Suponiendo que ahí arriba hubiera cobertura, el teléfono de Bobby empezaría a sonar. Acordamos que haría eso si encontraba lo que buscábamos.
Y así era.
La presentación nos ocupó una media hora. Una mujer delgada y atractiva que acababa de dejar atrás la juventud, ataviada con muchos, muchísimos dólares de peluquería, nos invitó a sentarnos en el vestíbulo y nos explicó las glorias de Los Salones. Llevaba un traje gris inmaculado, tenía los ojos de un azul brillante y la piel hermosa, así que di por hecho que todo lo que dijera tenía que ser verdad. No dio su nombre, lo cual me pareció muy raro. En el discurso comercial americano uno siempre presenta sus títulos: directamente, al principio, junto con la encajada de manos. Una prueba de compromiso. Sabes mi nombre, así que solo puedo desearte lo mejor. De ningún modo voy a timarte, ¿cómo podría, yo, tu amigo?
En el corazón de Los Salones, nos explicó la señorita Sin Nombre, descansaba la voluntad de reproducir los ideales tradicionales de «comunidad», solo los mejores. El personal estaba siempre disponible en cualquier momento para asistirnos en lo que fuera necesario, por difícil que resultara. Al parecer los residentes los consideraban amigos, presumiblemente aquel tipo de amigos que harán siempre lo que les digas sin importar la hora que sea ni lo arduo o aburrido de la tarea. El chef del restaurante había trabajado antes en un glamuroso tugurio de Los Angeles del que incluso yo había oído hablar, y los residentes podían hacerse llevar la comida a su casa entre las nueve de la mañana y medianoche. La bodega, me aseguró, superaba cualquier expectativa. Todas las casas estaban automatizadas de arriba abajo, con acceso a internet por cable de serie. Además del tan reputado club de golf, había un club de salud, otro gastronómico y muchos más que no me molesté en archivar en mi memoria. Ser miembro de todos ellos era obligatorio para los residentes, y salía sobre el medio millón de dólares. Al año. Cada uno. Mientras tanto, yo me fijaba en Chip, que no paraba de asentir vigorosamente, como si no fuera capaz de creer lo excelente que era aquel trato. Sorbí mi centésimo café del día —en Los Salones, al menos, era bueno— e intenté no perder el color.
La mujer concluyó observando que ya solo quedaban tres casas disponibles en la comunidad, con un precio de entre once millones y medio y catorce millones de dólares, escandalosamente caras comparadas incluso con las propiedades inmobiliarias de lujo. Lo remató con un tierno encomio de las virtudes del lugar, y me di cuenta de que Chip tomaba notas mentales de toda la perorata.
—Guay —dije cuando por fin todo aquello llegó a una mesurada conclusión—. Echémosle un vistazo.
La mujer me dedicó una mirada llena de educación.
—Por supuesto eso no va a ser posible.
—Ya me he mojado antes —la tranquilicé—. Muchas veces. En una ocasión incluso fui a nadar.
—El tiempo es indiferente. No permitimos visitas a Los Salones hasta que se ha demostrado la conveniencia del cliente.
—Observó a Chip, que mantenía una cuidada expresión de neutralidad.
—Conveniencia —repetí.
—Financiera y de otro tipo.
Alcé las cejas y sonreí complaciente.
—¿Qué?
—Lo que quiere decir, si me permiten intervenir —dijo Chip—, es que, tal y como le dije durante el trayecto hasta aquí, Los Salones mantiene una muy...
—Ya lo he oído —le interrumpí—. Entonces, ¿debo entender, señorita...? —Hice una pausa, pero ella no la llenó con su nombre. Aquella mujer no tenía ninguna prisa por convertirse en mi amiga—. ¿Debo entender que no puedo pasar de esta habitación hasta que no haya superado ciertos obstáculos que ustedes han preparado para determinar si soy adecuado?
—Exactamente —respondió ella con una brillante sonrisa, como si después de un largo y doloroso esfuerzo, el niño hubiera entendido que las posiciones relativas de la manecilla grande y la pequeña pueden ayudarnos a determinar cuánto falta para la hora de ir a dormir—. Como el señor Farling debe de haberle aclarado.
—¿Y cómo son esas pruebas?
La mujer sacó una hoja de una carpeta. Me la puso delante y dijo:
—Depositar el importe total de la compra que usted propone, junto a los fondos suficientes para cubrir la cuota de los distintos clubs durante cinco años, en un depósito en efectivo. No se aceptan hipotecas ni ninguna otra forma de pago aplazado. Una cita garantizada con su contable u otros representantes previamente acordados para obtener una impresión general de sus finanzas. Una reunión en solitario con la junta en pleno de la comunidad, formada por los directores generales y un representante de cada una de las propiedades ocupadas, y la consiguiente comparecencia ante el subcomité en caso de que esta sea requerida. La presentación de dos personas significativas (y por significativas me refiero a que lo sean ampliamente en nuestra sociedad) a quien la junta pueda pedir referencias acerca de su situación pasada y presente. Una vez haya superado sin problemas los procedimientos antedichos, será usted bienvenido a la propiedad, se le mostrarán los mejores valores de nuestro proyecto y podrá hacer su elección.
—Esto tiene que ser una broma.
—Le aseguro que no lo es.
Probé con la estrategia del brabucón.
—¿Tiene usted idea de quién soy yo?
—No —sonrió ella convirtiendo sus labios en una fina línea parecida a una cicatriz recién curada—.Y eso es justamente lo que tratamos de subsanar.
Advertí sutilmente que el recepcionista, un hombre joven que había pasado una eternidad en el gimnasio, nos vigilaba. Sostuve la mirada de la mujer durante un momento, y luego le devolví la sonrisa.
—Excelente —dije.
Tras unos instantes de duda, ella frunció el ceño.
—¿Cómo dice?
—Esto es exactamente lo que esperaba encontrar. Es evidente que el señor Farling ha sabido interpretar mis necesidades con mucha precisión. —Mi voz era ahora un poco seca, en principio para que fuera acorde con mi nueva personalidad—. Alguien de mi posición requiere asegurarse de ciertas cosas, y me complace decirle que ustedes cumplen con esas exigencias.
La señorita Sin Nombre recuperó su mirada amistosa.
—¿Nos entendemos, pues?