Zandt había sido incapaz de descubrir nada nuevo para determinar qué era lo que el Hombre de Pie quería de sus víctimas. Por qué las castigaba. ¿Le habían fallado al no amarle, al no responder a sus atrevimientos? ¿Se habrían asustado demasiado o demasiado poco? ¿Le habrían decepcionado al derrumbarse, al no demostrar la fuerza que él buscaba y pretendía robar?
Advirtió que se había terminado la cerveza y se volvió en busca del joven camarero. No se veía por ningún lado, si bien el resto de la gente que salpicaba el local parecía haber sido servida hacía poco. Los observó durante un rato. Extranjeros bebiendo alcohol para sentirse más cómodos. Para limar los bordes de la ansiedad. Todo el mundo lo hacía. Los americanos, excepto durante un breve experimento que condujo a una explosión de crímenes jamás vista ni antes ni después. Los alemanes y franceses a voluntad. Los rusos con melancólica seriedad. Y también los ingleses, fanáticos de la cerveza. Se pasaban las horas en los bares, en los pubs o en su casa, desenfocándolo todo. Necesitaban esa máscara efervescente, ese pegamento.
Finalmente apareció un hombre. Iba vestido de negro, con camisa blanca, igual que el camarero anterior, pero diez años mayor y con modales mucho menos entusiasta. Mientras que el joven conservaba la fresca esperanza de vender un guión o gritar «Corten», aquel otro hombre parecía a punto de aceptar crudamente que las actrices de Hollywood seguirían viviendo sin conocer sus virtudes de amante. Miró a Zandt con suspicacia, el radar del camarero le indicaba que aquel hombre no era ni huésped del hotel ni estaba esperando encontrarse con nadie en particular.
—¿Lo mismo, señor? —Y ahí coló una inclinación de cabeza, un gesto de cordial ironía: ambos sabemos que el señor no es del tipo que se prefiere por aquí, que está más bien algo borracho y va vestido de forma inadecuada.
—¿Dónde está el otro mozo?
—¿El otro «mozo», señor?
—El camarero que me ha servido antes.
—Cambio de turno. No se preocupe. La cerveza será la misma.
Mientras el camarero se alejaba con paso lánguido, haciendo rebotar su bandeja en la rodilla, Zandt pensó por un breve instante en la posibilidad de dispararle. Como una lección para todos los demás camareros que de algún modo insinúan que la gente que paga sus consumiciones es una basura. Un escarmiento largamente debido. Quizá les llegara un eco a los dependientes, incluso a los de Rodeo Drive. Zandt todavía recordaba, y jamás lo olvidaría, el incidente de una tarde de aniversario, hacía seis o siete años, una vez que llevó a su mujer a una tienda de las caras para que se comprara una blusa; salieron de allí poco después, Jennifer sosteniendo una bolsa con insegura torpeza, Zandt temblando de furia reprimida. Ella se puso muy pocas veces aquella camisa. Estaba manchada por lo insignificante que la habían hecho sentir cuando se la compró.
El recuerdo lo dejó mucho peor de lo que estaba. Estaba cogiendo uno de los papeles de carta que quedaban allí con intención de tomar notas sobre algo —sobre nada— cuando de repente se detuvo. Podía ver al camarero, de pie detrás de la barra en la otra zona del bar, sirviéndole su cerveza.
Era una Budweiser. La misma que acababa de tomar. Era de esperar. El anterior camarero habría dejado apuntado en una nota lo que debía, lo que le habían servido hasta el momento.
En otras palabras, una pista de lo que quería.
De cuáles eran sus preferencias.
Cuando llegó el camarero con su cerveza, se encontró con una silla vacía y un billete de diez dólares.
La casa quedaba en las colinas de Malibú. Era pequeña y peculiar, distribuida en una serie de habitaciones, como un motel diminuto. Para pasar de una habitación a otra había que salir, avanzar por un pasillo cubierto y volver a entrar por otra puerta. Se alzaba al límite de un precipicio y para ir hasta allí había que descender por un camino empinado y lleno de curvas que no estaba bien iluminado. No era un lugar al que se llegara por casualidad. El alquiler era barato, a pesar de su ubicación, porque se encontraba sobre suelo inestable y estaba a un paso del desahucio. La zona de comedor y cocina, que era grande, acristalada y sin duda lo mejor de la casa, tenía una grieta en mitad del suelo de cemento. Casi cabía un puño entero dentro, y el desnivel entre ambos lados era de unos tres centímetros. Afuera, en la parcela que rodeaba la casa, había una pequeña piscina. Estaba vacía, pues las cañerías se fundieron una vez que se incendió la maleza, años antes de que ella fuera a vivir allí. Hacía falta valor para dormir por la noche.
