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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (3 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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El camarada Dávila se despidió de las autoridades —todas estaban presentes en el escenario—, poniendo un calculado énfasis en «La Voz de Alerta», por ser el alcalde. «La Voz de Alerta» se sintió halagado y no supo si tenía que levantarse y sonreír. Por último, cuando los presentes suponían que el acto había terminado, el camarada Montaraz se acercó al obispo y haciendo una reverencia le besó el anillo. El obispo le correspondió con una bendición, y estaba a punto de iniciar el canto del Credo; pero en ese momento el camarada Dávila inició el
Cara al sol
, y el público se puso en pie y prorrumpió a seguido en los gritos de rigor.

* * *

Los Dávila abandonaron Gerona, rumbo a Santander, y el tiempo cuidaría de juzgar su labor. Y pronto los Montaraz completaron el trío: llegó, una semana después, Ángel, con un equipaje muy escueto, pues no sabía si iba a quedarse o no en Gerona. Trabajaba en el taller de un arquitecto madrileño, Nemesio Valles, aunque ardía en deseos de establecerse por su cuenta. Sus padres, lógicamente, deseaban que se quedara; pero tampoco querían hipotecar su porvenir. El camarada Montaraz, que en aquellas jornadas había cumplimentado personalmente, una a una, a las autoridades —sin excluir al padre Forteza, a mosén Alberto y a Agustín Lago—, se había enterado, por boca de «La Voz de Alerta», de que faltaban arquitectos en Gerona, puesto que los dos más conspicuos, Ribas y Massana, que antes y durante la guerra fueron los amos, se habían exiliado y se encontraban trabajando en Méjico. Su puesto no había sido cubierto por nadie, y era la ocasión para un muchacho con ideas nuevas y profesionalmente audaz.

Ángel dio largas al asunto. Antes quería conocer un poco la ciudad, y también la Costa Brava. La Costa Brava, a juzgar por la voz popular, era una maravilla y a buen seguro que allí, tarde o temprano, los «nuevos ricos» querrían construirse su torre o chalet, aunque los tiempos parecían más propicios para los bloques-colmena, que él detestaba cordialmente, puesto que se consideraba «urbanista». Curiosamente, quienes mayormente le aconsejaron que se quedara fueron el profesor Civil y Marta. Marta le dijo: «Es tu ocasión. Esta provincia, y te doy mi palabra de que la conozco a fondo, saca de las piedras pan y, efectivamente, el puesto de Ribas y Massana, que llevaban mandil, no lo ha ocupado nadie». En cuanto al profesor, era partidario de una inyección juvenil, y Ángel rebosaba vitalidad por todos los poros. «Prueba a ver. Si eres competente, te abrirás camino, y ello al margen de la política. Toda la provincia a tu disposición, y no sólo la Costa Brava. El Pirineo no sólo sirve para cazar, sino que es de prever que también en la montaña se levantarán urbanizaciones. Te buscas un taller en un ático, con mucha luz y le dices a tu querido maestro Nemesio Valles que el médico te ha aconsejado un cambio de aires».

Ángel prestaba oído a todo el mundo, y también a su propio corazón. Visitó el barrio antiguo. No levantó el brazo ante las escalinatas de la catedral, porque no quería asociar el ritual de la Falange con el de la Iglesia; pero se entusiasmó. San Félix le pegó también una estocada, lo mismo que los Baños Árabes y las murallas, pero acabó rumiando para sí «que no era válido vivir de los antepasados». Desde Montjuich contempló los tejados de la ciudad y la interminable planicie hasta Rocacorba; en efecto, sobraba terreno para edificar, si el gobierno daba un empujón o se lo daban los millonarios de turno. A sus padres les dijo: «Esperaré a ver… Me quedaré un mes con vosotros y tomaré una decisión».

—¡Quédate, por favor, Ángel! —le suplicó María Fernanda.

—Déjalo —corrigió el camarada Montaraz—. ¿No te has dado cuenta de que ya no lleva chupete?

