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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (16 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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Lamentaba no haber podido coger a Cosme Vila, a Julio García, a David y Olga, a Gorki y a tantos y tantos que cruzaron la frontera. Estaba completamente de acuerdo con las decisiones del Tribunal de Responsabilidades Políticas, que, por el contrario, traían a mal traer a Manolo y al profesor Civil. También envidiaba al comandante jurídico militar Martínez Fuset, asesor personal de Franco, quien había depositado su confianza en él ya en Salamanca, durante la guerra civil. Martínez Fuset asesoraba al Caudillo sobre las diversas maneras en que se podían interpretar las leyes. Al llegar él, el sistema eran los clásicos «paseos»; él modificó el procedimiento a fin de poder dar una explicación menos escandalosa. Decía: «Nosotros no asesinamos. Entregamos nuestros enemigos, los presuntos responsables, a los tribunales y consejos de guerra. Allá ellos, autónomos en su función, jueces imparciales, con sus fallos, que nos limitamos a ejecutar».

Resumiendo, y según decisión última del camarada Montaraz, el comisario Diéguez se quedaría en Gerona con todas las atribuciones que le correspondían. El comisario no perdía de vista al capitán Sánchez Bravo, que no le gustaba ni pizca. De vez en cuando entraba en la librería de Jaime y a éste se le anudaba la garganta. Pero no. El eficaz Diéguez, como buen profesional, se limitaba a llevarse unas cuantas novelas de Sherlock Holmes y del comisario Maigret.

* * *

Ignacio debutó en la profesión. Los acusados eran los Costa. De los abundantes pleitos que pendían sobre ellos Manolo eligió, para que Ignacio lo sacara adelante, el de «construcción en predio ajeno». Los Costa habían edificado una nave al lado de la Fundición, cuyo solar pertenecía a un tal Jerónimo Fuster, carpintero. Ignacio defendió a su cliente primero por escrito, en el Juzgado de Primera Instancia y luego oralmente en la Audiencia. Para este último acto tuvo que ponerse, además de la indispensable corbata negra, la toga. Era la primera vez. Al ponérsela se acordó, sin saber por qué, de cuando llevaba hábito y capucha en las procesiones de Semana Santa. Fue su bautismo. Su bautismo profesional. El color negro le confería una autoridad que hizo exclamar a Matías y a Carmen Elgazu: «¡Pareces un juez!». No era un juez, era un togado. Pero el eufemismo valía para la ocasión.

Él mismo se contempló varias veces en el espejo y pronunció palabras solemnes: «¡Con la venia…!». «¡Con el permiso de Su Señoría…!». Eloy, al ver aquellas mangas tan anchas y cortas, dijo: «¡Ahí va! ¡Aquí caben lo menos dos!».

Los Costa habían actuado convencidos de su prepotencia; pero el carpintero Jerónimo Fuster tenía el título de propiedad en regla, de modo que ganar el pleito era coser y cantar. Jerónimo Fuster, que nunca se había atrevido a enfrentarse a sus influyentes vecinos, azuzado por su mujer se atrevió a llamar al bufete de Manolo, en virtud de la autoridad moral de que éste gozaba en la ciudad. La sentencia fue contundente: derribo de la nave anexa edificada por la Constructora Gerundense, S.A. e indemnización de cincuenta mil pesetas al demandante. Jerónimo Fuster, al terminar el acto estaba pálido, como si hubiera perdido el pleito. Se acercó a Ignacio y al verlo tan joven le abrazó. Ignacio se emocionó. Era el primer reconocimiento «oficial» que recibía desde que terminó la carrera. «Gracias, gracias… —balbuceó—. No tiene importancia». Estaba a punto de añadir: «Los honorarios corren de mi cuenta». Manolo, que había previsto esa reacción, le había ordenado: «Nada de gratuidad. Aunque sea una cantidad simbólica, le pasaremos la minuta… Esto no es una Casa de Caridad». Ignacio, ante su asombro, recibió la enhorabuena de Mijares, el ex abogado de Sindicatos, que ahora lo era de la Agencia Gerunda y de los Costa. Al estrecharse ambos la mano, Ignacio pensó: «¿A santo de qué este hombre y yo somos rivales, y estamos destinados a serlo durante mucho tiempo?». Mijares tenía la cara de «buen funcionario». Parecía un bonachón; pero si los Costa le habían elegido, sería algo más que eso.

