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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (7 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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Ignacio se retiró. Fuera le esperaba Manolo, con su coche. «Así que, eres un morboso…» «Nada de eso. Quiero vivir de realidades». «Las seis monjas eran reales». «Sí, lo creo, pero me consta que no siempre es así». «También a mí me consta. De ahí que no haya encendido el pitillo. Me dio vergüenza».

Enmudecieron. El frío de la madrugada era cortante, pero asomaba el sol al otro lado de las Pedreras. Cielo azul. Ni una nube, a excepción de la que vagaba por el cerebro de Ignacio.

* * *

Manolo era hijo del abogado barcelonés José María Fontana Vergés, ponderado y ecuánime. Manolo había aprendido en el bufete de su padre el amor a la justicia. José María Fontana podía permitirse el lujo de «elegir» los asuntos, pues con ser abogado de la FECSA le bastaba para vivir. Nunca aceptaba pleitos sucios. Su honor era intachable, lo que hacía compatible con una sana ambición. Un poco más bajo que Manolo, con muchas manchas hepáticas en la cabeza, destacaba por ser el campeón de Barcelona de golf. Siempre decía que la salud de que gozaba y la precisión y autocontrol eran debidos al golf. Le hubiera gustado que Manolo le imitara, pero Manolo, por influencia de Esther, se inclinó por el tenis y el bridge.

José María Fontana, durante la guerra —nunca se había metido en política— permaneció tranquilamente en casa, hasta que un vecino de la escalera, que era comisario político, descubrió que tenía a un cura escondido en la buhardilla, mosén Alfredo, de la parroquia de Santa Eulalia, y obligó al abogado a trabajar de mecanógrafo en uno de los comisariados rusos que funcionaban en Barcelona. Aprendió mucho al tratar con jerarcas rusos, militares y civiles, y tenía su opinión. Aprendió un poco el idioma, sin contar con que los había que hablaban con bastante perfección el castellano. Los consideraba complejos, de reacciones imprevisibles para un meridional. Cuando pensaba que iban a reírse, se enfadaban; cuando pensaba que iban a enfadarse, se lo tomaban a chacota. Decía que las novelas de Dostoievski, y Alioska, el personaje creado por éste, eran la síntesis del temperamento eslavo. Una frialdad tremenda a la hora de castigar. Y una extraordinaria tendencia a dramatizar los acontecimientos. Un comisario ruso, Mik Bronstein, quería volar el templo del Tibidabo y la Sagrada Familia, de Gaudí. A su entender eran el símbolo del alma de los catalanes, contra el cual había que luchar. El padre de Manolo se dio cuenta en seguida de que los «rojos» perderían la guerra, porque Rusia no estaba dispuesta a ayudar en serio a «la revolución». Y ahora estaba seguro de que Hitler se estrellaría contra aquella muralla hermética y contra la grandiosidad de las Repúblicas Soviéticas.

Siempre aconsejaba a Manolo, y lo hacía certeramente. Le dijo que tuviera mucho cuidado con don Rosendo Sarró, que era tan peligroso como el camarada Mik Bronstein. Amaba con pasión a los nietecitos Jacinto, nueve años, y Clara, siete, y exigió verlos por lo menos una vez al mes. Su mujer, Inés, era feminista recalcitrante. Quería mandar a la par con su marido y éste estaba de acuerdo. Manolo discutía con ella sobre este punto: el cerebro de las mujeres era más pequeño, imposible imaginar una Sócrates o una Leonarda da Vinci, etc. Inés se defendía con los mismos argumentos que usaba Esther.

