Miró el retrato de José Antonio y murmuró: «Cuando todos estén aquí y Pilar haya comprendido que sin mi amor no puede vivir, organizaremos todo esto como Dios manda».
Se levantó del sillón. Todavía a veces la herida le dolía. Anduvo unos pasos. Franqueó la puerta. Varios cadetes le saludaron brazo en alto. «¡Arriba España!». «¡Arriba!». Bajó con cuidado la escalera; y al encontrarse en la calle Ciudadanos se cruzó con dos caballeros que charlaban animadamente. Mateo no les conocía. Ignoraba que el más alto era míster John Stern, cónsul de los Estados Unidos y el otro míster Collins, cónsul de la Gran Bretaña.
* * *
En efecto, a mediados de agosto se produjo el esperado regreso de los divisionarios de la primera hora —excepto los que voluntariamente quisieron quedarse para adiestrar a los neófitos—, y en consecuencia, después de trasbordar en Madrid llegaron a Gerona, en tren, todos aquellos que Mateo estaba esperando. Esta vez el recibimiento fue multitudinario, porque se aupó el suceso. «¡A recibir a los héroes! ¡Gerundenses, a cumplir con vuestro deber patriótico!». Los andenes de la estación se encontraban llenos a rebosar, y hubo incluso niños —entre ellos, el Niño de Jaén y Eloy— que agitaban banderitas de papel.
Los actos protocolarios se celebraron en la propia estación, y naturalmente los presidieron el camarada Montaraz y Mateo. María Fernanda llevaba un ramo de flores para Sólita, quien se abalanzó llorando al cuello de su padre, Óscar Pinel. Luego, Alfonso Estrada. A éste le entregó un ramo de flores la maestra Asunción, a quien Marta continuaba diciendo: no te lo dejes escapar. Mosén Alberto, en representación del señor obispo, recibió a mosén Falcó.
Cacerola
despertó vítores entusiastas y anónimos. Era muy popular, al igual que el camarero Rogelio. Un tanto marginados, excepto por parte de Mateo, los camaradas León Izquierdo, Pedro Ibáñez y Eugenio Rojas.
Amanecer
preparó material gráfico para el día siguiente y «La Voz de Alerta», asesorado por Mateo, trazó las semblanzas de cada cual. Sólita ocupó el lugar de honor. También Alfonso Estrada, el de los cuentos tremebundos y el cocinero
Cacerola
, que cedió una fotografía en la que se le veía tocado con un gorrito de astrakán, ante un enorme perol, con la silueta de una iglesia ortodoxa al fondo. Mosén Falcó cedió a su vez otra fotografía en la que se le veía en aquella fiesta del Corpus durante la cual escupió a un ruso que se mostraba irreverente.
Otro discurso del camarada Montaraz, quien ridiculizó a «papaíto» Stalin, no atreviéndose a hacer lo propio con Churchill y con Roosevelt. Dio la bienvenida a los divisionarios. Se acordó que los que tuvieran domicilio propio se fueran a sus casas; los que no, a la fonda Imperio, en la plaza de San Agustín, en la que estuvo
Cacerola
y en la que estaba también Agustín Lago.
La multitud se puso en marcha alegremente, ignorando que, además de Mateo, había otros dos mutilados: Pedro Ibáñez, a quien, cerca de Gregorok, se le había congelado el pulgar del pie derecho y Evaristo Rojas, a quien una bala le había cortado una oreja.
Mosén Falcó, con su característico talante, propuso celebrar un
Te Deum
en la catedral; mosén Alberto le calmó. «Hablaremos con el señor obispo». Mosén Alberto sabía que el doctor Gregorio Lascasas se negaría a ello, debido a aquella pastoral que había hecho pública el nuncio de la Santa Sede, monseñor Cicognani. Todo fueron plácemes y cantos —el coro de la Sección Femenina—, mientras Pilar, detrás de los visillos del balcón de su casa, contemplaba el desfile de la muchedumbre, encabezada por el camarada Montaraz, Mateo y mosén Falcó. Se dirigieron a la iglesia de San Félix, cuyo campanario pareció erguirse un poco más que de costumbre. El párroco rezó un responso por los muertos y leyó unos salmos para los vivos:
«Cuando los malignos me asaltan
para devorar mis carnes
son ellos, mis adversarios y enemigos,
los que vacilan y caen.
