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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (6 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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El día que los Estados Unidos entraron en la guerra se bebieron una botella de champán; exactamente lo que, en el hotel del Centro, de Gerona, hizo míster Edward Collins. Sin embargo, ellos no veían el final tan próximo como Julio. El fanatismo era el fanatismo y el enemigo había estado preparándose durante años. Claro que, a decir verdad, tampoco tenían tanta prisa. Cuanto más durara la contienda, más completa sería la destrucción del imperio nazi y del imperio del Duce.

Méjico, 30 de enero de 1942.

Queridos Alvear: Aquí estamos otra vez, para que Ignacio y la familia sepa de nosotros. Contentos, porque esta tierra es acogedora y tenemos campo abierto para nuestros programas pedagógicos. Olga canta Guadalajara… que es un primor. ¡Quién pudo predecirlo! ¿Ignacio, por quién te has decidido al fin? ¿Por Marta o por Ana María? Piénsalo tres veces, pues esto es para toda la vida, sobre todo si la pareja pone un cura de por medio. ¿Qué tal la abogacía? Aquí, esta palabra es la repanocha. Se dejan sobornar. En realidad, se deja sobornar casi todo el mundo, razón por la cual los españoles, que hemos llegado con una carga de sufrimientos y más serios en nuestro quehacer, nos abrimos paso como Pedro por su casa. Nos gustaría deciros hasta pronto, pero de momento la pelota está en el tejado. Sin embargo, lo seguro es que, algún día, cuando al calendario le dé la real gana, volveremos a vernos y a daros un abrazo. Y entonces podremos contaros todo lo que por carta es imposible. Ignacio, te deseamos toda la suerte del mundo, mientras recordamos tu estancia en San Feliu de Guixols aquel verano en que nos bañamos juntos. Saludos a los campanarios de Gerona. ¿Vive mosén Alberto? Aquí, con el Museo Nacional de Méjico, se volvería tarumba. No dejéis de escribirnos. Y mandadnos algo de prensa, que no sea
Arriba
, que a veces llega al Círculo Catalán y que nos pone de malhumor. Abrazos, David y Olga.

José Alvear formaba parte de las guerrillas de la
Résistance
francesa. Admiraba a De Gaulle, al que llamaba «la torre Eiffel». Su compañera en París era ahora Nati —no quería llamarla Natividad— y tenía veinte años. Nati consideraba a José un dios. José Alvear se dedicaba a volar trenes, junto con una patrulla de doce expertos, que estaban a sus órdenes. No quería saber nada con los comunistas, ni franceses ni españoles, pues con tanta burocracia lo retrasaban todo. Actuaba por su cuenta, como siempre lo había hecho. José era tan feliz que había levantado el ánimo del socialista Antonio Casal, eternamente pesimista y tocándose el algodón de la oreja, con una mujer triste que no hacía más que hablar de Gerona. José Alvear era feliz porque creía haber descubierto algo original, nunca dicho, de lo que, según él, no había hablado ningún periódico: que Pétain le había dado a Hitler sopas con onda. «El listo francés ha ganado al tonto alemán», decía. Era la tesis sostenida por mucha gente, pero que José se atribuía en exclusiva: si Pétain hubiera apretado las clavijas, Hitler hubiera ocupado toda Francia desde el primer momento, el Marruecos francés y se hubiera quedado con la flota francesa, anclada en Tolón. Simulando estar de su parte, se instaló en Vichy. Los franceses, demasiado untados con
foie gras
, no se daban cuenta de la astucia del mariscal, de su cuquería. No sabían valorarle. «¡Le llamaban colaboracionista! ¡Se necesitan cojones para estar tan ciego! Si Pétain me pide que le ceda a Nati, se la cedo sin pestañear». José Alvear utilizaba el mismo argumento que todos los pétainistas, aunque éstos solían emplear palabras un poco más amables.

