—Así que piensas...
—No sé qué pensar, Bobby, y ya es demasiado tarde para descubrir la verdad.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora?
—No lo sé.
Bobby se levantó.
—Voy a ver si encuentro un poco de café. Este jodido brazo empieza a dolerme de verdad.
El ruido de sus pasos desapareció por el pasillo. En alguna parte de mí, de forma inconsciente y contra toda evidencia, seguía cobijando la esperanza de que cuanto había ocurrido desde la llamada de Mary, cuando estaba yo sentado en una terraza de Santa Bárbara, hubiera sido un error. Que estuviera equivocado. Esa esperanza fue la que creó el sueño de la piscina, la que intentaba convencerme de que había algo tras lo que correr, que aún podía salvar a alguien. Ahora sabía que no era verdad, que ya no había lugar para un último esfuerzo. Mi padre tenía un plan, por supuesto. Siempre fue así. Pero la nota que encontré era lo único que quedaba de él.
Mi teléfono sonó, y me dio un susto de muerte. El número que aparecía en la pantalla no me era familiar.
—¿Quién es?
—Nina Baynam. ¿Estás bien? Tienes una voz rara.
—Más o menos. ¿Qué quieres?
—Estaba aturdido, y no me apetecía hablar de asesinos en serie ni de nada de eso.
—Estamos en Dyersburg. ¿Dónde estáis?
—En el número 34 de North Batten Drive —dije.
Ella hizo una pausa antes de replicar:
—¿Puedes repetirlo? —Hablaba en un tono extraño—. Me ha parecido que decías el 34 de North Batten Drive.
—Eso es.
—Es la dirección de un hombre llamado Harold Davids —dijo.
Mi corazón dio varias vueltas de campana.
—¿Cómo demonios lo sabes?
—No os mováis de ahí —ordenó—. Mucho cuidado. Vamos para allá.
La conexión se cortó. Me giré hacia la puerta al oír que Bobby regresaba, pero su cara me robó todas las palabras de la lengua.
—Davids no está —dijo—. Se ha ido.
—¿Ido? ¿Adónde?
—Se ha ido, eso es todo. Hay una puerta ahí atrás.
Corrí hacia la ventana delantera, aparté la cortina.
Donde antes había un gran coche negro, ahora quedaba solo un vacío.
Registramos la casa de Harold de arriba abajo. No había nada, nada que significara algo para nosotros. Era solo una hermosa casita vieja llena de cositas viejas.
Al cabo de diez minutos alguien llamó a la puerta.
Nina siguió golpeando la puerta incluso cuando estuvo abierta de par en par. Ward Hopkins estaba de pie al otro lado. Zandt pasó por delante de él y se metió en la casa cruzando a grandes zancadas una habitación tras otra. Ward se giró para mirarlo con un movimiento lento y vago.
—¿Qué hace?
Ella le ignoró.
—¿Dónde está Davids?
—Se ha ido —dijo él. Tenía los ojos muy abiertos, con un círculo negro alrededor. El aspecto de no haber dormido en muchas noches.
—¿Se ha ido? —gritó ella—. ¿Y por qué demonios le habéis dejado marchar?
Dio una patada de frustración. El tipo llamado Bobby salió de lo que parecía la cocina.
—No le hemos dejado —dijo—. Simplemente ha desaparecido. En cualquier caso, ¿a vosotros qué os importa? ¿Cómo sabéis de su existencia?
Ella sacó un pequeño cuaderno de su bolso y se lo puso a Ward delante de los ojos. En él había la información recopilada por teléfono durante su vuelo desde el aeropuerto de Los Angeles.
—Los promotores de Los Salones se esconden tras cerca de un millón de corporaciones fantasmas —explicó—. Pero nos hemos acercado bastante. La que parece reunirías a todas es la compañía Antiviral Global Inc., registrada en las Islas Caimán. El señor Harold Davids, que vive en esta dirección, es su representante legal en Montana.
—Mierda —exclamó Bobby, con el rostro pálido. Se dio la vuelta y volvió a meterse con furia en la cocina.
Ward fijó su mirada en Nina.
—Os equivocáis —dijo—. Acabo de hablar con él. Con Davids. Me ha dicho que... bueno, me ha contado un montón de cosas. Conoce Los Salones, es cierto. Efectivamente. Pero desde fuera. No está con ellos. Intentó ayudar a mis padres para que escaparan de esa gente.
—No sé lo que te habrá contado —replicó Nina. Alzó la vista ante el ruido que hizo Zandt al salir del cuarto trasero. Este la miró y negó con la cabeza, luego se apresuró a subir las escaleras—. Pero no creo que el señor Davids sea lo que aparenta.
—¿Qué está buscando Zandt?
—Un cuerpo —respondió escuetamente. Su voz fue un poco demasiado llana, y Ward advirtió que bajo una calma profesional muy trabajada hervía la tensión—. Con un poco de suerte, no estará muerto. —No fue nada convincente.
—Ella no puede estar aquí. Harold no es vuestro asesino —dijo Ward—. Es un viejo. Es...
