Los hombres lloran solos (69 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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* * *

Washington, 22 de agosto de 1945.

Querida familia:

¡Terminó la guerra! Aquí se ha iluminado hasta la estatua de la Libertad y la gente todavía anda como loca por las calles. Algunas familias lloran, claro, porque han tenido alguna víctima en Europa o en el Pacífico; pero, en una población como la de los Estados Unidos, constituyen casi como una gota de agua. Y un ¡hurra! para los negros, que se han comportado como los mejores. La explosión de la bomba atómica ha conmovido los cerebros. Personalmente, estoy a favor. Amparo, no, porque dice que la catástrofe hubiera podido tener mucha mayor amplitud. Yo creo que, habiendo hecho previamente una prueba en Alamogordo, sabían bastante lo que se hacían. De modo que son de lamentar las víctimas, pero con la guerra convencional a buen seguro hubieran sido muchas más.

Lo que da risa es cómo se disputan el poder los prohombres de la República. No se entienden. Discuten entre sí como lo hacían en otros tiempos en Madrid, cuando el presidente de las Cortes les concedía la palabra. Martínez Barrio es un gran tipo; en cambio, el doctor Giral es doctor en farmacia y más le valdría que continuara elaborando específicos o vendiéndolos al por menor.

Churchill se ha puesto a favor de Franco —es un decir—, y su hijo, Randolph, más aún. No quiere que en España haya otra guerra civil. ¡Yo tampoco! Y Amparo, ya podéis figuraros… En todo caso, la cosa tiene que llegar a través de una pacífica transición. Pero Stalin es duro de pelar y se va a llevar la gran tajada. Va a ser el amo desde Vladivostok hasta la mitad de la ciudad de Berlín. Claro que en la lotería de muertos los soviéticos se han llevado el primer premio.

Por la prensa me entero de que De Gaulle ha conmutado a Pétain la pena de muerte por la de cadena perpetua. Me alegro por el viejo mariscal, que le dio a Hitler una puñalada por la espalda.

Don Rosendo Sarró ha venido a visitarme. Anda loco con sus negocios. Aquí ha sido recibido como un «hermano». Parece ser que a su esposa, doña Leocadia, le gustaría venirse a vivir a los Estados Unidos, pero que el problema no tiene fácil solución. La pobre, en Río de Janeiro, se aburre, pese a los carnavales y tal. Lo siento, Ignacio, por tu mujer, por Ana María, a la que imagino que de un momento a otro se paseará por la Dehesa con un carrito y un bebé.

¡Bien, Matías! ¿Qué tal el reuma? Yo también voy notando mis cositas, pero voy tirando y no pierdo el humor. Sobre todo ahora que la guerra ha terminado. Pienso pedir permiso al dueño del hotel para comprarme una tortuga y tenerla en mi habitación. Echo de menos a Berta, qué le vamos a hacer.

David y Olga viven en las nubes. Hablan de hacer las maletas y de tomar un billete de avión. Son unos idealistas. Lo han sido siempre. Nunca han calibrado las complejidades de la política internacional.

Lamentamos, ¡cómo no!, la muerte de la niña de Pilar y Mateo. Esto sí que es un golpe duro. Deseamos de corazón que la próxima vez haya mejor suerte…

Dadnos detalles de lo que pasa por ahí. La prensa americana responsable dice que la Iglesia española y el Vaticano apoyan a Franco con todo su poder, que es mucho. Algunos correligionarios minimizan este detalle; yo no. Si los Estados del mundo jugaran al ajedrez, yo creo que el Vaticano se proclamaría campeón.

Esperando vuestras noticias, os decimos
good-bye
. Hasta siempre.

Firmado:
JULIO GARCÍA
.

* * *

Gerona, 28 de agosto de 1945.

Queridos David y Olga:

He recibido, con sorprendente rapidez, vuestra última carta. Yo también brindé con champán, en compañía de Ana María, el día en que el Japón firmó en el Missouri la rendición incondicional. Se acabó la pesadilla. ¿Cuántos muertos? ¿Treinta millones, cuarenta? ¿Cuántos mutilados, inválidos, lo cual a veces es peor? Dicen que los americanos en el Pacífico han tenido lo menos siete mil desaparecidos en el mar, y que van a construir para ellos un cementerio en Manila. Siete mil cruces, sin nombre, sin cadáver. Será el único cementerio sin gusanos.