Don José María Montana odiaba la guerra y «prohibió» que Manolo y Esther les regalaran a los críos juguetes bélicos. Le debía la vida a su hijo, puesto que al terminar la contienda civil le acusaron de colaborar con los rusos. Manolo defendió su causa y lo ocultó hasta que el peligro hubo pasado. Ahora le parecía estar en condiciones de opinar sobre la guerra en Rusia. Decía que los rusos eran torpones y patosos, pero acostumbrados a ser esclavos. Ello podía resultar determinante. Inés, muy aficionada a las alfombras persas y al arte oriental —Ignacio deseaba tratar con ella este tema—, decoró su casa como lo hubiera hecho Chang Kai-Shek. Los biombos. Los canteranos con mil pequeños cajones, las cerámicas. No le gustaba la posibilidad de que los japoneses atacaran China. Era anglófila, adoraba la administración inglesa, el protocolo, las pelucas, la tradición. Estuvo tres años en Inglaterra y desde entonces España le parecía un yermo, con todas las consecuencias. Manolo decía: «Mi madre perdona todos los pecados, a condición de que sean pecados ingleses». Inés no podía congeniar con la madre de Esther, con Katy, porque según ella Katy representaba lo más odioso del feudalismo andaluz. Nunca quisieron ir al cortijo que Katy poseía en Jerez.

Los padres de Manolo adoraban a Ignacio, al que veían «caballo vencedor». Don José María envidiaba la juventud… Por ello eligió el golf, porque otros deportes había que arrumbarlos al llegar a cierta edad. Tenía una voz cariñosa, como si hubiera nacido en Canarias. Inés detestaba los reptiles.

Manolo y Esther, con la entrada de los Estados Unidos en la guerra, vieron un rayo de esperanza. Continuaban admirando al viejo Churchill y llamando a Hitler «el pintor de brocha gorda». Manolo, barbita a lo Balbo, indumentaria deportiva, fumaba tabaco inglés y le gustaban los pijamas vistosos. Voz rotunda, que resonaba en la Audiencia. Las alfombras exóticas del piso se debían a regalos de la madre de Manolo. Estaba acostumbrado a decir «No te quejes» a Esther cuando ésta tenía razón.

Se ocupaba de la herencia de los hermanos Estrada, Alfonso y Sebastián. Tenían —habían heredado— una considerable fortuna, sobre todo en terrenos de la Costa Brava y en prietos olivares cerca de Cadaqués. Pero se daba el caso de que Alfonso Estrada, presidente de las Congregaciones Marianas, se encontraba en la División Azul, junto a Mateo, y Sebastián, que estuvo en el
Baleares
, navegaba de tercer oficial en un buque de pasaje de la Compañía Trasatlántica, probablemente cerca del Caribe, aunque se rumoreaba que había decidido quedarse muy pronto en tierra. «Cuando les tenga a los dos aquí —decía Manolo—, les propondré partir la herencia en dos partes iguales, restando el pago de los derechos reales. Y será curioso ver qué hace cada uno de ellos con la parte que le corresponda».

Esther, al igual que su suegra, hacía figuritas de cerámica, y en el bufete de Manolo continuaba trabajando aquel viejecito que se sabía el Aranzadi de memoria. Por fin el matrimonio consiguió entrar en relación con el cónsul inglés, míster Edward Collins, al alimón con el capitán Sánchez Bravo. Míster Collins se dio cuenta de que Manolo y Esther eran sinceros, por lo que de vez en cuando les hacía alguna confidencia. Por ejemplo, les dijo que en el primer bombardeo diurno de los alemanes sobre la ciudad de Londres, éstos habían perdido la tercera parte de sus efectivos.

Manolo, catalán, y Esther, andaluza, congeniaron pronto con el camarada Montaraz, tal vez a través del sentido del humor. Y pese a que el gobernador era germanófilo hasta la médula, por amor a Antonio Machado hicieron juntos una excursión a Colliure, a la tumba del poeta, tumba que consiguieron localizar gracias al sepulturero, puesto que nadie se había ocupado de poner siquiera el nombre en la lápida. «Ahora va a resultar que, en vez de los exiliados, tendremos que poner la lápida nosotros». Lápida que estaba además partida por la mitad, debido a que estalló cerca un polvorín.