Ignacio hubiera querido emprender en seguida otra aventura jurídica contra los Costa: podía probarse que en la adquisición que tanto escandalizó al general Sánchez Bravo, de unos vagones de ferrocarril viejos que habían pertenecido al Ejército, hubo chantaje, hubo soborno. Manolo detuvo a su pasante: «Eso es más peliagudo. Déjamelo a mí. Aquí lo importante era comprobar que ante el Tribunal te sostenías de pie».

Esther lo felicitó. Le dio un par de besos en las mejillas. Había querido asistir a la vista, que se efectuaba en público. «Perfecto, Ignacio… Has estado perfecto». «Pues ¿qué os creíais?», dijo alguien. Era Matías. Matías no pudo resistir la tentación y pidió permiso en Telégrafos para presenciar el debut de su hijo. Ignacio sintió aquel abrazo como ningún otro y casi se le saltaron las lágrimas. «Le diré a tu madre que te prepare un plato de crema a la catalana, si es que dispone de los ingredientes necesarios». «Gracias, padre… Y esta tarde llevaremos un poco de esa crema a tu nieto, César».

De momento, hubo un brindis en el bufete de Manolo, en el que participó incluso aquel vejete que se sabía de memoria el Aranzadi. Esther se movió por la casa como una figura de ballet. Hacía mucha gimnasia y ello se notaba. Apaciguados los ánimos, Manolo habló en serio. «Ésta es la primera piedra —dijo—. Calculo que los Costa perderán, en un plazo de seis meses, por lo menos cuatro pleitos mucho más importantes. Aquí la figura clave no soy yo; son el gobernador y el general. Alguien tenía que llegar que dijera basta. Os prometo que se les caerá el pelo. Nuestro rival, el togado Mijares, ya me ha hecho un guiño sorprendente, que no he sabido cómo interpretar». Ignacio sintió como si hubiera estudiado la carrera expresamente para «fumigar» a los Costa. Le llamaron por teléfono Moncho y el profesor Civil. Moncho bromeó: «¡Arriba España!». El profesor Civil le dijo: «Adelante muchacho… Ya sabía yo con quién me la jugaba».

En el piso de la Rambla hubo, en efecto, un plato de crema catalana. Y champaña, que el propio Ignacio compró. Carmen Elgazu estaba tan azarada que quemó un poquitín el postre elegido. «¡Perdonadme! ¡Es que ni sé lo que me hago!». Eloy comentó, mientras se relamía los labios: «Pues a mí no me parece que esté quemada… Está tan buena como un helado de chocolate».

A media tarde se presentaron todos juntos en el piso de la Estación, donde les aguardaban Pilar y el pequeño César. Pilar tenía conectada la radio; al llegar ellos la cerró. A lo largo de la velada apenas si se acordó de Mateo y de la cruzada contra Rusia. Ignacio era un sol. Le besuqueó interminablemente. En cuanto a César, no hacía sino berrear.

A lo último, Pilar tuvo un detalle. Había previsto para la ocasión regalarle a Ignacio una boquilla negra, con anillo dorado, que era una preciosidad y que además llevaba filtro incluido. Así lo hizo.

—Hala, a presumir se ha dicho…

—Estoy seguro de que encantará a Ana María… —comentó el muchacho.

Pilar hizo un mohín. Por un momento se acordó de Marta. Pero se sobrepuso —era pleito resuelto— y ordenó a Ignacio que probara la boquilla al instante. El pitillo encajó a la perfección y de la diestra de Matías brotó un mechero, también dorado, que culminó la ceremonia.

Carmen Elgazu apostilló:

—Fumar es malo… Pero en un día como hoy, ¡qué le vamos a hacer!

