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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (51 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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El fracaso aliado en la zona de Arnhem, considerada esencial, abrió un otoño negro para los aliados, cuyos bombardeos afectaban más a las ciudades de arte que a la industria. Hitler movilizó a todos los hombres de los 18 a los 60 años. Además, las V-II empezaban a mostrarse terroríficas. Su radio de muerte y de devastación sobrepasaba en mucho a las V-I. El pánico invadió Inglaterra, que estaba herida y cansada y que no entreveía el final de una prueba que acababa de cumplir los cinco años.

En Francia la situación era preocupante, como se colegía de la carta de José Alvear, porque a los aliados les faltaban víveres, ropa y, como siempre, combustible. Por lo demás, y a pesar del inmenso prestigio de De Gaulle, la autoridad del Estado se restablecía penosamente en un país asolado y dislocado. De Gaulle, efectivamente, disolvió las «milicias patrióticas», con lo que despojó a los comunistas de su ejército de guerra civil. Gesto temerario. Por fortuna, Maurice Thorez, el jefe comunista, regresado a Francia y amnistiado por su deserción de 1939, dio órdenes de obedecer.

En Italia la situación era más dramática aún. Miseria indecible y desmoralización sin límites. Se decía que, salvo el Papa, todo el mundo se vendía a quien más ofrecía. La prostitución, el mercado negro, todas las formas del robo no lograban saciar el hambre italiana. Los quince millones de italianos que aún vivían bajo la autoridad nominal de Mussolini conocían el horror de los bombardeos y del terror nazi. En el resto del país, todavía no se dibujaban las instituciones que habían de reemplazar al fascismo y en el vacío los comunistas tomaban posesión de ciudades y pueblos.

En este momento, Rusia irrumpió por su parte en Alemania en el frente del Este, pero esta ofensiva se caracterizaba por una violencia sin precedentes, por atrocidades, violaciones, saqueos y asesinatos de civiles alemanes y de prisioneros franceses, que daban a los alemanes una nueva razón de batirse hasta la muerte. El 2 de septiembre, el mariscal Erwin von Vitzleben, condenado a muerte por el tribunal del pueblo, fue colgado por la garganta en un gancho de carnicero. El 14 de octubre, el mariscal Rommel, convaleciente en su casa de Herrlingen, vio llegar a los generales Burgdorf y Maisel, quienes le ofrecieron elegir entre el tribunal del pueblo o el suicidio. Rommel eligió el suicidio, absorbiendo el veneno que le habían llevado los emisarios de Hitler y bajó a la tumba con exequias nacionales, un telegrama del Führer y un discurso fúnebre del mariscal Von Rundstedt, engañado o comparsa.

En Norteamérica se celebraron elecciones presidenciales, y la camarilla de la Casa Blanca se las arregló para maquillar a Roosevelt de forma que no se viera que estaba tocado por la muerte. Incluso su médico, Mclntire, redujo la jornada de trabajo del presidente a cuatro horas al día y cometió la indignidad de comunicar al país que Roosevelt estaba en plena forma. Roosevelt salió reelegido, y nombró vicepresidente a un oscuro senador de Missouri, llamado Harry Truman.

* * *

Tales acontecimientos repercutieron en el ánimo de los gerundenses. Los hermanos Costa, la Torre de Babel y Padrosa dejaron a sus mujeres en casa y se fueron a comer ancas de rana en el restaurante de la Barca. Manolo y Esther brindaron con champán.

El cónsul norteamericano, míster Stern y el cónsul inglés, míster Collins, no se movían de la cafetería España, donde Rogelio les servía de mala gana media combinación de gin-fizz o una ginebra compuesta. El padre Jaraiz y mosén Falcó estaban hundidos. Llevaban sus emblemas en la sotana, pero suponían que un día u otro tendrían que arrancárselos. Según las ideas o el talante, cada perro se encerraba en su guarida o salía de ella moviendo la cola.

