Hitler no llevaba joyas, ni anillos, ni reloj de pulsera. Guardaba un viejo reloj de oro, sin cadena, en el bolsillo de su chaqueta, pero siempre olvidaba darle cuerda. Había dicho que «piedad, bondad y clemencia» eran cualidades de esclavos. Afable en sociedad. Amigo de los artistas, los niños y los animales. Galante con las damas. Hitler era el compendio de una crueldad implacable y una maldad viciosa. Su ciclópea voluntad parecía poseer el increíble poder de paralizar los espíritus. En 1938 Churchill se atrevió a decir: «Si Inglaterra tuviera que defenderse de la anarquía, yo rogaría a Dios que le mandara un hombre del valor de Hitler».
En el curso de sus arengas se deshidrataba hasta el extremo de perder varios kilos de peso. Esta pérdida la compensaba con la absorción del contenido de botellas de agua colocadas al alcance de su mano. Lo primero que tomaba al despertar era una infusión de valeriana, detalle que Moncho hubiera aprobado. Había llegado a fumar cuarenta cigarrillos diarios, pero lo dejó. Tampoco bebía alcohol. Nunca llevaba dinero encima. Se lo prestaba Goering. Su modestia contrastaba con la suntuosidad de los edificios que planeaba, junto con su arquitecto Speer, al que, por cierto, el hijo del gobernador, Ángel, detestaba. Jamás consintió en desnudarse, ni parcialmente, ante testigos. Jamás se dejó radiografiar el pecho, porque hubiera tenido que mostrar el torso desnudo ante los doctores. Lloraba a veces, por ejemplo, cuando se le moría un canario o escuchando a Wagner. En su visita a París, después de la ocupación de la capital, al encontrarse ante la tumba de Napoleón dijo: «Éste es el momento más grande de mi vida».
El doctor Andújar necesitaba saber muchas más cosas, pero por el momento le resultaba imposible. ¿Hitler creía en los astrólogos? ¿Era ello cierto? Las noticias al respecto eran contradictorias. El doctor Andújar guardaba los apuntes en una carpeta de color verde. Por otra parte, tampoco le sobraba el tiempo. ¡Aquellos ochocientos internos en el manicomio! El camarada Montaraz le repetía una y otra vez: «Déjelo de mi cuenta. Estoy llamando a muchas puertas, y alguna se abrirá». Por lo demás, los enfermos mentales aumentaban en Gerona, y según sus colegas lo mismo ocurría en toda España, especialmente en Cataluña, el País Vasco y Galicia. Esto último no le sorprendió, puesto que había ejercido durante siete años en Santiago de Compostela.
¡Pero Cataluña, el País Vasco! Chaos le decía: «Cuanto mayor nivel de vida, mayor complejidad. Eso de que hay más suicidios en los pueblos, en el campo, es una monserga». El doctor Andújar continuaba con sus charlas radiofónicas, «Píldoras para pensar», que se habían hecho muy populares. Los miércoles y los sábados visitaba gratis. Total, apenas si le quedaba un minuto para atender a su esposa, Elisa, mujer que María Fernanda, la esposa del camarada Montaraz, había calificado de «muy primitiva».
El doctor tenía ya dos hijos estudiando en Barcelona. Le costaban un riñón. Uno, Carlos, quería ser médico, como él. Era el mayor de los varones. Por lo visto le había impresionado mucho la primera autopsia que contempló. Ciertas ideas fijas se le vinieron abajo. Carlos era elegante, veinte años y estaba en el segundo curso. Le interesaban sobre todo las enfermedades cardíacas. Estudiaba el corazón. El otro, Juan, quería ser ingeniero naval. Los hijos restantes eran todavía muy pequeños y entre todos hubieran podido formar una orquesta de cámara.
