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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (10 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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Regina Suárez intervino. Hizo a su vez un resumen de lo que andaba contando, minuto a minuto, Radio Berlín. Según Hitler, en el frente ruso, en 1942, debía alcanzarse el objetivo que se perdió en 1941. Hitler había desdeñado ahora Moscú y volvía a la ofensiva por las alas. Se luchaba de forma terrible en Sebastopol. Lucha de artillería. Los alemanes, con el cañón más gigantesco que hubiera existido nunca, el Dora, la altura de cuyo fuste era la de una casa de dos pisos y que lanzaba obuses de siete toneladas. Setenta trenes habían sido necesarios para transportar esa pieza y cuatro mil hombres para servirla y protegerla. Hitler partía de la base de que el enemigo daba sus últimas boqueadas. Parecía ignorar que «un ruso muerto no está muerto del todo». Radio Berlín daba la impresión de ser fiel a la verdad al comunicar que la lucha en Ucrania había caído a la postre a su favor, a favor del general Von Paulus. «Timoshenko, nuestro general, el hombre de confianza de Stalin, ha visto también cómo se esfumaban sus sueños de victoria».

Intervino Cosme Vila, mientras el crío continuaba llorando y su mujer lavaba ropa. También él había estado a la escucha, sobre todo de la BBC, en las horas en que el micrófono le dejaba libres. A su juicio, Stalin, a la vista de los acontecimientos, que no se presentaban para el futuro demasiado favorables, quería arrancar de sus aliados la promesa formal de que en 1942 abrirían; un segundo frente. Churchill no se atrevía a formular tal promesa. Entretanto, en el norte de África, Hitler se disponía a reanudar el ataque en el desierto, conquistar la Cirenaica y con la ayuda de los italianos llegar hasta el canal de Suez. «¡Egipto será nuestro!». Rommel sería el ejecutor de la inmensa maniobra. Al término de días de combate, con nubes de polvo emergiendo del desierto y suerte varia en las escaramuzas, tomó Tobruk, que se había convertido en el símbolo de la resistencia aliada. Había sido una finta prodigiosa, cuya resonancia llegó a Egipto, donde Rommel era considerado un superhombre. Los aliados se retiraban hasta El-Alamein, que significaba «dos mundos», Churchill no disimulaba ante su pueblo las derrotas. Al contrario, las abultaba, en un alarde psicológico propio de quien conoce a su pueblo. El rasgo de humildad hacía que el pueblo inglés volviera a creer en él. El pueblo inglés olvidaba la pérdida de Grecia, la pérdida de Creta, el hundimiento del
Prince of Wales
, la retirada de Malaca y de Singapur.

Después de Singapur cayeron fácilmente las Indias holandesas, el archipiélago Bismarck y Filipinas. La isla de Corregidor, roca a kilómetro y medio de la bahía de Manila, estaba en manos de Mac Arthur, considerado un genio. Mac Arthur recibió la orden de Roosevelt de hacerse cargo del Pacífico Sur, en lucha contra los japoneses. Hombre de honor y valiente, al pronto no quiso ser el primero en abandonar el barco… Pero al final tuvo que obedecer y al marcharse a bordo de un esquife, con su enorme gorra sobrevoladora, pronunció la palabra:
Volveré…

«La Pasionaria», impertérrita, orgullosa de su único hijo varón, Rubén, seguía al pie del micrófono. Conocía su misión y estaba dispuesta a cumplirla. Radio España Independiente, al enterarse con datos ciertos de que su audiencia era muy amplia, llegó a emitir un espacio dirigido a los católicos bajo el nombre de «La Virgen del Pilar», que produjo un gran impacto, hasta el punto de que Radio Vaticano anunció que no se hacía responsable de dicha emisora.

