Los hombres se quedaron perplejos y el crío de Cosme Vila rompió a llorar. Sector de Leningrado, ¡frente por frente de la División Azul! Cosme Vila se sobresaltó. Aquello era tentador, puesto que, a buen seguro, habría en la división algún combatiente de Gerona. Sin embargo, ya no era un chaval. Notaba pesado el cuerpo —la grasienta dieta rusa—, y correr y saltar y cortar alambradas se le antojaba fuera de su alcance.
Regina Suárez acudió en su ayuda.
—No te lo pienses, amigo Cosme… Tú ya no estás para eso. Tú y los tuyos os venís conmigo, y con la Pasionaria, a la estación de Kazan, y nos vamos a Ufa, donde algo podremos hacer. Por ejemplo, montar allí la misma emisora de radio que tenemos aquí: Radio España Independiente… Ya nos arreglaremos para obtener información —Regina se dirigió a Ruano, Soldevila y Puigvert y añadió—: Vosotros sois más jóvenes, y tenéis derecho a ir al frente y morir.
Cosme Vila se calló; los tres camaradas restantes tragaron saliva.
Ruano fue el primero en romper el silencio.
—Yo me voy con vosotros a Ufa… No me apetece saber lo que hay más allá de la muerte.
Soldevila y Puigvert se rascaron el cogote. La ironía de Ruano los galvanizó. Ambos habían ingresado en el Partido Comunista cuando experimentaron el primer amor y apenas si habían oído el nombre de Lenin. Durante la guerra de España combatieron en el frente de Madrid, en la Ciudad Universitaria. Se salvaron de milagro, en el supuesto de que los milagros existieran. Soldevila sintió una profunda alergia por los moros; Puigvert por los alemanes e italianos. Lo terrible era poder elegir. Hubieran preferido una orden de Líster, de la Pasionaria o del secretario general del Partido, camarada José Díaz, quien al parecer estaba en un hospital preso de una dolencia intestinal incurable. Miraron a Regina; ésta asentía a algo que la mujer de Cosme Vila le susurraba en voz baja.
—Dispuesto para ir al frente de Leningrado —dijo Puigvert, tomando una decisión que a él mismo le sorprendió.
Soldevila, que se había entrenado como paracaidista, con pasmosa calma declaró a su vez:
—Lo mismo digo… Pero a condición de que me permitan saltar al otro lado de las trincheras de la División Azul, para ver si me camuflo entre ellos y puedo volver trayendo información…
Regina miró a los dos «voluntarios» con una energía en la que no asomaba una pizca de gratitud. Estaba acostumbrada a las heroicidades.
—Me parece muy bien… Ésa es vuestra obligación.
A seguido, les soltó una noticia que los dejó asombrados. Les comunicó que un hijo de Stalin había caído prisionero de los alemanes, los cuales lo guardaban como rehén. Había miles de voluntarios dispuestos a infiltrarse entre las tropas enemigas y tratar de rescatarlo. Ello era válido sobre todo para el camarada Soldevila, teniendo en cuenta que Mijail Kalinin, el viejo presidente de la URSS, había dicho: «El encargado de tal tarea debe ser un español. Los españoles son especialistas en la guerrilla, que los rusos calificamos de milicia natural. Adelante con el proyecto».
Soldevila y Puigvert quedaron anonadados. No obstante, Regina había sacado ya la botella de vodka. ¿Por qué no? Era la lotería. También era lotería el pacto que acaban de sellar. En el fondo, uno y otro amaban la vida mucho menos que las gentes que nunca habían tomado un fusil y que carecían de un ideal para el cual vivir.
Cosme Vila los abrazó, lo que en él no era común. Se sentía humillado, avergonzado y le agradecía a Ruano que le acompañara en su «deserción». Luego dijo:
—Os envidio. El destino es el destino…
Soldevila lo atajó con cierta dureza.
—Nada de eso. El destino lo elige cada cual.
