Los hombres lloran solos (49 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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El viaje de bodas,
Cacerola
lo había calculado milimétricamente. En un coche del ayuntamiento que les prestó «La Voz de Alerta» —
Cacerola
podía conducir un tanque—, se fueron primero a Barcelona, donde, en el Liceo, daría su primer concierto una soprano llamada Victoria de los Ángeles, de la que se decía que pronto figuraría en el primer lugar de las carteleras. Lo cierto es que Lourdes sintió escalofríos al oír tan portentosa voz. Lourdes entendía de música y le explicó a
Cacerola
las dificultades de las distintas piezas que Victoria de los Ángeles cantó.
Cacerola
estaba embobado. ¡Él, en el Liceo! ¡Con su mujer! Todo aquello parecía de ensueño y el asidero definitivo que durante tanto tiempo anduvo buscando.

Al día siguiente subieron a Montserrat. Y Lourdes, al oír la Escolanía, se conmovió de nuevo hasta la raíz. Asistieron a vísperas, durante las cuales escucharon gregoriano. A
Cacerola
se le antojó un poco monótono; en cambio, Lourdes se entusiasmó. «Este canto es para siempre. Pasarán los años y siempre habrá monjes que lo cantarán».

Regresaron a Barcelona, donde permanecieron tres días más. Tomaron
la Golondrina
hasta el rompeolas, donde Lourdes oyó por primera vez el mar.

—Y esas olas, ¿son muy grandes?

—No, ésas no… Hoy el mar está tranquilo.

—¿Hay muchos barcos?

—Muchos… Un día de éstos habrá canje de prisioneros y las naves se están preparando.

Por las calles oían el sonsonete «Cien iguales para hoy» que cantaban los ciegos.

—Gracias a mi madre —comentó Lourdes— me he librado de eso —y preguntó si aquellos ciegos llevaban un perro.

—La verdad es que no me he fijado, pero creo que no.

Lourdes se empeñó en ir a los toros. Los diestros eran Pepe Bienvenida, Pepe Luis Vázquez y Mario Cabré. Mario Cabré estuvo sensacional y
Cacerola
le dijo a su mujer: «Además de matador, es poeta». Lourdes intentó imaginárselo. «Las mujeres se vuelven locas por él». Los olés le sonaron a gloria, aunque le sorprendió que los bufidos de los toros no expresaran mayor tortura.

—Cómprame un libro de poesías de Mario Cabré y me las lees en casa…

A su modo, Lourdes también era poeta. Le había dictado versos
naif
a su madre y gracias al
Braille
tuvo ocasión de leer
La vaca cega
, de Maragall y poemas de Sagarra.
Cacerola
no entendía de versos. Sólo se acordaba de un par de líneas que le recitó Rogelio dedicadas a las chicas de los «putódromos»:
La honra perdí, pero vivo superior.

Lástima que Lourdes no pudiera ver la Sagrada Familia y otras obras de Gaudí.
Cacerola
había oído hablar tanto del arquitecto al que mató un tranvía que contempló aquel templo y La Pedrera como si fueran la Acrópolis. A veces el muchacho pensaba: «¿No sería posible que yo le diera un ojo a Lourdes? ¿Un trasplante?». Se hablaba de ello, pero, por el momento, nada podía hacerse. Lourdes lo apretaba contra sí. «Gracias. Sé que lo harías… Eso me basta para ser feliz».

En las Ramblas, Lourdes oyó el canto de muchos pájaros y se encandiló. «En Gerona tendremos un par de periquitos», le prometió
Cacerola
. Luego, en la plaza de Cataluña, oyó el aleteo de las palomas. Una se le posó en el hombro y ella intentó acariciarla, pero la paloma voló. «Lo malo que tienen es que lo ensucian todo —explicó
Cacerola
—. Y mosén Alberto dice que dañan poco a poco los edificios antiguos».