El gobernador era quien mejor encajaba esos golpes, pensando en la capacidad maniobrera de Franco y en las palabras de Churchill: «Los problemas de la política interior no interesan más que a los españoles. No nos concierne inmiscuirnos en sus asuntos». El gobernador quería agarrarse a un clavo ardiente, pese a que María Fernanda le objetaba que Churchill podía muy bien desdecirse y clavarles la puñalada trapera. María Fernanda estaba contenta porque se había enterado de que don Juan de Borbón había abandonado la dramática Italia y se había instalado en la neutral Suiza, concretamente en Lausanne, donde repetía el mismo sonsonete: con la restauración de la monarquía España no tendría problema alguno. No darse cuenta de ello presuponía una ceguera de la que, teóricamente, había precedentes.

—Anda, déjame en paz con tu don Juan, que al parecer las enamora a todas, porque Carlota y Charo piensan lo mismo que tú. Si Franco dejara el timón, y puesto que don Juan, a mi entender, carece del apoyo popular, los que se llevarían el gato al agua serían Roosevelt y su camarilla de la Casa Blanca…

También estaba preocupado Mateo. Las palabras de Núñez Maza se le habían grabado en la mente. Había momentos en que dichas palabras socavaban su fe; en otros, el camarada Montaraz levantaba su moral y los dos se miraban complacidos la camisa azul. Había algún problema minúsculo que resolver, puesto que la vida no se detenía: la burocracia cotidiana, los relevos de cada día. Muerto el profesor Civil, era preciso nombrarle un sustituto en Auxilio Social. El gobernador se decidió por el jefe local del Movimiento en Bañolas, Faustino Vilardell, quien estaba casado con una mujer también bañolense y tenía una hija sordomuda, de diez años de edad. Hombre acostumbrado a bregar, a luchar contracorriente, había aprendido los signos inventados por fray Ponce de León para dialogar con su hija. Al enterarse de que en Gerona había cuatro sordomudos más no dudó un instante en aceptar el nuevo cargo y se trasladó con su casa a cuestas. El padre Forteza pensó para sí: «Voy a aprenderme el código de señales». Llamó a Faustino Vilardell y le hizo partícipe de su propósito. Faustino se emocionó. «Se lo agradezco mucho, padre. Eso hará que nuestra hija, que se llama Mercedes, se sienta menos sola».

Mateo no tenía más remedio que disimular. Todo el mundo estaba pendiente de su aspecto y de sus mínimas declaraciones. «Tiene mala cara». «¡Qué va! Le veo más seguro que nunca». «Tal vez sepa algo que nosotros ignoramos…». Ese algo era Pilar. Pilar le decía: «Estoy a tu lado, Mateo. Pase lo que pase». Mateo recompensaba a su mujer con un beso emocionado. Sólo Teresa, la sirvienta, había advertido que Mateo al entrar en su despacho a veces suspiraba hondo, como si no pudiera soportar un minuto más la carga que llevaba encima.

Él y el camarada Montaraz estaban más que nunca al frente de
Amanecer
y de la emisora de radio. Pero resultó que las consignas que llegaban de Madrid eran contradictorias. Por un lado, los NO-DO habían cambiado su imagen. Hitler iba desapareciendo de ellos y empezaba a aparecer Churchill con la V de la victoria. Asimismo, el delegado nacional de Prensa, Juan Aparicio, había llamado por teléfono a Mateo diciéndole que destacara en primera página de
Amanecer
las victorias norteamericanas en el Pacífico, especialmente la toma de Saipan, donde habían muerto todos los japoneses y los pocos que sobrevivieron se habían hecho el harakiri. Contrastando con todo ello, y puesto que las Fiestas de la Vendimia de Cádiz habían sido ofrecidas a Inglaterra, le ordenaba a Mateo que «no destacara dicha oferta y, sobre todo, que se abstuviera de citar a Shakespeare o a algún otro personaje inglés».