Continuaba su amistad con Chaos, aunque jamás hablaban del problema de éste, quien seguía igual, a la búsqueda de los efebos y los niños. Chaos no lo podía remediar: tenía la espina clavada de Sólita, a quien tanto había hecho sufrir. En el fondo hubiera deseado que se quedara en Rusia, muerta. Cuando se cruzaba con su padre, Óscar Pinel, simulaba que se abrochaba un zapato o doblaba con rapidez la primera esquina.
La clínica Chaos funcionaba de maravilla. Recibía una subvención por tratar a los extranjeros que huían de los alemanes y necesitaban de cuidados médicos. El doctor Chaos chapurreaba el alemán, pues al terminar la carrera se pasó una temporada en un hospital de Stuttgart, aparte de que durante la guerra civil, en la zona nacional, había operado a varios heridos de la Legión Cóndor.
Su agnosticismo iba en aumento, así como sus simpatías por los Estados totalitarios, que a su entender dominarían el mundo. Repetía
de pe a pa
los argumentos que esgrimió durante aquel viaje a Barcelona para esperar al conde Ciano. Las democracias solían estar regidas por gente mayor y los totalitarismos representaban a la juventud. Estaba a favor de la eutanasia pasiva —y en algunos casos, activa— y de una rotunda selección racial. Un pigmeo sería siempre un pigmeo, y era como una trampa que tendía la naturaleza. Creía en la técnica, en la ciencia, en la especialización y en el trabajo en equipo. «La vida es materia y es a la materia a la que hay que arrancarle sus secretos. Todo lo demás es brujería, folletín y esclavitud».
Moncho era, en efecto, su analista. El doctor Chaos se había encariñado con él y con Eva. «Hiciste bien quedándote en España —le dijo a la muchacha—. Te has salvado. Aquí nadie te tocará un pelo».
Continuaba pensando que en los conventos de monjas —y también en los palacios episcopales— había muchas enfermas, neuróticas, que necesitarían de la ayuda del doctor Andújar. Una hermana de Sólita, hija de Óscar Pinel, era monja de clausura, teresiana, en Ávila, y se decía de ella que se pasaba las horas acariciando las llagas de Cristo.
Se hacía lenguas de lo que aprenderían los médicos alemanes gracias a la guerra. «No hay mejor centro de investigación que la guerra». Murió su perro, Goering, y lo enterró en el jardín de su casa, con una lápida que decía «Goering», y nada más. Andújar le preguntó, al verlo deshecho, por qué le había puesto el nombre de Goering, siendo así que éste era un indeseable que en una ocasión había dicho: «Cuando oigo la palabra cultura saco el revólver». El doctor Chaos contestó: «Le puse Goering porque consideré que mi perro era un perro vencedor». Y el doctor Chaos hizo
crac-crac
con los dedos.
El anestesista de Chaos era el experto Carreras, que atendió a Carmen Elgazu cuando la operación. Carreras se había casado con una valenciana, Isabel, que era afinadora de pianos. «Tú anestesias a los pacientes, yo anestesio a las teclas que suenan mal». Isabel refinó a Joaquín Carreras y le hizo entrar un poco en la buena sociedad. Carreras era un hombre acostumbrado al silencio. Le gustaba el silencio y cuando en el quirófano se hablaba se ponía nervioso; en cambio, Isabel se pirraba por las fallas y por los petardos y los fuegos artificiales. Por cierto que, según ella contaba, los temas falleros demostraban la capacidad imaginativa e irónica del mundo levantino. Lo mismo podía ser caricaturas de los figurones de la democracia que de los falsos dioses o de los que cifraban su ideal en la acumulación de dinero. A ella le gustaba, sobre todo, el museo de las fallas que año tras año, por decisión del jurado, se salvaban de la quema. Por ejemplo, aquella en que se veía a Manolete atravesando con su estoque un paquete de billetes de mil.
ALFONSO REYES, el ex cajero del Banco Arús, que tanto ayudó a Ignacio al estallar la guerra civil —fue un amigo fiel, como lo fue Ezequiel para Marta—, continuaba redimiendo penas en Cuelgamuros, en el Valle de los Caídos, la gigantesca obra que Franco había concebido y que sería, según sus propias palabras, un nuevo Escorial, el monumento erigido por Felipe II para conmemorar la batalla de San Quintín.