Nina había pasado aquella velada en el patio, detrás de la casa, con la espalda contra la pared y las piernas abiertas y extendidas al frente. Normalmente se veía el océano, con solo unos pocos árboles y arbustos antes de que la tierra se desvaneciera abruptamente. No había ninguna otra casa a la vista. Aquella noche, el mar era invisible, oculto tras una neblina que parecía empezar en la punta de sus propios pies. A veces era así, y ella casi lo prefería. Un lugar al margen de la existencia, donde nada podía suceder. Iba a servirse una copa de vino, pero se le olvidó. Una vez sentada pareció caer en una profunda calma, incapaz de reunir las fuerzas necesarias para volver a entrar y enfrentarse a la nevera.
Había pasado el día buscando a Zandt. No estaba en el hotel, ni en el Paseo, ni en los otros lugares donde había buscado. A última hora de la tarde había cogido el coche para ir a sentarse a observar la casa en la que Zandt vivió tiempo atrás. Ahora la había comprado otra gente, y él tampoco había aparecido. Luego volvió a su casa. Así que todo cuanto podía hacer era quedarse sentada. El salón, que le quedaba detrás, estaba forrado de estanterías repletas de notas y papeles. No quería ni verlas. No quería hablar con nadie más del FBI. Su situación no era la misma que antes. El Hombre de Pie había perjudicado su carrera, no porque no lo hubiesen detenido, aunque eso no había ayudado. Fue más bien porque le había seguido suministrando información a un policía sobre quien pesaba la orden de no interferir en la investigación después de la desaparición de su hija. Algunos agentes se habían quedado sin trabajo por mucho menos. Ella pudo conservar el suyo, pero ahora era distinto. Antes era la niña de los ojos de Monroe, prometía. Ahora tenían una relación más fría y tirante.
Se sentía sola, y asustada. Su miedo no tenía que ver con su soledad. Estaba acostumbrada a la soledad y no le importaba, a pesar de que por naturaleza deseaba algo más. Había terminado con Zandt por una sola razón. Cuanto más se preocupaba por él, menos ganas tenía de destruir su vida de entonces. El hecho de que terminara destruyéndose de todos modos le hizo imposible explicárselo cuando él se lo preguntó. O quizá no del todo imposible: se podrían haber articulado ciertas frases que contuvieran esa información. Pero de algún modo tal vez habrían traicionado a Nina. Traicionado el hecho de que dos semanas después de la desaparición de Karen, había presenciado la formación de un pensamiento en los entresijos de su mente: si tenía que ocurrir de todos modos, la destrucción de aquella familia, podría haber sido ella quien la consumara.
En el ínterin hubo otros hombres, aunque no muchos, y probablemente habría más. Encontrar hombres no era el problema, al menos hombres que no deseaba conservar. Más bien era la desesperación lo que la abatía, la procesión interminable de acontecimientos terribles. Si esa es nuestra forma de ser, quizá no podamos hacer nada. Y si uno observa lo que nuestra especie inflige a sus semejantes y al resto de los animales, necesariamente se pregunta si no nos merecemos todo lo que llegue a sucedemos, cualquier autocastigo que engendremos con despreocupada alegría, si las rudas bestias que se postraban en Belén no serían más que nuestros hijos pródigos, de regreso a casa.
A las nueve y media de la noche se levantó y volvió adentro. Mientras abría la nevera, en la que no había más que media botella de vino, observaba de reojo la televisión de la esquina. Nuevos reportajes sobre la matanza de Inglaterra, aunque con el volumen a cero era incapaz de adivinar lo que se decía, se descubría o se alegaba. Algún que otro hecho deprimente, alguna nueva razón para sentirse triste.
Cerró de nuevo la puerta, sin tocar la botella, y recostó un momento la cara contra la fría superficie de la nevera.
Alzó la vista cuando oyó un ruido afuera. Un momento después el ruido se convirtió en rumor de neumáticos sobre la gravilla del camino. Cruzó la habitación a toda prisa, saltó sobre la grieta y sacó una pistola de su bolso.
El coche se detuvo fuera y Nina oyó el murmullo de una conversación. Luego el golpe de una puerta que se cerraba y de nuevo el de los neumáticos que daban media vuelta y regresaban por donde habían venido. Pisadas, y luego alguien llamando a la puerta. Fue a abrir con una mano detrás de la espalda.
Ahí estaba Zandt. Parecía agotado, y también un poco borracho.
—¿Dónde demonios estabas?
—Por ahí. —Entró en la habitación, se paró y echó un vistazo a su alrededor—. Me encanta lo que has hecho con este lugar.
—No he hecho nada.
—A eso me refiero. Sigue así.
—No todas las tías son unas enfermas de la decoración.
—Sí, sí que lo son. Creo que tú debes de ser un tío disfrazado.
—Mierda. Me has descubierto. —Seguía de pie con los brazos cruzados—. ¿Qué quieres?
—Solo decirte que, después de todo, maté al tipo correcto.
Cuando salió al patio con la botella en la mano, él ya había empezado a hablar.