Capítulo VIII

LA TERTULIA DEL CAFÉ NACIONAL continuaba fiel a sí misma. Los periódicos y las radios les proporcionaban noticias a barullo. En aquella primavera de 1942, todo parecía dislocarse, como a veces los campos de girasoles. La guerra mundial seguía y había mucho que decir de ella, puesto que estaba proporcionando grandes sorpresas. Pero los contertulios cumplían su promesa: tema tabú.

Excepto alguna que otra incursión de Marcos —Galindo le dijo a éste que quien estaba dando guerra era Adela, su mujer—, los amigos de Matías habían adquirido la costumbre de repasar el anecdotario nacional. Y así se supo que en Valencia habían sido entregados a las chicas de la Sección Femenina varios lotes de gallos reproductores, para que la Hermandad de la Ciudad y el Campo cuidara del mejoramiento avícola de la comarca. Y que la censura había prohibido publicar un manual de cunicultura si no se tachaban las páginas dedicadas a explicar cómo se producía la monta de la coneja por el conejo, ya que esto se consideraba extremadamente inmoral. «¡Señora, señorita! ¡No tire usted su cepillo de dientes! Por el módico precio de tres pesetas, nosotros se lo restauraremos, dejándolo como nuevo». Carlos Grote, que había silueteado con su máquina de escribir la figura de Serrano Súñer —«Mírale por dónde viene, el Jesús del Gran Poder. Ayer era Jesucristo, hoy es Serrano Súñer»—, comentó que restaurar un cepillo de dientes debía ser más difícil que descifrar un telegrama secreto. Asimismo se supo que algunos fabricantes del ramo textil que habían ido a parar a la cárcel se hacían operar de apendicitis para poder estar en la enfermería. Y que se había inventado la radio-hucha, que funcionaba a base de ir metiendo monedas en una ranura. «Periódicamente pasa un empleado de la empresa y se lleva la recaudación del mes». Y se comprobó que la prensa española,
La Vanguardia
incluida, se había «japonizado». Llegó a escribirse que la conquista de las Filipinas por los japoneses vengaba el honor español, mancillado por la ocupación, por parte de los Estados Unidos, de aquel archipiélago impar. También se supo que el capitán Sánchez Bravo y Ricardo Montero, éste novio de Gracia Andújar, cansados de perder dinero al póquer en el Casino y de beber una copita de más, jugaban a «batallas navales». Matías comentó: «Por cierto, que en cuestión de un mes los norteamericanos han hundido los portaaviones Kaga, Soryu y Akagi, además del crucero Mikuma». Los contertulios se comprometieron a traer cada uno, los sábados, una tira de noticias de ese tenor. Terminó de encandilarles Galindo asegurándoles que, según Radio Nacional, aquel año de 1942 iba a ser declarado «año de la alcachofa».

* * *

Sí, la guerra mundial seguía su curso. En el hospital de Riga, Mateo, Núñez Maza y Sólita cantaban canciones españolas, mientras los médicos procuraban restablecerles la salud. Mateo estaba desesperado porque llevaba un mes sin recibir carta de Pilar, aunque sí las había recibido de Alfonso Estrada y de
Cacerola
, éstos descansando en Novgorod, después de los terribles asedios a que se habían visto sometidos.

En efecto, la guerra continuaba, y pese a haberse estrellado en Moscú el intento alemán de ocupar la capital —pronto se lanzarían a otro ataque, y esta vez sería decisivo—, la victoria en aquellos meses parecía inclinarse del lado de Hitler. Sus tropas estaban a tres marchas de Suez, en África, y en el frente ruso se aprestaban al asalto del Cáucaso y del Volga, al tiempo que se fijaban un ideal supremo: la conquista de Stalingrado, enclave de primer orden. Stalin se quejaba de que sus aliados le traicionaban pues no abrían el segundo frente que les exigió. Llegó incluso a creer en contactos secretos entre Inglaterra y Berlín. Churchill se desplazó a Moscú. «Ustedes tienen miedo de medirse con los alemanes», le dijo Stalin. «Ustedes eran sus aliados mientras que nosotros ya luchábamos solos contra ellos».