Aunque acampe contra mí un ejército
no temerá mi corazón.
Aunque se alzare en guerra contra mí,
aun entonces estaré tranquilo».
Dichos salmos impresionaron mucho a los fieles que llenaban el templo a rebosar. Después de aquello, no cabía nada más. La salida y la dispersión.
* * *
En cuestión de un mes cada pieza ocupó su lugar. Mateo estaba contento, porque al parecer Pilar iba cediendo en su postura. Presintió que todo acabaría arreglándose, gracias, en buena parte, a César, que crecía, que crecía cada día un poco más. Ante sus sonrisas parecían diluirse de pronto todos los equívocos. Lástima que don Emilio Santos tosía mucho, tosía también cada día más, y apenas si salía del piso, recibiendo con alegría las visitas periódicas del notario Noguer y del profesor Civil, cada cual hablando de sus achaques.
Sólita en Rusia había vivido lo suyo y no se arrepentía de su experiencia, que en cualquier caso la había ayudado a superar por completo el drama que la alejó del doctor Chaos. Pensaba en él a menudo, pero como excelente médico y excelente cirujano, nada más. La heroicidad de los hombres que trató en Rusia y las grandes tragedias que presenció la enseñaron a no exagerar con su anécdota personal. También la influyó el estoicismo de los soldados rusos siberianos.
Los regalos que se trajo fueron un gorro de astrakán mejor que el que lucía
Cacerola.
Adornó con él la cabeza de su padre, Óscar Pinel, fiscal de tasas, quien ante el espejo se rió estruendosamente, después de casi un año de no poder apenas sonreír. Se trajo también un par de iconos, uno para su hogar y otro para su hermana Remedios, monja teresiana en Ávila. Y también un termo de color azul, porque sabía que su padre en la oficina necesitaba al cabo del día muchas tazas de café. «Cada vez que uses el termo, piensa en mi bata blanca de enfermera en el hospital de Riga». Su padre se lo agradeció porque, en efecto, el café le resultaba indispensable. Sus «inspectores vascos» de la Fiscalía andaban exagerando, de acuerdo con las instrucciones dadas por el gobernador contra los estraperlistas. ¡Dos condenados a muerte! Óscar Pinel no podía con su alma. Sólita intentó consolarle, y también medicarle. Se puso en contra de los inspectores, tres de ellos «maestros depurados», que exageraban como si quisieran vengar a costa de los demás el daño de que habían sido objeto. Sólita, en cuyos brazos habían muerto muchos divisionarios y algunos soldados soviéticos, trataba con dureza a esos indomables advenedizos.
Sólita no tuvo problema ninguno para encontrar trabajo. Enfermera del doctor Andújar, ¡de su consulta particular! De hecho, el doctor estaba esperando el regreso de la muchacha, sobre cuya competencia el doctor Chaos le dio los mejores informes. El doctor aplicaba ahora electrochoques y recetaba medicamentos fuertes, empujado por el sufrimiento de los pacientes. Sólita le cayó como llovida del cielo. Le organizaría el fichero, se pondría al corriente de la especialidad. «Doctor, tenga un poco de paciencia conmigo». En la División, los depresivos se morían de consunción en sus camastros o sus oficiales les pegaban un tiro por inhibición en el combate. ¡Inhibición! Sólita la conocía. También su padre, que fue a visitar al doctor Andújar para darle las gracias. A don Óscar Pinel le temblaban un poco las manos, y el doctor y Sólita temieron que fuera Parkinson.