—El problema era que no podíamos trabajar como en los demás casos. No respondía a los procedimientos habituales de investigación. Cuando desaparece gente, reconstruyes sus movimientos gracias a lo que te dicen los testigos, juntas las piezas. Hablas con la familia, con los amigos, la gente del entorno. Buscas un punto de intersección. Un bar al que iban a diferentes horas y en distintas noches. El carnet de socio del mismo gimnasio. Un amigo de un amigo de un amigo. Algún punto de confluencia que indique que esa gente, las víctimas, están relacionadas de algún modo, aparte del hecho de que todas hayan muerto. Una relación anterior, que las llevó a la muerte. Con el Hombre de Pie tenemos múltiples desapariciones, pero solo parecidos superficiales. Mismo sexo, misma edad, más o menos. Todas guapas. ¿Y qué? La ciudad está llena de críos que se pasan el rato sentados en su habitación rezando por chicas así. Mujeres, eso es todo. Es un deseo consensual, no psico-patológico. A parte de lo del pelo largo. Es lo único que cabe señalar, la única preferencia, junto con el hecho de que las muchachas pertenecían a familias sin problemas de dinero. Nada de fugitivas, nada de pordioseras. Lo cual solo significa que quien lo hizo, se lo complicó adrede, pues este tipo de chicas son más difíciles de robar. Y eso no es ninguna pista.
Hizo una pausa. Nina esperó. Él no la miraba. Ni siquiera parecía advertir su presencia. Permanecía de pie, en el extremo mismo del patio. Desde la puerta, su silueta era indistinguible. Comenzó de nuevo, hablaba más despacio.
—Un hombre busca algo. Siente una inquietud, algo que solo puede calmarse a través de ciertas acciones, de las que él ha sabido por accidente o por ensayo y error. Durante un tiempo, ha impedido que sucediera. Ha sido bueno. No ha hecho esa cosa fea. Se ha contenido, y no le ha hecho ningún mal a nadie. No lo hará nunca más. No es débil, no lo necesita. Ahora no, y quizá nunca más. Puede que no lo vuelva a hacer jamás. Puede que lo deje atrás. Puede que haya terminado para siempre.
»Pero gradualmente... las cosas dejan de ir tan bien. Se complican. Pierde la concentración. Descubre que no puede seguir adelante. No puede centrarse en su trabajo, en su familia, en su vida. Se pone nervioso. Las ideas comienzan a hacerse recurrentes, fantasiosas. Le entra ansiedad, y, eso es lo peor, sabe por qué. Sabe qué es lo único que puede solucionarlo. Rememora sus antiguas gestas, pero eso no le ayuda. Puede que le resulte difícil recordarlas con detalle. No disminuyen su tensión actual. Son agua pasada. No se pueden resolver angustias actuales con algo que ya ha sucedido: los buenos momentos del año pasado no sirven para combatir las miserias de la presente semana. Necesita poner algo frente a sus ojos, algo que no haya hecho todavía. Ni siquiera le ayudan sus talismanes, los fetiches que haya podido conservar, la prueba de que ya se ha atrevido antes. Para él no son más que recordatorios de que el hecho es posible. Necesita hacerlo por encima de todo, no puede vivir sin eso; en cualquier caso, da igual lo mucho que lo intente, ya lo ha hecho anteriormente y no puede esperar ni paz verdadera ni perdón. Su vida está manchada, y es imposible volver atrás.
»Y entonces, casi de forma casual, comienza a mirar de nuevo. Puede que se diga a sí mismo que eso es lo único que hace. Mirar. Que ahora tiene mayor control. Que esta vez solo mirará, nada de tocar. Pero volverá a mirar de nuevo, y cuando haya emprendido ese camino, no hay más que una salida. Olvidará lo mal que se sintió la última vez, del mismo modo que el recuerdo de una resaca no te impide beber el siguiente viernes por la noche. Quizá lo ha hecho tantas veces que ya no se siente mal ni siquiera ante la perspectiva de lo que va a hacer. Puede que sea lo único que tiene sentido para él. Irá a algún lugar donde ya haya estado, o algo así. En este momento ya tendrá un plan. Es un negocio peligroso, y habrá pensado en cómo reducir los riesgos. Ahí es donde las intersecciones entran en juego, porque las intersecciones son el hombre, y se encuentran en el corazón mismo de sus pasos. Vienen de los lugares en los que se siente a salvo, en los que se pasea como sí mismo. Algunos lo consideran un terreno de caza. Otros, sencillamente, lugares donde pasan desapercibidos, o donde nadie les observa, donde son invisibles. Allí donde no se sienten débiles, sino que tienen poder; donde no son parte de la multitud, sino que están por encima de ella. Sus lugares secretos, en los que la gente sale a su encuentro, donde lo que buscan camina al atardecer, en dirección a una noche que ya ha sido planeada. Vigilará durante un tiempo y luego, una noche, cuando la muchacha se gire mientras baja por una calle, verá que tiene a alguien detrás y todo habrá terminado, hasta que llegue el momento de hacer limpieza, y de sentirse mal, y de prometerle a Dios, o a quien sea que cree que le escucha, que nunca, jamás, volverá a hacerlo.
—Y así fue como lo encontraste —interrumpió Nina.