* * *

José Alvear, en París, a veces se encontraba con Gorki, el comunista de postín, ex alcalde de Gerona, que también había dejado Toulouse y Perpiñán. Gorki no actuaba en ningún grupo, alegando que estaba demasiado gordo y que tenía una úlcera de estómago que no lo dejaba vivir. También hacía de gigoló. Su
madame
se llamaba Mady y tenía una pastelería. Gorki,
gourmet
y goloso por más señas, estaba en el séptimo cielo. «Vete con cuidado —le decía José—, no vayas a tener un hijo que te salga mitad crema, mitad nata». Gorki había perdido por completo la pista de Cosme Vila, del que no sabía si estaba en Moscú, preparando la defensa de la ciudad, o se había ido más allá de los Urales. En cambio, José estaba en contacto con Canela, a la que por fin arrancó de Perpiñán. Canela tuvo suerte, y ya no se hacía polvo el hígado a base de Pernod. La morriña que padecía en Perpiñán se le había curado por completo, gracias a un tal
monsieur
Petitfrére que la mantenía, que estaba loco por ella, desconociendo su pasado. ¡A lo mejor se creyó que era virgen!
Monsieur
Petitfrére era experto en antigüedades y un lascivo, al que Canela conseguía fácilmente contentar. Canela se estaba convirtiendo en una burguesita que iba descubriendo la dulce Francia. A veces, al oír Radio Pirenaica, pensaba en Ignacio con ternura. «Será ya abogado, el muy rufián…»

París, 30 de enero de 1942.

Querido tío Matías: La cosa se complica, pero todo se andará. Tengo a mi lado a una tal Nati, que es de Jaén y me toca las castañuelas. París está muy bien, pero no tiene plaza de toros ni conoce el chotis. Andan por ahí unos apaches con acordeón, y hablan de los faroles, del Sena y de los
clochards
. ¡Menudos pelmas! Hitler se los merendó en un santiamén, palabrita religiosa que se las trae. Oyeron una palabra en alemán y todos hicieron mutis por el foro. ¡Excepto Pétain! Algún día os contaré esta historia. De momento, echo de menos el frontón. En España no iba nunca; ahora lo echo de menos. ¡Si seré carcamal! Ignacio ya me conoce. Escribidme, si es que en España queda tinta, a nombre de Nati Miranda, 74 Avenue de Villiers, París, XVII. Escribidme en francés. Lo leo mejor que el español. Felicidades a Pilar, por el crío. A mí siempre me han gustado los críos de los demás. Abrazos de vuestro sobrino y primo. José.

* * *

Ignacio se acercaba a los veinticuatro años y se encontraba pictórico de salud. La llegada de Moncho a Gerona había sido providencial para él, porque durante una temporada, con los estudios, los amoríos y el bufete de Manolo, se había olvidado de que tenía un cuerpo que cuidar. Moncho, que continuaba haciéndose friegas por todas partes, sin recato, utilizando uno tras otro varios limones, le convenció para salir de excursión e incluso para ir a esquiar. Fueron al Pirineo, con reiterada inclinación hacia Nuria, pese a que Eva, más débil, les seguía con mucho esfuerzo. Ignacio se había bronceado otra vez —bronceado de nieve, que según Moncho era el ideal—, y presentaba un aspecto magnífico, lo que hacía felices a Matías y a Carmen Elgazu.

El muchacho iba con mucha frecuencia a visitar a su hermana Pilar y a su sobrinito César. Leyó en
La Vanguardia
—se había suscrito a este periódico porque traía más información general que
Amanecer
— que habían salido al mercado unas sillas patentadas Portabebés y le regaló una a Pilar. «Oh, Ignacio, ¡qué preciosidad!». Y estampó un beso en la frente de su hermano.