No, Ángel era todo lo contrario de un chaval sin experiencia, aunque con la guerra se quedó en Roma al lado de su madre, sin entrar en España para luchar. Y es que, estaba harto de España, de sus defectos, de la guerra civil y de cualquier otra guerra. A gusto se hubiera quedado en Italia, donde aprendió a reverenciar las monumentales obras propiciadas por el Duce. Era profascista, siempre y cuando el fascismo se desarrollara, como había pretendido el conde Ciano, por medios pacíficos. Detestaba a Hitler y no le gustaba ni pizca la arquitectura nazi, oficial. «Es una arquitectura pesada, que no parece flotar en el aire, como debe ser». Discutía con su padre acerca de José Antonio, porque éste habló de puños y pistolas, y asimismo acerca de Franco, porque Ángel pretendía saber que el Caudillo no movió jamás un dedo para salvar la vida del Fundador. «Tuvo muchas oportunidades para canjearlo por prisioneros republicanos, y no dijo nunca ni pío».

Ángel era, a la vez, solterón y mujeriego. Bajo y rechoncho, no se parecía en absoluto a los rascacielos, que en realidad estimaba como la arquitectura del porvenir, por lo cual militaba en favor de los Estados Unidos. No quería casarse. En muchas noches en que le ganaba el insomnio, la vida se le antojaba absurda, por lo que se prometió a sí mismo no tener hijos. Llevaba el reloj de pulsera en la mano derecha, pese a que alguien, sin venir a cuento, le dijo que el detalle era femenino. Puso en manos del peluquero Dámaso su gran cabellera y solicitó los servicios de Silvia, la manicura, en dura lucha con Padrosa, quien estaba a punto de pedirla en matrimonio. Excelente fotógrafo, mosén Alberto, en el museo, le habló de una posibilidad, en el caso de que decidiese quedarse en Gerona: fotografiar todos los monumentos y restos románicos de la provincia, que estaban abandonados y reclamaban una puesta a punto. «Ángel, piénsalo. Es de una riqueza impar. Luego podríamos publicar una monografía y con ello ganar el dinero suficiente para convertir la llanura de Gerona en un Wall Street a tu medida».

Mosén Alberto le habló también de la posibilidad de remozar muchos templos y ermitas que «las hordas rojas» habían incendiado y saqueado en 1936.

—Habría un inconveniente —le atajó Ángel—: Un servidor es agnóstico…

El sacerdote, que en aquel momento tenía el pañuelo en la mano, le replicó:

—Eso no tiene nada que ver. Ya sabrás que la mayoría de artistas que nos han legado sus tesoros religiosos, han sido ateos. Así que tus ideas te las metes en el bolsillo y sanseacabó.

A Ángel le gustó que mosén Alberto le contestara de esta forma.

—Bien, ya veremos. Sin embargo, no puedo negar que realmente hay aquí mucho que hacer.

Los contertulios del café Nacional estaban a la escucha de lo que Ángel podía hablar y obrar. Y pronto se enteraron de que era un magnífico jugador de ajedrez, hasta el punto de ser capaz de jugar una partida a ciegas. «Bien —comentó Matías—, eso habrá que verlo. Por lo demás, yo también soy capaz de jugar a ciegas una partida de dominó».

Capítulo II

PRONTO EL CAMARADA MONTARAZ adquirió fama de «intransigente» o de «fanático», condición que acertó a disimular en sus diálogos con Juan Antonio Dávila. Había sufrido mucho con la guerra, encerrado en el doble armario del almacén de muebles de su padre, y eso no se lo perdonaba a nadie. Cuando, en homenaje a Mateo, conoció a la familia Alvear, ésta le entró por los ojos, especialmente Ignacio y Pilar. «Contad conmigo», les dijo. Por supuesto, no comprendió que don Emilio Santos, habiendo sufrido en la checa mucho más que él, se mostrara tan ponderado en los comentarios. «Es mi talante —dijo don Emilio—. No lo puedo remediar».

Matías estaba sobre ascuas, entre otras razones porque el nuevo gobernador, en ausencia de Mateo, se había apoderado de la Jefatura Provincial de Falange. «Ya sé que es un decreto, y que en todas las provincias será así. Pero hubieran podido esperar a que mi yerno estuviera de vuelta». Cuando Matías decía «mi yerno», es que lo defendía. Cuando decía «Mateo» a secas, postura neutral. Cuando decía «Mateo Santos», eran dos flechas que sonaban como escupitajos.