Lamento deciros que, a mi juicio, en vuestra carta pecáis de optimistas. ¡Lleváis tanto tiempo fuera de aquí! Aquí hay una enorme, incalculable, masa neutra, que no quiere ni oír hablar de jugar de nuevo a soldaditos. Mateo cree que hay un 90% de la población a favor de Franco; yo rebajaría un poco el listón y lo situaría en un 70%, con un diez más de indiferencia total. Todo el mundo a su quehacer, a los toros y al fútbol, algunos con doble empleo, aunque ello sólo les sirva para comprar garbanzos y boniatos.

El gobierno republicano de que me habláis, proclamado en Méjico, aquí es llamado «gobierno fantasma». No creo que responda a ninguna realidad actual. ¡Y encima, se pelean! La gente ha olvidado incluso los nombres que me citáis… Lamento desanimaros, pero ¿qué podéis hacer? Franco no cederá. Es una roca… Y una invasión es totalmente inimaginable, teniendo en cuenta la postura imperialista que ha adoptado Stalin. En Gibraltar ha habido una manifestación de aquellos que
Amanecer
—por cierto, que aparte os envío varios números— llama «rojos». ¿Qué ocurrió? Al cabo de una hora quedaron agotados y se volvieron a sus casas. Lo que sí ha empezado otra vez, masivamente, son las peregrinaciones a Lourdes, a dar las gracias a la Virgen por la terminación de la guerra. ¡Curiosa guerra, a fe! El último acto, la declaración del emperador, Hiro Hito, confesando a su pueblo que él no era dios, ni tampoco descendiente de dioses… Claro que los japoneses continuarán adorándole como si tal cosa. Lo llevan en el corazón.

Enviadme algunos de los libros de texto que escribís y publicáis. Me gustaría ver la interpretación que le dais a la historia de España.

Tomo nota de vuestro ofrecimiento para el caso de que vinierais y os necesitáramos. Pero, como os digo, de momento estamos tranquilos. Ayer, en un partido de los juveniles, nuestro ahijado Eloy metió cuatro goles como cuatro soles.

Vuestro siempre.

Firmado:
IGNACIO.

* * *

El 1 de septiembre, el tren correo que hacía el trayecto Portbou-Barcelona descarriló, cerca de la estación de Massanet-Massanas. Debido a un corte de la vía —sabotaje—, la locomotora y los tres primeros coches se cayeron a un terraplén y fue una catástrofe, puesto que el convoy andaba hasta los topes. La tercera catástrofe ferroviaria en el país en cuestión de un mes.

En medio del montón de chatarra quedaron aprisionados seis cadáveres, un herido gravísimo y doce heridos de diversa consideración. El maquinista y su ayudante quedaron carbonizados. Los trabajos de rescate fueron laboriosísimos, y también los de identificación. Intervinieron los bomberos, la guardia civil, la Cruz Roja —Sólita acudió en una de las ambulancias— y se tardarían veinticuatro horas en reanudar el tráfico. Entre los cadáveres había dos gitanas y un niño. El herido gravísimo, que falleció al llegar al hospital, era nada menos que Evaristo Rojas, uno de los tres ex divisionarios.

Corte de las vías, sabotaje… La población se convulsionó, sin acertar a explicarse. Las autoridades, que habían acudido al instante, supusieron desde el primer momento de qué se trataba: los maquis. Estaban mejor organizados que cuando irrumpieron en el Roncal y en Roncesvalles y en el valle de Arán. Iban en patrullas, dotados de buen material y de una fuerza indomable. La censura era tan severa que impedía que los periódicos dieran las noticias con la debida meticulosidad. Era preciso evitar a toda costa la propagación del miedo. El miedo, para un pueblo, era un arma mortífera. Mejor valía pasar hambre que tener miedo. El miedo era una serpiente de siete colas que se introducía en los hogares y que con sus lengüetazos despedía veneno letal. En este caso, sin embargo, para los habitantes de Gerona y provincia era imposible hacer mutis por el foro. Entre los cadáveres había los de tres muchachos de Bañolas que se iban a Barcelona a participar en la travesía a nado del puerto. Entre los heridos, un par de alcaldes, varios agricultores, además del farmacéutico y el cartero de la población de Pals.