En Ufa habían coincidido gran número de prohombres del régimen estalinista. Su característica era la seriedad. Don José María Fontana, el padre de Manolo, los había definido bien: de apariencia patosa, estaban acostumbrados a ser esclavos. Cuando llegaban al poder, esto era determinante: trataban con dureza a su pueblo, sin sentir por ello el menor complejo de culpabilidad. Ignacio, tan aficionado a la literatura eslava, hubiera debido estar en Ufa. Cosme Vila pensaba a veces en él y, por supuesto, en Mateo. ¿Cuál de los dos se habría alistado en la División Azul? Tal vez los dos. Tal vez Mateo, que debía de tener azul incluso la sangre, pese al desprecio que sentirían por él los aristócratas.

—¿Estás tranquila? —le preguntaba Cosme Vila a su mujer.

—No. Les temo a los bombardeos.

—¿Bombardeos en Ufa? ¿Quieres que te enseñe el mapa?

—No entiendo de mapas. El mejor mapa para adivinar lo que va a ocurrir es nuestro hijo… Desde que nos marchamos de España he ido acertándolas todas. Sabía que un día u otro tendríamos que dejar Moscú. Ahora sé también que un día u otro tendremos que dejar Ufa, y que será para la muerte.

—¡Qué disparate! ¿Qué te ocurre?

—Nada… Oigo las conversaciones. «La Pasionaria» y Regina pueden contar lo que les dé la gana; pero te juro por mi amor, que eres tú, que no salimos de ésta. Tal vez se salve el crío, en manos de alguna enfermera alemana…

—¡Estás loca!

—Nada de eso. Le tomáis el pelo a Hitler. Pues ése sabe más que todos nuestros mariscales juntos.

Cosme Vila se tocó la calvicie. Había observado que Ruano, a veces, bromeando, se fumaba dos pitillos a la vez.

—¿Por qué haces eso? —le preguntó.

—Estoy que echo humo —respondió Ruano, desdoblando el periódico que publicaban en Ufa, y mientras escuchaba con atención el canto del
almuecín
invitando a la plegaria…

Capítulo V

PILAR VIVÍA UNA ETAPA de extremado nerviosismo. «Estoy preñada de tristeza», le decía a su madre Carmen. No había para menos. En primer lugar, Mateo. La guerra se había complicado y no cabía esperar que el muchacho regresase pronto. La última carta que había recibido de él destilaba cierta añoranza, por no conocer a César más que en fotografía. «¿Dónde puede estar?», se preguntaba Pilar, contemplando el mapa de Rusia. Un mapa que daba miedo por su inmensidad. Se pasaba muchas horas escuchando Radio Berlín —ocho emisiones diarias en español—, que con frecuencia daba noticias de los divisionarios. Sólo una vez había conseguido que se dirigieran a ella y dijeran: «De parte del alférez Mateo Santos». Había noches en que temía lo peor. Su único consuelo era aquella frase de mosén Alberto: «No te hagas mala sangre, que las misiones peligrosas se las encomendarán a los solteros». ¿Sería verdad? Don Emilio Santos le decía: «¡Pues claro que sí! Es una costumbre que se da en todas las guerras».

La otra nota preocupante era precisamente la salud del padre de Mateo. Desde que éste se marchó, don Emilio se estaba quedando en los puros huesos. «¡La checa!», exclamaba. No era sólo eso. Con sesenta y dos años sobre las espaldas, su temperamento aprensivo era lo opuesto al optimismo congénito de Matías. El doctor Chaos hacía cuanto sabía para paliar sus problemas circulatorios, sin contar con que Moncho, en quien don Emilio había depositado toda la confianza, le daba instrucciones concretas, que a veces parecían aliviarle. Moncho, partidario de la herboristería, de las infusiones, le decía: «Tome esto… Y a la basura tanta medicina». Don Emilio Santos quería mucho a Moncho. Le hacía gracia que fuera zurdo, que detestara las máquinas y la industria y que hubiera nacido en Lérida, cuyo acento al hablar ponía, paradójicamente, nerviosos a los gerundenses. Jaime, el librero, le preguntaba: «¿Estás seguro de no ser aragonés?». «Pues no del todo…», contestaba Moncho, ante el asombro de Eva, que no alcanzaba a valorar tantos matices.

