—Está sin editar —explicó mientras apretaba el botón de reproducción—. Puede herir la sensibilidad del espectador.
El cámara había llegado a la escena del bombardeo de la escuela muy poco después de la primera explosión. En la mayoría de grandes ciudades americanas hay mercado para los reporteros free-lance, equipos de dos personas que patrullan por los barrios como manadas de perros hambrientos. Piratean la señal de radio de la policía y a menudo llegan al incendio, al accidente múltiple o al bar tiroteado antes incluso que los polis, en busca de imágenes impactantes con los que ayudar a cadenas de televisión y canales por cable a llenar su siempre necesitada cuota de pantalla. La calidad del trabajo del cámara sugerían que era esa la procedencia de la cinta que estábamos viendo, aunque podía equivocarme. En una situación semejante, puede que mis propias manos tampoco se hubieran mantenido demasiado firmes. Cuando ves atrocidades por televisión, es fácil olvidar que —a pesar de su sensación de veracidad— ya han sido depuradas para nuestro bien y protección. Al ver a la gente alrededor de una fosa común en Bosnia la calidad casera de la cinta nos ayuda a olvidar que no nos están mostrando lo que hay en el interior, ni qué significan esos restos polvorientos para todas esas personas que realmente está allí; al contrario, observamos las imágenes cómodamente a través de un grueso cristal en el salón de una casa al otro lado del planeta. Incluso en la exhaustiva cobertura de la tragedia del World Trade Center nos ahorraron lo que vieron los servicios de emergencia. Estamos tan acostumbrados a la edición, a la pericia de los medios, que somos más conscientes de lo que se añade que de lo que se quita. No importa que sepamos cómo se hizo, el monstruo de látex nos sigue asustando visto en su contexto, y cuando miramos las noticias no nos preguntamos por qué el barrido de la cámara se detiene en ese momento en particular, de qué estaba salpicado el fotograma que ya no vimos. Son noticias suavizadas, sin necesidad de invertir dinero para grabarlas. Nos permiten escuchar los gritos, pero a un volumen aceptable y contextualizado, siempre y cuando se oiga al mismo tiempo la voz del narrador cuya sombría consternación inspira en sí misma cierta tranquilidad. «Esto está mal —nos dice la voz implícitamente—. Esto es malo. Pero es poco frecuente, y mejorará. Pasará, y al final todo irá bien.»El vídeo no tenía voz en off. No le habían hecho cortes. No decía nada. Simplemente mostraba.
La sola explosión había destrozado la fachada de un robusto edificio municipal de dos plantas. Había proyectado a lo lejos toneladas de cemento, vidrio y metales desde un mismo punto y a una velocidad altísima. Esos materiales habían interactuado con otros semejantes y con sustancias más blandas. Gran cantidad de esos materiales habían saltado por los aires y habían caído como lluvia. Cuando llegó, el cámara —junto al técnico de sonido, cuyas despavoridas exclamaciones se oían a intervalos regulares— se había encontrado en el aparcamiento que había frente a la escuela tras rodear la zona devastada. De vez en cuando enfocaba el exterior del edificio que quedaba a su derecha, o el otro lado del aparcamiento, adonde la policía y las ambulancias comenzaban a llegar. Pero en general la cámara se limitaba a registrar lo que había justo delante del objetivo.
Una muchacha que parecía no ser consciente de que había perdido un brazo y corría chillando el nombre de otra persona. Partes de distintos cuerpos, cabezas. Un crío, con la cabeza tan cubierta de sangre que parecía un bebé recién nacido, que paseaba entre la humareda con un gemido quejumbroso. Grandes extensiones cubiertas de pedazos de carne y de sangre, como si se tratara de un gigantesco vómito, con solo unos cuantos trozos y partes de cuerpo identificables esparcidos en el conjunto. El cuerpo casi entero de un hombre mayor, tendido en el suelo, entre espasmos, con la cara abrasada y reducida a una masa rosada en cuyo centro se abría un agujero y cerraba con muda inutilidad. La mitad de una atractiva joven, con los ojos muy abiertos y un vacío bajo la caja torácica, salvo por un resto de columna, encima del capó del coche donde había aterrizado.
Gradualmente, la calidad del sonido ambiente empezó a cambiar, según los chillidos más urgentes se desvanecían y eran sustituidas por llantos y gemidos que subían de volumen. Poco a poco, un simulacro de orden comenzó a afectar a la gente que quedaba a la vista de la cámara. Los movimientos sin sentido fueron remplazados por una actividad más dirigida, al tiempo que los glóbulos blancos de la sociedad se ponían en funcionamiento e intentaban imponer una estructura. Algunos de aquellos hombres y mujeres se movían con propósitos claros: señalaban, gritaban, vendaban. Otros quizá también eran víctimas.
Y entonces le vimos.
A esa altura, el equipo de reporteros ya había visto bastante sangre y se había desplazado hacia el extremo donde el aparcamiento desembocaba en un acceso que daba a la calle. El técnico de sonido se había mareado un par de veces; el cámara, una. La multitud frente a la entrada del aparcamiento aún no había tenido tiempo de congregarse, pero la policía ya había acordonado la zona, apartando el acontecimiento de la realidad, atribuyéndolo a circunstancias excepcionales.