Los heridos fueron repartidos entre los diversos centros sanitarios, los muertos, con sus correspondientes cajas, fueron enviados a sus lugares de origen. Una capilla ardiente en el local de Falange de Gerona: el cuerpo de Evaristo Rojas, al que se le impuso la última condecoración. «¡El destino tiene esos caprichos! —escribió Mateo en
Amanecer
—. Un muchacho sano, que se jugó cien veces la vida durante la guerra civil y luego en la helada inmensidad de Rusia, ha encontrado la muerte en el tren correo de Portbou a Barcelona. Habrá que buscar a los culpables y, caso de capturarlos, condenarlos a la última pena, que es lo que suele hacerse con los criminales». La respuesta de Gerona fue espectacular e Ignacio pensó que hubieran debido presenciarla David y Olga. El cadáver con el féretro atrajo a una multitud, que fue desfilando ante él, persignándose y vertiendo alguna lágrima. Evaristo Rojas, de Abastos, ¡campeón de billar! Aquélla había sido una carambola a tres bandas, con una bola roja que correspondía a la sangre. Sus dos compañeros de la fonda Imperio, Pedro Ibáñez y León Izquierdo, pidieron permiso para formar la guardia en torno al féretro. También; Mateo. El camarada Montaraz, el capitán Sánchez Bravo y mosén Falcó acompañaron la caja mortuoria al cementerio. Ningún familiar, Evaristo Rojas era sinónimo de orfandad. Mosén Falcó aprovechó la ocasión para soltar una perorata y terminar gritando: «¡Arriba España!».

Y entonces empezaron las pesquisas para el descubrimiento de los culpables. Corrían rumores de toda suerte. Un par de «supuestos» mendigos habían sido vistos cerca del lugar y también un coche de color gris. Nada, ninguna pista concreta. La brigadilla Diéguez se movilizó, pese a una cierta indolencia por parte del comisario de policía, don Eusebio Ferrándiz, quien desde que tenía en casa a su hermana ex monja parecía alicaído. La guardia civil patrulló de firme. Pero… ¡los maquis! ¿Cómo atraparlos? Dormían en los montes, conocían los caminos, los huecos de las rocas y se pasaban semanas mezclados entre la gente de buena voluntad. Se hablaba de un tal Piyayo, de un tal Chotis, de un tal Valencia. ¿Cómo saber? El anterior sabotaje tuvo lugar cerca de Cádiz. El más sospechoso —el más famoso—, un tal Cristino García, que solía actuar con ocho compañeros más. Comunista y líder de la Resistencia francesa, era una institución. No había forma de echarle el guante. Se disfrazaba de lo que le daba la gana y poseía el don de la ubicuidad. No se había puesto precio a su cabeza, pero aquel que consiguiera llevarlo preso a comisaría sería ascendido a «comandante honorífico».

No, ninguna pista concreta. El camarada Montaraz pegaba puñetazos en la mesa. Clamaba venganza, tenía miedo. Una serpiente de siete colas había entrado en su despacho, en el que no faltaban los cacahuetes de costumbre. Evaristo Rojas había dejado un hueco en la ciudad. Ya no podría hablarse de «los tres mosqueteros»; quedaban sólo dos, Pedro Ibáñez y León Izquierdo. Jaime, el librero, se alegró de la muerte de Evaristo Rojas. Fue uno de los que le pegaron hasta hacerlo sangrar. «El Niño de Jaén» lloró por las dos gitanas, que vivían en Montjuich y que muchas veces le habían jaleado mientras él se bailaba unas seguidillas.