Últimamente don Emilio Santos recibió una buena noticia, procedente del notario Noguer, presidente de la Diputación. Don Emilio, además de la paga de jubilado, cobraría también la pensión por su cautividad durante la guerra. Con ello se restableció el equilibrio económico en casa de Pilar, la cual había llegado a pensar en dedicarse a dar clases de costura.

—Pilar, ¿por qué crees que mi hijo se fue?

—Porque es un fanático, nada más… —y Pilar fijó la vista en el padre de Mateo.

—¿Serás capaz, algún día, de perdonarle?

—¿Y usted? —replicó la muchacha.

—Yo, no.

—Pues yo tampoco —respondió la chica—. No tenía la menor necesidad de alistarse. Entiendo que se fueran
Cacerola
, Rogelio y, por supuesto, Sólita; pero Mateo se dejó embaucar por esos falangistas de Madrid…

—De todos modos, cuando te casaste con él ya le conocías.

—Sí. Eso creía yo. Pero parece ser que todos llevamos dentro algo escondido.

Don Emilio Santos se tocó las piernas, que le pesaban una tonelada.

—¿Llevas tú algo escondido? —le preguntó a Pilar.

—Yo, no. Lo llevaba… Pero ya salió, y se llama César. Y por él solo vale la pena no pasarse todo el día llorando.

Pilar, con el coche Portabebés que le había regalado Ignacio, a la hora del sol salía con el crío por la plaza de la Estación. César a veces se movía mucho, como si algo le doliera. Moncho la tranquilizaba: «Nada. El niño está perfecto». Entonces Pilar se preguntaba si no serían los silbidos de los trenes que no cesaban de pasar, de pasar una y otra vez…

* * *

En el café Nacional, la tertulia de Matías había acordado hablar lo menos posible de la guerra. Galindo, soltero, estuvo contundente: «Hay que vivir». Matías, pese a su hipertensión y a la ausencia de Mateo, votó como los demás.

Su entretenimiento, ahora, además del dominó y de los comentarios sobre los estraperlistas que por orden del camarada Montaraz se pasaban veinticuatro horas seguidas en el escaparate, eran los anuncios de
La Vanguardia
, de reciente adquisición. Carlos Grote sostenía la tesis de que los anuncios de los periódicos marcaban la pauta de la salud de la nación.

—Fijaos en esto. «¡Préstamos! Compro pianos, pianolas, discos, radios. Pago más que nadie. Compro auriculares usados. Compro pieles, cajas de caudales». ¿Quién puede comprar auriculares usados? ¿Y quién puede venderse una caja de caudales?

Marcos, por su parte, iba a parar siempre al mismo tema.

—¿Y qué me decís del doctor Juan Jiménez Vilches? «Sexología. Debilidad nerviosa y sexual. Agotamiento. Aragón, 277. Festivos de 11 a 1».

Matías comentaba:

—Eso me interesa a mí…

Anuncios para curar los callos.
Barachol
contra la sarna. Hipofosfitos Salud: «Amigas mías, si estáis anémicas, pálidas e inapetentes, temed y cerrad el paso a una posible tuberculosis con este reconstituyente». «Productos Tokalon. Mi marido no podía creer lo que veían sus ojos. Dice que parezco diez años más joven».

Matías comentó:

—Eso le convendría a mi mujer.
Tokalon…
—y todos soltaron una carcajada.

Era el desahogo de aquellos seres a los que el camarero Ramón decía siempre: «Lo peor de las guerras es que le impiden a la gente viajar». Un día se enteraban de que la Diputación de Madrid había concedido al Caudillo la cédula de Primer Contribuyente. Otro día de que una gata llamada Ramona, en Pontevedra, había heredado 30.000 pesetas. Cualquier cosa distendía el ánimo y los espejos del local le devolvían a Matías sus inconfundibles sonrisas.