—Nina, ¿tienes algún número de Los Salones? —Bobby estaba de pie en la puerta de la cocina, blandiendo el teléfono de la casa.
Ella echó una ojeada a su cuaderno, pasó una página.
—Tenemos el 406-555-1689. Pero solo da acceso a un mensaje grabado y a un sistema de menús interminable. ¿Por qué?
Bobby hizo una especie de sonrisa, un gesto expresivo.
—Harold llamó a ese número. Está en su lista de llamadas, hace veinte minutos. Mientras nosotros estábamos en la casa.
—Pero... —dijo Ward. Por un momento su boca se movió sin proferir ningún sonido, como si intentara dar forma a sus objeciones—. Parecía muy asustado. Tú le viste. Estaba ahí sentado, esperando, sabía que venían a por él. Igual que fueron a por Mary y a por Ed. Lo viste, por el amor de Dios. Y sabes la pinta que tenía.
—Por supuesto que parecía asustado, Ward. Pero de nosotros. De nosotros. Pensaba que sabíamos lo suyo. Pensó que lo íbamos a matar.
Zandt bajó las escaleras y llegó al salón.
—No está aquí.
A Hopkins le faltaban las palabras.
—Pero, ¿por qué me contó todo eso si de verdad estaba con ellos?
—Descubriste que formaba parte del grupo de Hunter's Rock. Le mencionaste un vídeo, una nota. Le reconociste. Él no podía saber qué habías averiguado. Quizá estabas marcándote un farol. Lo más sencillo era contarte la verdad, y luego cambiar el final. —Soltó varios tacos con furia, como si se hubiera tomado el engaño de un modo personal—.Y a menos que él estuviera involucrado, sería una gran coincidencia que el tinglado de Los Salones se construyera a menos de media hora de donde vivían todos, ¿no te parece?
El rostro de Nina era un cuadro lleno de interrogantes.
—¿Quiénes forman el grupo de Hunter's Rock?
—Luego —respondió Ward. De repente ya no parecía perdido—. Primero tenemos que encontrar a Davids.
Sonó un teléfono móvil, los seis alargaron el brazo al mismo tiempo, como pistoleros ansiosos. Pero la llamada era para Zandt.
—¿Sí? —respondió.
—Hola, oficial —saludó una voz. Sonó tranquila y queda en sus oídos.
Zandt miró a Nina.
—¿Quién habla?
—Un amigo —dijo la voz—.Aunque admito que todavía no nos hemos encontrado. No por mi culpa. Usted no fue lo bastante bueno para que pudiéramos reunimos.
—¿Quién es? —Zandt sintió que se le erizaba el vello de los brazos y un escalofrío le recorría de la espalda arriba abajo. Se oyó una risa ahogada al otro lado de la línea.
—Imagino que ya lo habrá adivinado. Soy el Hombre de Pie, John.
—Tonterías.
—Nada de tonterías. Buen trabajo lo de descubrir a Wang. Y lo de animarle a que hiciera lo correcto. Le debemos una.
Zandt tenía la boca seca y chasqueaba al hablar.
—Si eres el Hombre de Pie, demuéstralo.
Nina abrió la boca de par en par. Los otros dos tipos clavaron los ojos en Zandt.
—No tengo que demostrar nada —dijo la voz—. Pero le diré algo útil. Si no están fuera de esa casa dentro de dos minutos, morirán. Todos ustedes.
La conexión se cortó.
—Fuera de la casa —ordenó Zandt—. Ahora.
Cuando estuvieron en la calle, oyeron el ruido de las sirenas que se aproximaban. Muchas sirenas. Ward abrió un coche enorme y saltó al asiento del conductor.
Nina detuvo sus pasos.
—Un momento. Soy agente del FBI. No tenemos que ir a ninguna parte.
—Sí, claro —dijo Bobby—. Que sepas que antes les hemos disparado a un par de polis. No están muertos, pero les disparamos. ¿Quieres quedarte en medio de la carretera enseñando tu placa? Adelante. Esto no es la HBO, princesa. Te van a volar la puta cabeza.
Los policías no pudieron alcanzarlos y el cuarteto llegó a la carretera principal sin incidentes. Ward giró a la derecha y levantó el pie del acelerador. Al cabo de veinte minutos ya estaban fuera de la ciudad, siguiendo la carretera que se adentraba perezosa en las colinas. Nadie le preguntó adonde se dirigía. Todos lo sabían.
Nina explicó lo que había ocurrido en L.A. Ward relató lo que le había contado Davids. Zandt reveló, aunque sin detalles, su pasada relación con el Hombre de Pie. Bobby se lo quedó mirando y Nina vio como Ward le espiaba fugazmente por el retrovisor.
Bobby frunció el ceño.
—Pero ¿cómo consiguió tu número de móvil?
—Si está en contacto con los Hombres de Paja, esa gente tiene una cadena de suministro de víctimas en serie. Hacen volar cosas por todas partes. Rastrear un número de móvil es un juego de niños.
—Está bien... aunque, ¿por qué llamó? ¿Por qué te hizo salir antes de que llegara la poli?
—Es imposible predecir el porqué de sus acciones. Pero no solo pensaba en mí. Sabía que no estaba solo.