Padre e hija, para huir del fantasma de la soledad, tomaron bajo su protección a Elvira, la muchacha que sólo hablaba alemán y que estaba al cuidado del profesor Civil. Elvira tuvo un hogar… La barrera del idioma, en un principio, fue fatal, pero pronto la chica empezó a espabilarse. Además, encontraron un profesor ideal: el padre Forteza, quien, como era sabido, hablaba alemán. El jesuita se lo tomó tan a pecho que juró por los doce apóstoles que antes de seis meses la muchacha sabría resolver las palabras cruzadas que «creaba» Sólita. En efecto, Sólita era una entusiasta de los crucigramas, hasta el punto de que se comprometió a entregar dos semanales para
Amanecer
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Todo listo, pues. Sólita no era germanófila —los nazis no le gustaron ni pizca—, pero menos aún le gustaban los soviéticos. De modo que, en el fondo, deseaba el triunfo de Hitler, ¡como mal menor! Su padre miraba el icono colgado en la pared y decía: «Mira que yo deseando el triunfo del Führer…». Sólita y su padre se dieron cuenta de que cuando Elvira oía el nombre de Hitler palidecía como si su memoria evocara algún drama ilocalizable.
—¡Doctor Andújar, a sus órdenes!
—Sólita, no me trates así, por favor. Resérvalo para tu padre, que fue comandante de Intendencia…
—Mi padre no es mi padre, es mi hermano mayor…
Mateo, de acuerdo con el camarada Revilla, colocó a
Cacerola
de conserje en Sindicatos. El muchacho quería casarse, pero siempre visó demasiado alto. Gracia Andújar voló. Silvia voló, en pos de Padrosa, el muchacho vanidosillo que gracias a la Agencia Gerunda se vestía con el mejor sastre de la ciudad, llevaba siempre corbata roja y se había ahijado a Félix Reyes, el artista en ciernes. La Andaluza le dijo a
Cacerola
: «A ti te corresponde alguna sirvienta de buen ver». Al pronto, se enamoró de Teresa, la chica a las órdenes de Mateo y Pilar; pero Teresa le dijo nones, «porque le daban miedo los hombres que habían hecho la guerra».
Cacerola
era germanófilo hasta la médula y disfrutaba haciendo correr bulos contra los aliados. Estaba enamorado de Rommel, por sus hazañas en el desierto. El zorro del desierto. Estaba seguro de que ocuparía Egipto y Suez. «Pero, ¿tú sabes dónde están Egipto y el canal de Suez?», le preguntaba Mateo. «Más o menos —rezongaba
Cacerola
—. En algún sitio de África donde hace menos frío que en el lago Ilmen». Además, creía que los Estados Unidos podrían hacer poca cosa, dado que Roosevelt era paralítico. «¿Cuándo se ha visto que un paralítico gane una guerra?».
Cacerola
vestía siempre camisa azul, con el emblema del ejército alemán en la bocamanga.
Alfonso Estrada regresó sospechando que los nazis eran unos brutos. Había visto alguna escena repugnante. Eran anticatólicos, dijeran lo que dijeran algunas jerarquías españolas. Insistía en que lo malo de Rusia eran los dirigentes y que el pueblo sólo obedeció cuando Stalin le pidió luchar por patriotismo, por la Rusia eterna. Presidente de las Congregaciones Marianas —padre Forteza—, conversador nato, creía en fantasmas y tocaba el piano, ahora música rusa, y también de Sibelius, ya que vivió cerca de Finlandia. Reemprendería sus estudios de Filosofía y Letras, y Asunción, la maestra, estaba dispuesta a seguir los consejos de Marta y «no dejarlo escapar». Alfonso encontró en ella apoyo y estímulo, aunque la religión, de por sí, casi le bastaba. Se había alistado «por la Virgen», convencido de que no le ocurriría nada malo, como así fue.
En el buzón de su casa, de la calle de la Forsa, encontró varias cartas de su hermano, Sebastián, que andaba por el Caribe en el buque Montserrat, de la Compañía Trasatlántica. Su hermano le decía que estaba a punto de tomar una decisión: quedarse en tierra. «Cuando hayas regresado a Gerona, mándame un telegrama». Alfonso así lo hizo, acuciándole para que no se volviera atrás. Y es que, aparte del deseo de abrazar a Sebastián —apenas si se habían visto desde la terminación de la guerra civil—, Manolo le había llamado y le había hablado de la importante herencia que su padre les legó, sobre todo en terrenos de la Costa Brava, en la zona de Cadaqués.