Manolo congeniaba sobre todo con el hijo de los Montaraz, con Ángel, admirador de la arquitectura de Mussolini y también, y más aún, de los rascacielos. Ángel les repetía lo de siempre: estaba harto de España, de sus defectos, de su intolerancia. Esther se irritaba al oírle. Ella admiraba a los ingleses, pero se sentía tan española como Marta.

Muchas veces Manolo discutía muy en serio con el gobernador, en contra del Eje. El gobernador detestaba, no sólo a los soviéticos, sino a la propia Rusia. Ignacio ejercía de intermediario, alegando que fuera quien fuera el ganador de aquel incendio, sería un desastre para la humanidad. Ignacio hablaba así porque a través de Jaime estaba devorando mucha literatura eslava —no sólo Dostoievski, sino también Tolstói, Gogol y Turgueniev—, y también, y como siempre, porque el profesor Civil no veía razón válida para que existieran los incendios.

¡Ah, los dos hijos de Manolo y Esther! El pequeño Jacinto tocaba la armónica, recordando que también la tocaba Pablito, mientras que Clara asistía a clase de ballet con Gracia Andújar, en compañía de otras seis pequeñas alumnas de Gerona.

Manolo se enteró de las condiciones-contrato con las que los obreros españoles se iban a trabajar a Alemania y se indignó y le dieron lástima. El gobernador le replicaba que menudas condiciones habían impuesto los ingleses a lo largo de la historia a su mano de obra, aparte de expoliar toda clase de monumentos y obras de arte. Manolo insistía: «También Goering colecciona cuadros fabulosos de los museos de los países ocupados, y a más de esto la aviación alemana destroza precisamente las ciudades artísticas de la Gran Bretaña». El camarada Montaraz enseñaba sus dientes de oro y argüía: «Esperemos a ver lo que hace, cuando llegue el momento, la aviación inglesa, si es que le da tiempo a reaccionar…»

Esther y Manolo, pese a la penuria reinante, comían de todo, porque lo compraban en el mercado negro. Continuamente cambiaban de sirvienta, porque Esther era muy exigente. La última se llamaba Margarita y era cleptómana. Esther se daba cuenta, pero puesto que robaba cositas sin valor y en lo demás cumplía a satisfacción, se la quedó a su servicio. Margarita perdió a su madre en un bombardeo de Valencia y su padre huyó a Francia y no sabía nada de él. Era guapetona y Ramón, el camarero del café Nacional, le echó la vista encima. «Si algún día me caso con ella, la llevaré de viaje a la Pampa argentina…»

Manolo y Esther estaban en contra de la División Azul. «Se traerán unas cuantas medallas y dejarán allí varios millares de muertos». No le perdonaban a Mateo que dejara a Pilar. La veían a menudo, pese a que Pilar, sin Mateo al lado, se sentía perdida en las reuniones.

Manolo iba enterándose, ¡cómo no!, de la cantidad de fugitivos que entraban en España huyendo de la guerra.

—Si de mí dependiera —decía siempre—, se quedarían en España todos lo judíos, como se ha quedado Eva, puesto que son grandes creadores de riqueza.

—No te preocupes —razonaba Esther—. Saldrán a flote. Siempre ha sido así, desde Babilonia.

—No olvides que los cuatro grandes revolucionarios de la época moderna son judíos: Marx, Einstein, Freud y Charlot. Por cierto, que ayer mosén Alberto me informó de que el nombre de Charlot está prohibido por la censura. En las carteleras se le llama
Carlitos
o se dibuja un gráfico con el sombrero, el bastón y las gruesas alpargatas…

—Eso se basta para descalificar a un régimen —declaró Esther.

—Querida, recibe un beso por frase tan lapidaria.