Ángel se puso de parte de su madre, María Fernanda. «Digas lo que digas, papá, la cosa está al borde de la hecatombe y no sé lo que va a ocurrir. Ya sabéis que no tengo la menor confianza en el pueblo español y que yo no quería regresar del exilio. Aquí estamos, expuestos a cualquier cosa. Claro que don Juan, en efecto, con su autoridad moral en Inglaterra podría ser la solución».

Su padre se ponía furioso y entonces Ángel, con su clásica sangre fría dejaba que se desahogase y luego se iba al estudio-ático que tenía cerca de la Dehesa, teñida de oro por el otoño, o telefoneaba a Adela diciéndole: «¿Puedo pasar un momento o hay moros en la costa?». Casi nunca había moros, de forma que el muchacho aceleraba el paso como anteriormente lo había hecho Ignacio.

Por fortuna, ocurrió algo que supuso una inyección salvadora para los camaradas Montaraz y Mateo: concentración de 3.500 ex combatientes en Guadalajara y de otras tantas militantes de la Sección Femenina en El Escorial. Los dos primeros partieron como flechas al lugar indicado —Marta y sus acompañantes se marcharon por su cuenta—, conduciendo Miguel Rosselló, quien había llegado a la conclusión, y así lo había declarado, que la forma de los nuevos coches norteamericanos superaba en belleza a la Venus de Milo y a la Victoria de Samotracia.

En Guadalajara, al encontrarse juntos, cantando los mismos himnos, los 3.500 ex combatientes —Mateo calculó que llegaban a los 4.000—, una oleada de optimismo les invadió a todos y por unas horas abandonaron sus dudas y desencantos. «¿Por qué nos hemos quedado en tres mil quinientos o en cuatro mil? —se quejaba el gobernador—. Deberíamos ser cien mil, ¡o doscientos mil! Eso hubiera sido una auténtica demostración de fuerza». «¿Para qué? —comentaba Mateo—. Todo el mundo sabe que cada uno de nosotros representa a veinticinco o a cincuenta».

Arrese, secretario general de la Falange, pronunció un discurso en el que habló de la perennidad de la Falange, preparada como siempre para lo que pudiera ocurrir. Pero el amo de la concentración fue el ministro de Trabajo, camarada Girón. «Desde mi puesto de mando os doy mi palabra de que no nos desviaremos un ápice de la ruta que nos hemos trazado. Estamos en la vanguardia del mundo en cuanto a las conquistas de los productores y esto es sólo el comienzo. Junto con Portugal, seremos el ejemplo para los demás países, que al término de la guerra nos querrán imitar».

Girón era un gigante. Causaba, en efecto, una tremenda impresión de vigor y robustez. Gracias al camarada Montaraz, Mateo pudo saludarle un momento y al estrecharle la mano sintió como si una savia renovadora actuara sobre sus circuitos de energía, como los llamaba Moncho.

—¿Y la guerra?

—¡Confianza! Todavía no se ha dicho la última palabra… Y si al final nos resulta adversa, nosotros continuaremos en nuestro puesto, fieles al Caudillo y en lo alto, las estrellas.

Aquél era el lenguaje que Mateo echaba de menos.

—¿Qué debernos hacer —preguntó Mateo— en nuestras respectivas áreas de actividad?

—En vuestra rica Gerona, que os prometo que visitaré, distraer a la gente y darle noticias agradables… La gente no quiere discursos, sino pequeñas alegrías. Y no hacerse mala sangre con las murmuraciones y los chistes alusivos. Ahora mismo, con esa canción de
La casita de papel
se alude a las Viviendas Protegidas. Pues bien. ¡Que canten, que canten! Las casitas, que no son de papel, seguirán en pie.

No dio tiempo para más. A Girón lo reclamaba todo el mundo. Se dieron un abrazo y el camarada Montaraz y Mateo se quedaron unos minutos extasiados viendo aquel mar de camisas azules. Ciertamente, era un mar. Con muchos ex divisionarios y muchos mutilados. Había acudido por cuenta propia el delegado de Sindicatos, Jesús Revilla, con su ojo de cristal. Nadie se dio cuenta. Faltaban piernas y brazos. Nadie se daba cuenta. Cada pieza era completa en sí misma. Las cámaras de cine filmaban aquello. Seguro que sacarían una copia para el NO-DO… y otra copia para Roosevelt. Para que Roosevelt viera la verdad de España y en lo alto, las estrellas.