Mateo y Pilar habían visitado Cuelgamuros a raíz de su viaje de bodas, en compañía de Núñez Maza. No se había avanzado mucho desde entonces, porque la roca era la roca, la piedra era la piedra y los barrenos y los picos cantaban su canción. A Pilar el lugar elegido le pareció tétrico y Mateo le había dicho: «Es que España es así…» Continuaban trabajando en la carretera de acceso y el constructor Banús se quejaba de la lentitud de las obras. No era culpa de los «trabajadores», la mitad de los cuales procedía de las empresas constructoras —don Anselmo Ichaso, de Pamplona, tenía algo que ver con ellas—, y la otra mitad eran presos que redimían penas. Dos días de pena por cada día de trabajo. Alfonso Reyes señalaba con un lápiz rojo los días del calendario, y trabajaba con más ahínco cuando recibía carta de Gerona.
A veces le escribía su hijo, Félix, el muchacho dibujante, alumno del pintor Cefe y a la sazón ahijado de Padrosa. Éste, desde la Agencia Gerunda, le escribía que Félix era un encanto de criatura, con dotes portentosas para el arte y que daría mucho que hablar. Félix le decía con insistencia: «Padre, no te preocupes por mí. Estoy muy bien. Padrosa y su madre me atienden como si fuera de la familia. Son estupendos. Y Cefe, no digamos. Con su lacito en el cuello y su larga cabellera, va corrigiendo mis fallos y me dice que puedo llegar a ser un artista como él. Me gustaría poder ir a verte, pero no me dan permiso. A ver si ahora lo consigo con el nuevo gobernador, que a veces le da por ser generoso y que hace poco inauguró los nuevos locales penitenciarios que se han construido en Salt. Ahí te mando un retrato tuyo dibujado por mí al carbón. El modelo ha sido la última fotografía que me enviaste, por la que deduzco que pasas mucho frío. Cuídate y ya sabes que tu hijo te adora y espera con ansia que te dejen en libertad».
Otras veces le escribía Padrosa, robándole un tiempo a la incansable labor que, junto con la Torre de Babel, desarrollaba en la Agencia Gerunda. «Cefe no se da cuenta, porque es más vanidoso que el comisario Diéguez, el del clavel blanco en la solapa. Pero pronto el alumno superará al maestro. Últimamente les ha vendido un cuadro a los hermanos Costa, un cuadro representando las preciosas casas colgando sobre el río Oñar, y ahora se dispone a pintarle un retrato a Silvia, una manicura que tú no conoces y que, por cierto, está a punto de contestar “sí” a mis honestas proposiciones. No sé si ahí lees periódicos. Si llega alguno, presta atención. ¡Esos japoneses se meten donde no les llaman! Y los Estados Unidos, claro, no han tenido más remedio que gritar: “sálvese quien pueda”. Recuerdos de la Torre de Babel, que todavía sigue creciendo. Un abrazo, Padrosa».
También a veces recibía carta de Ignacio. Éste parecía rebosante e intentaba darle ánimo. «Me alegro mucho de que estés bien, y de que gracias a haber trabajado en el Banco Arús ahora te hayan destinado al economato, dejando el pico y la pala. Descansa todo lo que puedas y no fumes demasiado. El día que me case con Ana María —no sé cuándo será— iremos a verte, si nos dan permiso, que espero que sí. ¿Hay mucha nieve en la Sierra? Mateo me dijo que teníais todos una gota helada en la nariz. Es curioso que algunos obtengáis permiso para ir al cine a El Escorial y a las fiestas del Guadarrama. No te imagino bailando la conga, aunque, quién sabe… La vida tiene sus caprichos. ¿Podías imaginar que Padrosa y la Torre de Babel tendrían un día mucho líquido en el banco? Pues ahí están. Agencia Gerunda. El no va más. Te envío el último recorte de
Amanecer
en el que anuncian su gestoría.