El cine era para Lourdes como los seriales de la radio.
Cacerola
eligió películas musicales: continuaban triunfando Diana Durbin y Jorge Negrete. «Me los imagino perfectamente —dijo la muchacha—. ¿Jorge Negrete lleva bigote? Lo suponía… ¡Te prometo que lo supuse!». «Lo que nunca supondrás —le dijo
Cacerola
— es el tamaño de su sombrero mejicano».

Escribieron postales a las amistades. Lourdes había aprendido a firmar, aunque necesitaba mucho espacio. «Se llevarán la gran sorpresa», comentaron al alimón.

El regreso a Gerona fue triunfal. Todo el mundo pasó a saludarlos y entretanto habían llegado más regalos aún. Sin saber por qué, el capitán Sánchez Bravo les regaló un espejo. Nada le dijeron a Lourdes. Doña Rogelia comentó: «Debería de estar borracho».

Acababa de crearse el documento nacional de identidad. Les gustó poder rellenar el formulario poniendo: casado, casada… Buscaban todo cuanto dejara constancia de su amor.

—¿Sabes cuántos somos en España? ¿Cuál es el censo de los españoles? —preguntó
Cacerola
.

—Ni idea —respondió Lourdes.

—Veintiséis millones…

—Los ciegos nos acercamos a los cien mil —añadió Lourdes.

Cacerola
se quedó tieso.

—Eso no lo sabía.

—Me enteré por la radio. Los domingos hay una emisión dedicada a nosotros.

—Tampoco lo sabía.

—¡Ay, cuántas cosas te faltan aprender!

La estampa de la pareja se hizo popular en Gerona. Iban a la cafetería España, donde Rogelio los atendía con todo afecto y donde no conseguían pagar nunca la consumición. «Invita la casa». «Un pajarito me lo ha pagado».

—¡Un pajarito! ¿Y el par de periquitos? —
Cacerola
se dio un puñetazo en la frente.

—Vamos a por ellos…

Fueron a una pajarería de la calle del Carmen y se agenciaron dos canarios que alegrarían todavía más al amor sin trampa de aquella pareja asentada sobre una nube que a doña Rogelia le parecía irreal.

* * *

Regresó de Rusia la Legión Azul —algunos la llamaban Tercio—, bruscamente retirada del frente. Pronto se supo el resumen de aquella odisea nacida en el cerebro de Núñez Maza: habían combatido 18.000 divisionarios. Habían muerto 3.943; 8.466 heridos; 326 desaparecidos; 321 prisioneros… Otros se habían pasado al enemigo y era de suponer que serían protegidos por Dolores Ibárruri, la Pasionaria, desde Ufa.

Fueron también recibidos como héroes, aunque no faltaban los Manolo de turno que se indignaron al leer el balance. «¿Y todo esto, para qué?». Rogelio se acordó de la cruz de palo en la tumba del capitán Arias, a quien un obús se le llevó la cabeza. Seguro que entre los que regresaron había algún ciego…

Murió la esposa del profesor Civil y éste la sobrevivió justo una semana. Fue una amputación. Apenas si alguien se acordaba de la mujer, que se pasó los diez últimos años de su vida en la cama, sin apenas poder moverse. El profesor Civil la cuidó y mimó como
Cacerola
estaba dispuesto a hacerlo con su flamante esposa. Nadie faltó al entierro. Ignacio y Mateo se afectaron vivamente y entendieron que, sin la blanca cabellera del profesor, Gerona no sería la misma.

Sebastián Estrada había fichado —pitado— definitivamente por el Opus Dei, después de haber conocido en persona al padre Escrivá, en Madrid, adonde le acompañó Agustín Lago aprovechando las vacaciones. Sebastián Estrada quedó hipnotizado por la figura del Fundador, por su palabra ruda, exacta, calculadamente reiterativa. Espió todas sus expresiones y todos sus gestos y llegó a la conclusión de que su autodominio era total. Especialmente le impresionó la manera que tenía de bajar las escaleras, sujetando la sotana con una sola mano. «Nunca —le había dicho Agustín Lago— habrás visto unas escaleras tan bien bajadas». Precisamente, por esas fechas habían sido ordenados sacerdotes aquellos tres ingenieros de que se habló, y Agustín Lago, el día de San José, como todos los años, hizo la renovación de sus votos: «Yo, Agustín Lago Segrelles, poniendo como testigos a los santos Ángeles Custodios, a san José, a la Virgen Santísima y a los patronos de la Obra, hago voto de pobreza, de castidad y obediencia hasta la próxima fiesta de San José».

