—Hombres de confianza. Su hermano Nicolás, por ejemplo, que se ha quedado con varios cuadros del Museo del Prado. O doña Carmen Polo, que se va apropiando de antigüedades destinadas al Patrimonio Nacional. No podéis imaginaros lo que son las cercanías del Pardo o del Pazo de Meirás… O del Azor. Y no estoy en absoluto de acuerdo con la tesis de que Franco ni se entera, de que todo se hace a sus espaldas. Es muy listo. Da facilidades… Sabe que la corrupción es la mejor arma para mantenerse en el poder. Si yo hubiera cedido a la ambición, ahora me encontraría como Salazar, que acaba de comprarse una finca de no sé cuántas hectáreas en la provincia de Málaga.
—¡No me digas! —exclamó Mateo.
—No me obliguéis, por favor, a daros más detalles… España es un inmenso Rastro al que sólo tienen entrada unos cuantos. ¿Qué te han dado, Mateo, a cambio de tu cadera rota?
—Pues… una medalla.
—¡Exacto! Ayer entregaron la Cruz Laureada de San Fernando al general Queipo de Llano… Otro que se ha dejado comprar.
Mateo reaccionó con cierta violencia. No era ético cambiarse de traje de la noche a la mañana y socavar ideas que uno ha predicado y que se han llevado por delante muchos camaradas.
—Si yo estuviera en tu lugar —dijo Mateo—, no andaría pregonando por ahí mi nueva postura. Me quedaría tranquilo en el hotel traduciendo el Quijote al latín y sanseacabó.
Miguel Rosselló estuvo a punto de aplaudir. Núñez Maza hizo un gesto de desencanto… Con frecuencia le ocurría lo mismo: sus visitantes le echaban en cara su pasado, sin darle siquiera la oportunidad de proponerles su nueva opción para la posguerra inmediata: don Juan de Borbón. Núñez Maza jugaba la carta monárquica, pese a que la Falange más bien era de tendencia republicana. Pero las circunstancias aconsejan salvar la patria de la catástrofe que se cernía sobre ella al día siguiente de que Berlín y Tokio hubieran firmado su rendición incondicional.
Mateo, al oír lo de la solución monárquica, se sulfuró más aún. Ésa era la alternativa que proponían Carlota y María Fernanda, es decir, la esposa del alcalde de Gerona y la esposa del gobernador, respectivamente. ¡Qué horror, otra vez la aristocracia, la sangre azul!
Núñez Maza esbozó una sonrisa.
—Yo también exclamé varias veces: ¡qué horror! Hasta que en el hospital de Riga empecé a ver claro… Lo que ocurre es que vosotros vivís en provincias y no conocéis Madrid. Os aconsejo que vayáis a visitar a Serrano Súñer, el cuñadísimo de Franco, que fue el mandamás y que conoce el paño de antes y de después. Él fue el primer asesor que tuve; el segundo fue María Victoria (¿te acuerdas de ella, Mateo?), que en Madrid tiene a nombre de sus familiares más próximos tres farmacias a la vez.
Ahora el gesto de desencanto lo tuvieron Mateo y Miguel Rosselló. Siempre la misma cantinela. Núñez Maza cambió de tercio e inevitablemente habló del nacional-catolicismo. Pura comedia para engatusar al pueblo. El obispo Herrera Oria había dicho en una ocasión: «Fue enviado por Dios un hombre cuyo nombre era Francisco». Y en otra ocasión: «Dios castigó a España porque la amaba». Él, Núñez Maza, ex consejero nacional y que con el micrófono en la mano se había batido en todos los frentes, culpaba a Franco de desentenderse de la cuestión social, de los derechos de los trabajadores, de la indispensable libertad. En el periódico de la víspera había leído: «Franco se ocupa personalmente del problema de la naranja». Mentira. El problema de la naranja le importaba tanto como las necesidades de los camareros del hotel Colón. Y Pío XII acababa de bendecirle una vez más. Mussolini, por lo menos, había convertido a Italia en una potencia, aunque luego cometió el error de entrar en la guerra a favor de Hitler. Franco carecía de grandeza histórica. Lo que ocurría era que el pueblo español no se merecía otra cosa. Estaba harto, cansado, sin fuerza para combatir. Una manada de borregos y un Pastor con mayúscula. Él también había idealizado al pueblo español, por un romanticismo que ahora consideraba infantil. Monarquía parlamentaria, eso es. Una vez don Juan en el palacio de Oriente, elecciones libres, partidos políticos, libertad de expresión. Con exclusión del Partido Comunista, eso, desde luego. Y con un sindicato que no fuera vertical, pues vertical significaba una tarta coronada por un señor con un látigo.