Matías se enternecía pensando en su hijo Ignacio. Carmen Elgazu lo mismo, pero, como siempre, había algo de él que no acababa de gustarle. A raíz de la entrada de los japoneses en la guerra, al parecer Ignacio se había interesado… ¡por las religiones orientales! Carmen Elgazu no acertaba a comprender. «Pero, hijo, ¿no te basta con la nuestra?». Carmen no lograba siquiera retener los nombres del sintoísmo, del budismo, del hinduismo, del islam… Para ella, todos eran protestantes. Cualquier religión que no fuera la católica era protestante.

Una vez Ignacio le dijo:

—Hablas de este modo porque has nacido en España, en Bilbao. ¿Y si hubieras nacido en Pekín?

—¿Dónde está eso? —preguntó Carmen—. Bueno, ¡qué más da! Pues, si hubiera nacido donde tú dices, me hubiera venido aquí andando.

Matías añadió:

—Y yo la hubiera esperado en Madrid, en la verbena de San Antón.

Ignacio había resuelto de una vez para siempre su problema capital: se casaría con Ana María. Cualquier obstáculo sería inútil, empezando por la negativa de su futuro suegro, don Rosendo Sarró.

—¿Ya eres mayor de edad, no es cierto?

—¡Pues claro! —respondió Ana María.

—Entonces, esperaremos a que yo me afiance en la profesión, lo que me va a costar quizá un año, y ¡adelante con las flores de azahar!

—Ignacio, ¿siempre seré tan dichosa?

—Eso depende de ti, no de mí…

—¿Qué quieres decir?

—Yo seré siempre el mismo; es decir, nunca sabrás cómo soy. Así que, la cosa está clara.

Ana María se reía. Ya no llevaba, como antaño, los mofletes uno a cada lado. Llevaba una larga cabellera, en la que Ignacio ensortijaba sus dedos. Cambió de peinado el día en que el gran amigo de la pareja, el pintoresco Ezequiel, fotógrafo, que continuaba saludando con títulos de película —últimamente,
Los tres lanceros bengalíes
—, le dijo que con los mofletes sería una muñequita hasta el fin de los tiempos, y que ya era hora de que se mostrara como mujer.

Ana María obedeció, e Ignacio encantado. «¡Ya era hora! —exclamó—. Siempre pensaba: ¿cuándo se quitará esos aparatos para la sordera, que me recuerdan a Gaspar Ley?». Gaspar Ley era el sordo director del Banco Arús en Gerona, y su mujer, Charo, cansada de viudedad, se había ido por fin a vivir con él, y tenía un proyecto embrionario: montar en la ciudad una lujosa peluquería de señoras acorde con la que Dámaso había establecido para los caballeros.

Ignacio y Ana María acostumbraban a verse donde siempre, en el café del frontón Chiqui. No siempre sus diálogos eran de color de rosa. Aparte la sombra de don Rosendo, quien se paseaba con un
haiga
—última moda de los estraperlistas—, y que tenía una querida sin apenas ocultarlo, porque este detalle daba también un toque de elegancia y de poder, estaban la guerra mundial y la posguerra en España. Esta última llevaba trazas de nunca acabar. Todo estaba como el primer día de la victoria: los vencedores, al cielo, los vencidos al reino de Satanás, como hubiera dicho el especialista demoniológico José Luis Martínez de Soria.

—¿Te fijas en
La Vanguardia
, Ana María? Cada día la lista de los ejecutados en el campo de la Bota. Hoy dos, mañana seis, pasado mañana tres, y así hasta no parar. Y me sé de memoria, porque lo vivo en Gerona, cómo actúan los jueces: un minuto para cada víctima y sanseacabó. ¿Cómo se puede consentir semejante matanza?

—Claro que me fijo en esto, Ignacio. Y estoy perpleja. Y los obispos, mutis… ¿Protesta el de Gerona? Pues aquí, lo mismo.

—¿Has visto lo que trae hoy? Fíjate. Ha sido ejecutado Crisanto Pérez, que era completamente rojo en todas sus manifestaciones… ¿Te das cuenta? Ha sido detenido Anastasio Escardera, tenaz propagador del NO PASARAN.