El camarada Montaraz, después de acondicionar el Gobierno Civil a su gusto y al gusto de María Fernanda con los muebles y cachivaches que dejaron en Albacete, imitó a su predecesor y se dio un garbeo por la provincia, en un coche
Studebaker
conducido por Miguel Rosselló. Unas veces se llevó de asesor a mosén Alberto, otras a «La Voz de Alerta», otras al profesor Civil. En los pueblos soltó discursos breves y escuetos, como en él era habitual —las gentes volvieron a levantar el brazo con decisión—, y cada vez al final del trayecto su comentario era el mismo: «falta de higiene, asombrosa laboriosidad, paisaje bello, pero lenguaje catalán…» Esto no le cabía en la mollera —tampoco a María Fernanda—, y se preguntaba si el consejo de Juan Antonio Dávila: «No ataques por ese flanco», era un chaqueteo o un hecho consumado, tan irreductible como los muros del Alcázar o como la leche materna. «La Voz de Alerta» llegó a decirle: «Supongo que ni yo ni Carlota somos sospechosos; pues en casa hablamos catalán». El camarada Montaraz empezó a comprender que todo paralelismo entre Cataluña y el País Vasco había que ponerlo en cuarentena. El profesor Civil matizó: «Son dos conflictos distintos. No olvidará usted que los nacionales han matado en el País Vasco a catorce sacerdotes, por considerarlos gudaris y porque al parecer disparaban con ametralladora. Esto, en Cataluña, es inimaginable».

Visitó también, ¡cómo no!, la cárcel, el manicomio y los urinarios públicos de la plaza de San Agustín. La cárcel le pareció horrible, con tanta promiscuidad y tal exceso de reclusos, algunos de los cuales no sabían por qué estaban detenidos. «¡Hay que fumigar esto!», barbotó. En cuanto al manicomio, constituyó para él un golpe duro. Ochocientos internos malolientes, masificados, tiritando de frío bajo el cielo plúmbeo de Gerona. El doctor Andújar, que amaba a los locos, le atajó con una frase: «No tenemos presupuesto». Al camarada Montaraz, sin saber por qué, le dieron más lástima las mujeres, algunas de las cuales llevaban un clavel rojo prendido en el pelo. «¡Hay que fumigar todo esto!», clamó otra vez. Y entonces llegó el asombro. Al despedirse, los locos, alineados en el patio, levantaron el brazo y algunos cantaron
Cara al sol
. Uno de ellos estaba siempre, todo el día, al lado de una radio con la oreja pegada, asegurando que oía Berlín y que Berlín estaba a punto de ganar la guerra. Tocante a los urinarios públicos —entró incluso en bares y restaurantes—, se encontró con lo de siempre: «Vivas» y «Mueras» en paredes y puertas y toda clase de dibujos obscenos.

A Miguel Rosselló iba diciéndole. «Toma nota de esto». «Y de lo otro». «Y de lo de más allá». Rosselló se dio cuenta de que era mucho más meticuloso que su antecesor, y que por las trazas se disponía a actuar con rapidez. Ahora bien, ¿cómo se las arreglaría? Existía una especie de abulia asumida por la mismísima población. La obsesión de la gente no era la suciedad, tampoco los barrotes, tampoco la locura: eran las cartillas de racionamiento y las consignas. Por ejemplo, acababa de crearse la Delegación Gubernativa para la Represión de la Mendicidad. ¿Cómo reprimir la mendicidad, si en las colas de Auxilio Social la gente se increpaba y había niños legañosos que recordaban estampas del viejo Egipto y de Abisinia?

Mosén Alberto, fiel a su talante, le habló de adecentar ciertas zonas del barrio antiguo, e incluso de construir un paseo Arqueológico que podía ser una de las maravillas de Europa, y, por fortuna, no sujeto a las bombas caídas del cielo. Esgrimió un argumento en el que había depositado muchas esperanzas: «Su hijo, Ángel, se quedó boquiabierto. Textualmente dijo: “Esto es el no va más”». El camarada Montaraz movió la cabeza negativamente. «Con todos mis respetos, mosén Alberto, no estamos para monumentos góticos o románicos. Son prioritarias la comida y la disciplina».