Núñez Maza pareció un poco fatigado.
—Si queréis puedo seguir hablando hasta mañana; pero, de momento, éste es el esquema de un hombre que lo había dado todo por la Falange y que actualmente está enfermo y vaticina para España el regreso triunfal de aquellos que fueron nuestros enemigos irreconciliables.
Mateo y Miguel Rosselló estaban vivamente impresionados. Tal vez fuera demasiado fácil tachar todo aquello de «lugares comunes». Cuando se estaba tan convencido como ellos lo estaban de haber adoptado la postura correcta, apenas si se analizaban las teorías opuestas. Quien les hablaba no era un mercader, ni un chiflado, ni un antiespañol. Era uno de los hombres más puros que había dado la Falange. También estaba desterrado Hedilla, el hombre que se opuso al decreto de unificación. Y destituido de todos sus cargos, Serrano Súñer, a quien Núñez Maza había invocado y que en tiempos no demasiado lejanos se había permitido el lujo de censurar incluso a «L'Osservatore Romano».
—No sé qué decirte… —arrancó Mateo—. Demasiado vino para una sola copa, demasiadas ideas para una sola tarde. Déjame reflexionar… —Mateo se acordaba de la deserción de hombres como Ignacio y como Manolo—. ¿Me das permiso para repetir todo esto al gobernador?
—¡Cómo! Te lo suplico… Ahora mismo voy a buscar unas fotocopias de mi ideario. En Ronda tuve el tiempo necesario para sopesar el pro y el contra. Mi caso está visto para sentencia y ninguna jerarquía puede asustarme.
Núñez Maza subió a su habitación y volvió a bajar con unos papeles. Entretanto, Mateo y Miguel Rosselló permanecieron mudos, contemplando las rocas y las olas de un mar un tanto embravecido. Se habían tomado dos cafés y fumado no sé cuántos cigarrillos. Núñez Maza no fumaba. Debía cuidar sus bronquios y sus pulmones. El titular del ideario decía:
Proceso al Régimen.
Miguel Rosselló comentó:
—Para empezar, no está mal…
Hablaron de cosas diversas. Núñez Maza, aunque cansado, vivía hambriento de noticias, lleno de curiosidad por el pedazo de tierra al que le habían confinado. El problema catalán… ¿Era tan complicado como se decía en Madrid? Sí, claro, claro. Tiempo habría de analizarlo a lo vivo. ¿Cómo? ¿Iluminar la montaña de Montserrat? ¡Grandioso! ¿Por qué no se llevaba a cabo el proyecto? ¿Montserrat, feudo separatista? También se decía algo parecido de los benedictinos de Montecassino. Durante siglos los monasterios fueron los depositarios de la cultura. Si él tuviera vocación de célibe, que no la tenía en absoluto, le gustaría vivir en un monasterio así, con una biblioteca de trescientos mil volúmenes, unos claustros y una hermosa avenida de cipreses…
Mateo y Miguel Rosselló se levantaron. Núñez Maza tenía, con toda evidencia, magnetismo personal. Por aquel salón del hotel desfilaría mucha gente… Y cada persona se llevaría su ideario.