—Y la gente, tan tranquila… —Ana María guardaba para su colección otro terrón de azúcar de los que servían en el frontón Chiqui.

—¡Pero yo no! —barbotaba Ignacio, conteniéndose para no gritar—. Yo protesto con todas mis fuerzas. No luché para esto. Luché para que se acabaran los sepultureros a sueldo.

Ana María encendía un pitillo.

—¿Y qué me dices del superhombre Adolfo Hitler?

—Ésa es otra —contestaba Ignacio, acercando el cenicero hacia sí—. Ése los condena por millares. Pero lo malo es que ha involucrado a los rusos; y a los soviéticos tampoco les puedo perdonar…

—Como siempre, te encuentras en el fiel de la balanza.

—Exacto.

—Insatisfecho…

—En este sentido, sí… ¡Pero te tengo a ti! Y eso es mucho más que terminar una guerra.

Ezequiel los llamaba «los tortolitos», o Romeo y Julieta, película que se acababa de estrenar. Y lo eran, aunque confiaban en que su vida sería menos truculenta y el final más feliz. Ignacio solía ir a Barcelona casi todos los domingos, en un tren renqueante que se paraba en todas las estaciones. Allí comprobaba los mil ardides de los estraperlistas de poca monta, de comestibles para vivir. Odres en el pecho de las mujeres, que semejaban niños de teta. Gente que, doscientos metros antes de una parada, tiraban la mercancía por la ventana, donde la recogían cómplices que la estaban esperando. De vez en cuando se paseaba por el convoy un inspector. Óscar Pinel, fiscal de tasas, padre de Sólita, había contratado a seis inspectores vascos de eficacia probada. Los expedientes se amontonaban… Siempre que le era posible, el bueno de Óscar Pinel hacía con dichos expedientes una gran fogata.

Ignacio y Ana María podían tratar todos los temas sin reserva, excepto uno: Adela. Ignacio continuaba en Gerona con Adela.

No lo podía remediar. Y puesto que Manolo le había confesado una vez que «había engañado a Esther», Ignacio le contó a Manolo, su amigo y maestro, que él también estaba engañando a Ana María. Lo raro era que el marido, Marcos, que desde hacía tiempo husmeaba algo —aunque jamás podía sospechar que se tratase de Ignacio—, no le hubiera descubierto. Lo malo de él es que ante Adela se quedaba mudo. Era un pusilánime. Ignacio decía: «En el fondo, es un consentido. Un consentido por la gracia de Dios».

Ignacio vivió una prueba de la que, al pronto, no quiso hablar con Ana María. Se enteró por Ricardo Montero de que algunas de las ejecuciones de la pena máxima, y no sólo en Barcelona, eran públicas, a condición de tener alguien que se interesara por tal deferencia. Decidió hablar con Manolo y éste le confirmó que ello era cierto, incluso en Gerona. «Yo mismo puedo arreglártelo. Te acompañaré hasta el cementerio para que te dejen pasar. Pero si me lo permites, yo me quedaré fuera, fumando un pitillo».

Manolo le llamó un miércoles y le dijo: «Mañana, a las seis de la madrugada, hay una ejecución». Ignacio se presentó en el cementerio, mientras Carmen Elgazu supuso que el muchacho iba a misa al Sagrado Corazón. José Luis, en la puerta, le informó. «Se trata de un tal Aurelio Prat, que formaba parte de aquel famoso comité de Orriols. Este comité clavó en una verja a seis monjas adoratrices. Comprenderás que el asunto está claro».

Ignacio entró y vio a Aurelio Prat adosado a una tapia, con los ojos vendados. El piquete, alineado. Un alférez, el sustituto de Ricardo Montero, con el sable en alto. La escena fue vista y no vista. «¡Fuego!». Y sonó la descarga. El «reo», como si fuera un pelele, se desplomó. No gritó ni «Viva» ni «Muera». Se desplomó. El alférez se aproximó a él y lo remató con el tiro de gracia.

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