Sin embargo, el hombre ya estaba allí, más o menos en el mismo sitio donde lo vi la primera vez. Alto, con el pelo rubio y corto, y los pies plantados con solidez en el suelo. Contemplaba la devastación con los ojos alzados hacia la columna de humo que salía de un incendio que a esas alturas distaba mucho de estar controlado. Bobby pulsó PAUSA.
El hombre no sonreía. No quiero transmitir esa impresión. La imagen saltaba, y resultaba imposible adivinar los detalles del rostro. Solo miraba.
No dijimos nada. Bobby cogió su lata de té frío, quiso darle un sorbo y se dio cuenta de que no la había abierto. Así que la abrió y se bebió la mitad de un trago.
—Está bien —dijo con calma—. El resto es un plano largo.
—Extrajo la cinta; inconscientemente la tocaba como si estuviera contaminada. Introdujo la otra en el aparato y le dio al PLAY.
—Me la consiguió uno de los técnicos de análisis de medios —explicó—. Es para consumo interno, un recordatorio para la gente de Washington. Una herramienta de marketing. Metraje de ciertas cosas que han sucedido en los últimos diez, quince años, continuamente actualizado.
La primera secuencia mostraba imágenes que reconocí enseguida, pues las había visto en pequeñas dosis durante la semana anterior. Eran los momentos posteriores al tiroteo que hubo en Inglaterra. La luz era cruda, resplandor de primera hora de la mañana. La cámara se mantenía firme como una roca, posiblemente la manejaba algún muchacho de la BBC bien entrenado. Grupos de gente que se sostenían unos a otros. Equipos médicos que se reunían alrededor de las puertas por las que salían los cadáveres, algunos cubiertos con sábanas, otros, simplemente, de sangre. Un anillo policial rodeaba la intersección de dos carreteras muy transitadas. Había pocos gritos y llantos. El ruido dominante era el del tráfico que pasaba: gente que llegaba tarde a sus reuniones, que regresaba del gimnasio, que estaba en la mitad de su litros y litros de Coca-Cola light.
No tuvimos que esperar mucho, si bien la imagen era borrosa y poco concluyente. Un barrido de la cámara por encima de la valla, tomado desde el interior, que mostraba la gente reunida en el exterior. Entre ellos, un hombre alto con el pelo claro. Bobby congeló la imagen, la hizo retroceder y avanzar. El rostro era demasiado pequeño, y el barrido demasiado rápido.
—Es él —dije de todos modos.
Me llevé las manos a la cara al recordar súbitamente la etiqueta que había en su mochila con las letras LHR. Londres, Heathrow.
Durante las siguientes dos horas vimos el resto del material, un tapiz sobre la muerte pespunteado de luz. Perdí la cuenta al cabo de un rato, pero al menos se desplegaron ante nosotros imágenes de treinta matanzas. Al final, las diferencias entre unas y otras —los lugares, los sonidos, los cambios de la moda; propios del paso de las décadas— se hacían transparentes mientras crecían las similitudes. En la mayoría no vimos nada destacable, pero en unas pocas apreciamos algo con el detalle suficiente para atrevernos a añadirlo en una lista que Bobby había comenzado ya a confeccionar en una hoja de papel del hotel.
Un área de restaurantes en Panamá City, Florida, 1996. Una calle mayor del norte de Francia, 1989. Un centro comercial de Dusseldorf, 1994. Una escuela en Nuevo México, el año pasado. Un callejón en unas obras de Nueva Orleans, allí por 1987, donde una supuesta venta de drogas se estropeó y desembocó en una refriega que dejó a dieciséis muertos y treinta y un heridos.
—Es él —decía una y otra vez—. Es él.
Finalmente la cinta se detuvo, sin ceremonias. Probablemente fueran muy pocos los que la habrían visto entera hasta el final.
—Necesitamos más cintas —dijo Bobby.
—No, no necesitamos más —contesté—. De verdad que no.
—Sí. De los lugares en que la cámara no lo ha filmado.
—Puede que no estuviera. No debe de ser el único. Habrá otros como él.
—Fui directo al baño y me bebí un litro y medio de agua templada en un vaso muy pequeño.
—Accidentes aéreos —dijo Bobby, cuando regresé—. Atentados en Irlanda del Norte, Sudáfrica. Guerras civiles de los últimos diez años. Epidemias. Alguien tiene que empezarlas. Tal vez estuvimos buscando en los lugares equivocados. Quizá no se trate de fundamentalistas, sino de gente que odia a todo el mundo.
Negué con la cabeza, sin demasiada convicción.
Bobby extrajo la cinta del aparato y la sostuvo dándole vueltas en la mano.
—Pero ¿por qué se quedaba siempre ahí, mirando? ¿Y qué probabilidades tenía de que las cámaras lo grabasen tantas veces?
—No se trata de probabilidades. Es una firma que se supone sabrán leer los iniciados. Un modo de decir los Hombres de Paja son los responsables.