Ideario por el cual Núñez Maza estuvo a punto de ser fusilado en un paredón.
En cualquier caso, la sinceridad del ex consejero nacional inspiraba respeto. Si la guerra, efectivamente, se perdía, ¿qué iba a pasar? Claro que los alemanes parecían preparados para la defensa de la costa atlántica. Llevaban meses construyendo una línea de contención comparada con la cual la Maginot era de juguete. Rommel estaba al frente de dicha construcción, en la que habían trabajado millares de pontoneros y de hombres de todas partes, incluidos prisioneros de guerra. El desembarco en Francia, a este lado del canal de la Mancha, se les ponía difícil a los aliados. Claro que también se les habían puesto difíciles las batallas del norte de África y de Stalingrado.
—Las despedidas, breves —dijo Núñez Maza—. Que tengáis un buen viaje, y ya sabéis dónde estoy… —y ante el estupor de los dos muchachos, Núñez Maza levantó el brazo y saludó a lo fascista. Nunca podrían descifrar si aquello iba en serio o si era una burla.
Se abrazaron uno a uno y Núñez Maza los acompañó hasta la puerta. Y en aquel momento vieron cómo un coche negro, que tenía la estampa de un coche oficial, se detenía delante del hotel y cómo Núñez Maza, con la mano izquierda, parecía dar la bienvenida a sus ocupantes…
OPERACIÓN «OVERLORD», 6 de junio de 1944. Así se llamaba la operación aliada de desembarco en las costas francesas, el día D. Su majestad Jorge VI dirigió un mensaje a la nación: «Una vez más tenemos que hacer frente a una prueba suprema. No se trata esta vez de luchar para sobrevivir, sino para alcanzar la victoria».
Los dos enemigos se habían preparado desde mucho antes. Ahí estaba el segundo frente reclamado por Stalin, cuyos ejércitos continuaban peleando duramente en el Este. Churchill y Roosevelt habían descartado los Balcanes y se había elegido la costa francesa. Hitler lo sabía y desde hacía dos años se preparaba para la defensa, construyendo a lo largo de muchos kilómetros de costa el Muro del Atlántico. Rommel, contra la opinión de otros generales, fue el encargado de organizar las fortalezas defensivas. Un esfuerzo colosal, aunque no el que Rommel hubiera querido. El «zorro del desierto» tropezó con las mismas dificultades que en El-Alamein: insuficiencia de hombres y de material. Rommel estaba convencido de que había que yugular al enemigo en el instante mismo del desembarco, en la línea costera y no más atrás. Toneladas de cemento y kilómetros de alambradas habían sido utilizadas. Pero Rommel hubiera querido 100 millones de minas terrestres, y sólo consiguió recoger unos 3 millones, que sembró estratégicamente.
A primera vista, aquello era inexpugnable e Hitler estaba convencido de ello. Sin embargo, se trataba de un ejército tal vez abigarrado en exceso. Italianos, franceses, húngaros, rumanos, polacos, finlandeses, norteafricanos, negros, asiáticos, rusos, ucranianos, armenios, tártaros de Crimea, kalmukos y hasta indios. Grave contradicción del Führer, quien había declarado en varias ocasiones: «Sólo los alemanes deben llevar armas». Las circunstancias le obligaron a ceder. «Toda la carne en el asador», afirmaba Goering. De ahí que, aparte las tropas de refresco, fueran aprovechados los mutilados ligeros, los afectados por congelaciones de tercer grado, trastornos visuales, auditivos, respiratorios y circulatorios. Toda una división estaba compuesta por dispépticos. En otras muchas la media de edad superaba los 40 años. La terrible sangría sufrida en Rusia —más de 2.000.000 de hombres— repercutía en esa operación.
Faltaban hombres para detener la invasión y Rommel lo sabía. Si bien lo peor era la impotencia de la marina y de la aviación. La flota alemana de superficie había sido liquidada. La submarina, había dejado de ser «imponente». En cuanto a la aviación, el cálculo era de 50 contra 1. Los 1.000 cazas a reacción prometidos por el Führer a los defensores no salían aún de las fábricas.