* * *
Los camaradas Soldevila y Puigvert fueron a Leningrado, de paso para la zona de la División Azul. La hermosa ciudad que, al igual que el Kremlin, era preciso reconocer que se la debían a los zares, ofrecía un espectáculo de pesadilla. El cerco a que estaba sometida, así como los bombardeos, la habían convertido en un mal sueño. Sobre todo el hambre. En el momento en que, en Madrid, el poeta Dámaso Alonso declaraba: «Madrid es una ciudad habitada por un millón de cadáveres», los dos «voluntarios» decían otro tanto de Leningrado. Hambre. No había siquiera racionamiento, porque no había nada que racionar. Hambre. La gente añadía celulosa al pan, se comía cola de carpintero o se hervía el cuero de los cinturones y de los zapatos. Sobre todo de los muertos. Y por descontado, habían desaparecido de las calles todos los perros y todos los gatos.
Leningrado quedó atrás… Y se fueron hacia la zona norte del lago Ilmen, donde conectaron —las instrucciones habían sido muy precisas—, con una unidad en la que había muchos españoles, que se dedicaban por los altavoces a insultar a los divisionarios con toda clase de epítetos, que obtenían la consabida respuesta. «¡Cabrones!». «¡Mercenarios!». «¡Hijos de la gran puta!». Los divisionarios contestaban: «¡Hijos de la gran Pasionaria!». «¡Mercenarios!». «¡Cabrones!». Ni siquiera la lejanía de la patria podía paliar el enfrentamiento. Sólo un veterano comunista, Jorge Fernández, hablaba bien de la División Azul, ya que a diferencia de los alemanes sus componentes ayudaban a la población rusa y le daban comida. Los demás, consideraban a los divisionarios carne de cañón de la Alemania nazi.
Allí se enteraron de lo que era el frío. Nada más llegar, les dijeron a Soldevila y a Puigvert:
—No seáis mamelucos… Lo que lleváis parece un traje de baño —y les dieron la indumentaria adecuada, de la que sobresalían el capote y los guantes y las botas.
Con los prismáticos oteaban con el propósito de ver algún español. Sería difícil reconocerlo, porque llevaban uniforme alemán. Por otra parte, la inmensidad del paisaje producía escalofrío. Era una llanura infinita de nieve, sobre la cual los hombres parecían hormiguitas y que debían de ser, como en el desierto de África por el que avanzaba Rommel, blanco idóneo para la aviación.
Las trincheras de los españoles, las
dachas
, las
isbas
, estaban más lejos de lo que hubieran deseado. Podían disparar a mansalva, como si sobrasen las municiones, pero sin ninguna garantía de hacer diana. Al día siguiente de llegar conocieron a un tal Luis Mendoza Peña, que era el encargado de la misión de infiltrarse entre la tropa enemiga e intentar rescatar al hijo de Stalin. En el fondo, Soldevila y Puigvert respiraron con alivio. Ellos sabían algo de ruso pero nada de alemán.
—Regina no miente nunca… Sus informaciones son siempre veraces.
—¡Pues qué te has creído!
Pocos días les bastaron para adecuarse a la nueva situación. El termómetro llegó a marcar los cincuenta grados bajo cero. Hacer guardia más de diez minutos seguidos era la muerte. Y tenían prohibido fumar, porque la chispa del cigarrillo podía orientar al enemigo. Sólo fumaban en el fondo de las trincheras, aunque el tabaco ruso les producía carraspera.
Y allí se quedaron, cumpliendo con su deber para con la «patria» que los acogió y sirviendo a su ideal. Cierto que la máquina de guerra puesta en marcha por los alemanes causaba pavor; pero un sexto sentido les decía que la Unión Soviética —con la ayuda de los Estados Unidos— acabaría venciendo.
Un aparato de transmisión les comunicó una noticia que tenía su mordiente, y que a los divisionarios posiblemente les hubiera alegrado: la primera sangre española derramada había sido la de Rubén, único hijo varón de la Pasionaria. Rubén llevaba el brazo en cabestrillo y una condecoración militar: la Orden de la Bandera Roja, que le habían impuesto en el propio Kremlin en una ceremonia que no olvidaría jamás.