Tal vez lo que le costara más a Sebastián Estrada —que había aprobado de golpe los dos primeros cursos de magisterio—, fue el llevar cilicio dos horas diarias y el sábado por la noche o el domingo por la mañana usar disciplinas. Le dolía, le dolía en la carne y más adentro. Entonces se acordaba de una máxima de
Camino
: «Jesús no se satisface compartiendo; lo quiere todo». Tal vez ese todo, para monseñor Escrivá, comprendiera la herencia que Sebastián Estrada, en contra de la opinión de su hermano, Alfonso, entregó a la Obra. Acaso los frutos de esta entrega no se hicieran esperar. Carlos Andújar, el primogénito del doctor, que estudiaba medicina en Barcelona, había pitado también por el Opus Dei, gracias a la perseverancia de Carlos Godo y de la familia Valls Taberner. El recíproco saludo de Agustín Lago y Sebastián Estrada era siempre el mismo.
Pax
, decía uno. Y el otro contestaba:
In aeternum
.

En S'Agaró, fiesta por todo lo alto. Manolo y Esther dieron el visto bueno al chalet que Ángel les construyó muy cerca de la playa de la Conca —paredes blancas y muchas flores—, y se reunieron allí una treintena de invitados, servidos por el restaurante del hotel
La Gavina
, el más lujoso de la costa. Hermosos pinos rodeando la casa, hermosa piscina, hermoso jardín. Manolo, palpándose la incipiente barriga, dijo: «Voy a ocuparme yo mismo de cortar el césped». Nadie le creyó; el que menos, Ignacio. Manolo se estaba convirtiendo en un comodón, lo contrario de Esther, cada día más aficionada a hacer cerámica y al tenis.

Los Fontana —como los llamaban en Gerona— se disponían a pasar en su chalet, chalet Sol-Mar, el verano entero, donde los amigos se turnarían y donde la madre de Esther, Katy, se preparaba para aterrizar. Manolo no podía dejar siempre el despacho; Ignacio le ayudaría y le tendría al corriente. Ana María se pasaría todo el mes de julio en el chalet Sol-Mar, que no distaba mucho del de su padre, don Rosendo Sarró, más espectacular pero que llevaba el estigma de un arquitecto rabiosamente reñido con el paisaje en torno. Ana María se las arreglaría muy bien visitando de vez en cuando a la familia, cosa no difícil, pues su padre andaba casi siempre de viaje. Desde que los alemanes habían dejado libre el sur de Francia —se retiraron al Norte, acaso para defender París—, don Rosendo Sarró basculaba de continuo entre la frontera catalana y la frontera vasca. Leocadia, la madre de Ana María, estaba encantada con Ignacio. Cada vez más. Nunca se arrepentiría de la decisión tomada. Le perdonaba incluso que sostuviera la tesis de que los orientales no tenían oblicuos los ojos, sino que lo que tenían rasgados eran los párpados. «Vamos, Ignacio, que una ha visto muchas películas y eso no me lo podrás discutir».

—¿Y qué me dices de los japoneses, que se comen el pescado crudo? —le preguntaba Leocadia.

Ignacio se reía.

—Se están preparando para comerse cruda a la raza blanca.

—¡Ay, este hombre! —suspiraba Leocadia—. Lleva veneno en la lengua… ¡Qué le vamos a hacer!

Manuel Alvear salió del seminario —primer curso aprobado—, dispuesto a pasar las vacaciones en casa de su hermana, Paz, esposa de la Torre de Babel. Paz le recibió con cierta reticencia, al verlo pelado al rape y con la cadena y la medallita colgándole del cuello. Manuel se había enamorado del latín y Paz no lo comprendía. «Es idioma declinatorio, ¿te das cuenta, Paz?». «¡Y a mí qué me importa eso! Habíame en castellano, como siempre, y como está mandado y nos entenderemos».