Por otra parte, desde hacía un mes los bombardeos de las líneas de comunicación de la retaguardia alemana eran incesantes. Era la pulverización. En uno de esos bombardeos murió Gorki, el comunista, ex alcalde de Gerona, quien había sido movilizado a la fuerza. Su compañera, Mady, la pastelera, lloró desconsoladamente.
Rommel vio que la causa estaba perdida y que la única manera de limitar el desastre consistía en eliminar a Hitler y pactar con los aliados. El primer contacto de Rommel con la conjuración anti-Hitler databa sólo del mes de abril. Los conjurados vacilaron largamente antes de abordar a un soldado de tanto renombre. Por fin enlazaron con él y Rommel pidió unos días para meditar.
Por fin, Rommel dio su aquiescencia a la eliminación de Hitler y de su régimen. Sólo hizo una reserva: rechazó el asesinato de Hitler, sosteniendo la tesis de que éste debería ser entregado a un tribunal alemán. Todos los Estados Mayores del Oeste se unieron a la conspiración.
En este clima psicológico era preciso hacer frente al desembarco procedente de Inglaterra. Desembarco que, a su vez, había sido preparado con dos años de antelación. Debía constar de barcos que todavía no se habían construido y de material todavía inexistente. Era trabajar en abstracto, pero era trabajar.
En los primeros días de junio se discutió mucho el lugar del desembarco. Holanda se descartó a causa de las inundaciones. Las playas belgas fueron eliminadas a causa de las corrientes costeras. Bretaña presentaba facilidades tentadoras, pero estaba un poco lejos de las costas inglesas. Por fin se decidió: Normandía.
Imposible ocultar el plan a De Gaulle. Éste, al conocerlo, se enfureció. «El cuerpo expedicionario desembarcará en Francia con una moneda fabricada en el extranjero y que el gobierno de la República Francesa no reconocerá en absoluto». «No se repetirá el desembarco en el África del Norte francesa, al cual yo no fui invitado». De Gaulle consideraba insultante la proclama preparada por Eisenhower y que contenía dos frases inadmisibles: «La obediencia rápida y apresurada a las órdenes que yo dé es esencial». «Cuando Francia esté liberada, vosotros mismos elegiréis el gobierno bajo el cual queréis vivir».
Llegó el día D. Más de 4.000 barcos preparados para el cruce del canal, protegidos por 12.000 aviones. La flota más gigantesca conocida por la historia. La formidable aviación ya había abierto brecha en el Muro del Atlántico, en especial poniendo fuera de combate la mayor parte de los sesenta y cuatro radares que vigilaban las orillas.
La hora del asalto dio lugar a largas disquisiciones. Un desembarco vesperal era recomendable por muchas razones. Pero se prefirió un desembarco matinal por temor a la confusión que podía provocar la noche. En cuanto a la marea, hubiera sido racional utilizarla para hacerse llevar lo más adelante posible; sin embargo, se prefirió la marea baja porque descubría los arrecifes artificiales que había puesto Rommel.
Cabe destacar que muchos barcos estaban en malas condiciones y tripulados por marinos de ocasión, muchos de los cuales se mareaban en las balsas. Los marinos profesionales temblaban. El mal tiempo posponía el día D. Finalmente, no hubo más demora, pese a que la meteorología no parecía la más adecuada. Eisenhower dio la orden: «Doy esta orden de mala gana. Pero hay que darla. Dios dirá».
En la primera oleada de paracaidistas —arma decisiva— que aterrizó en Francia figuraban indios norteamericanos con sus pinturas de guerra. La unidad india estaba compuesta por miembros de las tribus
yaqui
y
cheroquee
, los más robustos de América. Habían sido instruidos como ingenieros de demolición y podían llevar hasta 82 kilos de peso. Eran conocidos por «los bravos».