La batalla de Stalingrado fue implacable desde el primer momento. La resistencia de los rusos era feroz y no daban importancia a la caída de vidas humanas, porque las tenían de respuesto. Parte del material se fabricaba al otro lado de los Urales, pero lo importante se lo suministraban los Estados Unidos a través de las rutas más diversas. Stalin no dejaba de pedir más y más. En sólo un año América había suministrado a Rusia más de tres mil aviones, cuatro mil tanques y más de medio millón de vehículos automóviles. Y habiendo perdido Rusia la mitad de sus recursos alimenticios, América les enviaba proteínas y calorías en la forma más concentrada y deshidratada posible. Varias fábricas del Middle West fabricaban
bortsch
reducido a las dimensiones de una caja de cerillas, y
tushuha
, o cerdo a la rusa. Pero el gobierno soviético pedía la supresión de todas las indicaciones de origen, afirmando que a su pueblo le parecería una humillación ser alimentado por el extranjero. Hitler trasladó gran parte de las fuerzas de Sebastopol al norte, a Leningrado. La ciudad estaba a la vista. Desde sus posiciones, los alemanes veían la cúpula de San Isaac, la aguja del Almirantazgo, la fortaleza de Pedro y Pablo. Las tropas alemanas las mandaba el más reciente de los maríscales: Erich von Manstein. La población civil se mostraba a la altura del heroísmo de los combatientes. El arsenal humano de que Rusia disponía era inextinguible. Habían perdido más de cuatro millones de prisioneros en catorce meses de combate, pero la capacidad de reconstitución de su ejército seguía siendo fenomenal.

Más al Sur, en Damiansk y en Volchov, las batallas eran también horribles. En Volchov los rusos, cercados, llegaron al canibalismo, a los suicidios colectivos, a las muertes por hambre. El verano había transformado el bosque petrificado en un cenagal de gusanos. Los destacamentos alemanes que penetraban en el perímetro cercado veían continuamente verdaderos montones de insectos que indicaban la situación de los cadáveres. Sin embargo, Alemania no podía atender a tantas operaciones a la vez: le faltaba material humano de reserva y material bélico para ofensivas simultáneas.

Un ejemplo podía ser el que señalaba el general Sánchez Bravo: Rommel había dado un tropezón en El-Alamein. La victoria había desgastado al vencedor. Al Afrika Korps sólo le quedaban cincuenta tanques y los combatientes en forma no pasaban de los mil quinientos. El desgaste italiano no era menor. Sus tropas habían quedado reducidas a un tercio de sus efectivos. Faltaba aprovisionamiento. Por suerte, en Tobruk se habían encontrado con un gran arsenal que dejaron los aliados. El ejército alemán, irónicamente, se anglosajonizó. Fumaba tabaco inglés, comía conservas americanas, aseguraba el ochenta y cinco por ciento de sus transportes con vehículos fabricados en Coventry o en Detroit. Fricción entre alemanes e italianos. Rommel era odiado por los italianos. Mussolini se había trasladado a Libia con un caballo blanco para hacer su entrada triunfal en El Cairo. Ahora se sentía humillado. Rommel, en el transcurso de tres semanas, no se había dignado hacerle una visita. Rommel se sentía enfermo. Los médicos le aconsejaban que cediera el mando a algún otro oficial. Pero Hitler era tajante: al pie del cañón.

Las fuerzas alemanas habían ocupado Ucrania, obsesión de Hitler. Buena parte de las industrias fundamentales de Ucrania habían sido trasladadas por los rusos, en un esfuerzo incomparable, a los Urales. La operación alemana era magistral, pese a que algunos generales querían ir directamente a Moscú. Hitler se sentía «el más grande militar de todos los tiempos». El nuevo ataque hacia Moscú se haría con un número de tropas diez veces superior a las que Napoleón empleó en Borodino. Al mando, el general Guderian. Esta victoria igualaría en grandeza a la de Ucrania. Los rusos se habían rendido en masa. Una vez más interminables columnas de prisioneros se ponían en marcha hacia el Oeste, sembrando el camino de hombres muertos de disentería y otras privaciones. En el Sur había sido capturado un ejército ruso al borde del mar Azov y lo habían destruido, haciéndoles sesenta y cinco mil prisioneros, y continuaban avanzando hacia Rostov.

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