* * *

Jaime, el librero, que había prosperado mucho, hasta el punto de trasladar su negocio a un espacioso local de la céntrica calle de José Antonio Primo de Rivera, rotulándolo «La Cultural» porque se escribía lo mismo en catalán que en castellano, estaba desesperado con el nuevo gobernador, que había actuado inquisitorialmente en todas las librerías de la ciudad. Al camarada Montaraz no le inquietaban los Baroja y Valle-Inclán, sino todo lo que oliera a marxismo. Veía marxismo por todas partes, convencido de que tal doctrina había impregnado a muchos intelectuales «sin que éstos se dieran cuenta». Hizo un auto de fe, una gran hoguera con toda la literatura que juzgó sospechosa al respecto. A Jaime le expolió media tienda. El camarada Montaraz sabía que Churchill le había escrito a Franco que «el comunismo no era ninguna amenaza» y de ahí que los aliados enviaran tanto material al Kremlin a través del Ártico. Eso le bastó para descalificar al
premier
, aun admitiendo que era un león luchando por su causa. Declaraba a Churchill y a Roosevelt «los miopes». Siempre que se refería a ellos les llamaba «los miopes». No le extrañaba que Franco hubiera dicho que si hacía falta, si los rusos abrían brecha en dirección a Berlín, estaba dispuesto a enviar un millón de soldados españoles. A Stalin le llamaba el «cíclope», ya que, según él, tenía un solo objetivo: el desgaste de las democracias.

Cuando a Jaime le caía en el lote algún libro en latín, antiguo, con tapas de pergamino, se asesoraba con mosén Alberto. Una vez le cayó un incunable, ¡impreso en Gerona!, y mosén Alberto se lo compró para el Museo Diocesano.

Jaime, debido a su profesión, debía recorrer también con frecuencia la provincia, comprando libros de masías vetustas venidas a menos. Fue testigo de cómo algunos jóvenes malvendían el Patrimonio de sus abuelos. Continuamente bajaban libreros de lance de Barcelona dispuestos a comprarle libros en catalán, que guardaba en la trastienda o en su piso, a resguardo de las gafas negras del camarada Montaraz. Jaime se había agenciado un coche renqueante para los traslados y a veces acompañaba a Matías, su ex compañero en Telégrafos, a pescar en el río, con Eloy. Ahora agradecía a Franco que le hubiera depurado. Fue su suerte, como si le hubiera tocado la lotería. En consonancia con su oficio de librero de lance se dejó crecer la cabellera para tener aire de artista, y llevaba lacito en el cuello, al igual que el pintor Cefe. Eran los dos únicos lacitos de la ciudad. Aunque parte de las ganancias se le iban con una pupila de la Andaluza, llamada Remedios, que en cuestión de la libido estaba más enterada que Freud.

Jaime era bajito y piernicorto, pero con gran fibra. Cuando llegaba algún telegrama para él, Matías se lo llevaba personalmente a la tienda, en mano. Dos de sus mejores clientes eran los hermanos Costa, que no regateaban nunca el precio. Organizó un servicio de abonos para leer novelas de aventuras, que tenían tantos partidarios como los tebeos. El autor preferido era Zane Grey. Su amante Remedios se las tragaba todas. Decía que la realidad podía enseñarle pocas cosas, y que en cambio en los libros con intriga y suspense encontraba aliciente. Remedios le tenía a su vez intrigado porque siempre le pedía una novela en la que la víctima fuera un químico de profesión. «El cadáver tiene que ser el de un químico». Nunca explicó el porqué. Tal vez alguno le jugó una marranada. Jaime contrató a un dependiente, un tal Facundo, que había sido de la CNT y que exhibía ojos de lince. Cuando no tenía nada que hacer miraba los grabados antiguos, como los de Gustavo Doré, y decía: «¡Voy a decirle a Cefe que eche una mirada a esto! Seguro que se largará con los pinceles a otra parte».

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