Cuando en el balneario de Panticosa se enteraron de que Moncho era capaz de practicar la acupuntura, le llamaron con urgencia. Al balneario acudían personas artrósicas, con males de toda índole y habían oído decir que «el tratamiento chino» obraba milagros. Moncho que, como siempre, había llevado consigo el maletín con las agujas necesarias, empezó a pinchar en el balneario. Aquello le divertía y adquiría experiencia. Entendía mucho de los polos
Yin
y
Yang
, de meridianos, de circuitos de energía, de medicina, en fin, basada en la física, al revés de Eva, capaz de practicar la medicina occidental basada en la bioquímica. Dos conceptos dispares que algún día deberían trabajar al alimón. Moncho sabía que la oreja tenía la forma de un feto invertido, colocado cabeza abajo y que cada mancha o bulto en la piel del apéndice correspondía a una anomalía visceral, orgánica o muscular. De ahí la importancia de tales manchas y protuberancias para establecer un diagnóstico, aparte de la toma de los pulsos radiales en las muñecas.
Los pacientes se ponían en sus manos sin rechistar y observaron que, de repente, alguna de las agujas, por haber terminado su función, saltaba por sí sola. Tuvo algunos éxitos, pero finalmente desistió. Él quería descansar y para Moncho descansar era escalar montañas. Recorrió, junto con Eva, muchos de los puestos donde había montado la guardia junto a Ignacio. Recordó que muchos franceses, sobre todo procedentes del refugio invernal de Cauterets, subían a ver de cerca, como en un zoo, a aquellos «leones españoles» que se entretenían peleándose entre sí. Ahora los que se mataban entre sí eran los franceses, enfrentados los colaboracionistas de Pétain con los de la Resistencia. «A cada puerco le llega su San Martín».
Moncho respiró oxígeno, se emborrachó de naturaleza. Hasta que, el día 15 de julio, el doctor Chaos le reclamó por teléfono. «Vente en seguida. Tengo la clínica llena de alemanes fugitivos y sin los análisis estoy perdido». Moncho y Eva hicieron el equipaje y se volvieron a Gerona, primero saltando de camión en camión y luego en tren. Justo aquel día el Ejército ruso entró en Finlandia y se anexionó Carelia, sin que apenas nadie le prestase atención.
VERANO CALIENTE. Churchill pronunció un discurso en los Comunes. «No olvidaré nunca el inmenso servicio que España nos prestó cuando nuestro desembarco en África». «No siento ninguna simpatía por los que consideran inteligente y divertido injuriar al gobierno español cada vez que se presenta la ocasión». «Ya que digo hoy, aquí, palabras amables de cara a España, dejadme añadir que ella será un poderoso factor de paz en el Mediterráneo después de la guerra. Los problemas de política interior no interesan más que a los españoles. No nos concierne inmiscuirnos en sus asuntos».
Por su parte, Roosevelt fue la otra cara de la medalla. Arremetió contra el Estado franquista. «Nuestra victoria sobre Alemania acarreará la exterminación de la ideología nazi y otras similares. No hay lugar en las Naciones Unidas para un gobierno fundado en los principios fascistas. El régimen español actual se ha identificado en el pasado con nuestros enemigos».
Nadie, ni siquiera Julio García, comprendió tan dispar versión de las posibles responsabilidades. Precisamente acababa de recibir una carta de Matías en la que éste le decía que sí, que posiblemente en un futuro no muy lejano volverían a verse. Era la primera vez en mucho tiempo que Julio García se puso nervioso. Por suerte, Amparo le pidió, oportunamente, que la llevara otra vez a las cataratas del Niágara.
Se acercaba la fecha en que los «amotinados» anti-Hitler debían pasar a la acción. Se convenció al conde Stauffenberg de que no era necesario que actuara de
kamikaze
, puesto que su vida sería necesaria después de la muerte de Hitler. El plan preveía que una sola bomba matara también a Goering y a Himmler, pero ello era difícil, porque no siempre los dos hombres eran llamados simultáneamente.
El conde Stauffenberg consiguió un destino muy cercano a Hitler para poder llevar a cabo su plan. Pero, entretanto, el coche que llevaba en el frente a Rommel, hacia la Roche-Guyon, sufrió un accidente. El conductor, Daniels, murió y Rommel yació a veinte pasos, sin sentido, con una doble herida en el cráneo. Recobró el conocimiento en el hospital de Bernay, donde los médicos no respondieron de su vida.
Y llegó el 20 de julio, día elegido para el atentado. Stauffenberg llevaba bajo su único brazo un maletín conteniendo una bomba. Un duplicado —¿para qué?— había quedado en el coche. Asistió a una reunión presidida por Hitler y suavemente posó el maletín en dirección a él. La bomba tardaría diez minutos en estallar. Stauffenberg salió de la habitación, poco después oyó el estruendo y salió disparado a comunicar que Hitler había muerto. Todos los conjurados iban oyendo esta versión y muchos la daban por segura. Y empezaron la operación para rendir las fuerzas a los aliados y evitar a Alemania más derramamiento de sangre. El estruendo de la bomba era comparable al de un obús del 150. Vieron llamas y oyeron gritos de dolor. Por eso Stauffenberg creyó que la operación había sido un éxito. Pronto se supo que Hitler había salido con heridas leves y que sólo habían muerto cuatro de sus ayudantes. Poco después Hitler, sereno, recibió a Mussolini y le dijo: «Duce, acaban de hacer estallar una máquina infernal contra mí. La providencia me ha protegido una vez más».