—Pero ahora lo hemos pillado.
—¿En serio? Un tipo rubio, en una imagen demasiado pequeña para que se vea algún detalle, y un puñado de acontecimientos sin relación, ocurridos durante más de una década y diseminados por medio mundo occidental. ¿Quieres llamar a Langley y ver si le interesa a alguien? ¿O mejor lo intentamos con la CNN? Nadie creerá que somos los nuevos Woodward y Bernstein, y todo esto les parecerá una paranoia conspirativa hasta que no consigamos algo más que un rostro visto a medias. Aunque pasaras un día entero delante del ordenador no conseguirías ni media identidad con las imágenes que hemos visto.
—¿Y qué hay de la página web? ¿Del Manifiesto?
—Ha desaparecido, Bobby. Podríamos haberlo mecanografiado nosotros mismos.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Olvidarlo todo?
—No —dije. Me senté en el extremo de la cama y descolgué el teléfono del hotel—. Puede que haya una persona capaz de ayudarnos. Dos, de hecho. La pareja que nos siguió hasta Hunter's Rock.
—¿Por qué? Andan detrás de un asesino en serie.
—¿Y cómo definirías tú ese concepto?
—Esto es diferente. Matar a un montón de gente no es lo mismo.
—No —dije—. Normalmente no. Pero esta vez quizá sí es lo mismo. Nadie dice que solo puedas hacer una cosa y no otra. Creo que el tipo es un asesino en serie. Que a fin de cuentas, él es el auténtico Hombre de Pie.
A veces era como estar muerto. Otras veces, como si fuera una cosa diferente, un pez, o un árbol, o una nube, o un perro, un perro desgraciado. Los perros son unos maníacos y deambulan por la calle, pero al menos no están muertos. Casi siempre era como no ser nada en absoluto, un fardo de una dulce nada que flotaba río abajo y bajo un cielo donde no cantaba ningún pájaro.
Entonces Sarah ya se encontraba muy mal. Solo de cuando en cuando recordaba dónde estaba y quién era. Su estómago había dejado de retorcerse. Ya no notaba ninguna sensación. Creía, sin embargo, que todavía lo tenía dentro del cuerpo, como también conservaba los brazos y las piernas. A veces sentía un terrible dolor que arrancaba en los talones y le recorría todo el cuerpo. Parecían pinchazos y aguijonazos, aguijones de treinta centímetros de largo al rojo vivo que alguien hundía bajo su piel y luego empujaba con toda su fuerza para dejarlos ahí clavados. Al final, el dolor se disipaba, pero Sarah nunca estaba presente en ese momento. Cuando aquello sucedía, ella ya se encontraba de nuevo en el río, flotando y deslizándose con la corriente.
De vez en cuando había gente que le hablaba mientras flotaba. En cualquier caso, ella oía voces. Oía a sus amigos, a su abuela y, a veces, a su hermana, pero lo más frecuente era que escuchase a su mamá y su papá. Por lo general hablaban de cosas intrascendentes, como si ella estuviera sentada en el salón haciendo los deberes y ellos en la habitación de al lado, conversando como solían hacer.
Normalmente no llegaba a escuchar todo lo que decían. Se trataba de frases a medias, pedazos de conversaciones.
—Charles cree que Jeff triunfará con esta versión.
—Un almuerzo, pero este tal vez valga la pena.
—Es solo una cosa del tercer acto.
Su madre contaba lo que había hecho durante el día, dónde había estado y a quién había visto:
—Puedes hacer lo que quieras con tu cara, pero no puedes esconder el dorso de tus manos.
Entonces su padre diría lo que acababa de ocurrírsele, y ella se quedaría escuchándole. Su padre diría algo así como:
—¿Sabes lo que haría si fuera famoso? Acosaría a la gente. Elegiría a alguien al azar y rae metería en su vida. ¿Quién iba a creerle? «Eh, señor policía, Cameron Díaz no me deja en paz». O «Mira, he recibido todas estas cartas de Tom Cruise. No, te lo digo en serio. Me acecha. Es su letra. De verdad que lo es». Podrías acabar con los nervios de cualquiera. Y bastante rápido, además.
Sarah no tenía claro si había oído a su padre decir todo aquello antes de que su vida naufragara de aquella forma. Creía que no. Pensaba que era cosa suya, algo que le hacía compañía mientras flotaba. Él siempre encontraba palabras para ella, lo primero que le venía a la cabeza. Mamá no siempre entendía que solo eran chistes, y no solían hacerle gracia. A Sarah sí.
Al cabo de un rato, las voces se desvanecían.
Otras veces oía pisadas, y sabía que ellos venían a salvarla. Escuchaba cómo se acercaban, cada vez más, hasta que su boca empezaba a moverse, preparándose para decir algo cuando la trampilla se levantara y apareciera el rostro de su padre. Estarían ahí, de pie, justo encima de ella, sus pies arrastrándose sobre los tablones que cubrían su cuerpo. Pero jamás la encontraban. El ruido de pasos se apagaba y ella empezaba a flotar otra vez.