—¿Te das cuenta? Ellos nos dan ejemplo…
—A medias —susurró alguien.
—¿A qué te refieres?
—Al secretario general del Partido, José Díaz. Ha sido incapaz de resistir su enfermedad y se ha tirado por una ventana, falleciendo en el acto.
—¿Dónde?
—En la capital de Georgia, Tbilisi…
* * *
«La Pasionaria» y su séquito se fueron a la estación de Kazan, con destino a Ufa. La población en masa abandonaba Moscú, donde habían estallado desórdenes y habían sido asesinados buen número de policías. Los más audaces se dirigían hacia los dos fosos antitanques que Zhukov había hecho excavar en torno a la capital. Los aviones alemanes veían una sutil línea negra, un verdadero cinturón humano, sobre el cual hacían llover versos: «Señoritas de Moscú, no os toméis tanto trabajo, porque llegan nuestros tanques a llenar vuestros hoyitos».
La estación de Kazan estaba sumida en tinieblas, medida de seguridad contra los bombardeos. Una ingente multitud fugitiva se movía entre aquellos trenes. Cosme Vila no podía sospechar, viendo a su mujer y a su hijo, que el viaje sería interminable, que duraría nueve días, puesto que debían dejar paso a los trenes que iban en dirección contraria, hacia los frentes.
La población de Ufa era, ¡qué curioso!, musulmana sunnita. Alá era Dios y Mahoma su profeta. Cosme Vila comentó: «Está visto que no hay quien pueda acabar con la religión». Regina Suárez le informó de que los musulmanes en las Repúblicas Soviéticas de Siberia debían de aproximarse a los cuarenta millones y que, por lo tanto, no había más remedio que respetar su credo.
En Ufa, en medio de la barahúnda, y gracias a la protección de las autoridades, consiguieron una casa modesta donde vivir y donde instalar la emisora Radio España Independiente, la cual de momento sólo podía recibir información de Radio Nacional de España y de Radio Berlín —¡kaput!— y, por supuesto, de la BBC de Londres, que era su alimento cotidiano.
Las noticias eran deprimentes, pero tampoco era cosa de tirar la toalla. Ruano, que continuamente entraba y salía y charlaba con todos los corresponsales que se le ponían a tiro, había logrado pergeñar una especie de síntesis, que incluso redactó, para ser más preciso. Entretanto, la Pasionaria, Regina Suárez y Cosme Vila se turnaban en las emisiones, a sabiendas de que éstas eran escuchadas en España. El comienzo era siempre el mismo: «Aquí, Radio Moscú…» Ello tranquilizaría a buen seguro a los radioyentes.
Ruano les contó que los alemanes habían previsto en cierto modo la época de la nieve, pero no la de las lluvias. Todos los ríos se desbordaron. Inundaciones que se perdían de vista presentaban obstáculos infranqueables. Era el barro. Los camiones se hundían en un fango sin fondo. Los vehículos se atascaban hasta los ejes, los caballos hasta el vientre. La marcha se convertía en un calvario, en el lodo que llegaba hasta más arriba de las botas, metiéndose en la ropa, manchando la cara, ensuciando las armas, malogrando el alimento. Se hacía imposible vivaquear y como las casas estaban incendiadas, las tropas, agotadas, debían dejarse caer en el fango. En el centro existía la línea majestuosa, la autopista de Moscú; pero, ¿qué suponía una calzada única, casi sin conexiones laterales, cuando se trataba de aprovisionar a cinco ejércitos?