Manuel sonrió. Estaba en paz consigo mismo y tenía vocación. Nadie ni nada le apartaría de su camino. Por lo demás, tenía de su parte a la Torre de Babel, quien se acordaba de César… Manuel tenía prohibido ir a bañarse a la piscina —promiscuidad de sexos— e igualmente prestar atención a las carteleras de los cines. «Lo mejor es caminar mirando al suelo. Porque incluso los escaparates se han puesto provocadores». Los había que decían: «Señora, contra sus irregularidades periódicas, Perlas Victoria». O bien: «Almorranas. Fístulas, Enfermedades An-Recto. Dr. Ramón Capell». El mismo Jaime, el librero, que por lo visto no escarmentaría jamás, había puesto un cartelito que decía: «Novelas francesas para señoritas». ¡Francesas! ¿Qué significaba aquello?

El hermano de Paz se puso en manos de mosén Alberto. No quería perder demasiado tiempo durante las vacaciones. Seguiría estudiando latín y gramática y velaría cuatro horas diarias el Museo Diocesano. Mosén Alberto estaba contento con él. «Es de buena pasta». Se sentía orgulloso de haber influido en su vocación. La sirvienta, Dolores, se enteró de que al muchacho le gustaban mucho los pasteles y se las ingeniaba para prepararle todas las tardes algún que otro bizcocho. Pero Manuel había trocado el campo de visión. Antes estaba pendiente de los crucifijos; ahora le atraía, con sentimientos muy diversos, la calavera de Ampurias que mosén Alberto tenía sobre la mesa.

No se atrevía a palparla, porque la notaba fría en exceso; pero contemplaba la forma de los huesos, las concavidades y se tocaba su propia cabeza pensando: «La mía debe de ser igual… ¡Quizá, un poco más pequeña!». Aquello era la muerte. Mosén Alberto le dijo que debía de tener lo menos mil años. ¿Era posible? Claro, claro, los huesos duraban más que la carne, aunque no tanto como el alma. El alma le tenía preocupado a Manuel. No saber dónde se escondía, si es que tenía forma concreta. Y si no la tenía, más misterioso aún. Él la sentía de vez en cuando al rezar y, sobre todo, al acostarse. Le gustaba que
Amanecer
dijera:
Gerona tiene veinte mil almas
. Salvar el alma era lo único que importaba y él debía procurar salvar la suya y también la de Paz y la de la Torre de Babel. A veces se decía que posiblemente las almas hablaban y que si hablaban lo hacían en latín.

Moncho y Eva se fueron el mes de julio a Panticosa, capital oscense del valle de Tena, que durante la guerra fue su cuartel general. Se hospedaron en una fonda llena de moscas; pero no importaba. Él necesitaba volver a ver a sus compañeros y aquel prodigioso paisaje del Pirineo aragonés, con un valle de Ordesa que no tenía parangón, con los lagos de Brazato y Bachimaña.

Sus ex compañeros de armas, los del mismo valle, los Royo, Pueyo y demás, les invitaron con espontánea hospitalidad. No se hacían a la idea de que Moncho fuera médico, y encima analista. «Así, que si mirases al microscopio mi sangre sabrías si estoy sano o enfermo. ¡Coño! ¿Por qué no te has traído ese chisme?». También les sorprendió que su mujer fuera alemana. Varios estuvieron a punto de darle el pésame por la marcha de la guerra, dado que el último parte hablaba de bombardeos masivos sobre Berlín. Moncho hizo con el dedo un signo negativo. «Nada de pésame… Eva es judía y detesta a los nazis». Algunos reaccionaron en contra, porque ellos deseaban el triunfo de Alemania. «Es que, si los aliados ganan —argumentaban—, a lo mejor quieren entrar en España y volvemos a las andadas, abandonando nuestras vacas, a la mujer y a los hijos».

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