* * *

Paz Alvear continuaba visitando a menudo a Matías en Telégrafos. Marcos, al verla, se ponía en pie y parecía dispuesto a besarle la mano. Matías, que además del reuma sufría de estreñimiento y de hipertensión, estaba a punto de dejar de fumar, pero en honor de su sobrina liaba un pitillo que le sabía a gloria, pues las fábricas de papel de fumar de Alcoy habían vuelto a abastecer el mercado.

Paz se preocupaba por los achaques de Matías, y le llevaba anuncios que aparecían en los periódicos. «¿Se siente usted apático? Contéstese esta pregunta: ¿Son mis evacuaciones suficientes, completas o solamente parciales y poco sólidas? Píldoras de Brandeth». Matías no sabía qué hacer, pues creía mucho en las pócimas caseras de Carmen Elgazu. «Ahora resultará —decía— que España es un país de estreñidos». «Y de herniados —apostillaba Marco—. ¿No ves estos anuncios? Bragueros de todas clases. Elíjalo a su medida. Doctor Alonso». «Contra las hernias, bragueros Mundet». Etcétera.

La muchacha se reía. Para ella el tabaco era una bendición, puesto que la ayudaba a tener esa voz desgarrada que tantos éxitos había proporcionado a la
Gerona Jazz
y que hacía las delicias de Damián. Un día Matías le enseñó un anuncio que la hizo enrojecer de rabia. «Un busto sano y desarrollado es un atractivo que puedes poseer tomando píldoras Circasianas. Laboratorio Tarrés».

—¿Es que yo necesito esa ayudita? —protestó Paz, irguiendo los pechos hasta marear a Marcos—. ¡Tocad si queréis! —Los dos hombres hicieron ademán de complacerla y luego soltaron una carcajada.

Matías, al igual que Ignacio, aconsejaba a Paz que se refinara un poco, que se relacionase con gente de postín.

—En un año te convertirías en una señora.

—¿Y desde cuándo pretendo yo convertirme en una señora?

—Has nacido para eso. ¿Ves lo que te ha ocurrido con Pachín? Pachín desconocía también los buenos modos…, y la jugada que te ha hecho no tiene perdón.

Era la herida de Paz, que no conseguía cicatrizar. Pachín, que continuaba jugando con el Club de Fútbol Barcelona, siendo la figura, y que había sido ya seleccionado para un partido contra Portugal —por cierto, que la selección no exhibió la tradicional camiseta «roja», sino otra azul—, le había dado, por fin, las calabazas definitivas. Pachín, atlético y rubio, no quería hipotecar su porvenir. Había cortado en seco sus excesos sexuales; y además, y eso era lo peor, se había cansado de Paz. En Barcelona, cumpliéndose lo presumible, encontró otras muchas vocalistas que parecían moscardones a su alrededor.

Paz había jurado venganza eterna; pero, ante el hecho consumado, no se le ocurría nada. Ello probaba una cosa: se estaba aburguesando, aunque no de la misma forma que Canela en París. Ganaba dos buenos sueldos —en la orquesta
Gerona Jazz
y en la perfumería Diana—, y además de vez en cuando volvía a posar para Cefe, quien la amenazaba con suicidarse si la muchacha no accedía a su petición.

Paz no era feliz. Y tenía remordimientos. Casi nunca se acordaba de su madre, «tía» Conchi, que murió como un pajarito. También lamentaba haber tratado siempre con dureza a su prima Pilar, que ahora pasaba horas muy amargas. Por si algo faltaba, su hermano, Manuel, siempre a la sombra de mosén Alberto, parecía un caso perdido: el muchacho estaba a punto de romper de una vez con sus titubeos y decirle: «El próximo curso entro en el seminario».

¿Cómo luchar contra lo que su tía Carmen llamaba auténtica vocación? No podía reprochar nada a Manuel. Cierto que el muchacho había recibido influencias que Paz consideraba nefastas, pero él era dueño de su porvenir. Continuaba diciendo por todas partes que las tallas de Cristo que veía y desempolvaba en el Museo Diocesano le habían provocado como un terremoto personal.

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