La cólera contenida estalló por la tarde, a la hora del té. Hitler prometió los más espantosos castigos para los traidores, para sus familias, para su clase social…
Al conocerse que había sido un fracaso varios de los implicados se suicidaron. Otros quisieron llevar adelante la rendición ante los aliados, aprovechando que eran dueños del Ministerio de la Guerra. Pero el proyecto no cuajó. En cambio, pronto empezaron a hacerse sentir las represalias. Hitler juró extinguir el nombre de Stauffenberg, y los puros nazis juraron aniquilar totalmente a la aristocracia. Algunos detenidos, como el general Sponek, condenado por desobediencia pero cuya pena Hitler había conmutado, fueron asesinados en la prisión.
Sorprendentemente, Hitler y los aliados compitieron en presentar el 20 de julio como un episodio de significación secundaria. El Führer, cuando habló por radio, hacia medianoche, para contar el atentado que hacía de él el protegido de la providencia, subrayó que los conspiradores «eran una camarilla muy pequeña, una camarilla muy reducida» de oficiales criminales y estúpidos que perseguían sórdidas ambiciones personales. Churchill, aunque conocía de manera muy particular los antecedentes de la conspiración, se limitó a declarar que el atentado contra «el viejo bastardo» probaba simplemente que el Estado Mayor alemán reconocía que la guerra estaba perdida.
No obstante, pronto se supo que Hitler no había salido indemne del atentado. La bomba de Stauffenberg había hecho de él un andrajo humano. Violentos dolores de estómago —al igual que Mussolini— y de intestino hicieron sospechar a su séquito que había sido víctima de un envenenamiento. A veces perdía la voz. A veces la recobraba. El temblor de su cuerpo sacudía violentamente la mesa en que estaba sentado. La espuma le salía de los labios. El general Choltitz, al que Hitler llamó para encargarle de la defensa de París, declaró: «He tenido la impresión de estar en presencia de un loco».
* * *
La guerra se aceleraba en dirección a París. «Es difícil dar informes sobre el enemigo, porque no se ve enemigo por ninguna parte». La población francesa rebosaba de júbilo al sentirse liberada y muchos soldados de intendencia se reían abiertamente felices «porque la guerra había terminado».
El 15 de agosto, millares de paracaidistas americanos e ingleses llovieron en la región de Provenza, al tiempo que desembarcaban tres divisiones americanas. Tales tropas habían sido traídas del antiguo frente de Italia, y entre ellas había muchos franceses, los cuales, al pisar su tierra, vibraban sentimentalmente.
Pisando los talones a los alemanes que se retiraban, todo el sudoeste y el centro de Francia se liberaron espontáneamente. Se trataba de una treintena de departamentos. Las autoridades insurreccionales, constituidas en maquis, salían tumultuosamente de la clandestinidad. Las influencias comunistas o anarquizantes prevalecían en varias provincias, y la operación iba acompañada en todas partes de una toma revolucionaría del poder. Una catástrofe. El número de individuos ejecutados sumariamente jamás podría establecerse. Se cometieron crímenes abominables, sin más justificación que los que cometió la Gestapo.
El general Dietrich von Choltitz tomó posesión de su cargo en París, instalándose en el hotel Meurice. De momento la ciudad estaba tranquila. Las fábricas trabajaban, llegaban algunos trenes, se repartía un poco de correo. Las salas de espectáculos estaban abiertas, los niños jugaban en los parques, los bordes del Sena estaban repletos de una multitud que mantenía la ilusión de una playa.
Los «colaboracionistas» se fueron. Su despedida fue: «Volveremos. Hemos inventado armas terribles. Sépanlo ustedes. El corazón sangra cuando se sabe lo que van a hacer de Francia. En Navidad, lo más tardar, estaremos de vuelta».
Los comunistas, por su parte, soñaban con reivindicar para sí la liberación de París y se levantaban aquí y allá, con la intención de conquistar el poder antes que nadie. De pronto, empezaron las huelgas y los guardias municipales desaparecieron de las calles. El futuro estaba en el aire. De tanta lucha clandestina, de tanto heroísmo y sacrificio, ¿saldría un sistema comunista o una democracia liberal? Todo dependía de lo que sucediera en París.
El general Choltitz estaba decidido, en lo que de él dependiera, a salvar París de la destrucción, como se había salvado Roma. La orden que recibió firmada por Hitler no dejaba lugar a dudas: «París debe ser transformado en un campo de ruinas. El general jefe debe defenderlo hasta el último hombre y sepultarse en las ruinas». El general Choltitz contestó: «He hecho depositar tres toneladas de explosivos en Nótre Dame, dos toneladas en el Louvre, una en los Inválidos y voy a hacer saltar la torre Eiffel para que sus restos obstruyan el Sena».