Fuera del café Nacional, Matías encontraba también motivos de diversión. Por ejemplo, se celebró la ofrenda del Cuerpo de Telégrafos a su patrón, Santiago. Fue enviada desde Madrid una lámpara votiva a Santiago de Compostela. Dicha lámpara llevaba la inscripción:
El Cuerpo de Telégrafos a su patrón, el apóstol Santiago.
Matías sonreía, porque el doctor Andújar le había dicho que Santiago no estuvo nunca en España.

A seguido, se celebraron en la catedral una serie de conferencias sobre el matrimonio cristiano. El orador sagrado era mosén Oriol, el de la voz tronitronante, catedrático del seminario. El sacerdote hizo un canto del celibato y de su valor moral según los Santos Padres. Carmen Elgazu, que no quiso perderse una sola conferencia, estaba entusiasmada. Por fin, Matías le dijo:

—Si fuéramos célibes, no habrías parido a tus tres hijos y Pilar no tendría ahora a César… —y Carmen Elgazu no supo qué contestar.

Poco después el protagonista fue el doctor Chaos. Con el permiso del camarada Montaraz, dio una charla sobre fecundación artificial de animales. Al enterarse Carmen Elgazu fustigó al doctor. «¡Fecundación artificial! ¿Qué dices a esto?», le preguntó a Matías, como si buscara la revancha, el desquite. Matías contestó: «Yo no digo nada. Pero habla con Ignacio, que ha salido deslumbrado por las teorías del doctor».

Ignacio fue interrogado al poco rato. En efecto, el tema de la fecundación artificial, del que ya le habían hablado Moncho y Eva, le cautivó. Era una puerta abierta a Dios sabía qué adelantos cuando la técnica se hubiera perfeccionado. Incluso, según Moncho, existía la posibilidad de probar con seres humanos. «¡Tremendo, madre! ¡Tremendo! Y la Iglesia deberá tragarse este sapo, como se ha tragado tantos otros desde Galileo».

Carmen Elgazu, que imaginó que Galileo era un «fecundador», arremetió contra su hijo. ¡Ah, esos libros que leía, esas religiones que salían de Pekín, si no recordaba mal el nombre! Protestantes. El doctor Chaos debía ser protestante, como ella se había enterado de que lo eran Churchill y Roosevelt, motivo por el cual «una servidora desea que ganen los alemanes».

El pequeño Eloy estaba a la escucha desde la puerta de su cuarto, en el cual brillaba el futbolín. Ignacio se dio cuenta y le preguntó:

—Tú, radioescucha… ¿Qué opinas de la situación del mundo?

Eloy alzó los hombros. No sabía qué responder. Finalmente, dijo:

—Yo no sé muy bien, pero me parece que hubo una guerra y que la perdimos los pobres…

* * *

El padre Forteza, con sus grandes ojeras y sus calcetines blancos, no había modificado un ápice sus costumbres, en el centro de las cuales se encontraba la alegría, pese a que ahora andaba preocupado por lo que pudiera ocurrirle a su hermano misionero en el Japón, en Nagasaki.

Alto y aristocrático, con lentes de montura de plata, «su figura continuaba recordando a Pío XII, en el supuesto de que Pío XII hubiera sabido sonreír». «¡No es posible!», exclamaba siempre. Cualquier cosa le producía asombro, empezando por el hecho de respirar y vivir. En la farmacia Rovira, de la Rambla, habían puesto en el escaparate la figura de un hombre de cristal, que por transparencia permitía ver todos los huesos, los músculos, las vísceras y que se encendía y se apagaba. El padre Forteza no pasaba delante de él sin guiñarle el ojo y dedicarle un saludo.

La comunidad jesuítica del padre Forteza había recibido un refuerzo a primeros de año: el padre Pedro Jaraiz, de unos cuarenta y cinco años, natural de Burgos, de facciones angulosas, muy vital, que se caracterizaba por su falangismo acérrimo y por su voracidad a la hora de comer.

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