—Que venga tu hermano, ponemos los papeles sobre la mesa y vosotros decidís lo que se debe hacer…
Alfonso Estrada tenía un defecto: le gustaba el dinero. Lo contrario de Sebastián, al que siempre le importó un comino. Naturalmente, Alfonso ignoraba la trayectoria que su hermano habría seguido en contacto con el mar y con los buques mercantes y de pasaje, pero podía asegurar que antes era un asceta que lo único que llevaba en los bolsillos era un espantaviejas. ¡Y cuidado que muchos marinos habían amasado pequeñas y grandes fortunas a costa de la guerra mundial, con el contrabando, la consecución de
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y las joyas de los emigrantes!
—De acuerdo, Manolo… Confío en que mi hermano se quedará, y que estará conforme en partir la herencia en dos mitades iguales.
Esther comentó:
—Ese chico es un primor. Llega de Rusia como si llegara de Jerez de la Frontera… ¿Será germanófilo?
—No lo creo. Lo sería si lo fuera la Virgen; pero tengo mis dudas de que la Virgen compagine con el mariscal Goering…
* * *
Mosén Falcó regresó más fanatizado que nunca y convencido de que Hitler estaba protagonizando la mayor gesta de la historia, al vencer a la gran Rusia. El obispo le encargó que se ocupara de los condenados a muerte, en vez del padre Forteza. Mosén Falcó era implacable. Sentía un odio visceral por los «rojos». Llegó a decir, en un sermón, que los condenados a muerte eran unos privilegiados, pues sabían a qué hora podrían presentarse ante el tribunal de Dios, en tanto que los demás mortales lo ignoraban.
Mosén Falcó era de Gerona. Sus padres tenían una tienda de ropas de caballero: sombreros, gorras, camisas, corbatas, mantas, sábanas, etc. En la Rambla. Su hermana Sara, comadrona que trabajaba con el doctor Morell, no estaba en absoluto de acuerdo con las ideas de su hermano, quien aseguraba que los pueblos eran un rebaño y que necesitaban de un pastor. «Pues yo he asistido a muchos partos. En un principio, muchos bebés parecen iguales; pero andando el tiempo se marcan las diferencias». A Sara le había impresionado mucho que en la pared del cementerio alguien hubiera hecho una pintada que decía:
Si no eres estraperlista,
del clero o falangista,
este invierno aquí te espero.
Mosén Falcó le decía a Sara que el prestigio de Franco había sido ganado a pulso, que era espontáneo, que la inmensa mayoría del pueblo español estaba a su lado y que andando el tiempo se hablaría de él como de un profeta. El sacerdote tenía una frente despejada pero una boca pequeña, que abría poco al hablar, de modo que las palabras que le salían parecían silbidos y soltaba un poco de saliva. Estaba muy en contra de María Fernanda, la esposa del gobernador, porque la sabía monárquica. Según él, eran pro británicos los generales Kindelán, Varela, Aranda, Moscardó y Solchaga.
Falangista hasta la médula, la frase que más solía repetir era «Dios de los Ejércitos», frase que precisamente el padre Forteza no empleaba jamás y que sumía en perplejidad al obispo Lascasas. Admiraba enormemente a Mateo, que había sacrificado su vida por la Falange. Cuando el obispo se enteró de lo que mosén Falcó había dicho en la cárcel sobre los condenados a muerte lo llamó a palacio y discutió con él muy fuertemente. Hubiera querido relevarlo del cargo, pero el camarada Montaraz se opuso y consiguió que continuase en él. El obispo se quedó chasqueado y formulándose mil preguntas sobre la Falange. «¿Quién manda a quién?». Por si fuera poco, mosén Falcó relevó a mosén Alberto en la censura de películas. También se mostró implacable, en nombre de la castidad. Al poco tiempo Matías, en el café Nacional, dijo saber de buena tinta que mosén Falcó, al que a gusto hubiera traspasado el reuma, con los trozos de celuloide que iba recortando se organizaba para sí un montaje erótico de primer orden.