Por supuesto, Hitler, en la retaguardia, no tenía ningún motivo para sospechar que su campaña en Rusia había fallado. Le irritaba, esto sí, la lentitud de las operaciones, pero el plan seguía siendo posible. La idea de tomar Moscú persistía en toda su amplitud. Las primeras heladas, bajo el sol diurno, permitieron restablecer algunos enlaces y que los ferrocarriles volvieran a funcionar. Y la idea de que tomar Moscú sería el fin de la guerra levantaba el ánimo de las tropas fatigadas. El general Guderian instaló su cuartel en la provincia de Tula, en Yásnaia Poliana, el feudo de Tolstói, cuya tumba había sido minada. Los alemanes franquearon el canal Moscú-Volga y se cortó el ferrocarril Moscú-Leningrado. Pero, de pronto, llegó la nieve y colapsó la operación de nuevo. Las locomotoras se helaban. Los cierres de los cañones se negaban a abrirse. Algunos tanques tuvieron que ser abandonados porque era imposible despegar las orugas del suelo. El pan se cortaba con hacha. La mantequilla se volvía de mármol. Un herido inmovilizado se congelaba a los pocos minutos. La orina se helaba al salir del cuerpo y algunos hombres morían por congelación del ano. Se utilizaban las ropas de los hombres que se hacían prisioneros y también las de los muertos.
El intelectual Ruano, que tenía perfil de águila y al que por proceder de Córdoba las mezquitas le resultaban familiares, les dijo a la Pasionaria, a Regina Suárez y a Cosme Vila y su mujer que tal relato pertenecía a un pasado que se le antojaba remoto: otoño de 1941. A partir de diciembre la situación se había modificado, con la llegada de la nieve en cantidades abrumadoras. La batalla de Moscú tomó un carácter más dramático aún. Nadie sabía de dónde los generales rusos habían tomado la fuerza necesaria para resistir la embestida. La tercera parte de las unidades que la emprendieron eran tropas siberianas. Los rusos tenían ropas acolchadas, botas de fieltro, gorros de piel y blusas blancas echadas por encima de sus largos capotes. Todos los vehículos automóviles estaban provistos de estos objetos de primera necesidad en la Rusia invernal: cadenas. Los lubricantes estaban calculados para las bajas temperaturas. Los mismos caballos tenían un capacidad de supervivencia y unas reservas de fuerzas fenomenales, aunque no encontraban como follaje más que los techos de bálago de las
isbas
. Se tomaban el desquite de esa guerra transformada por el hielo. Patrullas de caballería abrían camino, relevos de enlace montados llevaban órdenes, mientras los motoristas alemanes se veían apeados por la nieve y los aparatos de radio se atascaban con el frío.
La moral de los soldados nazis estaba destrozada. No se rendían porque enfrente estaban «los rusos». El horror al cautiverio era la fuerza moral por el que el ejército alemán seguía moviéndose. Los más agotados o los más desesperados se pegaban un tiro en la sien, o se dejaban caer en la nieve para morir.
Llegó la orden de Hitler: «¡Resistir!». No avanzar más, pero resistir. Había que borrar el espectro de la retirada napoleónica, evitar la repetición de la campaña de 1812. Pero los generales del frente estaban consternados. Ante la superioridad numérica y material de los rusos, el peligro de disociación de los ejércitos alemanes era inminente. Alemania había metido ahí, en efecto, tres millones de soldados, y ¡las llanuras nevadas parecían vacías! El ejército alemán tenía que luchar para no perecer. Hitler tomó personalmente la responsabilidad del mando de las operaciones, relevando al general Guderian.
—Ahora nuestros ejércitos —prosiguió Ruano— han pasado a la contraofensiva, aunque desde Moscú ello debe de parecer inimaginable. Pero ahí los corresponsales discrepan. Los hay que consideran correcta la decisión, el objetivo de destruir la totalidad del centro enemigo, y los hay que consideran que la ambición de Stalin es excesiva, como lo fue la de Hitler al intentar aniquilar el ejército soviético en una corta campaña de verano. Stalin intenta aniquilar a Hitler en una corta campaña de invierno, y ello parece utópico. Es posible que se trate de un error. En algunas zonas ha empezado el deshielo y ahí nuestros hombres ya no pueden combatir con la misma fuerza, pues los ríos se ensanchan hasta perderse de vista y la llanura entera se convierte en un mar de barro. Por lo demás, nuestros hombres están también algo agotados, como lo estarán, a buen seguro, si es que viven aún, los camaradas Soldevila y Puigvert.