El general Choltitz salvó París. No apretó un solo botón para que saltara una bomba. Para liberar la capital había sido elegido el general Leclerc, quien entró en ella el 25 de agosto. Pero estaba también De Gaulle. La Resistencia contaba con recibirle con la ciudad liberada y llevarlo al ayuntamiento para que proclamara en su nombre la República Social. Pero De Gaulle era arrogante y se identificó con el Estado francés. Así que, en una obra maestra de psicología, lo que hizo fue pasar por los Campos Elíseos hacia el Arco de Triunfo, en medio del delirio de la multitud que lo aclamaba.
En el coche de Leclerc iban varios españoles. El general había situado su lugar de mando en la estación de Montparnasse. Largas columnas de prisioneros alemanes marchaban por las calles en medio de un pueblo que, al verles, pasaba del júbilo al furor. Los crímenes que cabía esperar de una muchedumbre agitada por los extremistas se produjeron al día siguiente de la liberación de la capital. Jornada revolucionaria. Otra vez crímenes abominables. José Alvear, que llevaba decenas de kilómetros actuando con un grupo de su confianza, se resarció de su largo descanso y de su derrota al penetrar en el Pirineo español.
La jugada de los comunistas consistía en hacer creer que formaron desde tiempo una quinta columna organizada. De Gaulle entorpeció sus planes. Y lo evidente fue que se debió al viejo general Choltitz que el París histórico se salvara de la destrucción total.
* * *
Carta de París, sin fecha.
Querida familia:
Aquí estoy, otra vez en París, aunque dispuesto a bajar nuevamente hacia el Sur, porque Nati me dice que aún tendremos mucho trabajo. La torre Eiffel ha cambiado de amo y el nuevo propietario ha instalado en lo alto un observatorio aéreo. Seguro que lo que quieren es hacer un estudio sobre los pájaros y sobre las mariposas. Los comunistas querían ocuparlo todo, pero se les ha dicho que nanay. Ese De Gaulle es un fenómeno. Con esa nariz que no se acaba nunca lo huele todo a distancia y ha dicho a Maurice Thorez, el esclavo de Moscú, que se esté quietecito o que juegue a los bolos.
Me he hinchado de volar juguetes bélicos pertenecientes a Hitler. Pero ni siquiera llevo arma, palabra. Os doy esta información para que no creáis que soy un Gorki cualquiera. ¡El pobre! Nadie sabe dónde está enterrado. Y el que continúa vivo, aunque ya está enterrado, es Antonio Casal. Ahora lleva un algodón en cada oreja para no oír los estruendos. Y su mujer ha parido otro crío. Quiere que se llame
Campos Elíseos
o algo así.Precisamente es Antonio Casal quien me ha dicho que Gil Robles, Madariaga, Ossorio y Gallardo y Araquistain han hecho manifestaciones en el sentido de que la suerte de España está ligada a la del Eje. ¡Menudo descubrimiento! Pero no importa. Franco, según dice Nati, tiene enormes propiedades en Brasil y podrá gozar de una vejez tranquila y sin tanta guardia mora.
¿Qué sabéis de Julio, de David y Olga, del Responsable? Aquí estoy más solo que la una, desconectado de los altos jefazos. Lástima que la pastelera Mady no quiera ni verme, porque, como todos los franceses, paso hambre y si ella me hiciera caso podría comer de bóbilis, bóbilis. Pero, en fin, me zampo mucho champán, como al entrar en los pueblos hacía aquel loco que se llamaba Porvenir.
Tío Matías, ¿qué tal la prima Paz? ¿Todavía anda con el micrófono y las maracas? Debe ser todo un espectáculo. Bueno, a ver si al final liquidamos a los rusos y esto se queda como una balsa de aceite hasta Gibraltar.
Vuestro como siempre y Viva la Revolución Universal.
JOSÉ ALVEAR
* * *
El 11 de septiembre se produjo un acontecimiento grandioso. Una patrulla aliada de reconocimiento cruzó la frontera alemana cerca de la aldea luxemburguesa de Stolzenburg. Invasión de Alemania, noventa y seis días después del desembarco en Normandía. Se esperaba que fueran los rusos los primeros en pisar suelo alemán, pero sólo rozaron la Prusia oriental.
Sin embargo, el ejército aliado se encontraba con dificultades, sobre todo por falta de gasolina y pese a haber tomado intacto el puerto de Amberes. A más de esto, los alemanes parecían haber rejuvenecido, desde que se enteraron de los planes aliados una vez concluida la guerra. ¡Toda la industria alemana sería destruida! ¡Todas las fábricas serían arrasadas! ¡Alemania sería convertida en un país agrícola, de carácter pastoril! Este plan proporcionó a los alemanes una razón para morir con las armas en la mano.