—Davids les habrá contado quién había en su casa —dijo Ward—. Nos ha delatado. —Su voz era amarga; sus labios, delgados—.Y hasta casi tiene gracia, ¿no os parece?, que los Hombres de Paja atraparan a mis padres dos días antes de que pudieran escapar. Lo tenían todo planeado, cada cosa en su sitio, y entonces, justo antes de que se apartaran del peligro, aparece McGregor y monta el accidente para matarles.
—¿Y Davids les aconsejó? ¿Por qué?
—Sabía de qué iba lo de Los Salones desde el principio. Un retiro dorado, una invitación, una fuente de dinero en abundancia. Luego papá oye hablar de ello, lo considera una oportunidad de negocio, pero descubre que no es lo que parece. Eso pone a Davids en una posición muy difícil. Don Hopkins dice que esa gente es la misma, o del mismo orden, que la que ellos combatieron treinta años atrás. Davids dijo que solo habían matado al líder. El resto, al parecer, sobrevivió, puede incluso que estén detrás de todo lo que está ocurriendo en estas montañas. Puede que descubrieran que Davids formó parte de la expedición de exterminio, quizá incluso lo contrataron como abogado por eso. Trabaja para nosotros o destaparemos lo que hiciste una noche de hace treinta años. O más francamente, te mataremos. ¿Qué iba a hacer Davids?
—Luego tu padre se acerca demasiado, y entonces Davids entiende que está acabado a menos que comunique a los Hombres de Paja lo que sucede. Y les cuenta que los Hopkins están a punto de esfumarse.
Se hizo un silencio.
Nina dijo:
—Él les mató. El único hombre en quien ellos creían que podían confiar de verdad.
—Es hombre muerto —dijo Ward como si hablara consigo mismo—. De eso no hay duda.
Cuando llegaron a las montañas ya había empezado a llover, finas líneas plateadas contra la oscuridad, al otro lado de las ventanas. El río que corría junto a la carretera era ahora un torrente. No había más coches que el suyo.
—Nosotros solo somos cuatro —dijo Nina.
Ward la miró de reojo.
—Entonces pide refuerzos.
—No enviarán los helicópteros solo porque yo lo diga. Lo máximo que podríamos conseguir es un par de agentes aburridos en un coche que tardaría dos horas en llegar, y cuyo principal objetivo sería demostrar que no soy más que basura. —Miró por la ventanilla un instante—. ¿Alguien tiene un cigarrillo? Creo que voy a empezar a fumar.
Ward buscó en su bolsillo, sacó un paquete de cigarrillos machacados y lo dejó en el salpicadero.
—No te lo aconsejo —dijo.
Ella le devolvió la sonrisa sin ánimos, pero dejó los cigarrillos donde estaban.
Cincuenta minutos después de salir de la casa de Davids, el coche se deslizó por una larga y continuada curva. Hopkins había reducido la velocidad y Bobby se alzó de su asiento para observar las paredes de la colina, conforme estas se elevaban carretera arriba.
—Nos estamos acercando —anunció Ward.
Nina contempló cómo Bobby y Zandt cargaban sus armas, luego, reacia, revisó su propio revólver. Le temblaban los dedos. Ninguno de los hombres parecía sentir lo mismo que ella, pero era imposible saber qué pasaba por la mente de aquellos tres tipos. Ni un solo hombre de su generación era capaz de recitar el monólogo de Harry el Sucio: «Bueno, para ser sincero, con la excitación del momento he perdido el control». Todos creían que tenían que ser capaces de plantarse delante de un novato y preguntarle si se sentía afortunado de haber encontrado a su propio Clint Eastwood. Y estaban convencidos de que alguien, en algún lugar, les iba a ver si no se controlaban.
Entonces sucedió que Zandt alzó la vista hacia ella. Le guiñó el ojo, y ella se dio cuenta de que, después de todo, tal vez no fuera así. Puede que las películas te digan cómo tienes que comportarte, pero los sentimientos corren mucho más hondo; se remiten a la época en la que nadie iba vestido y cada cual tenía su papel, algunos cuidaban del fuego y otros perseguían a las presas. Ahora la única diferencia radicaba en lo grandes que eran sus grupos, en lo distantes que eran sus relaciones con la gente a la que defendían de la muerte. Zandt estaba tan nervioso como ella.
Ward aparcó el coche en la parte más empinada.
—Ahí está —dijo. Todos miraron por el parabrisas. A unos setenta metros pudieron ver una pequeña puerta.
—No hay nadie —dijo Bobby—. Dime otra vez cómo es la entrada.
—Se atraviesa la puerta, se sigue por una parte de hierba. Giras en redondo a la izquierda y allí encuentras un camino oculto tras los árboles. Asciende hasta la llanura que hay en lo alto.
—Así que puede haber alguien en los árboles o en cualquier parte del trayecto.
—Es muy probable.
—Hagámoslo deprisa, entonces.
Ward asintió.
—¿Todo el mundo preparado?
—Siempre lo hemos estado —respondió Zandt.
Ward pisó el acelerador. El coche brincó hacia delante, las ruedas resbalaban en el camino mojado.