Antes del regreso se enteraron de que se iba a constituir la Guardia de Franco. Un cuerpo de élite, formado por los más leales. La selección sería difícil. Una guardia pretoriana que, llegado el caso, defendería a aquel que, una vez más, se aprestaba a salvar a España de la saña de sus enemigos.

* * *

Llegados a Gerona, los camaradas Montaraz y Mateo abrazaron a sus mujeres. «¡No podéis imaginaros! ¡Ha sido colosal!». Mateo hizo revelar una fotografía en la que se le veía abrazado a Girón. La enmarcó y la puso debajo del pájaro disecado.

Luego, manos a la obra. Pocos discursos, pequeñas alegrías y buenas noticias. ¿Buenas noticias? Había muchas. El Atlético de Bilbao se había proclamado campeón de la Copa del Generalísimo, lo que alegró mucho a Carmen Elgazu. En Arganda del Rey se inauguró una emisora gigante, con potencia para ser oída incluso desde Rusia. En Torrelavega, puesta en marcha de una gran fábrica de fibras textiles, que produciría diez mil kilos diarios de fibra artificial. Un doctor escasamente conocido, llamado Cabrera Díaz, había donado al Instituto Nacional de Entomología su colección de medio millón de insectos himenópteros, «única en el mundo». Se había constituido la Federación Colombófila Española. En el café Nacional, Grote comentó: «A lo mejor con las palomas podemos mandar los puntos de Falange a los frentes de combate». Saltó al mercado una nueva marca de cigarrillos,
Tritón
, seudorrubios, que hizo las delicias de los fumadores no habituados al hierbajo-picadura servido por la Tabacalera. Por si fuera poco, Franco declaró que se estaba intensificando el cultivo del tabaco en toda España con el propósito de conseguir la total autarquía en este ramo. Etcétera. Por desgracia, en Córdoba no pudieron gozar en exceso de tales noticias porque habían alcanzado los 66 grados al sol y los 46 a la sombra.

¡En los cines habían llegado las primeras películas en color!:
Agfacolor
. Los títulos eran sabrosos:
Las cuatro plumas
, las películas exóticas de Sabú y las de dibujos animados de Walt Disney: el pato Donald, el perro Pluto, Dumbo, el ratón Mickey, Bambi, etc. Eloy descubrió que en el mundo existía algo más que el fútbol: el cine en color, los dibujos animados. Félix Reyes le diseñó y pintó unas cuantas travesuras del ratón Mickey y Eloy los clavó con chinchetas en su cuarto, en la pared, al lado de una Virgen de Begoña, iluminada y fosforescente, que le había regalado Carmen Elgazu. Eloy se aficionó también a ciertos tebeos. Casi tanto como la gente mayor, como, por ejemplo, los productores de los hermanos Costa, los funcionarios, los jubilados, que tomaban el sol y reencontraban su niñez. A Eloy le gustaba mucho
Flechas y Pelayos
, dirigido patrióticamente por fray Justo Pérez de Urbel.

Claro que, tocante a las lecturas, definitivamente se llevaba la palma
El Coyote
, de Mallorquí Figuerola, novelas que tenían mucho mérito dado que el autor desconocía por completo los países por los que su héroe andaba. Se guiaba por otras lecturas y por la intuición, hasta conseguir un ambiente de autenticidad. Pilar las leía a veces, cuando quería relajarse y el pequeño César la dejaba en paz. Mateo alguna vez la sorprendía, se enfurruñaba pero no decía nada. También él, a escondidas, leía
El capital
, de Marx, texto impresionante aunque, a su entender, repleto de contradicciones.

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