Agencia Gerunda lo resuelve todo
. Lástima que no puedan resolver con un papel y una póliza tus seis años y un día. Pero se habla de un indulto para la próxima Navidad. Ojalá sea así. ¿Es cierto que te has dejado creer la barba? Yo me dejé crecer el bigote, aunque a Ana María no le gusta mucho. Mi gratitud, como siempre. Ya lo sabes. Un fuerte abrazo, Ignacio».
Alfonso Reyes, al recibir estas cartas, respiraba hondo, aprovechando que, en efecto, ya no trabajaba donde los barrenos, cuya polvareda destrozaba los pulmones. Tampoco estaba expuesto, como tantos otros, a la silicosis. Llevaba un gorro que le había regalado un ex legionario y en el economato tenía estufa. El ambiente en Cuelgamuros era de camaradería y hermandad, a menudo incluso con los guardianes. Se podía dejar un billete de cinco duros en la ventana con la seguridad de que nadie lo cogería.
Y si alguien necesitaba algo, los voluntarios acudían al instante. Dentro de la dureza de las obras, el reglamento se había suavizado. Las esposas de los prisioneros podían pasar con ellos los domingos y las parejas se hacían el amor bajo los árboles o detrás de las rocas. Continuaban sin alambradas para evitar las huidas, pues se demostró que nadie tenía este propósito, a sabiendas de que no llegaría lejos. Un par de anarquistas que lo intentaron, se jugaron el pellejo. Lo mismo que en el frente, terminado el trabajo cada preso demostraba su aptitud. Había un campesino gallego que sabía hacer sombras chinescas en la pared. Un tal
Espárrago
, alto y delgado, tocaba la guitarra. Alfonso Reyes había descubierto que, valiéndose de los dedos y de los labios, podía imitar onomatopéyicamente toda clase de animales, desde el gallo tempranero hasta el lobo de las estepas. Un hombre mayor, Federico, de Castellón de la Plana, que pergeñaba poesías —«Romancero de la tierra»—, les leyó lo último que escribió Miguel Hernández, que acababa de morir, el 28 de marzo, en la cárcel de Alicante:
Adiós, camaradas y amigos. Despedidme del sol y de los trigos.
Este «Romancero de la tierra» eran cantos a la clandestinidad y los papeles iban a parar a la hoguera después de ser recitados. Federico lloró por la muerte de Miguel Hernández, al que consideraba una síntesis de Lorca y de Machado.
Aquellas gentes querían vivir. Rebasaban el millar, de suerte que había muchos pueblos en España con un censo inferior. Angustias, congelaciones, mareos. Y tres o cuatro accidentes mortales. Los muertos no pudieron ser enterrados en aquel valle, que estaba destinado a los vencedores. El arquitecto, don Pedro Muguruza, lo visitaba con mucha frecuencia. También el general Moscardó, detrás de sus gafas impenetrables y el general Millán Astray, que se las arreglaba para combinar distribución de tabaco y arengas. Y por descontado, Franco visitaba también su «mausoleo», al que muchos consideraban su «querida». Franco llegaba de improviso, con su escolta de metralletas y ante su aparición todo quedaba paralizado. Siempre hacía algún donativo a los presos y se pasaba largos ratos contemplando Cuelgamuros desde todas las perspectivas. La cruz iba a tener, en efecto, ciento veinte metros y se la suponía la más alta de la cristiandad. Franco decía que había que hacer «el monumento que simbolizara, que representara plásticamente las virtudes raciales, como las del heroísmo, el ascetismo, el espíritu aventurero, el afán de conquista, que definían lo español como una unidad de esencia sublime y una permanente aspiración hacia lo eterno». Según él, «el Valle de los Caídos era algo insólito, algo que rebasaba lo normal. Era una pretensión con dimensiones de historia. Debía ser nada más y nada menos que el altar de España, de la España heroica, de la España mística, de la España eterna».