El miedo. El miedo era paralizante, destructor. Durante unos días la ciudad vivió bajo este signo y la palabra maquis se convirtió para muchos en figura real. El descarrilamiento podía haber ocasionado cien víctimas. En la cárcel, los reclusos no sabían qué partido tomar. A raíz de la terminación de la guerra se preveía otro aumento de las restricciones, del racionamiento, del hambre. El aislamiento. Los estraperlistas volvían a ser metidos entre rejas —Óscar Pinel, el padre de Sólita, fiscal de tasas, se ocupaba de ello—, y éstos manifestaron su repulsa contra el «atentado»; los presos políticos se encogieron de hombros. «Víctimas inocentes, es verdad… Pero todo tiene su precio». Y por dentro bendecían al Piyayo, al Chotis, al Valencia y sobre todo a Cristino García y sus camaradas.

El camarada Montaraz se dio cuenta de que España afrontaba una nueva etapa de su historia. Tres noticias le indujeron a pensar así, aparte de lo que significaba la terminación de la guerra. En el último reajuste ministerial había recibido el cese José Luis de Arrese en su calidad de secretario general del Movimiento sin que se le nombrara sucesor; en el Boletín del Estado se publicó la supresión de la obligatoriedad de saludar brazo en alto; se había abandonado, «en aras de la concordia», el control sobre la ciudad de Tánger. Tánger era el último eslabón colonial… Como no fuera en sentido figurado, ya nadie podría hablar de Imperio.

—¿Te das cuenta, María Fernanda? Todo esto presenta mal cariz…

María Fernanda se le acercó y le dio un beso.

—Mi opinión ya la sabes… La solución está en Lausana, y si no, en Estoril…

El camarada Montaraz negó una vez más con la cabeza. Precisamente, dadas las circunstancias, lo que menos podía desearse era el chaqueteo y el cambio de guardia. Había que cerrar filas. Elegir a los hombres idóneos para cada cargo. A su vez, don Eusebio Ferrándiz no era el hombre idóneo para el cargo de comisario de policía. Demasiado bonachón. Demasiados escrúpulos. Andaba por la comisaría como pidiéndoles perdón a los «rojos» y a los «delincuentes». Su actuación a raíz del sabotaje del tren había sido decepcionante.

El gobernador decidió actuar. Hizo un viaje a Madrid para entrevistarse con su amigo Girón —a éste la boda le había sentado de maravilla— y regresó con la promesa de que don Eusebio Ferrándiz sería relevado. «Piensa que Gerona es provincia fronteriza y que necesitamos un hombre fuerte».

El relevo no se hizo esperar. A mediados de octubre don Eusebio Ferrándiz fue trasladado a Guadalajara, adonde se marchó acompañado de su hermana, Genoveva. Y llegó en sustitución don Isidro Moreno, superviviente del Alcázar, donde perdió a su mujer. Don Isidro Moreno se presentó con su segunda esposa, Francisca Iglesias y se instalaron en el piso que don Eusebio Ferrándiz dejó vacante.

Don Isidro Moreno tenía cuarenta y cinco años. Policía de profesión, gracias al camarada Montaraz acababa de ascender a comisario. «¿He de agradecérselo a usted?». «No, no, de ningún modo. A mi amigo el ministro Girón».

Talla mediana, cabello rubio, ojos fríos, de una frialdad que recordaba la de los ojos de Himmler. También llevaba gafas de montura de plata. Se apoyaba en un bastón, cuya empuñadura era una rana. Oriundo de Santander, había entablado amistad con el camarada Dávila, el ex gobernador de Gerona, el cual le había contado muchas cosas. Tenía fama de hombre duro. Trabajador infatigable. Las largas patillas le ocultaban dos verrugas simétricas en las sienes, que le hubieran afeado el rostro. Un tanto grosero, lo mismo en el verbo que en los ademanes, guardaba del Alcázar, además de una herida cicatrizada, una pequeña piedra que llevaba siempre en el bolsillo a modo de talismán. Franquista hasta la médula, se inclinara Franco por la Falange o la dejara en la estacada. Al enterarse de que el gobernador descascarillaba cacahuetes, dijo: «Mi
hobby
es limpiar la pistola». Al enterarse de que el general Sánchez Bravo decía
tutti contenti
, barbotó: «Yo prefiero soltar algún rotundo taco español». Al saber que el obispo se había desmayado en pleno
Te Deum
, comentó: «A lo mejor en el asilo tendría un puesto fijo».

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